viernes, 31 de enero de 2020

Año Galdós

A comienzos de enero, cuando apenas el nuevo año daba sus primeros pasos titubeantes, se conmemoraba el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós. Nacido en la primavera de 1843, cuando la reacción ponía fin a la Regencia de Espartero, de dudoso calado progresista, aquel joven canario estaba llamado a dar el salto a Madrid en plena juventud, para convertirse en el cronista que más quiso y mejor conoció a la ciudad, así como a sus gentes. Han pasado cien años de aquella triste fecha, pero quienes admiramos el genio creador de don Benito nos tememos que la efeméride no sea mucho más venturosa que la circunstancia de su fallecimiento. De hecho, más allá de una exposición conmemorativa en la Biblioteca Nacional, que hace unos días tuve el gusto de visitar y que recomiendo encarecidamente, pocos eventos más honrarán la memoria de aquel prohombre. Eso sí, si desean acudir a la Biblioteca Nacional siguiendo esta humilde recomendación, no dejen pasar mucho tiempo, pues en un par de semanas quedará clausurada, salvo que la benevolencia del organismo que la hospeda y de sus comisarios nos permitan disfrutarla, por lo menos, hasta la primavera. 

Quizá sea lícito preguntarse qué nos ha quedado del legado de Benito Pérez Galdós, cuando clausuramos la segunda década del siglo XXI y, sin darnos cuenta, nos hallamos plenamente instalados en la nueva era. Haciendo un recorrido de la huella de su personaje y su obra hacia atrás, encontraremos: la aparición de su personaje en el film Holmes y Watson, Madrid days, de José Luis Garci (2012); la fabulosa adaptación de El abuelo acometida por el mismo director años antes (1998); la teleserie Fortunata y Jacinta, basada en la novela homónima, que dejó en el recuerdo el rostro de Ana Belén encarnando a la desventurada Fortunata (1980); y para la generación millenial, a la que pertenezco, la memoria viva del personaje se difumina en la efigie que decoraba el fondo de aquellos ajados y decadentes de 1.000 pesetas. Podrá apreciarse que solo he recogido elementos de recuerdo que tienen que ver con la memoria visual, pero que, de manera directa, no aluden a la relevancia de su obra literaria. Porque si hacemos el ejercicio de preguntar a la generación posterior a la mía por este autor, probablemente la impronta galdosiana sea mucho menor, reduciéndose a un autor temido por los estudiantes de ESO y Bachillerato, que intentarán conseguir por todos los medios escatimar el estudio de su obra, por lo prolija y compleja, que la convierte en un calvario en el horizonte teórico y literario de los adolescentes españoles. 

Para compensar el yermo paisaje que acabo de describir, he de solicitar la venia del lector para aportar mi experiencia personal con el autor. Hace seis años, durante una larga temporada el retrato de Galdós de la autoría de Ramón Casas decoró el fondo de escritorio de mi ordenador personal. Mi primera aproximación a su obra narrativa ocurrió en el primer curso de Bachillerato, allá por 1999, cuando mis compañeros y yo tuvimos el encargo de leer Tristana como trabajo complementario en las clases de Lengua Castellana y Literatura. En aquel momento, cuando mi propio cerebro adolescente compartía la conciencia del tormento con los mismos ojos de quienes, en circunstancias similares, afrontan su estudio hoy, temía el momento de enfrentarme a aquellas páginas. El cuadro compuesto por la enrevesada convivencia entre don Lope y Tristana era demasiado anodino, demasiado insulso, como para acabar bien. En mi mente fatalista, curtida por años de militancia colchonera, una voz oculta presagiaba que las cosas acabarían mal. Y así fue. El año pasado, afortunadamente, me di a mí mismo la oportunidad de reconciliarme con la obra, acudiendo a su representación teatral en el Teatro Fernán Gómez de Madrid, y en algún momento del espectáculo me sonreí a mí mismo desde la distancia de los años, como queriendo decirme: "¿Ves como estas cosas envejecen bien?". 

