jueves, 24 de diciembre de 2020

Crítica de Yo loco - Antonio Altarriba

Antonio Altarriba tiene la extraña capacidad de que, nada más se comienza a leer, se tenga una sensación ambivalente y por ello inquietante: por una parte, la de sentirse en casa, es decir, en el terreno de las mejores novelas de misterio de la tradición victoriana; por otra, la de verse identificado con un mundo que se convierte en la principal denuncia del autor, pues se tiene la impresión de que la historia principal es en realidad el telón de fondo para arrojar la luz cegadora sobre algo que a él le molesta especialmente en cada ocasión. En el caso de Yo asesino más de uno nos vimos en las vidas de aquellos profesionales cegados por la ambición de poder en el entorno de la Universidad, enfrascados en guerras y rivalidades que solo les atañen y les convienen a ellos. Ahora el ojo agudo del autor se cierne sobre la industria farmacéutica y el ansia de beneficio de quienes están dispuestos a lo que sea con tal de convencer al público de que necesita sus medicamentos. Aunque para ello se llegue al extremo de "fabricar" perfiles psicopáticos, como sucede en el caso de la empresa Otrament, para la que trabaja el protagonista. 

Y mientras todo esto sucede, como decía, en realidad toda la historia no sirve más que de pretexto para subrayar los problemas y los fantasmas que todos arrastramos en mayor o menor medida: conflictos familiares, sexualidades reprimidas en un entorno pueblerino, la construcción de una vida profesional para intentar demostrar al mundo que se equivocó al prejuzgarnos... Ese es el encanto de la obra de Altarriba y ahí reside la principal razón de que nadie se sienta extraño al recorrer sus páginas y adentrarse en el universo interior de los personajes que se arremolinan en la narración, en una suerte de colmena de la que no se desea salir. Fundamentalmente, porque conforme el lector se ha convertido en fiel seguidor del narrador, identifica sus obsesiones y se agarra a ellas como asideros y puntos de referencia en un camino oscuro por el que todos transitamos sin saber exactamente a dónde nos dirigimos. Por eso no se puede evitar el tímido esboce de una no menos tímida sonrisa cuando la locura y el arte hacen su aparición en el escenario, vestidos de gala y ocupando el lugar que merecen en la historia de nuestra civilización. 

Ya sé que voy con retraso en la lectura, pero me da igual: quería compartir el disfrute que ha supuesto esta novela en los días finales de un semestre bastante atípico, mientras comienzo ya a abrir y hojear las primeras páginas de la reciente novedad de Antonio, Yo mentiroso. Cuando acabe con ella volveré por aquí, aunque solo sea por seguir compartiendo y construyendo comunidad. 

Salud y felices fiestas a todos. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Strawberry fields

Hace exactamente diez años me hallaba viviendo en Hoboken, frente al skyline de Nueva York, donde me dirigía todas las mañanas para trabajar en la biblioteca de la New York University, en la desembocadura de la Quinta Avenida, donde cursaba una de mis estancias de investigación de doctorado. Mi llegada a la ciudad había sido cálida: primero por el día, un soleado 6 de septiembre de 2010 en el que el otoño aún parecía lejano; después por el contexto, porque gracias a los contactos de mi directora de tesis me podría alojar en el apartamento de Luz, una encantadora colombiana que desde entonces se convirtió en mi tía adoptiva, hasta el día de hoy, cuando ha pasado más de un año desde su última visita a España, en la que me reuní con ella para corroborar que los años pasan por su lado y no se atreven a tocarla: tan bien se sigue conservando. 

Fue una etapa hermosa de mi vida, dado que aún me restaba más de un año para acabar la tesis y me encontraba en esa fase dulce en la que la escritura parece fluir sola, y uno aprovecha los ratos libres, que no son muchos, para pasear por la ciudad, disfrutar el paisaje y reflexionar. Las primeras semanas, como suele suceder, transcurrieron de manera acelerada, entre trámites para hacerme con la tarjeta de investigador visitante de la Universidad, gestiones sobre el seguro médico y un viaje de algo más de una semana a los archivos nacionales en Albany. Gracias a todo ello conseguí verme a mediados de noviembre con el trabajo más o menos concluido y quince días por delante antes de regresar a España, en los que podría dedicarme a lo que hasta entonces no había hecho: conocer la ciudad. 

Como soy celoso de mis momentos de soledad, me tomé un par de días para recorrer todos sus recovecos yo solo y tomar fotografías. Y así, un 15 de noviembre de 2010, me bajé del metro en la intersección entre la calle 14 y la Quinta Avenida para, desde allí, recorrer esta última en línea recta, camino de Central Park. Lo sé: una turistada sin precedentes, pero cateto y pueblerino como soy, a mucha honra, no podía dejar de admirar en directo la angostura del Flattiron Building, el vértigo del Empire State o la bizarría del Chrysler Building. Casi dos horas pasé caminando y caminando, mientras tomaba fotografías de los patinadores y el árbol de Navidad, aún en proyecto, en Rockefeller Center, hasta que por fin desemboqué en la entrada del parque. 

Entre los defectos que olvidé mencionar hay que incluir un último: la mitomanía. Esa misma obsesión que encaminó mis pasos, sin que yo pudiera evitarlo, a una zona concreta del parque: Strawberry Fields. La gente se agolpaba en torno al mosaico blanco y gris que enmarca la palabra mágica: "Imagine". Contagiado del entusiasmo popular, no podía evitar sonreír como un imbécil por encontrarme ante uno de los lugares de peregrinación obligada de cualquier Beatle maníaco que se precie. Y entonces sucedió la magia: unos acordes sonaron y un joven, sentado en el contorno exterior de ese mismo mosaico sagrado, entonó la única canción del cuarteto de Liverpool que consigue hacer que se erice el vello de mi piel, con independencia del contexto, "In my life". 

Mientras el chico nos hablaba de los lugares que habitan su recuerdo, sobre su inmutabilidad en su mente y sobre el peso de la memoria personal en la pervivencia de esos mismos lugares, me acordé de mis padres, de mi hermano y de mis amigos. De cuánto los había extrañado durante aquellas semanas, y de lo poco que faltaba para regresar a tierra española. Quizá por eso, consciente de que el tiempo se agotaba y de que debía emborracharme de experiencia vital, regresé a Hoboken corriendo y me preparé para recorrer otros muchos rincones de la mano de mi tía Luz, que hizo, junto a Joseph y a la familia de ambos, que las últimas jornadas que pasé en aquella ciudad se hayan quedado conmigo para siempre. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Huyendo del comunismo

Es un clásico cuando eres niño y haces alguna travesura, esconder la mano tras la espalda y señalar al que tienes enfrente para acusarle de lo mismo que te imputan a ti. Y en los últimos años hemos visto muchas ocasiones en las que desde Estados Unidos se ha hablado de varias amenazas externas, siempre desde su propia óptica: China, Rusia, el mundo islámico en general, y el fantasma recurrente, el fantasma del comunismo. Este último resulta interesante porque el país, como bastión del bloque capitalista durante la Guerra Fría y cuna del Macarthismo, ha sido el abanderado por excelencia de la cruzada anticomunista en el mundo. Solo el tímido deshielo iniciado en el tramo final de la segunda legislatura de Obama en las relaciones bilaterales con Cuba parecía poner fin a un largo camino de desencuentros, bloqueo y obstinación por ambas partes. 

Como no podía ser de otra forma, Donald Trump se ha hecho eco tradicionalmente también de la amenaza comunista mundial. La realidad, la auténtica paradoja, reside en que huyendo del comunismo, ha venido a incurrir en las mismas prácticas totalitarias de los peores años de la Europa del este, si es que el Telón de Acero vio años de prosperidad en algún momento. En Checoslovaquia, como en Polonia, Hungría, Rumanía y otros escenarios similares, la estrategia seguida por Moscú fue la de constituir partidos comunistas fuertes que entrasen en gobiernos de coalición en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial para, una vez en el poder, impulsar un golpe de Estado desde dentro y tomar el poder por la fuerza. Si además se producía una convocatoria electoral democrática que marginaba a las candidaturas comunistas, el golpe estaba más que justificado ante la amenaza del fantasma capitalista. 

