domingo, 22 de marzo de 2020

Episodio III - Ojos huecos


Madrid, octubre de 2013

Lucía trabaja desde hace un año como profesora de Física y Química en un colegio concertado de Alcalá de Henares. El año pasado vivió una mala racha, cuando acababa de dejarlo con su novio y se había quedado en el paro. Sus padres le insistían desde Asturias en que volviera a casa: no tenía sentido seguir viviendo en Madrid, una vez acabada su tesis en el Instituto Rocasolano del CSIC, si no había perspectivas laborales en el horizonte. La Navidad pasada había sido dura, porque aquel había sido el tema dominante de todas las conversaciones; incluso en las cenas familiares, su padre había intentado ganar el apoyo de tíos y primos para convencerla de que lo mejor era regresar a casa de sus padres. La empresa no era difícil, porque su entorno familiar y su círculo de amistades era más conservador: prácticamente nadie se había marchado y a todos les parecía que la vuelta era la solución lógica.

Ella tenía un argumento infalible para oponerse a la batalla dialéctica: ¿dónde había más oportunidades laborales, en Oviedo o en Madrid? Si quería trabajar en la Educación, bien en la Superior o bien en la Media, necesitaba quedarse en una ciudad abierta al mundo. Además, pesaba otro elemento a su favor: había conocido a alguien. Al principio, los dos se lo habían tomado con mucha calma, porque él tampoco se encontraba en su mejor momento personal, pero poco a poco habían ido compartiendo más tiempo, hasta que casi se podía hablar de noviazgo. Esta parte Lucía jamás la revelaría a su familia, porque entonces sabía que tenía la batalla perdida: “Claro, como tienes lío en Madrid, prefieres quedarte allí a volver con tu familia”. Podía leer la frase en los labios de sus progenitores, mientras su hermana pequeña lo observaba todo y se limitaba a callar: ella quería mucho a Lucía y la echaba de menos, pero aunque le doliese, aceptaba que la decisión de su hermana mayor era hacer carrera en la capital.

Solo una persona de la familia parecía estar a su favor: su primo Arturo, que también había cursado el doctorado en Madrid, como ella, pero que cuando acabó regresó a tierras asturianas. Allí había construido una familia, con su novia de toda la vida, una chica simpática y animosa, pero que jamás se había planteado la posibilidad de abandonar Asturias. Tenían dos hijos, una casa, un coche… y todo lo que una familia convencional podía desear. No obstante, para construir aquel sueño familiar su primo había renunciado al suyo propio: marchar a Alemania con una beca posdoctoral Marie Curie, para estudiar Filosofía y acabar trabajando en alguna Universidad del continente. Normalmente no hablaban de aquello, pero aquella Navidad, sin previo aviso, su primo le había mandado un mensaje de WhatsApp: “Luci, ¿te tomas un café esta tarde conmigo?”. No dudó en aceptar la invitación, porque sentía que Arturo era el único que le conocía de verdad, y porque acababa de discutir en casa y deseaba pasar unas horas fuera, esperando a que los ánimos se templasen.

-        No vuelvas, nena – le dijo Arturo apenas se sentaron. Ni siquiera le dio tiempo a pedir – Por mucho que te insistan, no regreses. Te vas a arrepentir toda tu vida.

Tuvo que pugnar contra el estupor durante unos segundos de interminable silencio, hasta que finalmente dio forma a la frase que quería devolver a Arturo:

-        ¿Por qué volviste tú?

Antes de responderle, su primo sonrió con tristeza y, cuando un extraño brillo comenzaba a formarse en sus ojos, se giró para dirigirse a sus dos hijas:

-        Ana, Beatriz, – las llamó, cariñosamente – ¿por qué no vais a la plaza a ver si están vuestros amigos y jugáis un rato con ellos? La prima Luci y yo tenemos que hablar de un asunto.

Las niñas marcharon a la carrera, ante la perspectiva de un rato de diversión, en contraste con una conversación de adultos que las obligaría a mantenerse sentadas y fingiendo no entender lo que oían.

-        Yo volví porque soy un cobarde – comenzó a decir entonces – Beatriz era mi novia de toda la vida y la familia esperaba que nos acabásemos casando. Todo el mundo había depositado las esperanzas en nosotros. Pero sus esperanzas, ¿sabes lo que quiero decir? Aquellos sueños que ellos nunca consiguieron realizar, pero que esperaban ver colmados en nosotros. Nadie nos preguntó qué queríamos, o por lo menos no me lo preguntaron a mí. Y Beatriz me esperó durante cuatro largos años. Cuando acabé la tesis, le propuse que viviéramos juntos en Madrid y no quiso ni oír mencionar la idea. Siempre me ha dolido que no se pusiera en mi lugar, que me pidiera renunciar a todo por su sueño, que es más bien el de sus padres y los míos. Entonces pensé en dejarla, y de hecho me cogí un autobús exprés para venir y hablar con ella, pero me fallaron las fuerzas.

