Corría el mes de febrero del año 98 y yo cursaba entonces el tercer curso de la ESO. Recuerdo que durante años, en febrero, la programación de Canal Sur se veía copada durante varias semanas por los resúmenes del Carnaval de Cádiz que se retransmitían en el programa "El ritmo del tangai". Y para ser sinceros, a mí aquello me fastidiaba bastante: pese a ser solo un adolescente, nunca me había gustado el folklore andaluz, ni tampoco tenía predilección alguna por la música del momento. Desde los diez años oía música clásica con fruición y Amadeus figuraba en el top de mis películas favoritas. Conscientes de ello, mis padres me hicieron el mejor regalo de cumpleaños posible cuando me compraron un pequeño equipo con reproductor de CD, que yo iba alimentando con esos discos promocionales de los grandes autores del siglo XVIII que se vendían cuando finalizaba el verano. Es decir, que en aquel momento de mi vida, el Carnaval de Cádiz a mí ni fu, ni va.
Pero aquel año iba a marcar un punto de inflexión en mis aficiones musicales. Era semana blanca y, como acostumbraba, disfrutaba de unos días tranquilos en casa. Mis padres debían ir a Málaga con mi hermano pequeño y yo decidí quedarme solo toda la mañana, aprovechando el tiempo para leer, pasear un poco y, por qué no, pensar en aquella chica de mi clase que tanto me gustaba y a la que pronto tendría que decir algo, porque se aproximaba la fiesta de San Valentín en el instituto. Cuando ya la mañana era avanzada encendí el televisor y sintonicé Canal Sur: "otra vez carnaval", pensé con fastidio. Sin embargo, en aquella ocasión una voz interna me dijo: "¿por qué no pruebas a escuchar un poco?".
En aquel momento se proyectaba el resumen de la actuación de un grupo encabezado por una figura pintoresca: un director calvo, pero lleno de vitalidad, que dominaba el centro de la escena como nadie, ataviado con un traje blanco de mafioso. En la pantalla se iban sucediendo diferentes composiciones del repertorio, y yo entonces no tenía la menor idea de lo que estaba viendo: ¿por qué algunas piezas tenían estribillo y otras no? ¿Cuál era el motivo de que una de las piezas durase casi diez minutos? En ese momento, aquel director, Manuel Santander Cahue, al frente de su Familia Pepperoni, daba tono con su pito de caña y una letra comenzaba a sonar, grabándose para siempre en el imaginario colectivo gaditano, y en el mío propio:
Me han dicho que el amarillo
está maldito pa' los artistas,
y ese color sin embargo
es gloria bendita para los cadistas.
Entonces yo no podía saberlo, pero la letra que escuchaba, aquel memorable pasodoble de la Familia Pepperoni, acabaría siendo el himno oficioso del Cádiz C.F. y sembró en mí eso que los entendidos llaman "el veneno del carnaval". Mis padres y mi hermano regresaron, divertidos al contemplar mi repentina conversión, y yo, ruborizado, apagué el televisor diciendo a aquella gente, para mis adentros: "el año que viene nos volveremos a ver".
Y así fue: 1999 llegó y entonces fui yo quien buscó la información detallada de la parrilla televisiva del canal regional para mantenerme al día. Después de la buena sensación que me había dejado el año anterior, como cualquier neófito que se aproxima por vez primera a una disciplina concreta, estaba dispuesto para dejarme sorprender. ¡Me quedaba tanto por descubrir! Pero lo que vi aquella noche, revisando un resumen de las mejores chirigotas hasta el momento, superó con mucho mis expectativas. Un grupo de individuos ataviados con indumentaria hippy iniciaba uno de los pasodobles del repertorio de aquella agrupación, llamada Los Yesterday. Su autor era un tal Juan Carlos Aragón, a quien yo, en mi santa inocencia, identificaba con el director del grupo, un jovencísimo Javi Bohórquez, que interpelaba al público junto con sus colegas, relatando lo bonito de ser hippy:
Melenudo y sin embargo,
y aunque no sirva de nada,
yo prefiero el pelo largo
que la cabeza rapada.
Durante unos segundos el Teatro Falla se vino abajo en un "¡ole!" cerrado que impidió escuchar los siguientes versos, mientras el vello de mi nuca se erizaba, provocándome una sensación totalmente nueva. Al tiempo que aquello pasaba, uno de los componentes, en el puntal derecho de la chirigota siguiendo la orientación del espectador, sonreía ante el efecto provocado por la letra en el respetable: aquel, supe luego, era ese tal Juan Carlos Aragón que aquel año se llevaría el primer premio de la modalidad.
Este fue mi debut como espectador y seguidor del Carnaval de Cádiz. Desde entonces no he podido apartar de mi mente ni de mis vísceras ese veneno al que cantó la comparsa Los ángeles caídos en 2002:
Me han dicho que la locura
es el peor de los males,
que sale por carnavales
y luego ya no se cura.