Pues bien, el ya presidente saliente, o presidente en funciones, o como queramos llamarlo, no ha hecho sino reproducir la estrategia punto por punto: primero, cuando los sondeos le daban como perdedor, alegando que el voto por correo, claramente inclinado del lado demócrata (por aquello de que cuando sube la participación electoral, los conservadores siempre tiemblan), iba a estar manchado por el fraude; después, hablando de injerencias externas en la campaña para provocar su derrota; y finalmente, contra viento y marea, contra las voces de su propio partido y el criterio de varios tribunales y cortes supremas de diferentes estados, que han rechazado sus recursos para exigir un recuento y desacreditar el resultado desfavorable, pugnando por mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Solo resta ver hasta dónde le alcanzan las fuerzas y cuánto tarda alguien con más sensatez que él, que no será difícil de encontrar en las filas republicanas, que se acerque a su despacho y le diga, con mucha educación: "Dear Mr. President, this is over". 

Ojalá quienes han acudido a la calle empuñando las armas ante el llamado de quien llaman "su presidente" se den cuenta de que su postura es insensata y acepten que la democracia es esto: a veces se gana y a veces se pierde. Y consiste precisamente en convivir con todos, incluso cuando te gobierna quien tú consideras que no representa tu ideología, pero aceptas las reglas porque lo que no puede quebrantarse, bajo ningún pretexto, es la convivencia pacífica de la comunidad política ni la integridad de la sociedad civil. 

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ese país no tan lejano

Escribo estas líneas sin ventajismo, cuando el escrutinio en Estados Unidos está bastante avanzado pero todo parece indicar que aún debemos esperar unos días para conocer el resultado definitivo, mientras el candidato Donald Trump anuncia su nula disposición a aceptar la derrota. Lo que estamos viviendo en estas últimas horas no es sino la manifestación más clara de lo que en el año 2016 llegó a la política internacional de la mano de este personaje: la agresividad en política por encima del sentido común, la diplomacia y el soft power. Un discurso violento, de ataque al contrario y reafirmación de la masculinidad en su máxima expresión, que hasta entonces se había visto como una actitud extraña, exótica, reprobable, y poco más. Hasta que el proceso electoral de noviembre de 2016 convirtió aquella actitud en una opción política, para más inri al frente de una de las primeras potencias mundiales. 

Viendo cómo ha evolucionado la sociedad política global desde entonces, cada vez estoy más convencido de que la victoria de Donald Trump hace cuatro años dio carta de naturaleza al populismo de extrema derecha en otros escenarios bastante inverosímiles, como Brasil, de la mano de Jair Bolsonaro, el Reino Unido liderado por Boris Johnson, Andrzej Duda en Polonia, o Viktor Orbán en Hungría. Con ellos ha llegado a las instituciones un discurso que era frecuente oír en tertulias de bar, en boca de individuos desesperados con su situación económica personal, dispuestos a buscar una solución a su desesperación basada en la política por la tremenda. Cuando oíamos hace años este tipo de explicaciones para el contexto global, teñidas de una ración nada despreciable de "cuñadismo", nos quedaba el consuelo de pensar: menos mal que esto son exabruptos de gente desesperada que, afortunadamente, jamás llegarán a tener presencia en el gobierno. 

Donald Trump y la sociedad estadounidense demostraron que sí se podía, que reaccionando a la crisis con lenguaje soez, grandes mensajes grandilocuentes huecos de contenido ideológico y muchas redes sociales, era posible reunir el apoyo de suficiente gente como para alcanzar el poder. Y una vez alcanzado, hacer cuanto fuera posible para conservarlo. Esta mañana me disponía a coger el autobús para ir a trabajar cuando oí las primeras declaraciones del candidato republicano que, una vez más, me hicieron sentir que estaba viviendo un mal sueño, cuando Trump anunciaba que estaba dispuesto a impugnar los resultados de los estados clave cuyo apoyo esperaba obtener, si el escrutinio no le favorece. Dicho de otro modo: "he llegado aquí por las bravas, buscando el apoyo de los desharrapados, y no me voy a marchar fácilmente". En el mejor de los casos, será el episodio final de un esperpento que se acabará extinguiendo en sus propias cenizas. 

En el peor de los casos, su reacción abrirá la puerta a una reelección que abre un periodo de incertidumbre sin igual y aventura otros cuatro años, como mínimo, de fuego y furia. Pero en realidad da igual, porque gane o pierda las elecciones el Partido Republicano, el discurso ha calado hondo y el daño ya está hecho en toda la sociedad. Esperemos que no sea demasiado tarde para subsanarlo y recordarnos lo que éramos antes de que la retórica marrullera se impusiera a las buenas formas. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

El embrujo de Shangai - Juan Marsé

Conocí la existencia de la novela después de visionar un documental sobre la vida de Fernando Fernán Gómez, en el que se mostraban cortes de varias películas protagonizadas por él, entre ellas la adaptación cinematográfica de esta obra. Y cometí el error de querer ver la película antes que leer el libro; la película nunca me acabó de entusiasmar, y el libro me ha atrapado durante varios días hasta que, finalmente, he conseguido acabarlo. Ahora mi objetivo es volver al film con ojos limpios para recrearme en los detalles de aquella constelación de personajes de la Barcelona de la posguerra que tan bien retrató Marsé. 

Porque algo me dice que Shangai, esa ciudad oriental y exótica que reúne en sí todos los vicios y todos los encantos del mundo desconocido, es el trasunto de una Barcelona cosmopolita que empezaba a ser antes de la Guerra Civil, pero que después de 1939 se quedó en una mera sombra de lo que pudo haber sido. Por eso Daniel y Susana prefieren oír las aventuras del Kim, relatadas por Forcat, en lugar de contemplar la realidad que se desenvuelve más allá de la ventana de la pobre niña tísica, demasiado dura para la inocencia de dos criaturas que empiezan a caminar por la adolescencia en el peor de los contextos posibles. 

Solo el capitán Blay ofrece algún consuelo al pobre protagonista, porque es la última memoria viva de una época que se fue y porque, aparentemente loco, es el más cuerdo de todos los personajes del relato: consciente de que el mundo que se ha instaurado después de la guerra es un teatro de apariencias, mentiras e hipocresía, concluye que lo mejor es no tomárselo en serio y tratar a los actores de la escena como comparsas de una obra surrealista, que se toman demasiado en serio sin darse cuenta de que no son sino una caricatura de ciudadanos de otra caricatura de país. Por eso cuando muere Blay el relato se acelera hacia un final triste e inesperado, que hace que Daniel se dé de bruces contra la realidad. 

La única salvación es la memoria de Shangai en labios de Forcat, que es la memoria de aquella Barcelona que fue, y que volvería a renacer a finales del siglo XX para convertirse en un marco urbano que encierra encanto en cada uno de sus rincones. De lectura fácil y amena, es una obra más que recomendable para pasar unos días navegando a medio camino entre la realidad y el ensueño. 

La noche de los cristales rotos

El relato histórico requiere perspectiva para construirse, es decir, alejamiento, distancia: extrañamiento, en definitiva. Y sobre todo, que quien lo vaya a escribir tenga la menor vinculación posible con aquellos acontecimientos, personal y generacionalmente, para evitar en lo posible el sesgo de la subjetividad que, por otra parte, es inherente a cualquier relato construido por el ser humano. Por eso, imagino que hasta que no transcurran unas décadas no existirá un relato oficial de lo que estamos viviendo en los últimos meses; como ciudadano, espero vivir lo suficiente para poder leer dicho relato y contrastarlo con mi memoria personal, con mi propia experiencia. Como historiador, hay algo que me preocupa profundamente: ¿qué imagen tendrán las próximas generaciones de nosotros?

Hace exactamente ochenta y dos años, en Alemania los comercios y establecimientos judíos sufrieron ataques por parte de aquellos desalmados que marchaban a paso de ganso y veneraban una bandera con la esvástica. Aquella fue su noche de los cristales rotos, de la que en nuestro país, y en otras partes del mundo occidental y avanzado, hemos tenido varios episodios lamentables en la pasada madrugada de Todos los Santos, conocida en la última década como Noche de Halloween, gracias a una cultura norteamericana que se empeña en dejarnos solo su lado comercial y superficial, que por otra parte es el mismo que nosotros nos empeñamos en comprar reiteradamente. 