Lucía no pudo resistir la tentación de preguntar:

-        ¿Eres feliz, Artu?

De nuevo aquel brillo extraño y apagado:

-        No lo sé. Y ya me temo que con tu mente de científica perfecta me dirás: “si no lo sabes es que no lo eres”. Quizá por eso no me doy tiempo a preguntármelo. Veo a las niñas y me siento orgulloso de ellas, de las personas que son y de lo que estoy construyendo con ellas. Cuando miro a mi mujer, siento aún dolor y reproche. Tengo la sensación de que nunca seré capaz de perdonárselo, ni a ella, ni a mis padres.

-        El precio es muy alto – se aventuró a decir Lucía, cogiendo la mano de su primo para confortarlo. Arturo se la apretó:


-        Lo peor no es el precio, sino que lo pagas por un error de otro. Por haber tomado una decisión que no deseabas, pero que todos esperaban. No se puede vivir de cara a lo que piensan los demás, Luci. Tú nunca has sido así, de modo que no empieces a defraudarme ahora.


-        Si no fuera por mi primo el metafísico – le dijo ella, acariciándole la cara.


-        Y si tú no tuvieras la mente tan cartesiana, aunque no lo sepas, a mí no me quedaría ningún salvavidas en esta puta familia. Así que vámonos, anda, y no me saques esta conversación en el futuro o te doy una colleja.


Desde aquella conversación, cada vez que la familia le presionaba en alguna comida, cena o encuentro de cualquier tipo, ella buscaba la mirada de Arturo, que le guiñaba, cómplice. Entonces se sentía reconfortada y callaba, aguantando cual jabata la batalla que le planteaban sus mayores.

Precisamente porque su guerra era dura, y porque aquella guerra reflejaba los defectos de una sociedad democrática a veces solo en el nombre, quería emplear todos los elementos a su favor para que los adolescentes que tenía en clase pudiesen constituir los mimbres de una sociedad más fuerte, más independiente y, sobre todo, más moderna de verdad. Aquel curso era su ocasión, pensaba ella: el año anterior se había incorporado cuando ya hacía un mes que las clases habían comenzado, pero en esta ocasión iniciaba el año académico desde el principio. Había diseñado ella misma la programación de aula, desde el principio, y era tutora del curso de 4º de ESO. Como tutora, además de Física y Química y Matemáticas, debía impartir Cultura Clásica. Aquello era un chanchullo, pero como había comenzado a estudiar Antropología por la UNED, le habían habilitado en la inspección para suplir aquella vacante que el centro no podía cubrir de otra forma, por aquello de equilibrar el presupuesto aún a riesgo de perjudicar la formación de los alumnos.

El comienzo del año había sido prometedor: había presentado a los chavales su programación, las actividades que quería hacer, y todo les había entusiasmado. Hasta que llegó la hora de trabajar: cuando comenzó a explicar materia el primer día de curso, las caras de ilusión comenzaron a dar paso a miradas un tanto hoscas. Todos consideraban que Física y Química y Matemáticas eran materias duras, y entendían que Luci fuera exigente en esas clases. Pero Cultura Clásica… era una maría. Y como tal, tenían que poder aprobarla fácil. “Mándanos trabajos, Luci”, le decían, y ella se ponía enferma:

-        Claro – les respondía, cercana ya al hastío – Os mando trabajos que copiáis directamente de Internet, sin ni siquiera cambiar el tipo de letra de Wikipedia en la mayoría de las veces, y así vais aprobando. ¿Pero aprendéis?

Ellos guardaban silencio, porque les faltaban argumentos en su cerebro adolescente para rebatir el discurso de la profesora, a la que por lo demás adoraban. Pero poco a poco la resistencia la fue minando: cada día tenía que combatir con las protestas de los chicos, y a ello se sumaba que su pareja no atravesaba por su mejor momento. Empleado en una consultora de las de renombre, tenía que sacar adelante un proyecto que había intentado evitar, pero que le consumía por dentro: llegaba tarde a casa, a veces no podía quedar con ella, se mostraba huraño y a veces Lucía le visitaba por sorpresa, hallando restos de lágrimas en su rostro.

-        Mira, Javier, – le dijo una tarde – si lo que sucede es que ves que la relación no funciona, dímelo. Siempre hemos sido muy honestos el uno con el otro y no tenemos edad para andar mareando la perdiz: ponemos punto y final a la historia y el tiempo dirá si seguimos siendo amigos o no. Ahora bien, si estás así solo por trabajo, te lo aviso desde ya: no merece la pena. Agarra el toro por los cuernos, demuestra a tus compañeros y a tus jefes tu valía, y cuando todo pase pide una reunión y rinde cuentas a quien tengas que rendirlas, para advertirles que te has ganado el comodín de pasar una temporada larga sin comerte más marrones que los demás no quieren asumir.

