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lunes, 16 de mayo de 2022

A cuenta de "El fin del Homo Sovieticus" - Svetlana Aleksiévich - Acantilado

Tras la comparecencia de Mikhail Gorbachov en la televisión soviética el día 25 de diciembre de 1991 anunciado la disolución de la URSS y su renuncia como secretario general del PCUS, y por tanto como presidente, concluía la Guerra Fría y se inauguraba una nueva era para los antiguos territorios que habían conformado aquel conglomerado estatal durante buena parte del siglo XX. La nueva etapa de la Rusia post soviética iba a estar protagonizada por Yeltsin quien, sobre el papel, habría de continuar la senda de las reformas implementadas por su predecesor en términos de apertura económica, englobadas bajo la denominación de perestroika, que como se vio en las páginas precedentes apenas habían alcanzado hasta entonces los objetivos propuestos. No obstante, una vez desaparecida la Unión Soviética se daba una situación paradójica: el desconocimiento absoluto sobre la persona o autoridad que habría de implementar las transformaciones y consolidar el camino hacia el libre mercado, puesto que el despegue de esa iniciativa había partido del mismo gobierno soviético que había iniciado el proceso de desmantelamiento de la URSS desde dentro, y que ya no existía más. Como puede adivinarse, tal coyuntura, en el contexto de una sociedad sin tradición alguna de iniciativa propia y libre en el mercado, se aventuraba difícil de resolver (Ibisate, 1991, pp. 647-696).

 

En medio de la duda generalizada, favorecida por el «vacío de poder» relativo[1] posterior a la caída de la URSS, solo había una certeza: el proceso de apertura económica de Rusia y el resto de ex miembros de la Unión Soviético debería desarrollarse con medios propios, sin esperar ayuda alguna del exterior. Los motivos eran sencillos: primeramente, la aplicación de un «pequeño Plan Marshall» en la Europa que había permanecido al este del Telón de Acero no era viable, habida cuenta de que si el Plan Marshall había supuesto, en el contexto de la Posguerra mundial, una restauración del orden previo al conflicto, en la antigua URSS debía implicar necesariamente un profundo proceso de transición política y económica, dado que la democracia no se podía restaurar allí donde no había existido nunca, sino que debía construirse ex novo. A continuación, el Plan Marshall había tenido cierta legitimidad en tanto que herramienta para la reconstrucción urgente de la Europa occidental asolada por la II Guerra Mundial, esencial a su vez para reforzar el papel de aquellos países como contenedores del avance del comunismo, labor en la cual sería fundamental la recién creada OTAN (1949). En cambio, toda vez que el comunismo había desaparecido, se justificaba mal un apoyo internacional de calado similar para ayudar a unos territorios muy extensos cuyo aporte a la economía global suscitaba poca confianza entre los posibles inversores. En tercer y último lugar, derivado de lo señalado anteriormente, para los antiguos países del bloque capitalista la restauración económica de los ex miembros de la URSS, más que una prioridad, constituía un gravamen absurdo, puesto que interrumpiría su proceso de crecimiento e integración económica para posibilitar la restauración de unos territorios que, nuevamente y conforme a la convicción consolidada en la época, poco podían aportar al desarrollo mundial global. De ahí que, tras recibir poco más que la ayuda de los asesores técnicos de turno encargados de mostrar las directrices que la recuperación habría de seguir, los dirigentes de los antiguos estados soviéticos optasen por recorrer el camino hacia el libre mercado por sus propios medios (Narozhna, 2001, pp. 1-7).

 

Considerando, pues, la situación de partida descrita y el vacío de poder relativo al que se aludía antes, habría que preguntarse quién sería el encargado de pilotar la transición hacia una economía de libre mercado; y también, por qué no, si tal transición sería viable, considerando la ausencia total de tradición previa en el contexto post soviético. Desafortunadamente para el destino de los habitantes de la ex Unión Soviética, convertidos ahora en ciudadanos de naciones independientes donde antes solo había existido una entidad posible (Connelly, 2020), lo que acabó sucediendo fue que el papel protagonista en el tránsito hacia el libre mercado acabó correspondiendo también a una élite reducida. Con frecuencia dicha élite era la misma que había monopolizado el poder durante la era comunista (Judt, 2008, pp. 250-267), pero en otras ocasiones puede hablarse de la aparición de un grupo elitista novedoso, que fue suficientemente hábil como para construir su legitimidad sobre la alianza con las viejas élites soviéticas decadentes, a cuyas estrategias de reproducción no dudo en recurrir. En otras palabras, si durante el periodo soviético las posibilidades de prosperidad y ascenso habían dependido de las conexiones personales con miembros de la nomenklatura, bien a escala nacional o bien a escala local, de modo que se configuró toda una compleja red de lealtades sobre cuya persistencia se construyó la supervivencia soviética hasta finales del siglo XX, con la disolución de la URSS aquellas viejas élites perdieron su influencia, pero la red que habían tejido les sobrevivía, siendo aprovechada por quienes aprovecharon la coyuntura para aparecer como los nuevos benefactores del Estado, en tanto que abanderados del libre mercado que aparecía como el gran salvador de la economía.

 

Este nuevo grupo emergente de «salvadores» de su patria respectiva, constituidos en influyentes hombres de negocios, ofrecieron a la élite decadente soviética la siguiente disyuntiva: si deseaba perpetuarse en el poder en el periodo posterior a la Guerra Fría, si bien con siglas políticas diferentes y obedeciendo a un marco ideológico distinto, necesitaba aliarse con ellos y permitir su participación en la toma de decisiones estatales. Y las antiguas élites soviéticas aceptaron la oferta con tal de perpetuarse en el poder, ahora en nombre del capitalismo y una supuesta democracia liberal, como antes lo habían hecho en nombre de la Revolución de 1917. En términos políticos, cambió el mensaje pero las caras permanecieron prácticamente inalteradas. En cambio, en el ámbito económico emergió un grupúsculo de empresarios y hombres de negocios que, gracias a la protección y la promoción estatal, desarrollaron sus negocios, además de múltiples actividades de dudosa legalidad, al amparo de la nueva legislación vigente, consagrada a protegerlos, sabedora como era de que la estabilidad del nuevo orden post soviético se cimentaba necesariamente sobre el apoyo de estos nuevos individuos. Ellos fueron los encargados de inspirar y aplicar sobre el terreno, beneficiándose sobremanera, los postulados de las Políticas de Ajuste Estructura en el que había sido lado oriental del Telón de Acero.

 

Poco les preocuparía el tremendo impacto de las medidas anti inflacionistas sobre el empleo, el alza de los precios y la pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora, además del aumento de la tasa de desempleo hasta niveles desconocidos en todo el mundo occidental: los beneficios de las PAEs en la ex Unión Soviética, sobre todo en lo tocante a privatizaciones y apertura al mercado exterior, redundarían en su fortuna personal. Además, como se ha reseñado, hicieron uso de sus vínculos con el poder político para desplegar un amplio abanico de actividades económicas de dudosa legalidad que se desarrollaron en un clima de impunidad absoluta, en la medida en que los cargos públicos obtenían también beneficios y comisiones ilegales de este peculiar y corrupto laissez faire, laissez passer. Así pues, puede concluirse que la transición a la democracia liberal en la extinta Unión Soviética se olvidó del vocablo «democracia» para centrarse en el aspecto ultra liberal de la transición, arruinando a la numerosísima clase trabajadora y consolidando la pervivencia de las antiguas élites y unión con las nuevas, de modo que la corrupción se institucionalizó y surgió una poderosa mafia cuyos tentáculos no tardarían en extenderse al resto del continente europeo (Wedel, 2001, pp. 3-61).