Me resulta difícil explicar el móvil de los jóvenes que han protagonizado disturbios y ataques, no solo a la autoridad, sino también a establecimientos comerciales de varias ciudades españolas, de manera indiscriminada, para robar unos productos que luego, como buenos descerebrados, han procedido a vender en varios portales online con sus datos personales, convirtiéndose en muchos casos en presa fácil de las fuerzas del orden. No puede ser casual que tales energúmenos hayan elegido la madrugada del 1 de noviembre para perpetrar su acción, en medio de un clima enrarecido por el estado de alarma, el toque de queda, las protestas de las comunidades y la inconformidad de quienes, de manera poca solidaria, han clamado a los cuatro vientos su derecho a unas vacaciones en este puente. 

La manía en pensar mal del género humano al que pertenezco, y que me ha dado sobrados motivos últimamente para tener tal valoración de él, me lleva a plantearme: ¿qué intereses hay detrás de los disturbios? Algunos medios de prensa han comenzado a difundir mensajes en varias redes sociales alentando a la insurrección violenta desde las filas de la extrema derecha, que han aplaudido las acciones y las han calificado como una forma de protestar contra el gobierno. Eso sí, atacando la actividad comercial de gente inocente que ya lo tiene bastante difícil para salir adelante en el contexto de la pandemia. De este modo se cumple la maravillosa paradoja de que, pretendiendo defender los intereses de España, no hacen sino perjudicar a los españoles de a pie que peor lo están pasando desde comienzos de este año 2020. 

Y es que la figura de "el Madrileño" es más vieja que el hambre en la historia de los movimientos sociales contemporáneos. Quien lea La bodega, de Vicente Blasco Ibáñez, encontrará a aquel instigador de la rebelión campesina de Jerez de 1892 que, después de enardecer el ánimo de los jornaleros sin tierra, deseosos de vengar los abusos de los señoritos, acudieron a la capital para encontrarse abandonados a su suerte, mientras aquel mismo instigador se esfumaba como por arte de magia justo en el momento en que la policía se cobró en ellos el precio de haber intentado subvertir el orden vigente. La diferencia es una y fundamental: en aquel entonces, quienes luchaban lo hacían por una causa justa, pero tuvieron el infortunio de que la llamada a la insurrección decisiva vino de boca de alguien mucho más vinculado a la policía de lo que entonces ellos pudieron adivinar. 

Ahora, esa causa justa no existe; mejor dicho, no hay causas justas parciales, porque el frente común es aminorar el impacto de la pandemia. Porque, para quien no se haya dado cuenta, estamos en medio de una pandemia global. Lo que sucede aquí no obedece a ningún espurio interés ni a ninguna conspiración global para dominar el mundo: se trata de un fenómeno biológico natural, que ha venido a golpearnos cuando más fuertes nos creíamos y que ha evidenciado que la tecnología no nos mantiene a salvo de nuestra propia naturaleza como seres vulnerables y mortales. Pero esa conciencia da miedo, y es mucho mejor extender una cortina de humo sobre ella para desviar la atención del personal y provocar que los ánimos de la gente se centren contra el vecino de enfrente, simplemente porque piensa de manera distinta, sin pararnos a meditar ni por un segundo que quizá, si vienen mal dadas, podemos compartir urgencias hospitalarias con él y entonces las ideologías no importarán. 

Cuánta razón tenía aquel que afirmaba que el mayor enemigo de los españoles somos nosotros mismos. Van ya siete meses y cada vez es más doloroso ver nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo, nuestro machismo ibérico exacerbado que debe expresarse en cualquier forma de violencia, sea cual sea, porque merece ser liberado como la pulsión tantas veces aludida por Freud. La alternativa es cuestionarnos a nosotros mismos mediante el super-yo, pero parecemos poco inclinados a hacerlo, porque hemos dejado que nuestra naturaleza animal nos desborde y se adueñe de nuestro raciocinio, que ya era escaso desde hacía unos años. Eso sí, queda esperanza: la Educación. Solo con una educación de progreso y nuevos horizontes podremos salvarnos de nosotros mismos; de lo contrario, pereceremos como esclavos de nuestras pasiones y nuestros anhelos, como Ícaro contemplando sus alas derretirse en el crisol del sol. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Crítica de "Miércoles" - Juan Berrio

Cuando ojeaba un catálogo de novela gráfica llamó mi atención Miércoles, de Juan Berrio, porque está entre esas obras cuya portada anuncia lo que se va a encontrar en su interior. Miércoles es un relato costumbrista dibujado e impreso en los colores ocres del otoño que ambienta la historia, que no es otra que la de un miércoles cualquiera en la vida de un grupo de personas cualquiera. En una época en la que las nuevas generaciones buscan la excepcionalidad, la novedad, lo especial y la repercusión, obras como Miércoles nos recuerdan que lo inusual no es en absoluto necesario, porque cada existencia individual es singular en sí misma. Ahí reside el encanto de esta oda al costumbrismo, en la que se suceden las historias de los personajes a lo largo de un día miércoles. Todos ellos parecen recobrar la reflexión del difunto Marcos Mundstock en No sos vos, soy yo: la mayor parte de los días son normales, y hay que aprender a vivir en la normalidad. 

Sin abandonar el tono amable, los individuos que se suceden en las páginas de esta novela gráfica contienen en sí mismos la nobleza y las miserias humanas: el matrimonio maduro que aparentemente ha perdido ilusión por la vida, pero que se mantiene gracias a la confianza de lo cotidiano; el señor soltero que lamenta su soledad, mientras disfruta cada aspecto de su existencia con un optimismo lejos del alcance de muchos jóvenes actuales; la pareja joven que no tiene que hablar de nada trascendente, por el simple hecho de que ha descubierto el secreto de la convivencia: hacerse compañía, que no necesariamente quiere decir hacer siempre juntos todo; la portera viuda del vecindario, orgullosa de su hijo y consciente de sus propias manías, que es el primer paso hacia la salvación de uno por sí mismo; el hijo de esta última, policía de profesión, deseoso de compartir los avatares de su trabajo con ella para aliviar su soledad (la de ambos); la turista obsesionada con fotografiar cuanto contempla, sin darse cuenta de que mientras lo hace a su alrededor suceden acontecimientos importantes que le pasan desapercibidos; el eterno enamorado, no por rechazado sucesivo menos persistente; la mujer indecisa, tortura de propios y extraños; el amigo de esta, bonachón y acompañado de su eterno perrito chihuahua; y la chica ilusionada, que recupera a su mascota perdida porque confía en que así habrá de suceder. 

Mientras estas historias discurren con la lenta cadencia de la vida diaria, aquí y allá aparecen elementos que constituyen guiños e invitaciones a la reflexión del autor, como una viñeta capicúa que habrá de identificar por sí mismo quien se deleite con la lectura de la obra, o la estatua ecuestre de una joven leyendo un libro, en lo que constituye un canto a la cultura que no puede menos que celebrarse en los tiempos que corren. Por todos los elementos reseñados, concluyo la lectura con una sonrisa de satisfacción, mientras el otoño también se cierne sobre la ciudad y tomo certeza de que mi primera intuición fue la buena: esta novela gráfica es una obra maestra. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Crítica de Jonas Fink: una vida interrumpida, de Vittorio Giardino

Esta misma mañana he concluido la lectura de la edición integral de Jonas Fink. Una vida interrumpida a cargo de la editorial Norma, obra de Vittorio Giardino. Conocí al autor hace unos años, cuando leí No pasarán y, posteriormente, me interesó su aproximación a la novela negra a través de las vivencias de Sam Pezzo. Este verano decidí completar la serie de aventuras de Max Fridman, leyendo Rapsodia Húngara y La Puerta de Oriente, antes de adentrarme en las vivencias del infortunado librero de Praga. En general todas las obras de Giardino que siguen la senda de la historia europea durante el siglo XX comparten un denominador común: la lucha contra quienes representan el terror, sea de signo nacionalsocialista, sea de símbolo comunista. Aquí reside una de las virtudes del autor, consistente en no casarse con nadie y en identificar el mal con ojo crítico y un implacable dedo acusador, independientemente de la ideología que ese mal decida enarbolar en cada ocasión. 

