domingo, 31 de enero de 2021

No digas nada - Novela de Patrick Radden Keefe

Whatever you say, say nothing. Una frase que remite a un contexto de opresión y represión, impuesta y auto-infringida, en el que los opresores no son ni las autoridades, ni un enemigo externo contra el que se pueden arrojar piedras para descargar la ira. En este caso, el enemigo está dentro de la propia comunidad y puede ser el vecino de al lado. Ese mismo vecino que hasta anteayer te saludaba con amabilidad, pero que de pronto ha dejado de dirigirte la palabra, porque sabe que pensáis de manera diferente y que, de un modo u otro, vuestro desacuerdo os convierte en enemigos a muerte. Y esta expresión no es una frase hecha, sino que ha de leerse en sentido literal. 

Quien se acerque a las páginas escritas por Patrick Radden Keefe pensando que va a leer una novela ha de saber desde ya que parte de una premisa errónea. El suyo es un ejercicio de periodismo de investigación del de verdad, lo cual se agradece en unos tiempos en los que dicho género parece haber quedado reducido a husmear en la vida de los demás apelando a un supuesto "derecho a la información" que yo, a día de hoy, aún no he visto recogido en la Constitución, cuando se trata de información personal de la gente que a nadie con un mínimo de pudor debe interesar. Pero por no irme del tema, decía que No digas nada es una reconstrucción muy ordenada de "The Troubles", es decir, ese eufemismo con el que la sociedad norirlandesa, y por extensión la sociedad británica, se refirieron a los más de treinta años de enconados enfrentamientos entre leales y republicanos en el complejo escenario de Irlanda del Norte, con epicentro del terremoto en la convulsa ciudad de Belfast. 

Con una mayoría de población católica, Irlanda del Norte se quedó en el Reino Unido a regañadientes, como consecuencia de los intereses de la élite política británica e irlandesa del momento, que poco hizo por entender las motivaciones y las aspiraciones del ciudadano norirlandés de a pie. Décadas de opresión por parte de las autoridades británicas para eliminar una identidad republicana y católica a fuerza de decreto ley, sin darse cuenta de que la fuerza legal no sirve para transformar la conciencia colectiva de una gente, unidas a la experiencia internacional de la Guerra de Argelia, movieron a los católicos de Irlanda del Norte a tomar las armas contra el gobierno de Su Majestad. O mejor dicho, a tomarse en serio eso de tomar las armas, porque la lucha del Irish Republican Army (IRA) se había convertido con el paso de las décadas más en una entelequia que en una realidad. 

Radden Keefe comienza su narración con el traumático episodio del secuestro de Jean McConville, madre viuda de diez niños, una noche de enero de 1972, cuando unos desconocidos entraron en casa y se la llevaron a la fuerza. La mayor de sus hijas tuvo tiempo para asomar la cabeza a la puerta del apartamento y darse cuenta de que los raptores eran en realidad sus propios vecinos. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? En ese momento, el autor, interrumpe el relato para hablar de los motivos que movieron a la población católica del Ulster a retomar la lucha violenta contra el gobierno británico, recurriendo al atentado como seña de identidad. Para ilustrar el contexto de los militantes del Provisional Irish Republican Army (PIRA), conocidos coloquialmente como los provos, se centra en dos heroínas de la causa republicana: Marian y Dolours Price. 

Alistadas en las filas del PIRA desde muy jóvenes, las dos se convirtieron en combatientes convencidas que en ningún momento dudaron en recurrir al atentado para reivindicar la anexión del Ulster a la República de Irlanda, sin escatimar en los daños colaterales de sus acciones, entre los cuales se incluían las víctimas civiles. Algo que ellas justificaban, como el resto de sus correligioniarios, alegando que se encontraban en guerra contra el enemigo y opresor británico. La descripción de las atrocidades cometidas por las autoridades contra los presos republicanos lleva al lector a sentirse identificado con aquellos militantes inspirados por una causa romántica en plena era de lucha anticolonial. Gracias a la fortaleza de sus ideas, fueron capaces de perseverar en la causa y mantenerse firmes, mientras recibían las consignas de Gerry Adams, el cerebro de los provos que estaría llamado a liderar los Acuerdos de Paz del Viernes Santo en 1998. 