A lo dicho hasta ahora ha de añadirse un elemento aún más dramático si cabe: el despertar de un sentimiento ultra nacionalista que había permanecido aletargado durante la dictadura soviética, pero que afloró apenas Gorbachov se despedía de la audiencia aquella tarde de diciembre de 1991. En efecto, ha de recordarse que la ideología marxista que inspiró la Revolución bolchevique de 1917 era esencialmente internacionalista: de hecho, había justificado el abandono de la guerra de manera unilateral y la firma de la rendición en Brest-Litovsk sobre la convicción de que la Gran Guerra obedecía a intereses capitalistas e imperiales que poco o nada tenían que ver con los intereses de la clase obrera internacional, llamada a unir sus esfuerzos en la lucha por su emancipación, en lugar de exterminarse en el campo de batalla para defender el interés de las potencias imperialistas. Este mensaje internacionalista de base se vio prostituido por las autoridades soviéticas apenas se inició la andadura del nuevo estado comunista, pues se aprestaron a sustituirlo por un programa esencialmente geopolítico que debía hacer frente a la contradicción entre dos realidades innegables: de un lado, la necesidad de Rusia de extender su zona de influencia más allá de sus fronteras, con el fin de ganar una zona de seguridad que le permitiese consolidar su posición en el centro y este de Europa, neutralizando el riesgo de una potencial agresión desde el oeste;[1] de otro lado, la complejidad de cohesionar bajo una única autoridad a un amplio conglomerado de pueblos, con identidades heterogéneas y, con frecuencia, enfrentadas entre sí, pero condenadas a entenderse por el dictado de Moscú (Connelly, 2020, pp. 773-786).

 

Las autoridades soviéticas intentaron contrarrestar cualquier atisbo de manifestación nacionalista en el seno de la URSS mediante la eliminación oficial de las identidades regionales centrífugas, imponiendo por la fuerza una única identidad común, la soviética, y una causa única por la que merecía la pena luchar: la perpetuación del legado de la Revolución de 1917. El acallamiento del sentimiento centrífugo de no pocos pueblos del territorio soviético fue posible mientras la URSS sobrevivió, pero la disolución de aquel gigante con los pies de barro despertó el anhelo de diferentes pueblos y comunidades de gobernarse por sus autoridades propias. Además, en los casos en los que el yugo soviético había obligado a pueblos enfrentados entre sí a convivir dentro de las mismas fronteras, la desaparición de la URSS trajo consigo el inicio de violentos procesos de exterminio mutuo, entre los que cabe destacar, por ejemplo, la persecución de la población armenia, o la confrontación fratricida entre georgianos y afjasios (Aleksievich, 2015).

 

Para concluir esta sección, y con ella el capítulo, cabe hacer una reflexión final sobre el único y verdadero damnificado del complejo e imperfecto proceso de transición subsiguiente al desmoronamiento de la URSS: el pueblo. En este punto hay que reivindicar el testimonio de la novelista y periodista bielorrusa Svetlana Aleksievich, quien en El fin del homo sovieticus desarrolló una compleja labor de recopilación de historias individuales que, hiladas por la autora con maestría, ayudan a reconstruir la historia cotidiana de los ciudadanos comunes en unas jornadas en las que el tiempo parecía discurrir más rápido. Entre los veteranos de las dos Guerras Mundiales y de la Revolución que prestan su voz a Aleksievich parece cundir una convicción mayoritaria: con el comunismo, y en concreto con Stalin, se vivía mejor. Por impactante que parezca su testimonio, especialmente a la luz de las investigaciones que han denunciado los crímenes contra la Humanidad cometidos por el régimen soviético, es fácil entender y comprender, sin justificar, su perspectiva. El estado soviético había configurado una realidad paralela en la cual los ciudadanos tenían la sensación de vivir bien, por una sencilla razón: la inmensa mayoría compartía unas mismas condiciones de vida, de modo que, pese a la miseria reinante, confortaba constatar que el vecino de al lado vivía en la misma penuria que se padecía en la casa propia. Solo una pequeña élite gobernante disfrutaba de grandes privilegios y gozaba de un estatus de vida elevado, pero su porcentaje en comparación con el resto de la sociedad civil era tan reducido, en una cultura además acostumbrada durante siglos a la obediencia a la autoridad, que aquello no representaba conflicto alguno para el común de los individuos. Además, añade también la práctica totalidad de ancianos y ancianas que recorren las páginas de la obra, en aquella época la URSS era grande, temida y respetada, y eso les hacía sentir orgullosos de su país.

 

Entre los testigos de mediana edad y los jóvenes la opinión cambia: conocedores, como eran, casi siempre a través de fuentes clandestinas, de las inmensamente mejores condiciones de vida en Occidente, ansiaban el final de la era soviética para celebrar la llegada de la democracia. Y sobre todo, para compartir la prosperidad del mundo occidental: en muchos casos, ese anhelo de prosperidad se reducía a la posibilidad de comprar pantalones tejanos de marca en cualquier comercio, o adquirir alguna marca de bebida que se consideraba privilegio exclusivo de quienes habitaban al otro lado del Telón de Acero. «Lo que nos cuentan del comunismo es mentira», repetían a sus mayores, que se mostraban reticentes a dejarse convencer por lo que ellos estimaban como meros cantos de sirena. Llegó Gorbachov, Gorby, como se le conocía, a la vez cariñosa y despectivamente, entre la población, y con él el sueño de libertad, apertura y democracia parecía cercano. De pronto fue posible comerciar, comprar productos occidentales, y daba la sensación de que los años de la oscuridad habían quedado atrás. Hasta que la URSS se disolvió y los PAEs irrumpieron en el antiguo escenario soviético con toda su crudeza: podían adquirirse productos variados, de diferentes marcas, pero a precios prohibitivos, mientras los salarios caían en picado, los servicios públicos eran privatizados, y las empresas procedían a recortar personal ante la contracción de la demanda y, por consiguiente, de la producción.

 

Y lo que era peor, los nuevos dirigentes de todos y cada uno de los países que habían integrado la URSS no hacían nada para evitarlo: por imperativo económico, el Estado tenía vetada su intervención reguladora en la economía. Mientras tanto, nuevos personajes hacían fortuna en el escenario de reconstrucción económica merced a su alianza estratégica con los poderes fácticos, que se convirtieron así en cómplices y artífices de una compleja red de corrupción no muy distinta de la nomenklatura, que se veía apoyada por un instrumento mucho más poderoso que el ejército soviético o la policía secreta: el dinero. Aquellos veteranos que habían vivido con orgullo los años del poderío soviético veían con perplejidad la venta de su patria al mejor postor, la irrupción de capital extranjero y el expolio de la riqueza rusa por unos pocos individuos en posición de poder. Fue entonces cuando se sintieron en una posición de fuerza suficiente para replicar a sus hijos y nietos: «Lo malo no es que lo que nos contaban del comunismo era mentira; lo malo es que lo que nos habían contado del capitalismo era verdad». Por el camino quedaron las ilusiones de generaciones que habían construido castillos en el aire sobre las oportunidades de la nueva democracia, que nunca se llegó a consolidar en sentido pleno en la ex Unión Soviética. Solo una tendencia se mantuvo estable entre la sociedad civil: el recurso al suicido como vía de escape, bien de un mundo que se desmoronaba, en el contexto de la disolución de la URSS y por parte de los integrantes de la élite soviética, o bien de otro mundo que parecía haberse olvidado de una parte sustancial de sus habitantes (Aleksievich, 2015).


[1] Esta apuesta geopolítica se inspira en la teoría del heartland enunciada por Halford MacKinder (1904).