El título de la obra que me ocupa, correspondiente a la edición integral, no podría ir mejor a la biografía del personaje ficticio: una vida interrumpida. Porque el protagonista de estas páginas vive tres interrupciones vitales esenciales, que marcarán su carácter: la pérdida de su padre, que le convierte en proscrito a ojos de la sociedad comunista del otro lado del Telón de Acero, debiendo renunciar a su talento para trabajar como librero mientras su madre se consume en una lucha tantálica contra el rodillo del sistema comunista; la pérdida de sus amigos y de su amor de juventud, a la postre el gran amor de su vida, la joven Tatjana, que abandona Praga camino de Moscú tan pronto como sus padres sospechan de las relaciones de su hija con el vástago judío de un médico depurado; y la segunda pérdida de Tatjana, que es a la vez la de su pareja, la vietnamita Fuong, al calor de los sucesos de la primavera de Praga. 

El joven, que ha experimentado el exilio interior desde que tiene uso de razón, ha de someterse ahora al exilio exterior, tomando el camino de París mientras el comunismo, ya entonces agonizante, pugnaba por demostrar que su brazo represor seguía siendo duro. Aquella misma joven que había encarnado para él el sentimiento del amor desapareció en medio del humo de los tanques para regresar de nuevo a Moscú, ahora como sospechosa y ella misma objeto de la represión del bárbaro Leonidas Brezhnev. De ello toma conciencia veinte años más tarde, cuando regresa de la mano de su familia francesa a una Praga tomada por el capitalismo y la fiebre turística, que ha dado en comercializar hasta las medallas soviéticas de quienes un día fueron represores, y ahora no son sino monos de circo expuestos para deleite del público, en el mejor de los casos. 

La última escena deja una puerta abierta a la reflexión: el ya maduro Jonas Fink, egoísta e inconformista porque la vida le ha forjado así, se encuentra en un antro praguense con el mismo jefe de la policía secreta que hizo posible la ruina de su familia. Caído el comunismo, el inspector Muda había pasado de ser una pieza esencial en el mecanismo represor a convertirse en un pordiosero, detestado por todos y objeto, él mismo, de un proceso judicial por los abusos cometidos durante los años duros de la Guerra Fría. Es una figura que inspira lástima al pobre Jonas quien, enfrentado al causante de su sufrimiento, no sabe más que ignorarlo y abandonar el local, deseoso de dejar atrás todo recuerdo de una época pasada. He aquí la reflexión: ¿de qué sirven la represión y la violencia al servicio del totalitarismo? ¿Qué bien hacen a las sociedades que las padecen?

Desde luego, no aportan más que dolor a sus víctimas, equivalente al vacío: es decir, no aportan absolutamente nada. ¿Y a sus autores? Visto el desenlace de la historia, resultan igualmente inútiles. Constituyen, en conclusión, la sublimación máxima de la sofisticación de la Humanidad que, en su afán por destruirse a sí misma, no hace sino idear herramientas inútiles en torno a las cuales se hace el vacío. Extraño logro este del siglo XX, que acaba de dejarnos no hace tanto. 

martes, 8 de septiembre de 2020

Fanon, Frantz, Black skins, White masks, Grove Press, New York, ed. 1967.

La oleada de violencia que vive Estados Unidos desde el pasado mes de mayo hace que nos veamos obligados a preguntarnos: ¿por qué? La respuesta, a mi modo de ver, es bien simple: la sociedad estadounidense no ha conseguido cicatrizar la profunda herida que dejó su pasado esclavista, que ni siquiera la lucha por los derechos civiles durante buena parte del siglo XX logró cauterizar. Lejos de mí justificar el recurso a la violencia en ningún contexto, pero ello no impide entender algo: la población afroamericana reacciona, con el apoyo de una gran mayoría de población blanca, contra una oleada de discriminación y desprecio que dura demasiado. 

El individuo blanco ha construido históricamente la imagen del negro, como señala Fanon en las páginas de la obra que aquí reseño: el negro se ve a sí mismo conforme a esa misma imagen, que asume sin cuestionar, porque le llega desde el discurso de la que ha sido siempre, a su entender, la "raza dominante". Aspira a convertirse en miembro integrante de ese grupo de poder, copiando su lenguaje y su modo de actuar, intentando blanquear si no su piel, al menos su estirpe de la mejor forma posible, para eliminar ese supuesto estigma que representa la negritud. Solo si procede de manera correcta, moviéndose entre los círculos occidentales adecuados, se le acepta entre aquellos que subordinan a sus semejantes. 

Ahora bien, si opta por la subversión, por responder al odio con el odio, y por reivindicar algo tan sencillo como que nada le diferencia en esencia de aquel mismo que le oprime, le discrimina y le menosprecia, solo recibe incomprensión, burla y una descarga redoblada de violencia. Porque el negro es el reflejo en negativo de la imagen del blanco en el espejo, y no se le permite que sea nada diferente; ni siquiera que se atreva a pensarse como algo diferente. No hay tercera vía: si eres blanco eres el bien, si eres negro eres el mal, y solo si aspiras a ser blanco estás en el camino del bien. Reivindicar tu propia identidad es buscar una solución que no es aceptable, porque cuestiona la dialéctica de poder imperante: ¿cómo puede ser bueno aquel a quien yo, ser dominante, he calificado como malo? 

Si lo admito, estoy muy cerca de reconocer que yo mismo no tengo nada de dominante, y que la posición superior que me he atribuido tradicionalmente, construida sobre la base de la subyugación de "el otro", comienza a diluirse. Da miedo, pero es un paso necesario, aunque solo sea por poner fin de una vez por todas a escenas que, más que enfadarme, a mí personalmente me entristecen, porque me cuesta creer que cuando nos disponemos a iniciar la tercera década del siglo XXI sigamos anclados en los mismos principios que nuestros ancestros empleaban siglos atrás para explicar la superioridad de unas razas sobre otras. Si con el tiempo hemos convenido en que prácticas como la esclavitud, actitudes como el machismo o la homofobia... han de ser desechadas, ¿por qué, y aquí retomo la pregunta del principio, seguimos aferrándonos a ellas? 

Será que solo en la nostalgia de lo que fuimos nos sentimos cómodos, porque nos da miedo mirarnos a la cara y darnos cuenta de lo que realmente somos. Ojalá no pase mucho tiempo antes de que aceptemos el reto con valentía y dejemos de lado los argumentos supremacistas, empezando por quien ahora mismo (septiembre de 2020) habita la Casa Blanca, porque ante la discriminación y la violencia no son válidas las medias tintas: toda postura diferente a la condena taxativa equivale a un silencio tácito y cómplice. 

Tony Judt, Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, London - New York, Penguin, 2008.

La obra que procedo a reseñar reviste gran interés en este momento, cuando estamos a punto de adentrarnos en la segunda década del siglo XXI, pero seguimos siendo herederos, en muy buena medida, del legado del siglo anterior. Sucesos como el auge del terrorismo islámico internacional, la crisis global de 2008, las tensiones entre Estados Unidos, Rusia y China, o la reciente COVID-19 han distraído nuestra atención lo suficiente para hacernos olvidar casi la centuria que nos precede, y en la que buena parte de nosotros nacimos. Precisamente por eso cobra especial relevancia la relectura de este libro de Tony Judt, elaborado a partir de la compilación de reseñas y artículos que el autor escribió a lo largo de la primera década del nuevo siglo. 

Desde el principio, la apuesta de Judt es bastante fuerte porque, pese al breve espacio temporal transcurrido, el autor adquiere la perspectiva necesaria para señalar las principales enseñanzas del siglo de las guerras, o el corto siglo XX, como Hobsbawm dio en llamarlo: 

1. La pérdida de memoria del pasado inmediato. 

2. La apuesta cada vez más decidida de Estados Unidos por la solución bélica, en cualquier contexto. 

3. La opinión cada vez más extendida en contra del intervencionismo estatal en materia económica. 

4. La llamativa ausencia de intelectuales. 

5. El proceso de cambio cada vez más acelerado, que genera en la mentalidad colectiva un miedo poco recomendable si se piensa en quienes pueden emplearlo en beneficio propio, con aviesos intereses. 