Juan Carlos continuaba su andadura por una nueva modalidad, mientras Manuel Santander, el otro padrino de mi bautismo de fuego, acababa de cosechar dos años atrás otro primer premio con Los de capuchinos (2000).
Desde entonces, como todo enamorado de la fiesta, cuento mi cronología vital a partir de las agrupaciones de cada año, y ansío el momento de recorrer las calles de la ciudad de Cádiz para contagiarme del espíritu callejero. Porque la culminación de mi sueño de juventud llegó en 2007, cuando de la mano de mi entonces director de tesis aterricé en la Universidad de Cádiz, un frío y ventoso mes de enero, para cursar mis estudios de Máster. Un extraño azar me hizo coincidir en clase con una compañera cuyo nombre despertaba un extraño eco en mi memoria: Ana Barceló. Pasaban las semanas, la miraba, me miraba, y conversábamos sobre lo divino y lo humano, como siempre hemos hecho desde entonces. Hasta que un buen día vino a despejar la duda que golpeaba en el sitio más recóndito de mi cerebro: "Mi seudónimo es Mari Pepa Marzo; soy la comentarista oficial de los tipos de carnaval en Canal Sur Radio". Entonces algo hizo clic en mi cabeza y, desde aquel día, trabé con ella una amistad que se ha mantenido con el paso de los años, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, hasta que el dios Momo nos separe.
Gracias a Ana y a su infinita generosidad con quienes nos aproximamos a la fiesta desde fuera pude acudir en febrero de aquel 2007 a un local de ensayo, donde preparaba la actuación en el teatro la comparsa de Tino Tovar, La república gaditana. Las rivalidades y los extraños caminos del veneno del carnaval hicieron que aquel año la agrupación de Tino fuera la misma que había encumbrado a Antonio Martínez Ares en los 90, y que yo había escuchado en Los ángeles caídos de Juan Carlos Aragón: el grupo de Ángel Subiela. De aquella mágica noche en que pude conversar con el propio Ángel, reírme con las ocurrencias de Juan Gamaza, o disfrutar la hospitalidad de Utrera, conservo aún mi tesoro más preciado: una foto con Carlos Brihuega, el eterno Carli, cuya voz ha sido capaz de cantar a Cádiz como nadie, desde la humildad y la gratitud al público que le han convertido en una leyenda viva.
Los años han hecho posible que mi relación con el carnaval y su mundo evolucione al mismo ritmo que mi propia personalidad: del gusto por el chiste rápido y efectivo de la chirigota, propio de mi adolescencia, al recogimiento y la reflexión de la comparsa en mis primeros años adultos, para concluir en una relación de sana distancia . No por desprecio, sino por el deseo de seleccionar aquello que oigo y no dejarme contaminar, no ya del veneno, con el que moriré, sino de la cultura de la inmediatez que también se ha apropiado de un fenómeno cultural (para mí) tan sacrosanto. Este es el motivo de que haya disfrutado más en la calle, acercándome al carnaval chiquito en 2009 por vez primera, de la mano de Los trasnochadores de Jesús Bienvenido, para regresar en 2016 y 2019. En ambas ocasiones en compañía de Isabel, la pareja que ha sido capaz de comprenderme en todos mis recovecos, incluyendo este apartado de mi vida que es tan íntimo que solo lo compartimos mi hermano y yo.
Así pues, cuando llega este ingrato año de 2020, en el que las tablas del Teatro Falla no volverán a gozar de la inventiva de mis dos padrinos, fallecidos ambos en 2019, me pregunto: ¿he de considerarme desgraciado porque Manolito y Juan Carlos ya se han ido? Haciendo honor a la verdad, lo que me resta no es pena por su pérdida, sino nostalgia de su recuerdo. Ambos supieron captar mi atención cuando pasaba por allí, casualmente, y coserla al telón del Falla con un hilo tan fuerte que aún hoy, casi veinticinco años después, no me he deshecho de esa unión, ni espero deshacerme de ella mientras viva. Porque he decidido dejar la pena a un lado y considerarme, en justicia, dichoso: por haber conocido el espectáculo de la mano de uno de sus obreros, que siempre luchó por dignificar la fiesta; y porque el veneno me llegó de la mano de uno de los mejores poetas de mi tierra Andalucía, cuya dedicatoria conservo en la portada de La risa que me escondes.
Disfrutemos, pues, del recuerdo justo y honorable de ambas figuras, y hagamos que su memoria perviva en los carnavales que vengan: no en los memoriales que les dediquemos, sino en defender el carnaval que ellos siempre quisieron, sencillo, de la gente, y capaz de hacer reír a los nuestros, para incomodar a los otros. Que de eso se trata, ¡faltaría más!