[1] Se habla de vacío de poder relativo porque de hecho no existía tal vacío: el gobierno de Rusia estaba presidido por Boris Yeltsin, del mismo modo que en el resto de países del antiguo bloque soviético habían asumido la dirección del ejecutivo los antiguos representantes del ala reformista e inconformista del Partido.

sábado, 26 de marzo de 2022

La falla - Carlos Spottorno y Guillermo Abril - Astiberri

 Meses ha que no vengo por estos lares, porque el tiempo no me ha sobrado, básicamente. Por eso y porque es muy fácil hablar de manera visceral y reactiva en medio de todo lo que sucede últimamente, cuando creo que las circunstancias recomiendan justo lo contrario: observar, leer, oír, e intentar formarse una opinión lo más objetiva posible, sin caer en apasionamientos peligrosos. Este y no otro es el motivo de que hoy tampoco vaya a hablar de la invasión rusa de Ucrania ni del devenir del conflicto. Antes bien, quiero intervenir para hacer lo que me gusta: reseñar lecturas y hacer un aporte crítico sobre descubrimientos recientes que hayan iluminado mi camino. 

Tal es el caso de La falla, de Guillermo Abril y Carlos Spottorno, publicado por Astiberri ediciones en febrero de este año 2022. En un momento en el que aún parecía poco probable que viviéramos un conflicto del calado del que se ha desatado de la mano del omnipresente Kremlin y la siempre acechante OTAN, esta novela gráfica ya nos animaba a reflexionar sobre una realidad cuyo análisis me atrae cada vez más: la frontera. El concepto en sí mismo es interesante, puesto que en terminología geográfica se puede definir la frontera bien como border, es decir, como línea de demarcación que divide a las personas y que se ha trazado de manera artificial por la mano humana, respondiendo más o menos a realidades geográficas o culturales; o bien como boundary, que habla mucho más de la frontera como punto de encuentro entre pueblos y como espacio de convivencia compleja, en el que las diferencias culturales y los rencores históricos pugnan con una urgencia mucho más pedestre: la necesidad de convivir en el día a día para salir adelante. 

Eso y no otra cosa es el Alto Adigio, para los italianos, o el Tirol del Sur, para los austriacos. Un territorio de mayoría germana que, sin embargo, fue arrebatado a la perdedora Austria tras la I Guerra Mundial, incorporándose a la República Italiana. Lo que sucede es que, como suele ocurrir en estas circunstancias, siglos de impronta cultural no se pueden borrar con escuadra y cartabón, trazando una torpe línea recta sobre un mapa en el que se olvida algo esencial: la historia individual y colectiva de los individuos que habitan el territorio, únicos protagonistas y últimas víctimas de las decisiones tomadas en un despacho, sin considerar su voluntad. Así nos encontramos con unos pueblos y unas comunidades que han hecho de la convivencia pacífica su modo de vida, sanando las heridas de la guerra sobre la base de la prosperidad que aporta el turismo, así como de la necesidad de convivir a diario para subsistir y atender las necesidades humanas cotidianas y urgentes, como se apuntaba antes. A poco que se escarba en la superficie aparecen viejas rencillas que no acaban de desaparecer, pese a que las celebraciones de la concordia y de la paz intenten colocar un apósito húmedo que ayude a aparentar buena salud y convivencia. Así y todo, el entendimiento predomina desde la asunción mutua de los errores y los aciertos pasados, en un maduro ejercicio de autocrítica que más de un país podría apresurarse a realizar, no vaya a ser que cuando se lo proponga sea demasiado tarde y se vea sacudido por un nuevo conflicto fratricida que recuerde demasiado a aquel otro que nunca se cerró. 

En definitiva, las páginas de La Falla ayudan a entender, a través del testimonio y de los ojos de Guillermo Abril y de Carlos Spottorno, que la vida cotidiana de la gente está muy lejos de las preocupaciones institucionales de los altos ejecutivos y de los grandes dirigentes. De ahí que, independientemente de la voluntad geopolítica expresada sobre un mapa, las comunidades humanas acaben haciendo de la convivencia y de la normalidad su bandera, empeñándose por encima de todo en encontrar los vínculos que las unen, priorizándolos sobre los elementos que las separan. Sería bueno no olvidar nunca este principio, máxime en un momento histórico en el que voces anhelantes de un pasado glorioso que nunca existió pretenden apelar a sentimientos nacionalistas absurdos para enfatizar nuevamente lo que nos separa, que es muy poco, sobre lo que nos une, que es mucho más. No puedo más, para concluir, que recomendar muy mucho la lectura de la obra con la mente abierta, libre de prejuicios y más predispuesta al consenso que al disenso, desde la conciencia más absoluta de que la batalla será dura, pero merece mucho la pena librarla. Así lo hace ver ya en el prólogo Elena Masarah, en lo que no es sino un excelente abrir de boca para unas páginas cargadas de emoción, historias y reflexión. 

domingo, 26 de septiembre de 2021

Somos pobres

Esta es una entrada escrita desde el pesimismo, inspirado a su vez por la resignación. España es pobre. No me refiero a nuestra cultura, nuestra nula capacidad de entendimiento, los vaivenes en política educativa... Hablo de lo puramente crematístico: económicamente, España es pobre, y mucho me temo que así seguirá en los años que vengan. La raíz del problema hay que buscarla en el precio para salir de la crisis financiera de 2008: el rescate bancario y las condiciones impuestas para demostrar la rentabilidad el bono español obligan a una política de austeridad que pudo extinguirse en lo macroeconómico allá por 2013, pero que en la vida cotidiana de los ciudadanos no ha hecho sino morder cada vez con mayor virulencia. A cambio de ser un país rentable, los salarios han crecido muy por debajo del nivel de vida, igual que las pensiones, y no digamos ya en comparación con el nivel del resto de países de la eurozona. Eso sí, como los indicadores macroeconómicos indican que el capital extranjero invierte y que las empresas crecen, los precios siguen escalando, junto con los alquileres, y el resultado no es otro que, por mucho que suban los salarios, si es que lo hacen, la capacidad de ahorro es cada vez más reducida. Resignados, pues, aceptamos que somos una generación más pobre que aquella que nos precede, y así seguiremos. Las subidas del salario mínimo, necesarias y pertinentes, no conseguirán paliar el efecto prolongado de una cultura del servilismo europeo, mientras el ministro socialista de Seguridad Social declara sin pudor que la edad de jubilación deberá retrasarse hasta una década, para que nos vayamos haciendo una idea. 

Y esto conduce a lo siguiente: todos nos llevamos las manos a la cabeza ante las imágenes de los macrobotellones organizados en pleno proceso de normalización post COVID-19. Hablamos de irresponsabilidad, de falta de conciencia de la juventud... pero tenemos que pensar en todo lo anterior para entender a esos jóvenes a quienes censuramos, y cuya falta de responsabilidad no se pretende excusar en estas líneas, sino ayudar a entender. Estamos ante una generación adolescente y/o veinteañera hija de otra generación que se ha visto engullida por la oleada de pauperización de la clase trabajadora española. Si ellos no trabajan y dependen de "la paga" de sus padres, se encuentran con que dicha paga es mínima; y si trabajan y se quieren emancipar, solo pueden intentarlo alrededor de los treinta años, para compartir piso y gastos, trabajando a cambio de un sueldo de miseria y con apenas capacidad de ahorro. Mientras el ocio del sector servicios no les ofrezca alternativas viables, su única salida es comer algo barato la noche del jueves, viernes y/o sábado (hamburguesa de alguna cadena de comida rápida, kebab de sucedáneo de carne, etc.), por apenas 5 euros, y comprar bebida en grupo para consumirla en la calle haciendo frente a las prohibiciones y a las inclemencias climáticas, porque algo hay que hacer, porque de algo hay que morir, y porque nos gusta la fiesta más que a un tonto un lápiz. 