6. La crisis evidente de las grandes ideologías. 

7. La amenaza global terrorista. 

De entre estos siete elementos, la pérdida de memoria se aventura como el mal más preocupante del nuevo siglo que recorremos. Aunque acontecimientos tales como la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS o la Guerra de Yugoslavia sucedieron hace apenas veinte años, no solo nosotros, sino que por descontado las generaciones que nos suceden hemos relegado tales sucesos y su enseñanza obligada al lugar más recóndito de nuestra memoria. Así pues, nos colocamos a nosotros mismos en una posición de minoría de edad perpetua, que nos mueve a sorprendernos y hacernos de nuevas ante sucesos que guardan demasiada similitud con otros acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, cuya experiencia y enseñanzas deberíamos haber asumido para no cometer los mismos errores. 

Más allá de esta reflexión, ha de hacerse notar el contenido de cada una de las secciones del libro que analizamos: 

Para empezar, en la primera parte subraya la relevancia de determinados intelectuales, entre ellos Arthur Koestler, Hannah Arendt o Primo Levi, destacables por la actitud crítica que adoptaron frente al teatro vital en el que debieron desarrollar su acción, así como por la voluntad constante de cuestionarse a sí mismos sin caer jamás en posiciones doctrinarias. Una actitud que nos parece cada vez más difícil en las circunstancias presentes y que, generando la falsa sensación de hacernos más fuertes, no hace sino debilitarnos, porque prescindimos voluntariamente del acerbo cultural que nos precede y sin el cual, mal que nos pese, no somos sino pobres individuos desarmados frente a la perversidad de los líderes de opinión, mucho más líderes pretendidos que poseedores de una opinión certera. 

La segunda parte constituye un profundo análisis, a través de una potente lente de observación, de la huella del marxismo en figuras de la talla de Eric Hobsbawm y Louis Althusser, todas ellas respetables en lo que a su intelectualidad se refiere, pero criticables en un punto común: la diversa forma en que, con mejores o peores intenciones, han desvirtuado el mensaje marxista y han obviado los crímenes de las dictaduras comunistas para justificar su propia posición ideológica. Algo que, a juicio de Judt, les hace merecedores de una severa crítica desde la perspectiva de la razón objetiva. 

En la tercera parte el autor se asoma a cinco ejemplos claros de cómo la falta de memoria deviene necesariamente en una perversión de la identidad presente. La Gran Bretaña laborista ha olvidado su pasado de lucha obrera para confiarse a Tony Blair, mucho más preocupado en gobernar conforme a los intereses de los poderes económicos que en satisfacer las demandas de sus representados, quienes en el mejor de los casos se desencantan por la extraña deriva del laborismo, llegando en las peores circunstancias a orientarse hacia posiciones ideológicas radicalmente opuestas. En este punto interesa el concepto de "post-política", con el que Judt alude a la nueva era que vivimos: una era en la que no importa la ideología de nuestro representante, puesto que lo que verdaderamente cuenta es su capacidad para hacer que las cosas funcionen. 

Continúa el ensayista con un estudio pormenorizado de la construcción de la memoria reciente francesa, tan preocupada por mantener vivo el legado del pasado como por falsear los elementos de esa historia que le resultan especialmente vergonzantes: también así, concluye el historiador, se acaba perdiendo la memoria y, con ella, la identidad. Relevante es la radiografía de dos estados paradójicos dentro de la Europa que conocemos: de un lado, una Bélgica progresivamente descentralizada hasta el extremo de ofrecer escasas garantías de estabilidad; de otro lado, una Rumanía que se erige en el paradigma de la tragedia comunista en la Europa del este, aquejada de los mismos vicios y problemas de la era comunista con un añadido peligroso: la ausencia de un aparato de partido que ampare, bajo una falsa apariencia de legalidad, a unas mafias que, en consecuencia, siguen operando ahora con total libertad, sin necesidad de enmascararse bajo un pretendido halo de respetabilidad. 

El último elemento de cuyo análisis se ocupa es el no menos controvertido caso de Israel, a medio camino entre Europa y el Próximo Oriente, más por necesidad de supervivencia que por su posición geográfica real. De ser un país acosado por el mundo árabe, que encarnaba la lucha del oprimido contra quienes pretenden subyugarlo, Israel ha pasado a ser un estado aniquilador de la heterogeneidad, sobre todo si tal diversidad viste con atuendo palestino y habla cualquier dialecto del árabe. Los mismos individuos que sufrieron la opresión en los campos de exterminio se han convertido en los verdugos de la población palestina, con el beneplácito de unos Estados Unidos cuya limpieza de intención ha de ser puesta, cuando menos, en tela de juicio. De ahí que la simpatía internacional se haya diluido poco a poco, hasta transformarse en prevención, cuando no en animadversión, hacia un estado totalizante inspirado por unespíritu de supervivencia rayano en la violencia animal contra el agresor. 

La cuarta y última parte del ensayo constituye un análisis de América, condicionado en su óptica porque entiende por América solo los Estados Unidos de América. A quienes se dispongan a acusar a Judt de imperialismo y connivencia con el Tío Sam les diremos que no se precipiten, pues si Estados Unidos ocupa sus desvelos en esta parte final del libro es para señalar sus defectos, sus obsesiones y su afán por ocultar su propia decadencia, de la mano de líderes de pantomima como Ronald Reagan, Henry Kissinger, o más recientemente Donald Trump. Cabría preguntarse si el predicamento de la política exterior estadounidense habría alcanzado un calado similar de no contar con apoyos exteriores tan decisivos como el del pontífice Juan Pablo II durante los años de la lucha contra el sandinismo en Latinoamérica. 

El libro concluye con una profunda y premonitoria reflexión: a menos que nos esforcemos en preservar el legado del pasado reciente, y a menos que la izquierda se apresure a recuperar sus ideales originales y a apoyar políticas sociales, adoptando al mismo tiempo una postura crítica para con las instituciones oficiales, corremos el riesgo de la radicalización ultra-conservadora de la clase obrera, inspirada por ese mismo "yo lo que quiero es que esto funcione" que puede arrojarnos en manos del lobo, olvidando que, aunque no queramos, seguimos siendo corderos que hemos de defender la integridad del rebaño frente a hambrientas sonrisas de caninos afilados. 

sábado, 22 de agosto de 2020

Autocrítica

Cuando nos dicen que somos el país de la fiesta, las terrazas, la juerga y la alegría, nos indignamos. Y hasta cierto punto, con razón: hay muchos más elementos que nos definen, no solo nuestra propensión al ocio y la expansión, aunque bien es cierto que estos últimos son quizá los que más destaquen. Sucede entonces que nos molesta vernos ante el espejo, porque media largo trecho entre la vaga conciencia de que se es algo, y la cruda realidad de que quien viene de fuera te lo haga notar. A nadie le gusta hacer autocrítica ni asumir sus errores, pero a veces toca. 

Humildemente, creo que considerando la evolución de los casos de coronavirus desde el final del Estado de alarma, puede adoptarse la postura ideológica que se desee, siempre que esté fundamentada: criticar la falta de previsión del gobierno, atacar la escasa disposición a la colaboración y el diálogo por parte de la oposición, clamar contra la escasa o nula previsión para el próximo curso educativo... Ahora bien, independientemente de cuál sea nuestra postura, hay un paso obligado: asumir que cada uno de nosotros, como individuos soberanos que somos, lo estamos haciendo fatal. 

Apenas la mal llamada "nueva normalidad" daba sus primeros pasos cuando una tarde, paseando por la Glorieta de Bilbao, comprobé con sorpresa que me cruzaba a mucha más gente sin mascarilla y sin guardar distancia social que observando las medidas requeridas ante la situación de emergencia sanitaria; una emergencia sanitaria que, no nos engañemos, ni se ha acabado ni tiene visos de terminar en los próximos meses. Tan llamativa era la coyuntura que dos policías municipales en moto se detuvieron en la entrada de la calle Fuencarral y se dijeron el uno al otro: "¿No estaremos yendo muy rápido?", mientras observaban las terrazas abarrotadas y las sonrisas inmaculadas, visibles ante la ausencia total de mascarillas en el personal. 