Él la besó y le aseguró que no había nada malo en la relación. A ella le bastó su palabra, por esa extraña sensación que produce saber que estás ante una buena persona. Pero las semanas pasaban y la situación no mejoraba, hasta que un día él le mandó un mensaje: “Luci, no te he dicho nada para no preocuparte. He pedido hora con el psicólogo para que me ayude. Hoy no te veré porque es mi primer día de terapia, pero te llamo esta noche y te cuento”. Aquello la intranquilizó y esperó como agua de mayo su llamada, que llegó alrededor de las once de la noche. Le vio bien, con gana y con fuerza, resuelto a echar el resto en el trabajo, acabar el proyecto y poder superar aquel escollo que le estaba dejando sin apenas energía.

Lucía hizo todo lo posible por mantenerse fuerte, pero su carácter también se vio perjudicado por la circunstancia. Pronto, comenzó a perder la paciencia en el aula, hasta que un día uno de los alumnos percibió su desgaste y, lejos de compadecerse de ella, intentó aprovechar el tirón y ganar terreno en nombre de sus compañeros:

-        ¿Ves, Luci? – comenzó – Hasta tú estás cansada de este ritmo de trabajo. Imagínate nosotros, que solo con lo que tenemos que hacer para ti ya tenemos toda la tarde ocupada. ¿No te das cuenta?

El chico era sensato y, además, era uno de los que más derecho tenía a quejarse: diagnosticado con TDAH, encontraba más dificultad que sus compañeros en organizar el trabajo y poder superar las actividades y pruebas que ella mandaba.

-        Vale, Adrián, lo hablamos entre todos al final de la clase, ¿os parece?

Los rostros que respondieron a su sugerencia fueron de desaliento, porque ellos, como adolescentes, querían la solución aquí y ahora:

-        ¿Por qué no recortamos un poco de temario? – insistió Adrián – O nos pones una peli de mitología y nos pides que hagamos alguna actividad de grupo…

-        Me conozco vuestras actividades de grupo – le interrumpió ella – Os ponéis a trabajar tranquilos, os vais alterando conforme pasa el tiempo, el aula se acaba convirtiendo en una jaula de grillos y yo acabo desquiciada.


-        Desquiciada ya estás – oyó a su espalda. Se giró con violencia para identificar al dueño de aquella voz, pero todos se callaron: unos, conscientes de que venía la tormenta. Otros, encubriendo al cobarde denunciante.


-        ¿Por qué no nos dejas trabajar en las actividades que tenemos para mañana?


-        Adrián – suspiró ella, contando hasta diez antes de responder – Os mandé las actividades hace una semana. Tenían que estar ya más que hechas, pero las habéis dejado para última hora. Ya me pedisteis que retrasara la fecha y accedí: ¿es necesario que insistáis?


-        Pero ha habido un puente, y hemos estado fuera: ¡también tenemos derecho a descansar, joder!


Aquello la sacó de quicio, y se fue arrepintiendo conforme empezó a formular las frases que siguieron a su estallido de ira:

-        ¡Descansar! ¡Derecho a descansar! – comenzó – ¿Sabéis cuántas asignaturas tenía yo en la EGB? ¿Sabéis cuántos exámenes nos ponían los profesores justo después del Puente de la Constitución, porque querían corregir días antes de Navidad e irse pronto de vacaciones? Y yo no me quejaba: apechugaba, bajaba la cabeza y lo hacía. Primero, porque ningún profesor dialogaba con los alumnos como lo hago yo, y a ninguno de nosotros se nos ocurría dar ese paso. ¿Sabéis que a mí todavía las monjas me zurraban cuando hablaba en clase? ¡No tenéis ni idea de la suerte que tenéis por haber nacido cuando habéis nacido! ¿Me oís? ¡Ni idea! Vuestra obligación ahora es estudiar y trabajar para ser gente con cabeza el día de mañana. Por eso no os puedo quitar carga lectiva: por vuestro bien. ¿Y sabéis qué? Que si no entendéis esta razón, os doy otra que sí que vais a entender: ¡no os quito ninguna actividad porque no me sale del coño!

Ya estaba hecha. El arrepentimiento le vino de manera inmediata, pero su orgullo le impidió pedir perdón. Los chicos la miraron ojipláticos, espantados por aquella versión de Lucía que desconocían en absoluto. La clase acabó en un clima raro, de silencio tenso y cabezas gachas. Ella bajó a la sala de profesores y encontró a Celia y Orestes, sus compañeros de confianzas: el Lado Oscuro, como acostumbraba a llamarlos.

-        Chica, ¿qué te pasa?

Era día de desayuno fuera, así que los tres bajaron a la cafetería junto al colegio y Lucía les confesó lo ocurrido.

-        Te has equivocado, Lu – le dijo Orestes – No hace falta que te lo digamos: te queremos y comprendemos la situación por la que pasas, pero ya sabes que no hay que pagarlo nunca con los chavales.