De todo lo expuesto, me preocupa lo segundo, porque habla de generaciones sin esperanza de mejorar la condición de sus progenitores. Y me preocupa lo primero, porque remite al sometimiento al neoliberalismo rapaz por un afán incomprensible de mantener la bicicleta marchando. Quizá llegue pronto el momento de plantearse si merece la pena seguir pedaleando, o bajarse y seguir a pie. Es más costoso, es más barato, es más penoso... pero al menos corresponderá a una decisión propia, y no impuesta desde las limusinas de quienes miden nuestras posibilidades económicas de existencia. 

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Notas al pie de Gaza - Joe Sacco

Sé que llego a comentar esta publicación con mucho retraso, pero el ritmo de lectura no siempre es el que uno quisiera. Para empezar, ha de señalarse que la lectura de la obra Notas al pie de Gaza ha de complementarse necesariamente con Palestina. Las dos dan una imagen bastante acertada de la situación cotidiana vivida en territorio palestino: acoso, violencia, asesinatos, violaciones de los Derechos Humanos... y sobre todo caos. Mucho caos provocado por un Occidente que llegó allí como salvador, que mientras estaba en el lugar se dio cuenta de que difícilmente podía salvarlo de nada (si es que había que salvarlo de algo), y que se marchó cuando la espiral de violencia superaba con mucho sus expectativas. 

Probablemente no nos resulte ajena la experiencia de intervención en un territorio del Medio Oriente que no cumple ninguno de los objetivos iniciales y que, además, deja un reguero de muertos por el camino cuando las tropas "civilizadas" se retiran cabizbajas, admitiendo su incompetencia y masticando su petulancia. Ahora bien, no por repetida debe volvernos insensibles estas situaciones ante el drama de la población que se ve sometida a la "oleada civilizadora y pacificadora" de nuestro mundo occidental, ni tampoco debe invitarnos al silencio. Porque cuesta mucho, en este caso concreto, comprender los motivos que llevan al sionismo, que padeció las consecuencias de una grave persecución y un terrible etnocidio, a ejecutar los mismos abusos con total impunidad sobre la población que habita el suelo palestino. 

La matanza de Khan Younis en noviembre de 1956, en el contexto de la Crisis de Suez, en plena Guerra Fría, constituye una perfecta ilustración de lo que es abusar de un pueblo cuando se sabe que se tiene la superioridad del lado de uno mismo, revestida de banderas con barras y estrellas. Sin embargo, aquel no es sino un hito más en el largo camino de ataques y excesos israelíes sobre los territorios palestinos, en los que reclama su soberanía por medio de las armas apelando a su derecho atávico como pueblo elegido por dios. Probablemente, si pudiéramos hacer un conteo de todas las ocasiones en las que la sangre se ha derramado por la misma causa, agotaríamos todo un bloc de la infamia, a cuyo término no nos cabría más que guardar un minuto de silencio por la miseria humana. 

Mientras pensamos si queremos dar ese paso, los ataques se siguen produciendo, las bombas siguen cayendo y los colonos continúan usurpando territorio a Palestina. Todo ello en una perspectiva ennegrecida por la proclamación del Estado nacional de Israel de la mano de Benjamin Netanyahu, que prefirió dejar de lado cualquier alusión a la democracia en el nombre del país para dejar claro su objetivo: defender a su pueblo por encima de todo y de todos. Y agravado por un Donald Trump que, en el culmen de su delirio de matón de instituto convertido en presidente de Estados Unidos, no tuvo mejor idea que trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén, reconociendo a esta última como capital de Israel. 

Lo dicho, todos azuzamos el fuego y todos guardamos silencio cómplice mientras Israel sigue sorteando los Derechos Humanos a mayor gloria de la mal llamada tierra prometida. Quizá habría que preguntarse: ¿qué fuimos a hacer allí? Y ya que no se puede dar marcha atrás, quizá sea un primer paso para no volver a cometer el mismo error en el futuro, ahora que la sombra del fracaso de Afganistán nos avergüenza jornada tras jornada. 

miércoles, 25 de agosto de 2021

Afganistán

Al hilo de todo lo que está sucediendo en tierras afganas había pensado escribir una entrada de opinión, pero he preferido incluir una sección de mi recién publicada novela Tiempo antes, tiempo después (Punto Rojo, 2021), en la que reflejo cómo a muchos ya entonces, con los escombros de las Torres Gemelas aún humeantes, nos olía a cuerno quemado aquella invasión repentina que no se acababa de entender si se dejaba lo visceral de lado. Solidaridad absoluta con Afganistán, y no nos olvidemos de Haití. 

Salud.




Episodio VI – Tierra Santa

 

 

La sensación que tuve en aquel momento fue una mezcla de sentimientos, no sé si enfrentados o combinados entre sí: por un lado, consternación por lo que acababa de suceder; por otro lado, incertidumbre y miedo ante lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Al pensar de esta forma, no me daba cuenta de que, en realidad, la nueva era había empezado mucho antes, el 11 de septiembre de 2001, cuando al-Qaeda perpetró el atentado contra el World Trade Center de Nueva York.

 

Antequera, septiembre de 2001

 

Recuerdo aquel día como si fuera hoy, porque entonces sí que, mientras miraba el telediario de las 15:00 en casa con mis padres, preparándome para ir a clase de la autoescuela, vi algo que nunca antes nadie había contemplado: un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas. La hipótesis inicial era la de un accidente fatal, por su dimensión y por sus repercusiones, pues al haber chocado contra el tercio superior de la estructura del edificio era seguro que los habitantes de los pisos superiores tenían su destino sellado. Aquello podía ser un error humano más, de tantos como se sucedían a diario, solo que con consecuencias fatales. Entonces, mientras Matías Prats relataba la sucesión de noticias en torno a aquel supuesto accidente, vi en directo al segundo avión estrellándose contra la segunda torre.

 

-        ¡Hostia! – grité desde el comedor, y mis padres, que estaban en la cocina acabando de recoger, acudieron con la incógnita pintada en sus rostros ante mi exclamación.

 

-        Niño, a ver si hablas bien – me dijo mi madre – Que este año vas a ir ya a la Universidad y está muy feo decir palabrotas.

 

Su reprimenda se le ahogó en la garganta, cuando vio las imágenes que yo era incapaz de seguir contemplando, atraído por lo espectacular y lo catastrófico de la circunstancia.

 

-        Esto no es un accidente, ¿eh? – reflexionó en voz alta mi padre, con la cara desencajada.

 

No supe qué responder a sus palabras, por lo que me quedé callado y, viendo la hora y que mi hermano andaba entretenido, fui a la cocina a ayudarles a acabar de recoger.

 

Apenas fue un lapso de quince minutos, pero cuando regresé ante el televisor aparecieron ante mí algunas imágenes que me resultaba difícil interpretar: gente agolpada en la calle, en alguna ciudad del mundo árabe, celebrando las noticias que llegaban desde el centro económico de Estados Unidos, y del Mundo. ¿Por qué reaccionaban de aquella manera? ¿Por qué se alegraban de lo que estaba sucediendo? Ni que decir tiene que, a mis recién estrenados 18 años, me era difícil comprender lo que estaba sucediendo, pero al mismo tiempo quería ponerme al día cuanto antes: en unas semanas comenzaría a estudiar la licenciatura en Historia y necesitaba encontrar respuesta a aquellos interrogantes.