El siguiente asalto ha llegado con las vacaciones, que son un derecho laboral, pero que este año debían ser diferentes por responsabilidad social. Desgraciadamente, no ha sido así: muchos han marchado de las grandes ciudades siguiendo la máxima de "fuera de aquí estaremos más seguros", sin darse cuenta de que el virus no vive en el aire, sino que viaja con nosotros, y por tanto marchará allá donde nosotros lo llevemos. No obstante, parece que en este punto, como en muchos otros, es más importante conservar nuestro segmento de ocio particular que velar por la seguridad colectiva. Algo que se ha demostrado de lejos en el sector de la hostelería y el ocio nocturno. 

Porque quizá yo peque de ingenuo, pero: a) ¿Había de verdad algún empresario hostelero que pensara poder recuperar en este verano dinero? ¿En serio creían todos ellos que se iba a poder retomar la actividad normal? b) Puestos en el desgraciado brete de poner en una balanza el beneficio económico y la salud pública, ¿de verdad alguien piensa que es mejor el primero sobre la segunda? De verdad, me parecen argumentos tan débiles como los que hace unos años esgrimían en la televisión los dueños de los pozos de agua ilegales habilitados en Doñana, que han desecado la marisma y han amenazado el paraje con la desertización, pero que se mantenían en sus trece preguntando frente a la cámara, sin pestañear: "¿qué es más importante, el agua para los humanos o para los animales?". 

Definitivamente, el corto-placismo se ha instalado en nuestra mentalidad, y solo nos importa el bienestar presente, aún a costa de la ruina y la catástrofe inmediatas, que no ya futuras. Por todo ello, siento rabia y una profunda pena, no porque la clase política lo haya hecho mejor o peor, sino porque como comunidad humana estamos quedando a la altura del betún. Y en el fondo, cuando se culpa de todo esto al responsable político de turno, lo que se está diciendo es: "como yo no me sé controlar, contrólame tú, que para eso te pagamos el sueldo". Escalofriante argumento de no menos catastróficas consecuencias. 

Únicamente deseo que la situación revierta al final del verano, porque la gente regrese de las vacaciones, deje de moverse de un lugar a otro, y probablemente volvamos a quedarnos encerrados en nuestras provincias respectivas. Y también que las alarmantes cifras de los últimos días valgan para desterrar de una vez las máximas de los colectivos negacionistas: que se den un paseo por los domicilios de los familiares de los fallecidos y les cuenten la misma película, a ver si les hace gracia o no. 

Y para concluir: la mascarilla, bien puesta. Ni en la boca, ni en el codo, ni en la frente, ni en la mano. No por protegerse uno, sino porque no llevarla bien nos pone en riesgo a todos los demás, que ya está bien de estupideces. A ver si recordamos de dónde partimos y dónde estábamos hace solo cinco meses, por favor. Porque de lo que pase en adelante, somos responsables y culpables todos por igual. No "ellos", sino nosotros, todos. Que quede claro. 

domingo, 5 de julio de 2020

The English Game

Probablemente quienes no sean amantes, o al menos aficionados, al fútbol decidan descartar la serie The English Game, de Netflix. Mediante esta breve reseña solo me atrevo a pedirles que le den una oportunidad, porque es más que una miniserie sobre los orígenes del fútbol en la Inglaterra obrera de la década de 1880: es la historia de la lucha de clases. De hecho, en sus seis capítulos apenas hay secuencias de tres partidos, porque el telón de fondo es el de la formación de la clase obrera inglesa. En efecto, el mismísimo E.P. Thompson habría firmado, siguiendo la estela de Friedrich Engels y Karl Marx antes que él, un guion impecable que relata el enfrentamiento entre dos visiones antagónicas del mundo: de un lado, una clase adinerada que ha creado un juego cuyas reglas ha escrito para divertirse, porque gana suficiente dinero para no preocuparse por su sustento diario; de otro lado, una clase trabajadora que desempeña jornadas de 16 horas diarias con un solo día de descanso, para la cual el fútbol es una vía de escape y que necesita ser pagada para poder dedicarse a él... porque los creadores de ese noble deporte han decidido que solo se juegue de manera amateur. 

En este contexto aparece Fergus Suter, natural de Glasgow, con su inseparable Jimmy Love, ambos contratados por el dueño de la fábrica de hilados de Darwen para jugar por el equipo local, aparentemente en calidad de empleados de la factoría, para cubrir un fichaje remunerado que estaba prohibido por las leyes del momento. Una vez las piezas están sobre el tablero, encontramos un elenco clásico de personajes: Arthur Kinnaird, estrella de los Old Etonians, perennes triunfadores de la FA Cup, básicamente porque los fundadores del fútbol y el presidente de la Federación juegan en su equipo. Para ellos la irrupción de los jugadores de clase obrera pagados por jugar supone un atropello: porque viola las reglas de su juego, y porque implica la entrada en escena de un actor que les resulta desagradable e incómodo. Pero la corriente de la historia comienza a correr y nada parece capaz de detenerla. Mientras las tensiones entre ambos bandos se desarrollan a lo largo de los capítulos, otros problemas aparecen y mueven a la reflexión del espectador: la migración forzada por motivos económicos, la condición de las mujeres de clase trabajadora, la violencia de género, el alto riesgo de exclusión de las madres solteras (algunas de ellas madres de vástagos engendrados por miembros de la misma clase burguesa que ahora les da la espalda)...

Y ante todo, dos elementos que convierten el argumento en emocionante, pero que hacen que la historia pierda credibilidad: el primero es evidente, porque por muy humano que Arthur Kinnaird quiera mostrarse, es poco creíble que acabe empatizando con aquella misma clase a la que debe explotar como banquero e hijo de banqueros; el segundo es triste, dado que al final de la trama los trabajadores prefieren unir sus esfuerzos para conseguir la victoria de Blackburn en la final de la FA Cup frente a los Old Etonians, conscientes de que sean o no hinchas de Blackburn, será una victoria global de la clase trabajadora del condado de Lancashire. Digo triste no por este hecho en sí, sino porque los trabajadores, desafortunadamente, rara vez nos hemos sabido poner de acuerdo para unirnos y enfrentarnos al enemigo real. Aún así, la emoción ahogada en la garganta cuando se visionan las últimas imágenes es suficiente para mantener esperanza en un futuro mejor para todos. 

domingo, 7 de junio de 2020

La conjura contra América

Podría parecer que mis lecturas de cuarentena han sido oportunistas, pero os puedo garantizar que no: de hecho, me ha llevado años aproximarme a Philip Roth porque siempre me ha parecido que su prosa es demasiado densa, y me animé hace un mes a leer La conjura contra América como preludio para ver la serie después. Sigo pensando que el estilo de Roth es recargado y que no anima a la lectura si lo que se quiere es conocer los hechos de manera clara y sucinta; pese a ello, la historia merece la pena. Es preciso diferenciar entre la ficción de la novela y lo que estamos viendo en las calles de Estados Unidos en las últimas dos semanas, de modo que empezaré por la ficción, si no os parece mal. 

La historia que se cuenta en La conjura contra América es ficticia, pero verosímil en un país en el cual, como una compañera de trabajo me dijo una vez, la fiesta siempre puede acabar mal. En este caso, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano (no es casualidad) acaba alzándose con la victoria frente a Franklin Delano Roosevelt, en cuyo haber se cuenta tanto la recuperación económica tras el Crack del 29 como una intensa campaña por participar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al nazismo. Charles Lindbergh se convierte así en presidente con una fórmula muy sencilla: la bandera de la paz y del aislacionismo estadounidense, tan presente en la política exterior de aquella nación hasta inicios del siglo XX. Solo hay un detalle que convierte a su presidencia en algo inquietante: es un declarado antisemita. 

Los mecanismos que posibilitan el ascenso de Lindbergh son los mismos que hemos visto siempre en cualquier campaña electoral: una extraña y explosiva mezcla de mensajes grandilocuentes que todo el mundo quiere oír, un tema central repetido de manera machacona, y una simpatía capaz de cautivar a propios y extraños. El drama en el caso que nos relata Roth es que esa simpatía consigue que al candidato republicano le voten incluso quienes se adivinan como sus víctimas inmediatas: la comunidad judía, arengada por algún que otro rabino que se siente investido de una voz de mucha mayor autoridad de la que le correspondería en un mundo en el que la justicia existiera. Así llega el presidente a controlar los destinos del país, mientras alcanza acuerdos secretos con Alemania para mantener a Estados Unidos en su posición de neutralidad, que no es sino una colaboración encubierta con las fuerzas del III Reich mediante el envío de armas. 

