jueves, 23 de abril de 2020

La guerra del profesor Bertenev

Con cierto retraso, me dispongo a hacer un análisis crítico de La guerra del profesor Bertenev, primera obra del autor Alfonso Zapico. Tropecé con la obra de Zapico por casualidad, en el verano de 2014, cuando me dirigí a la biblioteca del barrio donde vivía para sacar varias lecturas para los meses estivales y, sin saber muy bien lo que hacía, me topé con Café Budapest. Había visto recientemente Oh, Jerusalén y también había comenzado a leer el libro en el que se inspira la película, pero la perspectiva que encontré en aquellas páginas era diferente: la de la gente de la calle, que se ve en medio de un conflicto que ni siquiera es suyo, porque vive de prestado en una tierra demasiado famosa, desgraciadamente, por la cantidad de sangre derramada y de historias rotas durante casi ochenta años de convivencia imposible.

Dos años después leí el primer volumen de La balada del norte y seguí explorando la obra de Zapico, en la cual me llamaba especialmente la atención La guerra del profesor Bertenev. Entonces comencé a buscar una copia, en lo que pronto se aventuró como una misión imposible, porque se trataba de su opera prima y había quedado prácticamente fuera del circuito comercial. Fue en octubre de 2019 cuando tuve la suerte de asistir a la presentación del tercer volumen de La balada del norte en la FNAC de Callao, en Madrid, oficiada por el propio Alfonso. En los minutos posteriores a la clausura del acto, mientras amablemente él dedicaba un ejemplar a los asistentes que quisieron acercarse a su sitio, tuve la oportunidad de saludarle y de preguntarle por este cómic. Entonces me trasladó la grata noticia: se iba a reeditar, con motivo del vigésimo aniversario de la Editoral Dolmen. Él mismo me dijo: "Si eres historiador, probablemente te va a gustar". Desde aquel día permanecí atento a las novedades editoriales y, tan pronto como supe de su salida a la calle, me hice con una copia. 

La guerra del profesor Bertenev es una opera prima solo por su cronología en el conjunto de la dilatada obra de Alfonso Zapico, porque sus páginas destilan la madurez de un autor ya consolidado. Escogiendo un episodio histórico tan poco conocido por estas latitudes como la Guerra de Crimea (1853-1856), el autor parece en sus primeras páginas ir a caer en los lugares comunes de cualquier relato bélico: tropas enfrentadas sin saber muy bien por qué, más allá de que sirven banderas distintas y ese es el único mandamiento que importa; batallas sangrientas en las que se gana el honor, pero se pierde la humanidad; y movimientos tácticos de gran interés para los expertos en historia militar. Sin embargo, muy pronto Zapico hace un inteligente quiebro de cintura para abandonar la perspectiva global de la guerra y acercarse a una óptica particular, o más bien particularísima: la del profesor Bertenev. 

Es Bertenev un intelectual ruso opuesto al régimen despótico del zar, que trabaja como maestro al servicio de las familias adineradas rusas, compaginando sus horas de profesión con la colaboración desinteresada para una publicación destinada a minar la imagen pública de aquel soberano que, aún a mediados del siglo XIX, y hasta bien avanzado el siglo XX, seguiría considerándose a sí mismo y siendo considerado por los demás como un monarca absoluto de derecho divino. Las tribulaciones del grupo ilustrado y sedicioso al que pertenece le hacen verse en problemas bien pronto, cuando alguien les denuncia y todos ellos deben sufrir la dureza de la maquinaria represiva rusa; iba a decir que en aquella época, pero mucho me temo que el cuadro no ha cambiado demasiado hoy, a 23 de abril de 2020. Para purgar sus pecados como individuo sedicioso, Bertenev se ve empujado al frente, y ahí empieza su gran contradicción: si desea salvar su vida, ha de hacerlo luchando por el orgullo de ese mismo zar cuya legitimidad ha cuestionado. ¿Dónde está, entonces, la lógica de la fuerza bruta?

Precisamente porque a él le sobra lógica, pese a su escaso talento militar, Bertenev se percata bien pronto de que los británicos son más fuertes y van a infringir una derrota sin igual al ejército en que él lucha. Entonces hace lo que el sentido común nos movería a hacer a todos nosotros: huir para evitar la muerte, y rendirse cuando cae en manos del enemigo. Desde aquel momento es prisionero británico, como el resto de sus camaradas de armas unas horas más tarde, con una diferencia: ellos irán a parar a los barracones de los presos comunes de guerra, mientras él conseguirá ganarse la simpatía de un oficial británico para poder rehuir aquella zona del campamento, en la que sus compatriotas le esperan afilando sus bayonetas para dar muerte al traidor, que les abandonó cuando el enemigo se cernía sobre ellos. 