 

Con esas dudas golpeando en mi cabeza fui a la autoescuela a pasar dos horas haciendo tests: ya había revisado varias veces el contenido del manual y me estaba preparando para hacer el examen teórico, que tendría lugar en unos días. El reloj de San Sebastián daba las seis de la tarde, retumbando en las calles de una ciudad que aún se desperezaba del sopor veraniego, del que pugnaba por liberarse para ir adentrándose lentamente en el otoño. Cuando llegué a casa mis padres, que solían salir a pasear y hacer recados un poco más tarde, estaban aún sentados ante el televisor. Al verme aparecer por la puerta, mi madre siguió extasiada contemplando las imágenes mientras mi padre me indicaba con una mano que entrase, señalando con la otra la pantalla como para explicar el motivo de su atención.

 

Entonces, para mí aquella era la foto de un señor desconocido, de facciones enjutas, penetrantes ojos negros y larga barba canosa. Junto a la fotografía, de manera intermitente se iban sucediendo vídeos que había circulado por diversos medios, subtitulados. Lo que leí era aún más incomprensible: aquel individuo, Osama bin Laden de nombre, era el caudillo de una organización terrorista fundamentalista islámica, al-Qaeda, que acababa de reivindicar el atentado de las Torres Gemelas, que al parecer había sido sucedido por un tercer vuelo estrellado contra el Pentágono. Mencionaba las injerencias de Estados Unidos en el mundo islámico, explotando los recursos del entorno del Golfo Pérsico y mediatizando los gobiernos de la zona para salvaguardar sus intereses económicos. Le acusaba de apoyar a Israel en su guerra lenta y onerosa contra el pueblo palestino. Y exhortaba al a las autoridades estadounidenses a mantenerse al margen, a menos que desearan sufrir nuevas represalias de aquellas características.

 

El Presidente George W. Bush, elegido recientemente en un controvertido procedimiento electoral, debía verse, pensaba yo, en una indeseable posición, pues había de reflotar la moral del país después de un golpe de tamañas dimensiones. Lejos de arredrarse, eso sí, como corresponde a alguien de cortas entendederas, explotó aquella ocasión para inflamar el patriotismo estadounidense, ya bastante complacido consigo mismo. Tanto él como, sobre todo, sus asesores, tejieron una inteligente campaña que culpabilizó al gobierno talibán de Afganistán de haber dado apoyo logístico e intelectual al atentado, cobijando, además, al temido Bin Laden, quien acabaría convirtiéndose en «Enemigo Público Número 1». Así pues, la consecuencia directa de la caída de las Torres Gemelas no fue otra que el inicio de la llamada «Guerra contra el Eje del Mal», representado entonces por el citado régimen afgano y, seguidamente, por Sadam Hussein en Iraq.

 

Aquellos mismos líderes talibán de las montañas, que veinte años atrás habían recibido el respaldo de Estados Unidos para forzar a una agonizante Unión Soviética a abandonar el Oriente Próximo, ahora veían cómo su antiguo aliado se tornaba en su principal enemigo. Un enemigo que desplegó toda su fuerza contra el país, invadiendo un territorio hostil que le plantó cara como solo él sabía hacerlo: con la estrategia de la guerrilla, tremendamente efectiva para hacer frente a un enemigo superior, al que es impensable poder combatir en campo abierto. Solo de esta forma todos podíamos entender que a diario las noticias hablaran de los avances de las tropas norteamericanas en Afganistán, de la caída del régimen encabezado por el Mulá Omar, de los talibán subyugados por las fuerzas de la democracia, mientras las víctimas occidentales seguían sucediéndose.

 

-        Pero, ¿esta gente no va ganando? – se me ocurrió preguntar un día a mis padres, ya después de cenar, viendo la sucesión de imágenes en la pantalla de la televisión – Si es así, ¿cómo es posible que el ejército de sufra atentados todos los días y que el ejército de Estados Unidos no deje de registrar bajas?

 

Entonces no supieron responderme, pero poco después la respuesta tampoco sería necesaria: supuestamente conquistado Afganistán, el siguiente objetivo era Iraq y ese mismo Sadam Hussein que antes era amigo de Occidente, y ahora enemigo público también, porque según los expertos del momento estaba fabricando armas de destrucción masiva. El siguiente capítulo estaba a punto de escribirse, con letras aún más manchadas de sangre.

domingo, 22 de agosto de 2021

El asesino inconformista - Carlos Bardem - Plaza & Janés

Cuando conocí la publicación de El asesino inconformista sentí curiosidad por aproximarme a mi primera lectura de Carlos Bardem, pese a que otros títulos como Mongo Blanco me resultan más cercanos por su temática histórica y mi propio campo de investigación. Sin embargo, no pude evitar sucumbir al encanto de lo que prometía ser una novela negra, y unos días después concluyo la última página y me percato de algo sorprendente: no solo El asesino inconformista no es una novela negra, o no solo eso, sino que además constituye un ácido retrato de la sociedad española a la que todos pertenecemos, pero a cuyo abismo da miedo a asomarse, no vaya a mostrarnos los despojos de aquello que realmente somos. 

Porque Fortunato es un asesino de método, un cultivador del bello arte del crimen bien entendido, que vive al margen de la sociedad junto a su novia Claudita no por su condición de ejecutor a sueldo de políticos corruptos, sino porque ambos son conscientes de que perciben la realidad tal cual es, sin disfraces. Y precisamente ese talento excesivamente realista que falta al resto de sus conciudadanos a ellos les sobra, convenciéndoles de que mientras menos se mezclen con la mediocridad general, mejor. Ambos saben que: "Cuando creas tu identidad nacional sobre odiar a moros y judíos te echas en brazos del cerdo. En el alma profunda de nuestro país hay grasa de torreznos, malas digestiones, peor vino, moscas, sombras siniestras y mucha mala leche (...)" (p. 20). Quizá no sea un rasgo exclusivo de España, ese de construirse una identidad no a partir de lo que somos, sino a partir de lo que no queremos ser: judíos y moros primero (y eso que estuvieron setecientos años en esta tierra), franceses e ilustrados después. Lo que sí nos convierte en un ejemplo humano particular es esa exageración en el odio hacia aquel a quien consideramos nuestro "otro", construido no sobre bases conceptuales sólidas, sino sobre lugares comunes consolidados a lo largo de una barra de bar y con el rechinar de un palillo entre los dientes como música de fondo. Una reflexión que además viene muy bien en estos días, cuando un reportero de una cadena privada entrevistaba a una vecina de Coria del Río acerca del nuevo brote del virus del Nilo y, ante su estupefacción, la mujer preguntaba: "¿quién tendrá la culpa de esto?". 

La España en la que Fortunato trabaja es un país construido sobre los cimientos gruesos de la corrupción, que salpica a todas las formaciones políticas y que parece inundar todos y cada uno de los resquicios de la vida civil. Tanto que apenas extraña que, cansados de uno u otro testaferro que se vuelve incómodo, sus mismos compañeros ponzoñosos no duden en acordar la "limpieza" del elemento absorbente antes de que se vuelva una auténtica china en el zapato. Ahí opera Fortunato, en la ejecución artística de tales indeseables con procedimientos profilácticos y carentes de violencia alguna: si luego el individuo, en su tránsito hacia la muerte, acaba cagándose encima, es cosa suya y de la porquería que le corroía por dentro, en sentido literario y literal. En estas páginas su víctima es una política municipal orlada de collares de perlas, aplaudida por su partido mientras campó a sus anchas por la senda de su capital mediterránea, y que acabó repudiada por propios y extraños cuando los comicios arrebataron el poder a su formación, que se creía dueña de él, para dárselo a los adversarios. Ahora bien, no cuesta imaginar que en otra ocasión podría haber sido el ex director general de alguna entidad bancaria salida a bolsa en circunstancias poco fiables, que tras cargar con buena parte de la culpa de unas tarjetas de color fúnebre pueda acabar sus días descerrajándose un tiro en la finca de un amigo. ¿Hay nombres? Por supuesto que no, ni en las páginas de Bardem ni en esta reseña: corresponda al lector encontrar coincidencias con la realidad, o no. Las conclusiones, en cualquier caso, serán únicamente suyas. 