Como no podía ser de otra forma, un contexto tan poco propicio provocará un auténtico seísmo en una familia judía modelo: los Roth, que ven tambalearse sus cimientos cuando su sobrino adoptado, Alvin, pierde una pierna combatiendo en las filas británicas, y su hijo mayor Sandy se declara admirador del presidente, renegando de la propia comunidad a la que pertenece, a la que se refiere despectivamente como "you people". En más de una ocasión su padre tendrá que reconvenirle para recordarle que ese "you" que se empeña en usar destilando bilis en cada palabra le incluye también a él, aunque no quiera. La combinación es tan desazonadora que en un momento concreto de la novela todo parece a punto de estallar por los aires: la familia Roth, la comunidad judía de Newark, el país y, con él, el mundo en su conjunto. Algo sucede que provoca un desenlace inverosímil: la desaparición del presidente, por unas razones y en unas circunstancias que no revelaré para no hacer más spoilers a posibles lectores, pero que hacen que el final del relato resulte trepidante. 

Si en algo resulta profético el relato de Roth es, especialmente, en el acierto para demostrar que cuando un colectivo desfavorecido y minoritario se extraña de sí mismos, votando a quien representa unos intereses radicalmente opuestos a los suyos, simplemente porque siempre ha deseado ser otra cosa, corre un riesgo muy grave de perder su propia esencial, de olvidar su camino, y lo que es peor: de arrojarse en manos de la tiranía. Hago esta reflexión mientras observo las imágenes desoladoras de la población afroamericana en Estados Unidos, indignada contra el presidente Trump y su silencio cómplice frente al supremacismo blanco: un mal endémico en aquel país, que nunca desaparecerá mientras no se adopten medidas claras que impliquen el reconocimiento tácito y evidente de la igualdad de todas las personas, con independencia de su condición étnica. Y pienso esto mientras recuerdo cómo en las elecciones de 2016 una proporción nada desdeñable de población latina y afroamericana declaró con orgullo su voto favorable al hoy presidente de los Estados Unidos, amparándose en una máxima simple y efectiva: "America first". 

Lo que entonces todos olvidamos es que la "America" que entonces tenía Donald Trump en mente tenía poco que ver con esa tierra que se proclama a sí misma cuna de la democracia y de la libertad. Era una América que él concibe en términos de su propio grupo: la élite adinerada, el mundo de los negocios... en definitiva, aquellos que se creen demasiado buenos como para juntarse con el pueblo, por un miedo despreciable a que sus caros trajes se manchen con el olor de los problemas de la gente. Ahora, cuando han transcurrido cuatro años y se celebrarán nuevas elecciones, es importante que seamos todos conscientes de lo que está sucediendo; que no nos dejemos engañar más por promesas y discursos vacuos; y que seamos capaces de actuar en las urnas con la responsabilidad suficiente como para no pasar otros cuatro años lamentando el error. Porque la simpatía y la buena presencia no son motivos para optar por el individuo que ha de dirigir los destinos de un país: pueden ser razones para invitar a alguien a unas copas y pasar un rato de risas, pero asumir el gobierno de una nación con la voluntad firme de todos los colectivos que la integran, y que tienen igual derecho a ver sus voces reflejadas en las medidas del gobierno, no es cosa de risa. 

En absoluto. 

domingo, 17 de mayo de 2020

Sostiene Pereira - Exilio interior

Cuando cursaba el Máster en Estudios Hispánicos de la Universidad de Cádiz, en 2007, leí Sostiene Pereira por recomendación de Diego Caro Cancela, profesor que me marcó durante aquella etapa y que nos impartía una asignatura centrada en los procesos de transición democrática en el mundo en la segunda mitad del siglo XX. Lo primero que he de decir es que tomé su recomendación al pie de la letra, por la curiosidad que me suscitaba la historia reciente de Portugal: un país vecino que nos mira a nosotros con mucho más respeto, hermanamiento y admiración de los que nosotros solemos mostrar hacia él, con nuestros cuellos siempre vueltos hacia el norte de Europa. 

La historia de Pereira debe identificarnos a todos, porque es la historia de la condición humana: un alma contradictoria, que ha pasado su vida de espaldas a la política y al profundo proceso de regresión democrática experimentado en su país, convenciéndose de que nada va a pasar si él no se mete en líos, pero que un buen día se mira a sí mismo en el espejo. Y quién lo iba decir: pasados los sesenta años, de pronto se da cuenta de que no se gusta. Por una extraña providencia, en ese preciso momento conoce al joven Monteiro Rossi, que le recuerda al joven que él fue y a la persona que podía haber sido, si hubiera decidido seguir sus impulsos en lugar de convertirse en alguien sumiso al poder. 

Por eso y porque Pereira ve en Monteiro Rossi y su joven amada, Marta, a su propia imagen y la de su esposa difunta, con cuya fotografía conversa a diario; por eso y porque Monteiro Rossi también rellena el vacío de aquel hijo que nunca tuvieron; como consecuencia de la suma de todas estas circunstancias, Pereira decide imprimir un giro a su vida y convertirse en alguien que toma partido por la causa de la subversión. Lo hará de manera tímida, pagando de su bolsillo las efemérides por anticipado de literatos famosos que su pupilo escribe, pero que son impublicables por su contenido político, que no superaría jamás la estricta censura del Portugal salazarista. Y lo hará sin dejar de mirar su reflejo en el espejo día a día, para preguntarse si verdaderamente está haciendo lo correcto, mientras su mujer le responde con su eterna sonrisa desde el portarretratos. 

Si le restaba alguna duda sobre su manera de proceder, el doctor Costa, médico de la clínica talasoterápica en la que Pereira pasa una semana, le anima a dejar de lado a su superyo y dejar libre el paso a su nuevo yo hegemónico. Así, Pereira va transitando lentamente de un conformismo irritante a un exilio interno, que consiste en la ayuda a la disidencia desde su actitud silente y abnegada. El tránsito del exilio interno al exilio exterior llegará, en cambio, con gran virulencia: la misma que unos supuestos agentes de policía emplean para torturar y asesinar a Monteiro Rossi, un día antes de que sea el propio Pereira quien publique su primer artículo firmado en las páginas del Lisboa, denunciando la tropelía cometida contra su protegido, mientras emprende el camino del exilio, acompañado siempre del recuerdo de su mujer. 

¿Es Pereira mejor o peor ser humano por actuar de la forma en que lo hace? Mi conclusión es que, en resumen, es un ser humano: contradictorio, torturado por sus remordimientos, pero dispuesto a cuestionarse a sí mismo y a cambiar sus convicciones, independientemente del momento de su vida en el que se produzca dicho cambio. Eso sí: sin renegar nunca de lo que un día fue, precisamente para asentar los pies con firmeza en lo que ahora comienza a ser. También es humano en la fatalidad de nuestro destino, porque del Portugal de Salazar, sorteando una España azotada por la Guerra Civil (la novela transcurre en 1938), se adivina que Pereira parte a una Francia donde, en breve, el panorama no tardaría en ser aún más desolador que en su país de origen. 

Me quedo con una reflexión final de la novela, en labios de su confesor, el padre António: "No entiendo por qué apoyamos a Franco, que se ha sublevado contra un régimen republicano, elegido por el pueblo, cuando nosotros mismos somos una República". 

martes, 12 de mayo de 2020

Educación, Memoria e Historia: tres heridas en la España Actual

Señores Académicos, Dignas Autoridades y Apreciado Público Asistente,

He de comenzar declarando cuán honrado me siento al aceptar la invitación de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera, cuyos miembros han decidido aceptarme como uno más de sus integrantes en calidad de Académico Correspondiente, honor que, estén ustedes seguros, no merezco. Acepto, no obstante, su decisión con humildad y con el deseo de corresponder a su atención para con mi persona, pronunciando un discurso de ingreso capaz de estar a la altura de las circunstancias.