-        Además – dijo Celia, que llevaba en el colegio tantos años como Orestes, desde la fundación – la orientadora del grupo es Alba, que ya sabes que es de la cuerda de la directora. Seguro que los chavales le cuentan lo que ha pasado, porque ella siempre va de guay y de enrollada con ellos, e informará a Felisa para que te llame la atención.


Y así fue. Por algún extraño motivo, quizá porque Lucía pasaba de guerras de bandos y se esforzaba en llevarse bien con todo el mundo, Alba tuvo la delicadeza de llevársela fuera del colegio para hablar de lo sucedido.

-        Felisa no sabe nada, no te preocupes – le dijo – Ni lo va a saber: los chavales te adoran y, aunque parece que estamos en trincheras diferentes, creo que eres una buena profesional. Pero procura que no vuelva a pasar.

Lucía le agradeció el tacto y la delicadeza, y justo después, cuando entró a clase, pensó que era el momento de asumir el error. Era la hora de tutoría y los chavales tenían que actualizar el formulario con sus datos personales, domicilio incluido, para que la base del colegio estuviese al día.

-        Recordad que solo tenéis que incluir vuestros datos personales si vuestro domicilio o teléfono de casa han cambiado – explicó ella, cautelosa.

Cuando todos habían bajado la cabeza para revisar los datos, vio que no habían entendido las instrucciones, aunque era la tercera vez que las explicaba:

-        A ver, chicos – mantuvo un tono pausado – ¿Quién ha cambiado de teléfono y/o domicilio?

Solo cinco alumnos levantaron la mano.

-        Bien, pues como os he explicado, solo vosotros tenéis que rellenar el formulario.

-        ¿Y los demás? – preguntó Adrián, temeroso de otra tormenta.


-        Haced los deberes, que tenéis que entregar mañana.


Sin dar crédito a las palabras de su profesora, preguntó:

-        Pero… ¿no tenemos que empezar un tema nuevo hoy?

Lucía los miró a todos sonriendo, y se dispusieron a sacar sus cuadernos, entendiendo el mensaje. Ella necesitaba que todos estuvieran trabajando en silencio, con la mirada fija en los folios en blanco, para poder hablarles con franqueza. Sabía que iba a llorar, y no podía permitirse que 30 personas fueran testigos de su confidencia y, sobre todo, de su hundimiento:

-        Chicos, ayer estuve hablando con Alba – comenzó, pisando con cautela aquel terreno – Siento mucho haber sido tan ruda con vosotros. Solo quiero contaros un poco la situación y mis motivos.

Ellos oían atentos, pero nadie se giraba a mirarla, mientras ella se sentaba en una mesa libre al fondo de la clase:

-        Pensáis que os exijo porque os quiero amargar la vida, pero no es así – prosiguió – ¿Sabéis? Yo vengo de Asturias y estoy muy contenta de estar trabajando aquí con todos vosotros. Os tengo verdadero cariño y quiero que lo pasemos bien en clase. Sobre todo, porque cada vez que regreso allí y veo a mis amigos de toda la vida, que tuvieron la misma educación imperfecta que yo recibí, tengo la sensación de haber viajado atrás en el pasado 30 años. Sus ojos están huecos, porque no ven más allá de su vida cotidiana. Han heredado los miedos de sus padres y por eso mi pueblo no ha evolucionado. No quiero que os pase lo mismo a vosotros: si no aprendéis, si no reflexionáis, jamás seréis libres. Y eso es algo que nunca me podré perdonar.

Entonces calló, dejando que siguieran trabajando, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas como un torrente largo tiempo contenido. En aquel momento sintió que le vibraba el móvil en el bolsillo y, disimuladamente, sin que los chicos la vieran, leyó el mensaje de Javier: “Acabamos de presentar el proyecto y todos nos han felicitado. Gracias por todo, Luci. ¿Te invito a cenar esta noche y lo celebramos?”

Ella sabía que no era lo convencional, pero aquella noche le pediría a él que se fueran a vivir juntos.

sábado, 21 de marzo de 2020

Voces de Chernóbil - Svetlana Alexievich

Lo peculiar no es que haya leído este libro en plena cuarentena, sino que lo comencé mucho antes de sospechar lo que iba a suceder, y para acabar de hacer redondo el círculo, lo estaba compaginando con Ensayo de la ceguera, de Saramago, cuya crítica espero poder hacer en pocos días. 