¿Cómo puede ser que tanta corrupción quede impune? La respuesta es bien sencilla: España es un país de serviles. "Crías de un país que siempre está a tres generaciones de educación laica, cultura y ciencia, de sacudirse las moscas y la ignorancia grasienta del siervo que quiere ser amo, no libre" (pp. 181-182). Los mismos españoles que se escandalizan ante nuevos casos de desfalco de dinero público no dudan en mesarse los cabellos y rasgar sus vestiduras ante sus conocidos, porque la postura es importante, si bien más en unas latitudes que en otras, pero luego, a hurtadillas y cuando nadie les oye, piensan: "muy bien que ha hecho, oye. Si yo estuviera ahí, haría lo mismo". Por eso han alcanzado predicamento figuras como la de un ex banquero que robó dinero a su propia entidad, un ex empleado de seguridad que huyó con el dinero de un banco, o una cantaora que pasó un verano expuesta ante las pantallas de espectadores salivantes de la mano del alcalde de la Costa del Sol, aunque luego se descubriera que todo ello había sido a costa del dinero del contribuyente. Y también por eso las revistas de papel couché tienen tanto éxito: por deseo de emulación. La inmensa mayoría de la población española es de clase baja o muy baja, más en los últimos tiempos en que el neoliberalismo deambula por nuestra vida cotidiana con la cara descubierta; casi todos somos clase trabajadora, pero a poco que tenemos oportunidad estiramos el cuello y nos proclamamos "clase media", porque tenemos algo de dinero que, lejos de ahorrar, nos inspira a invertir en un apartamento en la playa. Y acabamos siendo esclavos de las hipotecas, de los usureros, de los avalistas, de los bancos y de políticos sinvergüenzas que recurren al plasma para decirnos que vamos a ser objeto de un rescate bancario porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y lo dicen así, sin tapujos, porque suya es la mayor victoria: haber roto la conciencia de clase trabajadora para convencer a cada hijo de vecino que en él o ella hay un propietario o propietaria en potencia. Y que cada cual se salve como pueda, porque nadie va a mover un dedo por uno, más que uno mismo. 

En resumen, operamos así porque nos creemos muy buenos, demasiado, y nos olvidamos pronto de nuestros orígenes y del grupo al que pertenecemos: "En el fondo, siempre ha pensado Fortunato, hay mucho de odio al pobre en estos racismos instintivos, falta de empatía hacia la miseria ajena de quien ha escapado de ella recientemente, apenas una generación o dos, y quiere marcar distancias por miedo a que la antigua pobreza sude, huela y los delate" (pp. 241-242). Este mismo instinto nos convierte en seres abusones, ávidos de hallar un débil, o mejor dicho, a alguien más débil que nosotros, para cobrarnos en él, o en ella, o en ellos, las injurias y malos tratos que nosotros hemos sufrido en nuestra propia piel. Porque sí, seremos el sur de Europa, su pista de recreo low cost y motivo de escándalo en los mentideros en los que se decide el futuro de la Unión, pero somos más que los emigrantes que vienen de fuera, por favor. Porque al menos somos europeos, y en su momento nos llenaron las calles de jardineras y nos subieron el precio de todo para entrar en el euro. De vez en cuando, como ejercicio de reflexión, no nos vendría mal releer aquellos versos que en boca de Segismundo escribió magistralmente Calderón: "Cuenta de un sabio que un día...". 

Quizá por todo lo que he venido enumerando, Fortunato tenga más que justificado su oficio de practicante de eugenesia social en un país que se pierde en mediocridad y luchas cainitas. Y quizá también por todo ello, merezcamos el honor de ser algún día sus víctimas. De momento, gozaremos del placer y el honor de haber conocido su historia, que ojalá venga seguida de otras en torno a esta compleja personalidad, que lo es porque Fortunato somos todos, y que no se salve nadie, joder. 


lunes, 26 de julio de 2021

Reparación

Del mismo modo que, de un tiempo a esta parte, hay fuerzas políticas conservadoras que hablan de fraude cuando el resultado de unos comicios democráticos no les convence, esas mismas fuerzas políticas conservadoras confunden la "reparación" con la "venganza". De este modo, cuando se hace un ejercicio de restauración y reparación de la memoria, las voces y de los testimonios de un colectivo oprimido, sea por raza, género, identidad étnica, ideología, etc., los voceros de aquellas fuerzas conservadoras hablan del riesgo de "reabrir viejas heridas", de "amenazar la convivencia" y de "criminalizar a un grupo concreto de gente". Cuando lo único cierto es algo bien distinto: no hay heridas reabiertas, ni convivencia amenazada; ni siquiera criminalización de grupos concretos de gente, cuando esa misma gente es la que ha pertenecido tradicionalmente a una minoría dominante, que se ha empeñado en dejar las heridas abiertas y mantener una falsa idea de convivencia pacífica impuesta sobre la opresión y el silencio de la mayoría. Porque es cierto que una gota de limón sobre una herida escuece, pero la culpa nunca es del limón. 

El pasado domingo leí con asombro una noticia de Estados Unidos que me dejó perplejo: varios estados republicanos, entre ellos Idaho o Tennessee, por ejemplo, desean impulsar una ley educativa que prohíba la enseñanza de contenidos en las aulas que condenen la explotación y los abusos contra la población afroamericana, desde la esclavitud hasta nuestros días. Lo hacen, aparentemente, desde la convicción de que este tipo de enseñanza criminaliza a la población blanca, y llegan al extremo de alentar a los alumnos a que graben a los profesores que incumplan la medida, con el fin de poder subir las imágenes a una base de datos de la que las autoridades se nutrirán para imponer las sanciones correspondientes. Además de convertir a los supuestos "profesores infractores" en víctimas de ataques potenciales. La noticia es tremenda por dos motivos: 

Primeramente, porque vulnera la libertad de cátedra y convierte al profesor en víctima del criterio de sus alumnos, convertidos en los jueces, junto a sus familias, de la idoneidad de los contenidos enseñados en el aula. Y en segundo lugar, porque supone un retroceso abominable de décadas de lucha por conseguir la equiparación de derechos civiles entre blancos y negros en Estados Unidos; una lucha que muchos consideran y culminada, mientras los estertores de agonía de George Floyd siguen resonando en nuestras cabezas. Quien piense que la lucha por la igualdad civil está superada en aquel país no tiene más que pasearse por cualquiera de sus ciudades, grandes, pequeñas o medianas, de interior o de costa, y hacer un sencillo estudio estadístico: ¿quiénes desempeñan, en una proporción muy superior, trabajos como reponedor o cajero de supermercado, empleado municipal de basuras, conductor de autobús, taxista... y similares? 

Quienes inspiran este tipo de legislación lo hacen plenamente conscientes de que viven en un país que discrimina y que aún no se ha reconciliado con su pasado esclavista, como ninguno. En el fondo, les molesta verse reflejados ante el espejo de la desigualdad y el racismo, y pretenden obviar que tales problemas de base existen vertiendo una gruesa capa de cemento sobre ellos y mirando hacia otro lado. El problema radica en que, hace unos años, acciones como las que se proponen en la actualidad parecerían impensables y ajenas a toda cordura. No obstante, tras una legislatura presidida por alguien que ha representado a la perfección los valores supremacistas y racistas que aquí se condenan, muchos políticos locales retrógrados han sentido que no deben esconder sus sentimientos nunca más, porque si alguien con su misma ideología ha llegado a la Casa Blanca, quizá su manera de pensar no sea tan mala. 