Durante la carrera debí aproximarme a la lectura de La Primera República, el primer episodio nacional en el que me detenía en mi vida. Poco después, por azares del destino, cuando comenzaba a trabajar en mi primer proyecto de tesis sobre el impacto de la revolución liberal en el campo andaluz, la memoria de los Episodios vino a mí y me pregunté si no sería el testimonio de Pérez Galdós un buen complemento de la historia cruda, sin filtro, que me encontraba a diario entre los legajos del Archivo Histórico Y a ello me dispuse, recorriendo toda la tercera y cuarta serie de los Episodios Nacionales en el que recuerdo como uno de los otoños más dulces de mi vida, el de 2006. Mientras los empleados de la Biblioteca Municipal bromeaban sobre el alcance de mi tesón lector, que había roto las estadísticas de la Biblioteca porque nadie, sí, nadie, leía aquellas novelas, yo me familiarizaba cada vez más con el universo de aquel canario cuyos ojos, tan injustamente maltratados por la edad, captaban con exquisita sensibilidad las esencias de la condición humana. Por eso, cuando marché a Cádiz a estudiar un Máster, Fortunata y Jacinta se vinieron conmigo. Y digo "se vinieron", en plural, porque no solo la novela, de dos tomos, me acompañó en la maleta, sino que ellas dos me flanquearon el que también acabó siendo uno de los mejores años que alcanzo a recordar. 

¿Cómo puedo deber tanto a Benito Pérez Galdós? Si comienzo por lo personal, he de agradecerle que su tono sencillo, sus ambientes aparentemente costumbristas y cotidianos y su sensibilidad me ayudasen a modelar el objetivo a través del cual me propondría, en adelante, observar la vida que sucede a mi alrededor. Fue su estilo el que quise imitar, aunque me duela reconocerlo, en mi primera novela, Un trienio en la sombra (2014). Con la primera experiencia alumbrada, intenté depurarlo en El crimen de la Cruz Blanca (2016); a día de hoy, la obra de la que me siento más orgulloso. Y cuando me alejé, siquiera tenuemente, de mis orígenes, en La conjura de San Silvestre (2018), acabé pagando caras las consecuencias. Ahora bien, si paso a lo general, me veo obligado a reformular la cuestión: ¿por qué debemos tanto los españoles en particular, y los amantes de la lectura en general, a este buen hombre? Simplemente, porque tuvo el valor de, explorando diversos estilos literarios, desde el realismo al naturismo, pasando por la novela psicológica, ponernos delante de un espejo y decirnos a la cara: "así somos, nos gustemos o no. Y más nos vale admitirlo". Su agudeza observadora, su fina ironía para subrayar los defectos que nos han caricaturizado como seres humanos, es su mayor valor añadido. Por eso sus novelas no mueren: cualquiera que vuelva a visitar las páginas de El abuelo, relea Fortunata y Jacinta, o se interese por los desvelos de Torquemada, se percatará de que la preocupación por las falsas apariencias, el respeto estúpido a las convenciones sociales, la presión de nuestro contexto y el miedo irracional a todo lo desconocido nos convierten en individuos timoratos, que con demasiada frecuencia dejan de hacer lo que sienten por miedo a sentir lo que hicieron. 

La misma ironía que entonces le valió la crítica y la censura de la academia oficial le granjeó, asimismo, el aprecio de los intelectuales de verdad. De aquellos perfectamente conscientes de que reconocer nuestros defectos no implica ser malos patriotas, sino simplemente admitir nuestros límites y fijarnos un nuevo horizonte de crecimiento. Gracias a ello el silencio, que le acompañó en demasiadas fases de su vida, se tornó en aplauso atronador y clamor de masas mientras su ataúd recorría las calles de Madrid. Por eso, precisamente, quiero concluir haciendo un alegato por su figura, para que los jóvenes dejen de mirar tanto la pantalla del dispositivo de turno, o de buscar lecturas anodinas que hagan llevaderos sus años de tránsito por la educación obligatoria. Para que todos regresemos a don Benito buscando en sus palabras la quintaesencia de lo que somos, y el remedio para nuestros males. Que no han cambiado tanto en un siglo, no nos engañemos, como tampoco ha cambiado el olvido al que relegamos a quienes mejor nos conocieron, hasta que nos abandonan y entonces queremos aclamarles en alta voz, pese a que entonces, ay, ya no nos podrán escuchar.