El testimonio de Alexievich es desgarrador, en la medida en que la catástrofe le golpeó directamente, como autora nacida en Bielorrusia. No obstante, lo verdaderamente llamativo en este punto no es su perspectiva personal, sino el hecho de que cuando ella realiza este reportaje coral han transcurrido once años desde el 26 de abril de 1986, pero el miedo y la sombra de Chernóbil siguen inundando a dos generaciones del antiguo territorio soviético: la generación que lo padeció directamente, y la que vino después. Porque hay dos elementos que han de destacarse de entre las voces que inundan sus páginas: 

El primero es la irresponsabilidad de un Estado Soviético que, consciente de su debilidad y de su desmoronamiento, como un gigante con pies de barro, intuía que reconocer el terrible error cometido en la Central Nuclear de Chernóbil equivalía a firmar, de su propio puño y letra, su sentencia de muerte. Aunque el número de vidas humanas que provocó el accidente lo convirtiese en una tragedia humana sin precedentes, era mucho más importante mantener el silencio en torno a los sucesos, hasta que la verdad fue imposible de silenciar, que admitir la existencia de un sistema económico decadente que había obligado a ahorrar costes incluso allí donde la seguridad de los individuos se podía ver arriesgada. 

El segundo es el desconocimiento, que conduce al miedo: desconocimiento primero de los habitantes de Prypiat, que paseaban por la calle y consumían alimentos y agua de la ciudad mientras las partículas de grafito inundaban el aire, y ellos mismos estaban siendo sometidos a una radiación diaria más letal que la provocada por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. A ese desconocimiento inconsciente, se sumó después el desconocimiento consciente, inducido: ese silencio cómplice de quienes sabían lo que había sucedido, pero se limitaban a poner cara de circunstancia mientras el resto de la población intercambiaba miradas que parecen decir "algo ha pasado, y no nos quieren decir qué". 

Cuando finalmente se autorizó a ordenar la evacuación de la población, se asistió al alumbramiento de un segundo tipo de ignorancia, que dio paso al pánico, al miedo irracional a todo lo que estaba relacionado con Chernóbil. Este pánico lastró a dos generaciones de personas víctimas de la dictadura soviética, que se convierten en apestados dentro de sus propias comunidades, en una sucesión de reacciones humanas que viene a demostrar que tan peligrosa es la ignorancia, como la sobreabundancia de información mal administrada, que da lugar a la circulación de rumores de dudosa veracidad científica, pero que la gente está dispuesta a creer simplemente porque necesita una explicación, cualquier explicación, para encontrar orden dentro del caos. 

En definitiva, en situaciones de crisis lo fácil, pero al mismo tiempo lo más desaconsejable, es reaccionar de manera pendular, pasando de un extremo anímico a otro. Podrá argumentarse que el equilibrio es difícil de alcanzar, máxime cuando el bombardeo diario de información dificulta la capacidad individual de alejarse de los hechos para valorarlos en perspectiva: quizá sea recomendable, en ese caso, administrar la información de manera racional, protegerse frente a su bombardeo e intentar valorar las circunstancias siempre con mesura. 

sábado, 14 de marzo de 2020

Los años de Allende - Carlos Reyes y Rodrigo Elgueta

Gerardo, cuya amistad valoro mucho y cuya sabiduría sobre el mundo de la novela gráfica valoro todavía más (espero que me acepte la broma), estuvo hace un año en un congreso en Chile y cuando vino me comentó: se está trabajando mucho sobre la dictadura de Pinochet por los autores de novela gráfica en Chile. Puesto que es un tema que siempre me ha interesado, como en general toda la historia reciente de América Latina, decidí tomar al pie de la letra sus palabras y chantajear un poco a mi pareja para que esta pasada Navidad me regalara Los años de Allende, que acabo de terminar. 

Si hasta ahora había albergado alguna duda sobre la necesidad de trabajar los contenidos de Historia del Mundo Actual e Historia de las Relaciones Internacionales recurriendo a la novela gráfica, ahora cualquier duda se ha disipado decididamente. El material gráfico de Los años de Allende es de calidad casi fotográfica, tanto en la veracidad de reproducción de las escenas, como en la lealtad a los acontecimientos tal y como sucedieron. En ocasiones solo basta eso: documentarse ejemplarmente, como los autores de esta obra, y plasmar los hechos crudos sobre el papel, para denunciar la tremenda injusticia que se cometió en América Latina entre los años 70 y los años 80, cuando la democracia sucumbió a manos del imperialismo en varios escenarios, muchos de ellos todavía hoy anhelantes de regresar a la era pre-golpista. Seguramente quienes se ofenden con la realidad consideren que existe en estas páginas una crítica injustificada, y acusen a Reyes y Elgueta de hacerle la propaganda al marxismo, o mejor, al populismo, por emplear ese concepto que está tan de moda últimamente, y que todo el mundo usa sin saber qué significa exactamente. 

