lunes, 26 de julio de 2021

Reparación

Del mismo modo que, de un tiempo a esta parte, hay fuerzas políticas conservadoras que hablan de fraude cuando el resultado de unos comicios democráticos no les convence, esas mismas fuerzas políticas conservadoras confunden la "reparación" con la "venganza". De este modo, cuando se hace un ejercicio de restauración y reparación de la memoria, las voces y de los testimonios de un colectivo oprimido, sea por raza, género, identidad étnica, ideología, etc., los voceros de aquellas fuerzas conservadoras hablan del riesgo de "reabrir viejas heridas", de "amenazar la convivencia" y de "criminalizar a un grupo concreto de gente". Cuando lo único cierto es algo bien distinto: no hay heridas reabiertas, ni convivencia amenazada; ni siquiera criminalización de grupos concretos de gente, cuando esa misma gente es la que ha pertenecido tradicionalmente a una minoría dominante, que se ha empeñado en dejar las heridas abiertas y mantener una falsa idea de convivencia pacífica impuesta sobre la opresión y el silencio de la mayoría. Porque es cierto que una gota de limón sobre una herida escuece, pero la culpa nunca es del limón. 

El pasado domingo leí con asombro una noticia de Estados Unidos que me dejó perplejo: varios estados republicanos, entre ellos Idaho o Tennessee, por ejemplo, desean impulsar una ley educativa que prohíba la enseñanza de contenidos en las aulas que condenen la explotación y los abusos contra la población afroamericana, desde la esclavitud hasta nuestros días. Lo hacen, aparentemente, desde la convicción de que este tipo de enseñanza criminaliza a la población blanca, y llegan al extremo de alentar a los alumnos a que graben a los profesores que incumplan la medida, con el fin de poder subir las imágenes a una base de datos de la que las autoridades se nutrirán para imponer las sanciones correspondientes. Además de convertir a los supuestos "profesores infractores" en víctimas de ataques potenciales. La noticia es tremenda por dos motivos: 

Primeramente, porque vulnera la libertad de cátedra y convierte al profesor en víctima del criterio de sus alumnos, convertidos en los jueces, junto a sus familias, de la idoneidad de los contenidos enseñados en el aula. Y en segundo lugar, porque supone un retroceso abominable de décadas de lucha por conseguir la equiparación de derechos civiles entre blancos y negros en Estados Unidos; una lucha que muchos consideran y culminada, mientras los estertores de agonía de George Floyd siguen resonando en nuestras cabezas. Quien piense que la lucha por la igualdad civil está superada en aquel país no tiene más que pasearse por cualquiera de sus ciudades, grandes, pequeñas o medianas, de interior o de costa, y hacer un sencillo estudio estadístico: ¿quiénes desempeñan, en una proporción muy superior, trabajos como reponedor o cajero de supermercado, empleado municipal de basuras, conductor de autobús, taxista... y similares? 

Quienes inspiran este tipo de legislación lo hacen plenamente conscientes de que viven en un país que discrimina y que aún no se ha reconciliado con su pasado esclavista, como ninguno. En el fondo, les molesta verse reflejados ante el espejo de la desigualdad y el racismo, y pretenden obviar que tales problemas de base existen vertiendo una gruesa capa de cemento sobre ellos y mirando hacia otro lado. El problema radica en que, hace unos años, acciones como las que se proponen en la actualidad parecerían impensables y ajenas a toda cordura. No obstante, tras una legislatura presidida por alguien que ha representado a la perfección los valores supremacistas y racistas que aquí se condenan, muchos políticos locales retrógrados han sentido que no deben esconder sus sentimientos nunca más, porque si alguien con su misma ideología ha llegado a la Casa Blanca, quizá su manera de pensar no sea tan mala. 

A mi entender, todo parte de un origen común: a nadie le gusta que le digan que ha hecho las cosas mal, ni mucho menos darse cuenta por sí mismo de que se ha equivocado. Decir "lo siento" e intentar reparar el dolor causado cuesta mucho, pero una vez se da el primer paso todo lo demás viene solo. Para eso debe existir un contexto propicio y, lo más importante, voluntad. Manipulando la educación y la conciencia de los educadores, convertidos así en meros servidores de sus alumnos, únicamente se consigue patear la pelota hacia delante y dormir con la certeza absoluta de que los problemas, en forma de esa misma pelota, volverán a aparecer en el camino. Porque mientras no haya reparación, pedagogía social y lavado de conciencia, que son las únicas herramientas capaces de cerrar heridas de verdad, estas seguirán abiertas. 