Como suele suceder cuando la violencia social cesa, los ejecutores de la voluntad de las cabezas pensantes se acaban convirtiendo en aliados y testigos incómodos, cuya voz hay que silenciar para no estropear ese "camino idílico" hacia la paz. Eso sucedió con las hermanas Price, que se vieron destituidas de la noche a la mañana y sufrieron el olvido impuesto por quienes un día las aclamaron como ejemplo de lucha y sufrimiento. El primero de ellos el propio Gerry Adams, convertido en cabeza del Sinn Fein, que acabaría renegando, en un acto que constituye la sublimación absoluta del absurdo humano, de su pasado como combatiente del PIRA. Esta historia no hace sino mover al lector a sentirse aún más identificado con aquellas mujeres, luchadoras incomprendidas y rebeldes con causa, que habían sufrido el escarnio de ver borrado su papel en una lucha de décadas contra la explotación del gobierno británico. 

Es aquí, en este preciso momento, cuando el autor de la obra imprime un golpe de timón al relato y vuelve a los hijos de Jean McConville, de quien se acaba descubriendo que fue secuestrada por los provos bajo la acusación de haber colaborado con el ejército británico, solo porque una noche prestó una mínima ayuda a un soldado británico herido a la puerta de su casa. En paradero desconocido durante treinta años, en 2004 sus restos se encontraron en una playa. Sus diez hijos, separados los unos de los otros tras haber quedado huérfanos, corrieron suerte muy dispar y la mayoría sufrió traumas a lo largo de su vida, derivados de la pérdida de sus padres en un lapso breve de tiempo, además de las vejaciones y abusos sufridos en las distintas instituciones que se hicieron cargo de ellos hasta que alcanzaron la mayoría de edad. Para ellos, a comienzos del siglo XXI solo dos preguntas importaban: ¿quién lo hizo? ¿Por qué?

La misma Dolours Price con la que uno ha ido empatizando durante más de trescientas páginas acaba confesando en una grabación la autoría. Ella tuvo que dar el tiro de gracia a la mujer porque sus compañeros hombres no se atrevían. Y cada noche reza por ella y por sus hijos para que puedan tener salud y para que Dios les proteja. Cuando el espectador llega a este punto, después de haber pasado centenares de páginas haciendo es esfuerzo de entender y empatizar con el movimiento republicano, se encuentra con la cruda realidad: "Esa misma mujer que tú creías luchadora idealista por una causa fue capaz de hacer esto. Y ahora, ¿qué?". 

Pues ahora, nada: la naturaleza humana es así de contradictoria. Como seres humanos, nacemos, vivimos y morimos, y aunque nuestra función debería ser procurarnos una existencia placentera en el tránsito hacia la muerte inevitable, complicamos los senderos por los que discurrimos, casi siempre provocando también dolor a quienes nos rodean. Dicho esto, ¿cuál es mi valoración como académico de los hechos narrados en esta obra? Soy capaz de entender cómo la gente puede actuar en determinadas circunstancias; de lo que no soy capaz es de adivinar si yo actuaría del mismo modo en circunstancias similares. Porque por muy justa que la causa pueda ser, cuando la vida de los demás se pone sobre la mesa las justificaciones teóricas dejan de tener valor y han de prevalecer los derechos humanos fundamentales. 

Ninguna causa, por justa que pueda parecer, justifica matar o silenciar por la fuerza a quien no piensa como yo. 

martes, 12 de enero de 2021

El castellano, ¿dónde quedó?