 A los ofendidos solo queda decirles: a cada cual lo suyo, y que cada palo aguante su vela. La violación constante de los Derechos Humanos durante la dictadura de Augusto Pinochet fue suficientemente flagrante como para suscitar la condena internacional, que aplaudió su extradición y juicio a comienzos de la década del 2000. Solo habría sido deseable que esa misma opinión internacional se hubiese dejado cautivar menos por el pánico a rojos fantasmas para frenar lo que fue el preámbulo de una catástrofe. Como no se puede volver atrás, aunque paradójicamente siempre se pueden repetir los errores del pasado, baste la lectura detenida de Los años de Allende para mirarnos ante el espejo y, cuando nos percatemos de que nos vamos a vestir igual que ayer, con pésimo gusto por cierto, intentemos mirar el fondo de armario para buscar otra alternativa, o para cambiar de modista, que tampoco está mal de vez en cuando. 

domingo, 8 de marzo de 2020

De epidemias

Dos días atrás escuchaba "La vida moderna", en la Cadena Ser, cuando el cómico Héctor de Miguel, alias Quequé, hablaba en su sección del tema que se ha convertido en el centro de la atención mediática, de manera bastante grosera: el COVID-19, también conocido como Coronavirus. Su intervención comenzaba con una reflexión que partía de su experiencia cotidiana: "El otro día pedí comida china y tardaron 7 minutos en traerla. Esa gente está aburrida". Lo bueno del humor es que sirve precisamente para eso: para subrayar, en tono de burla, aquello que nos está haciendo comportarnos de forma absurda. Lo que Quequé hizo no fue solo relatar un suceso anecdótico, sino además ponernos ante el espejo. No voy a tratar, ni mucho menos, las medidas de prevención para frenar la ampliación del radio de contagio, ni de los protocolos médicos para atender a los afectados. Respeto sobremanera la labor del personal sanitario y lamento mucho los decesos que se han producido como consecuencia de este brote que, como otros a lo largo de la historia, nos ha sorprendido sin medios suficientes, primero para conocerlo, y luego para contrarrestar sus efectos. Mi deseo es que pronto la situación pueda estar bajo control para retomar la estabilidad, y en condiciones normales estoy seguro de que así sucederá, más pronto que tarde. 

Lo que me molesta es la cultura del pánico, que con mucha frecuencia despierta nuestros instintos más desagradables y nuestros comportamientos más primarios. En concreto, en el programa de radio al que me refería, Quequé hablaba de una broma que comenzó así, pero que acabó resultando bastante pesada: en Totana, Murcia, un señor difundió un mensaje privado de WhatsApp a sus contactos, advirtiéndoles de que no acudiesen al comercio chino del pueblo porque la esposa de su dueño es natural de Wuhan y está contagiada. El señor, insisto, solo pretendía bromear, pero en la atmósfera de paranoia que se respira en los últimos días aquel mensaje circuló entre todos los habitantes del pueblo, hasta el extremo de que el comercio aludido perdió clientes de manera ostensible. La situación llegó a ser tan grave que el autor de la broma se vio obligado a convocar una rueda de prensa para, en directo, desmentir el rumor y disculparse con el dueño de la tienda, compareciente también en aquel acto público. Lo que hay detrás de este acontecimiento es un sentimiento de rechazo al otro, porque es diferente a mí y porque se vincula con todo lo negativo que podamos imaginar: si en ello se puede incluir una enfermedad, bienvenida sea. Nadie se paró a preguntarse: "pero vamos a ver, la esposa de este hombre, ¿ha estado en Wuhan, o ha tenido contacto continuado con algún afectado?". Simplemente se produjo un fenómeno de acción-reacción, que ahora se queda en broma, bien ilustrada y satirizada por Quequé, pero que en otras circunstancias podría haber tenido consecuencias mucho más perniciosas para el afectado, no solo en el ámbito económico. 

Quizá los medios no contribuyan a la tranquilidad general, abriendo cada informativo e inundando cada portada de periódico con noticias sobre la propagación del virus, con titulares que parecen competir entre sí en grado de sensacionalismo. Por eso, mi único deseo es animar a la reflexión sobre la actitud personal que adoptamos en circunstancias críticas: porque la supervivencia implica salir adelante, pero no siempre a costa del otro. 

Crítica de "Parásitos"

Veo Parásitos, aunque de entre las películas que hay en la cartelera no es mi primera opción. Pero la veo porque me dejo llevar por la euforia post-Oscar y porque, además, ese fin de semana estoy en Bilbao con mi pareja y me apetece ver las salas de cine de La Alhóndiga (por cierto, la mar de cómodas). La película me convence desde el principio, aunque el hilo conductor resulta un poco previsible: cuando el amigo guaperas anuncia al protagonista que se va a marchar un tiempo y que le cede la chica a la que imparte clases particulares, uno puede ver venir que su interlocutor, sumido en la inmundicia en su casa familiar, va a intentar aprovechar la ocasión para desplazar al profesor titular y, de paso, integrar a toda su familia en el nuevo universo de los ricos en la sociedad surcoreana. Así y todo, el tren de razonamiento del protagonista conecta con el público, por aquello de que todos tenemos en nuestro corazón un revolucionario en potencia que desea luchar por las causas justas en un mundo dominado por la voracidad del capitalismo neoliberal. 