Luego vendrán quienes se empeñan en mantenerlas abiertas para culparnos a los demás de echar leña al fuego, pero desde aquí, donde la Educación sigue siendo libre (de momento), contamos con herramientas suficientes para convencernos a nosotros y enseñar a los demás que no debemos dejarnos engañar. 

miércoles, 14 de julio de 2021

Haití como interrogante

En febrero leía la noticia de la crisis institucional abierta en Haití ante la negativa de su presidente, Jovenel Moïse, a abandonar el puesto, como le reclamaba la oposición. Cinco meses después me encontré de golpe con la desgraciada realidad: no hay tregua para el pobre, y el país más pobre de América Latina veía cómo el mismo presidente Moïse moría acribillado a tiros en su residencia de Puerto Príncipe, a manos de un grupo de sicarios de procedencia diversa. Si he titulado esta entrada "Haití como interrogante" se debe a que mi reacción a todos estos acontecimientos es precisamente esa, una pregunta: ¿qué ha pasado?

Subrayo el tiempo verbal, pretérito perfecto de indicativo: sé que los medios de comunicación especializados (al resto le da bastante igual) giran en torno a la incertidumbre futura que se cierne sobre los haitianos. Sin embargo, quizá por mi deformación profesional como historiador, me interesa más intentar entender cómo hemos llegado a este punto. Si busco información proclive al presidente asesinado, es fácil identificar a los buenos y los malos de esta pesadilla: unos oligarcas amenazados con quedar fuera del reparto de beneficios de la electrificación de buena parte del territorio haitiano, además de una oposición que ha condenado en los últimos años la pretensión de Moïse de perpetuarse en el poder, recurriendo al argumento de que su mandato comenzó cuando se le nombró con carácter interino, allá por 2016, y no cuando tuvo lugar su toma efectiva de posesión, un año más tarde, por lo que, según sus críticos, debería haber dejado la presidencia a comienzos de este 2021. Incluso pueden llegar a entenderse las razones del propio Moïse para conservar el sillón un año más, convocando elecciones para el mes de septiembre de 2022, unos comicios que parecían inevitables y a los que él ya no podría presentarse. 

Pero claro, luego está la opinión de los otros, de los opositores, de aquellos a quienes Moïse ha crispado cada vez más desde que asumió su mandato (el interino primero y el oficial después). Piénsese que, con razón o sin ella, el presidente ha legislado por decreto en el último año, despertando suspicacias entre quienes le acusaban de estar planeando su conversión en un segundo Papa Doc. Precisamente los desconfiados hallaron nuevos argumentos a su favor ante su proyecto de reforma parlamentaria, encaminado a fusionar las dos cámaras representativas en una sola cámara, una reforma que amenazaba el estatus de buena parte de sus detractores en el Senado, prestos a acusarle de proyectar una reforma anticonstitucional. Y por si todo fuera poco, la escena exterior, una vez más, vino a jugar en contra de este país: a los años de respaldo estadounidense a Moïse durante la presidencia de Donald Trump, fundados en buena medida en la condena constante de Moïse a Venezuela, sucedió la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, acompañada de tímidas manifestaciones a favor de Moïse que se acompañaban de invitaciones veladas a convocar elecciones en el plazo de un año. Una descafeinada versión del "palo y la zanahoria", que se puede leer en los siguientes términos: "sí, yo te voy a apoyar mientras estés en el poder, pero vete pronto, que quiero ir cortando amarras con todo lo que mi predecesor tejió en el espacio americano". 

Me expreso con total sinceridad cuando admito que desconozco qué versión es más verosímil para explicar el asesinato de Moïse, si es que un asesinato tiene alguna explicación. Lo único que parece claro es que Haití, una vez más, ha sucumbido a los mismos intereses externos que prostituyeron el sentido de la revolución esclava de 1791 que dio a luz a la primera república negra independiente de la Historia trece años después. Unos intereses extraños a los que Haití solo interesa en tanto que tablero en el que medir sus fuerzas con otros países de la región americana, aún a riesgo de que a fuerza de pugnar y porfiar sobre el terreno el tablero se acabe rompiendo. Y la condición de escenario pisado y prostituido por todos es herencia directa de la descolonización, durante la cual el imaginario colectivo de las grandes superpotencias estuvo de acuerdo en algo: aquel país de ex esclavos salvajes solo era bueno para aprovechar sus recursos. Lo demás preocupaba lo justo, o menos que lo justo: o sea, nada. 

Para el otro interrogante, "¿qué va a pasar ahora?", no tengo respuestas. Por dos motivos: primero, porque soy historiador, no politólogo; segundo, porque como digo a mis alumnos, yo respuestas no suelo tener. Estoy lleno de preguntas, eso sí, e intento proyectarlas en los demás, sobre todo en esta era en la que, a pesar de la pandemia, seguimos tan preocupados de nuestro ombligo que preferimos la anestesia inducida a una mínima sensibilidad frente a lo que pasa a nuestro alrededor. 

Tout moun yo menm!!!