A mi entender, todo parte de un origen común: a nadie le gusta que le digan que ha hecho las cosas mal, ni mucho menos darse cuenta por sí mismo de que se ha equivocado. Decir "lo siento" e intentar reparar el dolor causado cuesta mucho, pero una vez se da el primer paso todo lo demás viene solo. Para eso debe existir un contexto propicio y, lo más importante, voluntad. Manipulando la educación y la conciencia de los educadores, convertidos así en meros servidores de sus alumnos, únicamente se consigue patear la pelota hacia delante y dormir con la certeza absoluta de que los problemas, en forma de esa misma pelota, volverán a aparecer en el camino. Porque mientras no haya reparación, pedagogía social y lavado de conciencia, que son las únicas herramientas capaces de cerrar heridas de verdad, estas seguirán abiertas. 

Luego vendrán quienes se empeñan en mantenerlas abiertas para culparnos a los demás de echar leña al fuego, pero desde aquí, donde la Educación sigue siendo libre (de momento), contamos con herramientas suficientes para convencernos a nosotros y enseñar a los demás que no debemos dejarnos engañar. 

miércoles, 14 de julio de 2021

Haití como interrogante

En febrero leía la noticia de la crisis institucional abierta en Haití ante la negativa de su presidente, Jovenel Moïse, a abandonar el puesto, como le reclamaba la oposición. Cinco meses después me encontré de golpe con la desgraciada realidad: no hay tregua para el pobre, y el país más pobre de América Latina veía cómo el mismo presidente Moïse moría acribillado a tiros en su residencia de Puerto Príncipe, a manos de un grupo de sicarios de procedencia diversa. Si he titulado esta entrada "Haití como interrogante" se debe a que mi reacción a todos estos acontecimientos es precisamente esa, una pregunta: ¿qué ha pasado?

Subrayo el tiempo verbal, pretérito perfecto de indicativo: sé que los medios de comunicación especializados (al resto le da bastante igual) giran en torno a la incertidumbre futura que se cierne sobre los haitianos. Sin embargo, quizá por mi deformación profesional como historiador, me interesa más intentar entender cómo hemos llegado a este punto. Si busco información proclive al presidente asesinado, es fácil identificar a los buenos y los malos de esta pesadilla: unos oligarcas amenazados con quedar fuera del reparto de beneficios de la electrificación de buena parte del territorio haitiano, además de una oposición que ha condenado en los últimos años la pretensión de Moïse de perpetuarse en el poder, recurriendo al argumento de que su mandato comenzó cuando se le nombró con carácter interino, allá por 2016, y no cuando tuvo lugar su toma efectiva de posesión, un año más tarde, por lo que, según sus críticos, debería haber dejado la presidencia a comienzos de este 2021. Incluso pueden llegar a entenderse las razones del propio Moïse para conservar el sillón un año más, convocando elecciones para el mes de septiembre de 2022, unos comicios que parecían inevitables y a los que él ya no podría presentarse. 

Pero claro, luego está la opinión de los otros, de los opositores, de aquellos a quienes Moïse ha crispado cada vez más desde que asumió su mandato (el interino primero y el oficial después). Piénsese que, con razón o sin ella, el presidente ha legislado por decreto en el último año, despertando suspicacias entre quienes le acusaban de estar planeando su conversión en un segundo Papa Doc. Precisamente los desconfiados hallaron nuevos argumentos a su favor ante su proyecto de reforma parlamentaria, encaminado a fusionar las dos cámaras representativas en una sola cámara, una reforma que amenazaba el estatus de buena parte de sus detractores en el Senado, prestos a acusarle de proyectar una reforma anticonstitucional. Y por si todo fuera poco, la escena exterior, una vez más, vino a jugar en contra de este país: a los años de respaldo estadounidense a Moïse durante la presidencia de Donald Trump, fundados en buena medida en la condena constante de Moïse a Venezuela, sucedió la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, acompañada de tímidas manifestaciones a favor de Moïse que se acompañaban de invitaciones veladas a convocar elecciones en el plazo de un año. Una descafeinada versión del "palo y la zanahoria", que se puede leer en los siguientes términos: "sí, yo te voy a apoyar mientras estés en el poder, pero vete pronto, que quiero ir cortando amarras con todo lo que mi predecesor tejió en el espacio americano". 

Me expreso con total sinceridad cuando admito que desconozco qué versión es más verosímil para explicar el asesinato de Moïse, si es que un asesinato tiene alguna explicación. Lo único que parece claro es que Haití, una vez más, ha sucumbido a los mismos intereses externos que prostituyeron el sentido de la revolución esclava de 1791 que dio a luz a la primera república negra independiente de la Historia trece años después. Unos intereses extraños a los que Haití solo interesa en tanto que tablero en el que medir sus fuerzas con otros países de la región americana, aún a riesgo de que a fuerza de pugnar y porfiar sobre el terreno el tablero se acabe rompiendo. Y la condición de escenario pisado y prostituido por todos es herencia directa de la descolonización, durante la cual el imaginario colectivo de las grandes superpotencias estuvo de acuerdo en algo: aquel país de ex esclavos salvajes solo era bueno para aprovechar sus recursos. Lo demás preocupaba lo justo, o menos que lo justo: o sea, nada. 

Para el otro interrogante, "¿qué va a pasar ahora?", no tengo respuestas. Por dos motivos: primero, porque soy historiador, no politólogo; segundo, porque como digo a mis alumnos, yo respuestas no suelo tener. Estoy lleno de preguntas, eso sí, e intento proyectarlas en los demás, sobre todo en esta era en la que, a pesar de la pandemia, seguimos tan preocupados de nuestro ombligo que preferimos la anestesia inducida a una mínima sensibilidad frente a lo que pasa a nuestro alrededor. 

Tout moun yo menm!!!

Bangla Desh

La pasada semana, en concreto el día 8 de julio, leíamos con cierta indiferencia la noticia sobre el incendio en la fábrica de bebidas Hashem, ubicada a unos 25 kilómetros de Daca, la capital del país. Quiero subrayar el complemento circunstancial "con cierta indiferencia" y aclarar que, por duro que pueda resultar, se queda suave en comparación con lo que realmente pasó por nuestras mentes cuando tuvimos conocimiento de la noticia: nada. Normalmente en el primer mundo ya importa poco la suerte de quienes habitan el segundo, por lo que es mejor ni hablar de lo que puede afectarnos algo que sucede en el tercer mundo. Todo se puede explicar de manera bastante gráfica: uno nace en el país que le toca por suerte, como habita en el piso de sus padres porque así lo quisieron las circunstancias. Si vives en las plantas inferiores, el ruido de los de arriba te molesta y tienes que vivir con ello; por el contrario, si vives en los más altos, bien puedes rociar tu presencia sobre quienes te suceden en altura con total impunidad, porque a ti nadie te incordia en igual grado, y tú acabas fastidiando a todos los demás. 

Lo mismo sucede con este escalafón de países en función de su índice de desarrollo, que no sirve más que para establecer una discriminación bastante clara entre las naciones explotadoras y aquellas que son explotadas. Y la condición de unas y otras es también producto de la suerte, en buena medida, sin denostar el instinto depredador. Lo que sucede es que algunos tienes instinto depredador y lo pueden ejercer, pero otros parecen no tener ni siquiera el derecho a plantearse ser depredadores, porque el lugar que les está reservado en el concierto mundial es de subordinados. Todo ello porque quizá el colonialismo de dominación territorial haya concluido, y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial dio buena cuenta de ello. Ahora bien, ha quedado otro colonialismo mucho peor: el del dinero. El que no envía ejércitos de dominación, pero arrasa con los recursos del lugar y las vidas humanas igualmente. Ese tipo de colonialismo que practica la dialéctica agresivo-pasiva y que, con buenos modales, sonrisa Profident y traje y corbata, te presta su dinero a cambio de condiciones: que dependas en todo del exterior, y que sumas a tu población en un régimen de semi-esclavitud a cambio de salarios que ni siquiera llegan al límite de la subsistencia. Solo así tu gobierno será respetado por los grandes, recibirá financiación y ayudas al desarrollo, mientras el espectro de sus beneficiarios es cada vez más elitista y reducido, y el resto de la población se muere de hambre. 