No obstante, pronto se puede entrever que la historia va a reventar por algún sitio: es fácil inventarse una vida para uno mismo; es más, hasta puede ser fácil inventar una vida paralela para tu hermana, padre y madre, si me apuras. Lo difícil es mantener el equilibrio en un escenario en el que todas las partes en conflicto tienen que interactuar, aparentando no conocerse y luchando con esos pequeños detalles que se escapan al cerebro más calculador, como el olor del detergente que usan para lavar la ropa, que resulta sospechoso al niño de su familia adoptiva. Quizá pueda explicarse esta situación por ese punto de hybris o de soberbia que es inevitable cuando se sale de la nada y de pronto se tiene todo: ¿dónde puede estar el techo? Precisamente en perder la noción de la realidad y creer que la vida que has construido de la nada no es eso, una ficción, sino tu vida verdadera. Entonces aparecen las goteras y pronto el huracán te acaba arrastrando con todos tus sueños. Hasta ahí, compro la historia al cien por cien; lo único que no me convence es el giro tarantiniano de la última hora, ni los cabos sueltos que quedan en el cierre de la historia. 

Al final, me marcho con la sensación de haber leído una novela muy buena, en cuyas páginas finales el autor se ha cansado de escribir y, deslumbrado por el disparate de su argumento, ha querido impresionar al lector con un disparate mucho mayor. Así y todo, hay dos mensajes que me dejan reflexionando y, solo por ese regusto, considero que la película es muy recomendable: el instinto de supervivencia absoluta de una familia que, postrada en el subdesarrollo (sería interesante conocer la historia que les llevó a verse así), agudiza el ingenio para castigar sin piedad a la misma clase que les oprime; y esos talentos ocultos que, en circunstancias extremas, se descubren y deslumbran a propios y extraños: me refiero a la hermana del protagonista, para mí la verdadera heroína de toda la historia. La única que, cuando la inundación ha destruido la casa en la que viven, tiene la sangre fría suficiente para sentarse sobre la taza del inodoro, ponerse a fumar y, con la mirada perdida en un horizonte que no existe, sonreír con fatalidad, porque solo ella se da cuenta de que todo se ha acabado. 

Reseña de "The farming of bones" de Edwidge Danticat

En el otoño de 2009 me hallaba cursando una estancia de doctorado en Londres cuando, en una fiesta de no-Navidad, porque mi supervisora, también casera, no era muy de esa festividad, una compañera postdoctoral se me acercó y me regaló un libro de Edwidge Danticat: The Dew Breaker. Marika Preziuso, que así se llamaba la chica, me explicó que la autora de la novela era una de las novelistas haitianas más reconocidas en el panorama literario contemporáneo, y me recomendó la lectura tanto del libro que me acababa de regalar, como de The Farming of Bones. Cuando le pregunté el tema de este último, me habló de la Masacre de Perejil, episodio de la historia dominico-haitiana que yo desconocía por completo. Diez años más tarde, por casualidades y circunstancias del mundo académico, participé en un seminario organizado por mi Universidad sobre el delito de genocidio: deseoso de aparcar la historia de la esclavitud, que siempre ha sido el leitmotiv de mis investigaciones, quería buscar un tema que enlazase con las prácticas genocidas contemporáneas, y decidí retomar la recomendación de Marika para leer The Farming of Bones

Es preciso entender el contexto en el que se ubica la novela: la frontera entre la República Dominicana y Haití, en el otoño de 1937, al final del primer mandato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo (1930-1038). Las relaciones entre los dos pueblos siempre habían sido controvertidas desde el periodo colonial, y con frecuencia Haití, con mayor pujanza militar en el siglo XIX, había intentado aprovechar la situación de debilidad de sus vecinos del este para anexionar aquel territorio, lo que consiguió entre 1822-1844. Sin embargo, el siglo XX hizo que el equilibrio de fuerzas en la isla de La Española se alterase, con una República Dominicana emancipada de la dominación estadounidense antes que el Estado haitiano, y precisada de una causa nacional que permitiese a Trujillo unir a todos los dominicanos bajo su liderazgo. Fue entonces cuando el dictador quiso explotar el miedo atávico a la amenaza del oeste, y lo hizo de manera brillante: aprovechando la creciente migración haitiana a la frontera dominicana para buscar mejores condiciones de vida, agitó la bandera de la invasión silenciosa y, en octubre de 1937, ordenó a sus súbditos que detuviesen y ejecutasen a cuantos haitianos localizaran en los territorios del oeste del país. Como dominicanos y haitianos comparten sus ancestros africanos, sobre todo en la frontera, el Estado necesitaba de un instrumento para distinguir claramente entre ellos. Por ello, los ejecutores de la matanza exigían a los negros de las poblaciones fronterizas que pronunciaran la palabra "perejil": si eran dominicanos, la pronunciarían sin problemas. En cambio, si eran haitianos, no podría pronunciar ni la erre ni la jota, de modo que quedarían expuestos y se les podría fusilar. 