Valeria Ros y Héctor de Miguel (Quequé) tienen una frase célebre con la que comienzan su programa de radio La lengua moderna: "hay que hablar y escribir bien, porque es lo único que nos diferencia de los hijos de puta". Yo no llego a su extremo, ni tampoco me considero especialmente patriota, pero me llama mucho la atención que la batalla de banderas que estamos viviendo en los últimos años esté pasando por alto uno de nuestros elementos identitarios más emblemáticos: el castellano. Tengo la sensación, basada en la evidencia empírica, de que cada vez escribimos peor. Y quiero aprovechar este foro para descartar una leyenda urbana: no escribimos peor por culpa de las redes sociales. Cierto es que el uso cada vez más inmediato de estas ha llevado a que relajemos el respeto de la ortografía, bien por intentar condensar un mensaje breve en 280 caracteres, bien por culpa del puñetero teclado intuitivo. No obstante, cuando salimos de la pantalla del teléfono móvil y nos trasladamos al soporte papel, por cierto cada vez menos usado, constato que escribimos peor: que los mismos errores y vicios que detectamos en el entorno de cualquier red social se repiten fuera de ellas. 

Es una tendencia que, desde mi óptica, precede a la generalización de los soportes móviles: por algún extraño motivo que se me escapa, el gusto por escribir bien, respetando las normas ortográficas y las reglas de construcción sintáctica y gramatical, se ha perdido, porque durante unas dos décadas lo hemos ido descuidando. Y si entramos en el ámbito de la comunicación inter-personal por correo electrónico, entonces la guerra, que no la batalla, está totalmente perdida. No acabamos de convencernos de que el correo electrónico es una herramienta de comunicación tanto informal como formal, y por tanto hemos de ser capaces de identificar el registro lingüístico adecuado a la identidad del destinatario. Todo ello, ¿por qué? Esto convencido de que tiene mucho que ver con la pérdida del hábito de lectura, entre adultos, jóvenes y niños. Cuando yo estudiaba leíamos a Jorge Manrique, Lorca, Calderón de la Barca, Cervantes... como lecturas habituales de clase, en la EGB y después en la ESO y Bachillerato. De hecho, La verdad sobre el caso Savolta, mi novela fetiche de Eduardo Mendoza, es un descubrimiento de lectura de bachillerato. 

De ahí pasamos a prescribir en las aulas lecturas juveniles, del tipo Orgullo y prejuicio zombies, que pueden servir para acercar a los adolescentes a la realidad de los libros, pero que al sacrificar el fondo por la forma, acaban desprestigiando el soporte hasta que, irremediablemente, llegamos a prescindir de él porque total, para leer eso, es mejor no leer nada. Y poco a poco, con el paso de los años, nos encontramos con personajes públicos, líderes políticos, redactores de noticias e informadores profesionales que no saben escribir, ni por faltas de ortografía, ni por capacidad para elaborar una construcción coherente. Quizá me haya vuelto demasiado pesimista en esta reflexión, pero creo que sería preciso, en la reivindicación perenne de las esencias patrias, como en todo lo demás, centrarnos en lo que de verdad importa: la cultura. Su color da bastante igual, porque el universo cultural, en sí mismo, es lo único que nos dota de identidad y, lo que es más importante, nos arma frente a la ignorancia, la estupidez y la manipulación externa. 