Es fácil prever que un individuo de su personalidad, circunspecto, culto y analítico, atraerá pronto la atención del oficial a cuyo cargo está, también dotado de fuerza bruta para la guerra, pero con la agudeza suficiente como para percatarse de que aquel Bertenev no es igual a los demás. Se revela como un individuo sensible, preocupado por la cultura, emocionado con las traducciones de Dostoievski y Tolstoi, que puede ser de utilidad a las tropas británicas: ha de convertirse en su profesor. ¿Es tal vez paradójico ver a los soldados de Su Majestad Imperial aprendiendo a leer y escribir, o representando las obras de Shakespeare? Si nos contagiamos del espíritu agresivo del ejército, la respuesta habrá de ser afirmativa. En cambio, si nos dejamos llevar por el espíritu crítico, ha de concluirse que la profesión que Bertenev desarrolla es la más necesaria: despertar la sensibilidad y el uso de la materia gris en un contexto en el que su utilización carece de valor en absoluto. 

Y él desempeña su trabajo con abnegación y pasión, porque sabe ver en los demás las potencialidades que aguardan ansiosas a desarrollarse, tan pronto como la persona indicada les insufle el aliento de luz necesario para que el ingenio se despierte. Su profunda mirada es también la que le lleva a buscar el perdón de sus compatriotas, visitándolos en un barracón donde nadie entiende su gesto y todos buscan únicamente venganza; una venganza estúpida contra un individuo incapaz de dañar a nadie, pero que ha cometido el gran error de zaherir el honor de los oficiales zaristas, tan poco sensibles en otros terrenos. Afortunadamente, los intentos reiterados por acabar con su vida se frustran y, cuando la campaña acaba, encontramos a Bertenev convertido en un ciudadano del mundo que acude a rehacer su vida en la capital de Europa: el París de Napoleón III. 

En resumen, quien se aproxime a estas páginas encontrará un interesante relato sobre el espíritu humano, así como la invitación a buscar respuestas cuando uno, de pronto, se da cuenta de que se ha convertido en ciudadano de ninguna parte, pero se conjura para definir su propia identidad y su lugar en el mapa, aunque sean el mapa y quienes lo dibujan quienes se obstinen en cambiar permanentemente. 

Feliz Día del Libro. 

martes, 7 de abril de 2020

Ensayo sobre la ceguera - reflexiones

La lectura de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ha sido dura de principio a fin. Ya conocía el estilo del autor, que pude seguir con agilidad en La caverna, e incluso en El evangelio según Jesucristo, lectura que me hizo disfrutar como un enano en el verano de 2005. No puedo decir lo mismo, en cambio, de la obra que acabo de concluir: en calidad literaria, probablemente el Ensayo sobre la ceguera esté por encima de las otras dos; en lo referente a la crítica mordaz a la sociedad actual, se complementa con La caverna a la perfección; pero la dureza de lo relatado, especialmente amarga en los días que estamos viviendo, ha hecho que cada página suponga una ducha de agua fría sobre mi conciencia. Necesaria, sí, pero no por ello menos dura. En mi descargo diré que comencé su lectura hace dos meses, cuando el actual estado de cosas parecía aún imposible. 

Como uno de los personajes de la novela confiesa en las páginas finales, somos ciegos, de la peor clase imaginable: creemos que vemos, que entendemos el mundo en que vivimos, que controlamos la naturaleza y los elementos... en definitiva, que somos indestructibles. Desafortunadamente, en circunstancias críticas tomamos conciencia de que no es así: no nos percatamos de lo que de verdad importa en nuestra vida cotidiana; del valor del contacto con los demás, de la sonrisa de la gente en la calle y de los gestos de solidaridad que se perciben a diario, que apenas destacan, pero que son los que nos constituyen como seres humanos. Y cuando todo lo que parece sólido se tambalea, o simplemente desaparece bajo nuestros pies, enfrentándonos al abismo, se esfuman también los últimos resquicios de humanidad que nos restan. 

En lugar de unirnos, como los ciegos que protagonizan el Ensayo, aquejados todos de idéntico mal, marginados por igual por quienes deciden quiénes son los apestados y quiénes no, somos incapaces de reconocer que nos hallamos del mismo lado de la trinchera, y que más nos vale unir nuestros esfuerzos para poder sobrevivir juntos. El cainismo aparece cuando menos necesario es, arrojándonos contra nuestros semejantes, a quienes queremos anular para poder subsistir a costa del otro; nunca con el otro. Pero eso jamás puede ser bueno, porque un organismo dividido es un organismo débil, que se devora a sí mismo hasta que, cuando remite la tempestad, regresa maltrecho y mutilado a las calles que un día creyó suyas, para ver la destrucción adueñarse de aquel espacio que se llamaba, erróneamente, humanizado. 

Por todos estos motivos, mientras esta sociedad, a la que Saramago criticaba en fecha tan temprana como 1995, no asuma la necesidad de la unión para alcanzar objetivos comunes; mientras el individualismo siga sobreponiéndose al sentimiento de comunidad, continuaremos siendo, como el maestro nos retrató, los mismos ciegos que reinciden en el error de creer que ven, cuando nunca han estado tan lejos de poder hacerlo.