Bangla Desh

La pasada semana, en concreto el día 8 de julio, leíamos con cierta indiferencia la noticia sobre el incendio en la fábrica de bebidas Hashem, ubicada a unos 25 kilómetros de Daca, la capital del país. Quiero subrayar el complemento circunstancial "con cierta indiferencia" y aclarar que, por duro que pueda resultar, se queda suave en comparación con lo que realmente pasó por nuestras mentes cuando tuvimos conocimiento de la noticia: nada. Normalmente en el primer mundo ya importa poco la suerte de quienes habitan el segundo, por lo que es mejor ni hablar de lo que puede afectarnos algo que sucede en el tercer mundo. Todo se puede explicar de manera bastante gráfica: uno nace en el país que le toca por suerte, como habita en el piso de sus padres porque así lo quisieron las circunstancias. Si vives en las plantas inferiores, el ruido de los de arriba te molesta y tienes que vivir con ello; por el contrario, si vives en los más altos, bien puedes rociar tu presencia sobre quienes te suceden en altura con total impunidad, porque a ti nadie te incordia en igual grado, y tú acabas fastidiando a todos los demás. 

Lo mismo sucede con este escalafón de países en función de su índice de desarrollo, que no sirve más que para establecer una discriminación bastante clara entre las naciones explotadoras y aquellas que son explotadas. Y la condición de unas y otras es también producto de la suerte, en buena medida, sin denostar el instinto depredador. Lo que sucede es que algunos tienes instinto depredador y lo pueden ejercer, pero otros parecen no tener ni siquiera el derecho a plantearse ser depredadores, porque el lugar que les está reservado en el concierto mundial es de subordinados. Todo ello porque quizá el colonialismo de dominación territorial haya concluido, y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial dio buena cuenta de ello. Ahora bien, ha quedado otro colonialismo mucho peor: el del dinero. El que no envía ejércitos de dominación, pero arrasa con los recursos del lugar y las vidas humanas igualmente. Ese tipo de colonialismo que practica la dialéctica agresivo-pasiva y que, con buenos modales, sonrisa Profident y traje y corbata, te presta su dinero a cambio de condiciones: que dependas en todo del exterior, y que sumas a tu población en un régimen de semi-esclavitud a cambio de salarios que ni siquiera llegan al límite de la subsistencia. Solo así tu gobierno será respetado por los grandes, recibirá financiación y ayudas al desarrollo, mientras el espectro de sus beneficiarios es cada vez más elitista y reducido, y el resto de la población se muere de hambre. 

Esto sucede en Bangla Desh, el país más pobre del mundo según las últimas estimaciones del Índice de Desarrollo Humano de la Organización de las Naciones Unidas. Un país que se ha convertido en suelo urbanizable para que las grandes multinacionales adquieran terreno a precio de saldo, donde construyen naves industriales que no son más que jaulas humanas en cuyo interior miles de personas trabajan hacinadas, sin disfrutar unas mínimas condiciones de salubridad, por supuesto ajenas a las restricciones impuestas por la pandemia de la COVID-19. Todo ello a mayor gloria de la reducción de los salarios, ese molesto coste de producción del que las grandes corporaciones están siempre dispuestas a prescindir, máxime cuando la contrapartida es un aumento de los dividendos. Para colmo, con la falsa satisfacción que a sus verdugos y ejecutores da la supuesta convicción de que están contribuyendo a permitir que esos trabajadores, por no llamarlos esclavos, lleven al menos una pequeña cantidad de dinero a su familia. "Si total", se dicen entre ellos, cuando nadie les oye, aunque por desgracia cada vez son menos pudorosos y también lo cantan a los cuatro vientos, "a esta gente con un poquito de dinero y una habitación para vivir les hace felices". 

Claro, porque la violencia económica, que esclaviza de hecho al individuo convirtiéndole en un dependiente perpetuo, dispuesto a sacrificar sus derechos y su libertad por un plato de comida, mina la voluntad del esclavizado hasta el punto de anularla y rebajar sus expectativas vitales. Es decir, la población bengalí no aspira a poco por naturaleza, sino porque décadas y siglas de explotación y abusos la han acostumbrado a renunciar a nada que no sea intentar sobrevivir día a día, que para ellos con eso ya basta. Demos unas condiciones laborales dignas, dejemos de ser cómplices de la esclavitud presente renunciando a los productos de las compañías que se benefician de condiciones contrarias a los Derechos Humanos en los países del Tercer Mundo, revaloricemos la integridad de quienes son explotados, y de aquí a no muchos años sus expectativas habrán crecido y no nos avergonzarán hasta el punto de mirar hacia otro lado cuando volvamos a ver otro accidente como este en las noticias; porque seguro que la catástrofe se repetirá, más pronto que tarde. 

Para despejar toda duda, ¡SOS Cuba! Por supuesto, defensa de la libertad de expresión y condena de la tiranía dictatorial que tiene sometido al pueblo cubano desde 1959. Y también SOS Bangla Desh, SOS Haití (al que dedicaré la siguiente entrada), y SOS a los oprimidos del mundo en general. Porque si no defendemos los derechos de los oprimidos y solo nos aturde el penalti fallado de Morata ante Italia, ¿en qué demonios nos estamos convirtiendo, ciudadanos?