Esto sucede en Bangla Desh, el país más pobre del mundo según las últimas estimaciones del Índice de Desarrollo Humano de la Organización de las Naciones Unidas. Un país que se ha convertido en suelo urbanizable para que las grandes multinacionales adquieran terreno a precio de saldo, donde construyen naves industriales que no son más que jaulas humanas en cuyo interior miles de personas trabajan hacinadas, sin disfrutar unas mínimas condiciones de salubridad, por supuesto ajenas a las restricciones impuestas por la pandemia de la COVID-19. Todo ello a mayor gloria de la reducción de los salarios, ese molesto coste de producción del que las grandes corporaciones están siempre dispuestas a prescindir, máxime cuando la contrapartida es un aumento de los dividendos. Para colmo, con la falsa satisfacción que a sus verdugos y ejecutores da la supuesta convicción de que están contribuyendo a permitir que esos trabajadores, por no llamarlos esclavos, lleven al menos una pequeña cantidad de dinero a su familia. "Si total", se dicen entre ellos, cuando nadie les oye, aunque por desgracia cada vez son menos pudorosos y también lo cantan a los cuatro vientos, "a esta gente con un poquito de dinero y una habitación para vivir les hace felices". 

Claro, porque la violencia económica, que esclaviza de hecho al individuo convirtiéndole en un dependiente perpetuo, dispuesto a sacrificar sus derechos y su libertad por un plato de comida, mina la voluntad del esclavizado hasta el punto de anularla y rebajar sus expectativas vitales. Es decir, la población bengalí no aspira a poco por naturaleza, sino porque décadas y siglas de explotación y abusos la han acostumbrado a renunciar a nada que no sea intentar sobrevivir día a día, que para ellos con eso ya basta. Demos unas condiciones laborales dignas, dejemos de ser cómplices de la esclavitud presente renunciando a los productos de las compañías que se benefician de condiciones contrarias a los Derechos Humanos en los países del Tercer Mundo, revaloricemos la integridad de quienes son explotados, y de aquí a no muchos años sus expectativas habrán crecido y no nos avergonzarán hasta el punto de mirar hacia otro lado cuando volvamos a ver otro accidente como este en las noticias; porque seguro que la catástrofe se repetirá, más pronto que tarde. 

Para despejar toda duda, ¡SOS Cuba! Por supuesto, defensa de la libertad de expresión y condena de la tiranía dictatorial que tiene sometido al pueblo cubano desde 1959. Y también SOS Bangla Desh, SOS Haití (al que dedicaré la siguiente entrada), y SOS a los oprimidos del mundo en general. Porque si no defendemos los derechos de los oprimidos y solo nos aturde el penalti fallado de Morata ante Italia, ¿en qué demonios nos estamos convirtiendo, ciudadanos?

domingo, 7 de marzo de 2021

Haití - El gran olvidado

Hace hoy justo un mes conocimos el intento de golpe de Estado en Haití contra el gobierno presidido por Jovene Moise, que se saldó con el fracaso de la acción y hasta 23 detenciones de los implicados en ella, entre quienes se contaban altos cargos y personal de las fuerzas armadas. Lo llamativo no es que Haití haya vivido un episodio de tales características, sino que los medios de comunicación occidentales en general, y españoles en particular, apenas se hayan hecho eco de la circunstancia. De hecho, el silencio occidental resulta especialmente escandaloso porque Moise llegó al poder tras las elecciones de 2015, denunciadas por fraude, y resultó elegido un año después. En 2021 debían celebrarse elecciones legislativas y municipales en el país, pero se han aplazado y se ha generado un vacío de poder que Moise ha aprovechado para mantenerse al frente del Estado, planificando incluso una reforma de la Constitución que le permita continuar en el cargo hasta 2022. Si pensamos en algún paralelismo cercano y en la muy diferente respuesta de la Comunidad Internacional, se justificará la sensación de asombro ante el silencio mediático de la que hablaba previamente. 

Casi con total probabilidad, el silencio se deba a que Estados Unidos ha apoyado la posición de Moise, desautorizando el golpe. Aquí nos hallamos ante una difícil encrucijada: de un lado, el recurso a la violencia para cambiar un gobierno jamás debe ser la solución; de otro lado, la perpetuación en el poder contra la legalidad vigente tampoco es deseable. En cualquier caso, el único perjudicado es el propio país, cuya calidad democrática sigue devaluándose hasta el extremo de considerarse desde la óptica occidental como un "Estado fallido". Ante tal consideración ha de plantearse una oportuna pregunta: ¿quién es responsable de esa imagen de estado fallido? Desde mi óptica, no puede negarse la responsabilidad propia de los dirigentes haitianos, como tampoco puede obviarse la campaña internacional que, desde el nacimiento del país el 1 de enero de 1804, ha hecho todo lo posible para convertirlo en un vecino incómodo y, en el mejor de los casos, una fuente de beneficios a la que conviene acudir puntualmente para enriquecerse y salir corriendo, no vaya a ser que el derrumbe de sus ruinas nos sorprenda bajo su techo. 

Jean-Jacques Dessalines continuó el legado de Toussaint Louverture cuando, en la señalada fecha de 1 de enero de 1804, proclamó la independencia de la primera República negra independiente de la Historia. Haití era visto por las potencias occidentales como un ejemplo vergonzante, en un doble sentido muy perverso: primeramente, porque era impensable que los antiguos esclavos, "raza de salvajes" según sus postulados mentales, hubiesen decidido sublevarse contra sus amos para retomar el control. En segundo lugar, porque los ex esclavos no habían hecho sino materializar los auténticos principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad en sentido universal, sin límites ni distingos. Por eso el ejemplo haitiano avergonzaba a Occidente, mostrándole cómo sus absurdos prejuicios raciales, inspirados por el ávido deseo de ganancia en el mercado del tráfico de esclavos y la producción de bienes tropicales, habían restringido los límites de una revolución que mucho había prometido, como también a muchos había defraudado. 

Marginado por todos, empezando por su vecino dominicano, el Estado haitiano debió combatir con sus propios medios para ver reconocido su estatus: un estatus que debió comprar a cambio de una compensación económica a Francia, primer escollo insalvable de una larga lista de agravios que fueron minando la economía haitiana. Ello unido a las luchas constantes entre élites mulatas y negras no hizo sino comprometer las posibilidades de crecimiento y prosperidad del que fue centro de producción azucarera mundial, para ser hoy el país más pobre de América Latina. Mientras tanto, quienes se han aproximado al país con el supuesto deseo de auxiliarle económicamente, como sucedió durante la ocupación estadounidense en el primer tercio del siglo XX, no han hecho sino esquilmar sus ya exiguos recursos y marcharse dejando tras de sí un rastro de desolación y penuria absoluta. 

Así pues, Haití no es más que la metáfora perfecta de la descolonización y de una deuda externa que no por externa ha dejado de ser menos onerosa. Hasta el extremo de que en la actualidad se suceden episodios de violencia y desolación dentro de sus fronteras mientras los demás miramos hacia otro lado: y es que la sombra de la vergüenza ilustrada sigue siendo larga, aunque tampoco es que nosotros tengamos la menor intención de apartarnos de ella para dejar que la luz inunde nuestro rostro, por molesta que la ráfaga luminosa pueda ser al principio.