lunes, 11 de enero de 2021

Crítica de Yo, mentiroso - Antonio Altarriba

Cualquier parecido con la realidad es su reflejo fiel. Esta es la conclusión a la que se llega después de leer Yo, mentiroso, de Antonio Altarriba. Más allá de una trama en la que se repiten los lugares comunes del autor, incluyendo una compleja historia de asesinatos y un criminal obsesionado por reproducir patrones artísticos en sus víctimas, lo que más sorprende de las páginas que componen la novela gráfica es el escaso disimulo con el que Altarriba retrata la clase política española. Quizá pueda argumentarse que, llegado un momento de nuestra vida, da igual ocho que ochenta y lo que interesa es repartir a quien se lo merece, sin ambages. No obstante, animo al lector a hacer una reflexión: ¿verdaderamente estamos ante el retrato despechado de una generación desencantada? En mi opinión no es así: lo que hace Antonio Altarriba es mostrar nuestros propios fantasmas ante el espejo, pero desde la mirada de otro, para que no caigamos en la auto-complacencia de considerarnos mejores que los demás países de nuestro entorno y nos demos cuenta de que nuestras miserias, que son muchas, existen. Y lo que es más importante, no se extinguen porque nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Porque en este país el "aquí no ha pasado nada" se ha convertido en filosofía barata para simular que todo está bien y repetir, uno por uno, los mismos errores del pasado, más o menos reciente, que nos condenan a ser eternamente desgraciados. Por motivos tan simples como la indulgencia perenne hacia los poderosos, rayana (y a veces coincidente al 100%) con el servilismo: estamos dispuestos a tolerar los desmanes y los abusos de quienes nos gobiernan, porque ellos sí tienen derecho a hacer con nosotros lo que quieran. Ahora bien, si uno de los míos llega a gobernar y me traiciona, o siento que lo hace, entonces seré mucho más duro con él que con los otros: porque a mí, si me tienen que robar, que lo hagan los de siempre, no los que están conmigo. Con el señorito seré sumiso; con mi vecino de enfrente seré terrible. Probablemente no nos guste el retrato, pero es lo que ocurre con el arte: refleja el alma del autor y del que mira, y eso no siempre tiene por qué gustar. Lo importante es que sea capaz de despertar conciencias e invitarnos a no seguir siendo tan imbéciles como de costumbre. Desde mi humilde posición, mi más sincera enhorabuena a Antonio Altarriba por haberlo conseguido. Y disfrutad la lectura: merece mucho la pena. 

miércoles, 6 de enero de 2021

¿Qué defiende Donald Trump?

La respuesta es bastante clara: sus propios intereses. En una entrevista hace tiempo el aún presidente de los Estados Unidos rememoraba el momento en que su padre le regaló su primer millón de dólares. Y digo yo que no serán muchos los ciudadanos estadounidenses que puedan sentirse identificados con él. Sin embargo, una mayoría de votantes le apoyó hace ahora cuatro años, convencida de que ese magnate representaba de verdad los intereses de lo que el llama "América", en lo que constituye primero una imprecisión geográfica importante, y después un engaño no menos llamativo: Trump no representa a América, ni a Estados Unidos en general. Se representa a sí mismo: al capital sin frenos, la especulación y el patriotismo exacerbado, carente de una ideología precisa, capaz de decir una cosa ahora y exactamente lo contrario después, sabedor de que la masa le seguirá haga lo que haga. Nadie lo supo ver entonces y muchos ciudadanos de a pie asumieron su mensaje, repetido una y otra vez a través de los medios, cuyo papel y responsabilidad no es menor en el ascenso del personaje: la amenaza de la invasión latinoamericana, la amenaza del Estado Islámico, la cruzada anticomunista adormecida desde la Era Reagan... se convirtieron en obsesiones de un porcentaje nada despreciable de la población del país. 

Si nadie le hubiera hecho caso entonces no habría pasado de ser un tipo excéntrico con delirios de grandeza, sin más, pero el eco dado a cada intervención y a cada palabra suya le ha convertido en el fenómeno que hoy es. Su periodo presidencial ha servido para que sus seguidores hagan de caja de resonancia de sus principios y sean capaces de todo por él, sin percatarse de que el trumpismo tiene poco que ver con las necesidades de los estratos sociales más desfavorecidos de Estados Unidos. Además, lejos de limitar sus efectos a su propia nación, ha dado pábulo a diferentes mal llamados líderes de opinión que, en diferentes lugares (Polonia, Hungría, Francia, España, Austria, Holanda, Reino Unido...), han hecho del matonismo su forma de expresión, sintiéndose legitimados porque ese mismo discurso se ha impuesto en un país que se sigue considerando primera potencia mundial. Incluso cuando las elecciones del pasado mes de noviembre de 2020 animaban a aventurar el final de una era terrible, hay episodios como el de esta misma tarde que nos devuelven a la realidad con un cruel jarro de agua fría, que trae a nuestros oídos un mensaje nada esperanzador: el daño ya está hecho. Ojalá no sea tarde para repararlo. 

Ojalá la democracia, con sus defectos y sus virtudes, prevalezca siempre, porque seamos nosotros quienes la hagamos prevalecer, desterrando discursos baratos que solo conducen al desenlace de la fuerza bruta.