La perspectiva que utiliza Danticat es la de Annabelle, una haitiana empleada en una hacienda azucarera dominicana, donde ha servido desde pequeña, cuando sus padres murieron en una crecida dramática del río Masacre. Los dueños de la hacienda siempre le trataron bien, pero de pronto ella y los demás haitianos que trabajan en la zona perciben un cambio de actitud entre los patrones dominicanos, hasta que el médico que atiende a la dueña de la hacienda en el parto busca un aparte con ella y le recomienda que se marche a Haití antes de que sea demasiado tarde. Annabelle se resiste, impulsada por un sentimiento de lealtad y gratitud hacia la familia que le acogió, pero pronto se percata de que la violencia contra los haitianos va muy en serio y se decide a cruzar a Haití a pie. Por el camino deberá superar numerosas penurias y estará a punto de caer en manos de las fuerzas encargadas de la eliminación de sus compatriotas, quienes la maltratan pero la dejan escapar con vida. Una vez en Haití, verá pasar los años sumida en la depresión más absoluta, incapaz de encontrar fuerza para vivir día a día, puesto que no comprende los motivos de los dominicanos para haberse ensañado de esa forma con la población haitiana, y además porque perdió a su prometido durante la huida. El testimonio de Annabelle, pues, es el de la incomprensión hacia la barbarie, que llega al extremo de no encontrar consuelo ni siquiera en la compensación económica prometida por el Estado a los damnificados por la Masacre de Perejil, procedente de la sanción económica impuesta al Estado trujillista dominicano. 

Una lectura, pues, más que recomendable, en la medida en que constituye una exaltación de la condena a la intolerancia y a la violencia desmesurada, que resultan difíciles de asimilar en la razón humana. 

Reseña de "España sin rey" de Galdós

Hace unos días concluí la lectura de España sin rey, de Galdós, en una edición integral de la Quinta Serie de los "Episodios Nacionales" de la Editorial Cátedra, que tenía como tarea pendiente sobre mi mesita de noche desde años atrás. Lo hice como una manera de reconciliarme con el genio, a quien no leía desde que en el verano de 2018 volví sobre las páginas de El abuelo, y tras varios intentos fallidos de releer Fortunata y Jacinta. Mi abandono solo se explica porque con Galdós, como pasa con otros muchos autores, solo se puede tener éxito y se obtienen las sensaciones esperadas si se acude a la lectura en la adecuada predisposición de alma. Todo lo que sea un deseo, implícito o explícito, de buscar la acción trepidante y la aventura, de modo que las páginas vuelen entre nuestras manos, topará con un muro insalvable: el del talento de don Benito, que obliga a una lectura pausada, con la misma parsimonia con que él recorría las tabernas y los rincones populares de Madrid para captar la esencia de sus gentes. 

España sin rey reviste interés porque narra un apartado de la historia del país que no siempre se recuerda en su justa medida: el Sexenio Revolucionario (1868-1874), es decir, aquellos seis años en los que España quiso jugar a ser europea primero, y republicana después, para acabar demostrándose a sí misma que era demasiado pronto para experimentar más allá de lo que el límite mental de los nacionales estaba dispuesto a admitir. En el caso que nos ocupa, Galdós analiza los dos años durante los cuales el país fue una monarquía sin rey, mientras los miembros del gobierno provisional buscaban un candidato por toda Europa y las Cortes intentaban diseñar una Constitución democrática, mientras los ultramontanos alzaban la voz para clamar contra viento y marea que España era la patria de la religión católica y de la tradición monárquica. El espíritu de los nuevos vientos, que comenzaban a soplar por las calles de Madrid y de las principales ciudades de la piel de toro, acabó impregnando hasta al sacerdote apostólico que vino de provincias para intentar defender su causa, viéndose sometido a un conflicto interno que partió de sus convicciones personales y de su voto de castidad para llegar hasta su propia ideología. Y mientras tanto, porque España no cambia, arribistas y buscadores de fortuna rápida intentaban aprovechar la apertura relativa del régimen para beneficiarse de las prebendas de la clase política, configurando lo que se ha conocido como la Generación del 68, que legó a figuras tan destacadas como Romero Robledo. 

En definitiva, estamos ante una lectura recomendable para conocer la mentalidad española del último tercio del siglo XIX, y cabe solo al lector determinar cuáles son las continuidades y rupturas respecto a la sociedad actual. Baste para ejemplificar esta realidad la reflexión de uno de los personajes femeninos que, escribiendo a su enamorado, diputado en Madrid, se preocupa porque esté participando en el debate constitucional y le anima a dejarse de problemas: ¿no será mejor coger cualquier Constitución previa y retocarla "un poquito"?