Cuando recibí la noticia, hace unas semanas, se presentaba ante mí un reto nada desdeñable: obsequiar al auditorio con una reflexión propia del entorno académico en que nos encontramos. Con rapidez identifiqué los temas centrales que vertebrarían mi exposición ante todos ustedes. Y así como Miguel Hernández escribió sobre las tres heridas, la del amor, la de la muerte y la de la vida, me fue dado señalar, a mi vez, tres tajos en el costado de nuestro país por los que España se desangra. Lejos, pues, de la melancolía del poeta natural de Orihuela, un profundo sentimiento de pesimismo, rayano en el realismo, sin acertar a definir la línea divisoria entre ambos, me incitó a subrayar las tres heridas de la España actual: la Educación, la Memoria y la Historia. Escritas así, con mayúsculas, corresponden a tres temas capitales de nuestra sociedad, muy por encima de la crisis de los mercados y de las fluctuaciones económicas, puesto que cualquier cosa puede arriesgarse a perder el ser humano, salvo aquello que le da su esencia: la Humanidad.

¿Existe Humanidad en nuestros días? Bastará a los presentes dar un rápido vistazo alrededor, para percatarse de que la situación no se presenta nada halagüeña. Al brusco cambio en el sistema de valores, evidente a todas luces, que se ha operado entre las generaciones nacidas en el tránsito del siglo XX al siglo XXI, han de sumarse otros dos males, tanto o más graves que aquel: la imposición de la cultura de la inmediatez y el cortoplacismo, y una apuesta decidida de propios y extraños, de ciudadanos, autoridades y gestores, por la formación técnica, dejando de lado a las Humanidades. Todo ello coloca a cualquier observador ante un panorama gris, de suerte que uno parecería encontrarse ante las puertas del Infierno de Dante, releyendo una y otra vez la inscripción terrible que avisaba a quien se aventuraba en aquellos dominios: quienes entréis, abandonad toda esperanza.

Una vez dibujado el panorama preliminar, en torno al cual girará mi exposición, permítaseme la licencia de seguir el orden inverso al de los términos que conforman el título de este discurso. Así pues, procederé inicialmente a hablar de la Memoria, en sus diferentes acepciones, para reflexionar después sobre la Historia y, por último, hacer un alegato por la Educación. Antes de proseguir, he de reconocer ante ustedes que sí, que probablemente la elección del tema del discurso no haya sido tan trabajosa como pretendo señalar: quizá influyó en el proceso de su maduración mi propia formación como historiador, unida a mi segunda pasión, a la que me dedico desde hace unos años, la Educación.

Historia

Mis padres jugaron en mi formación un valor fundamental proporcionándome, desde mis primeros años de vida, cuantos recursos estaban a su alcance para que nada interfiriese en mi crecimiento personal. En todo momento respetaron las decisiones que fui tomando a lo largo de mi carrera, desde que me fue dada la iniciativa propia en el itinerario académico que habría de seguir. Cuando llegó la primera encrucijada de caminos, a los dieciséis años, mi apuesta fue decidida: mi vida quedaría ligada a las Humanidades. Dos años después, la decisión fue aún más arriesgada, pues me vi en el brete de comentarles el deseo de continuar mi trayectoria académica en la Licenciatura en Historia. Nótese que cuando hablo de riesgos y de decisiones osadas, lo hago siempre desde la perspectiva actual. No en vano, cuando caminé mis primeros pasos en el Aulario Gerald Brenan de la Universidad de Málaga, una mañana gris de octubre de 2001, junto a mí había en el aula algo más de medio centenar de personas que se habían inclinado por aquella misma alternativa.

Ahora bien, visto desde los ojos de un ciudadano actual, quince años después, la decisión a favor de una carrera humanística carece de popularidad y suscita reacciones de incredulidad o, cuando menos, de escepticismo. ¿Humanidades para qué? ¿Historia para qué? Resulta interesante responder ambas preguntas en la España presente, porque la coyuntura que atravesamos hace especialmente sencillo hallar una contestación directa a la cuestión. Cuando nació la Historia, a caballo entre el siglo VI y el siglo V a. C., de la mano de Hecateo de Mileto y de Herodoto de Halicarnaso, lo hizo como una disciplina funcional, encaminada a relatar “la verdad”, es decir, a justificar el predominio de la Atenas clásica sobre el resto de poleis griegas, partiendo de una trayectoria histórica previa fundada sobre la doctrina de la predestinación. No nos engañemos: siempre ha servido el arte de Clío para servir a determinados intereses políticos de diferente signo. Pero, ¿ha sido esta su única función?

Ha de responderse con un no tajante: cuando los seres humanos escriben el relato de su propia historia, no hacen sino explicarse a sí mismos en la actualidad, sobre la base de lo que fueron un día, que en buena medida se conserva en lo que son hoy, ayudando a comprender cuanto acontece a nuestro alrededor. Así pues, centrándonos en la coyuntura actual de España, hemos de preguntarnos: ¿cómo está nuestro país en el día de hoy? En función del signo y el color de la bandera que ondeemos, concluiremos ora que muy bien, saliendo adelante en medio de un vergel de brotes verdes, ora que fatal, asediado por una deuda externa difícilmente saldable en sus condiciones presentes, por lo demás bastante desconocidas para el individuo de a pie. Por los intereses de este relato, vamos a quedarnos con la alternativa pesimista, que suele siempre ir acompañada de una popular sentencia: “nunca hemos estado peor”. ¿Es eso cierto?

Pronunciar una aseveración de tal contundencia no hace sino ilustrar nuestro desconocimiento sobre nuestros propios orígenes. Además de la ignorancia de un principio fundamental: “lo peor” y “lo mejor” solo existen en sentido relativo y dependen de los términos de la comparación. A poco que echásemos la vista atrás, nos percataríamos de que el devenir histórico español en el último siglo no ha distado en exceso de la situación que hoy nos vemos obligados a afrontar. Pensemos, sin ir más lejos, en la España de la Restauración, también a caballo entre dos centurias. En aquel momento, el regeneracionista Joaquín Costa condenó lo que él llamaba un régimen democrático de baja intensidad, importado de Inglaterra sin tener en cuenta un aspecto fundamental: los españoles no somos los ingleses. Esto es, el carácter tan peculiar del conejillo de Indias que había de someterse a aquel experimento hacía prever que los resultados iban a distar bastante de los registrados allende el Canal de la Mancha. Entonces el derecho de voto quedaba muy restringido, del mismo modo que el reconocimiento del sufragio universal masculino, a mediados de la década de 1890, no fue sino un tamiz progresista para conseguir el favor de la Izquierda Dinástica.

Mientras tanto, una red de oligarcas y caciques locales distribuía sus influencias en los diferentes pueblos y regiones de España, operando con habilidad suficiente como para garantizar un amplio número de lealtades en las diferentes circunscripciones leales a uno u otro candidato ministerial. Así puede explicarse que se diese la feliz circunstancia de que, ya desde el reinado de Isabel II, pero sobre todo tras la Restauración Borbónica, siempre ganase las elecciones el partido en el gobierno, encargado a la sazón de convocarlas y “prepararlas”. A nosotros, antequeranos, no ha de resultarnos ajena la práctica, puesto que una de las grandes figuras del sistema caciquil fue nuestro conciudadano, Francisco Romero Robledo, Ministro de la Gobernación durante los gobiernos conservadores de Antonio Cánovas, famoso por su habilidad para tejer voluntades y su falta de escrúpulos para saciar sus ambiciones.

Pensarán los asistentes que el cuadro dibujado corresponde a una época ya superada, dado que tales prácticas son inexistentes en la actualidad. Y ha de dárseles la razón hasta cierto punto: el sufragio universal y la soberanía nacional son, en la actualidad, realidades plenamente implantadas en la sociedad española. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿hemos desterrado nuestro carácter de democracia de baja intensidad? La verdad es que no: la ciudadanía activa implica mucho más que ejercer un derecho puntual al sufragio cada vez que ocurre una convocatoria electoral. Significa hacer un seguimiento continuo de la evolución del país para juzgar a cada partido y a cada prócer del Estado en su justa medida, sin caer en tópicos y razonamientos vacuos, fundamentados sobre la máxima “dicen que…”.

Bastaría a todos nosotros conocer nuestra propia historia, es decir, repasar nuestro discurso sobre lo que una vez fuimos y lo que somos hoy en día. Ese simple ejercicio retrospectivo sería suficiente para percatarnos de que, en realidad, el avance en la calidad del sistema no ha sido apenas notable en determinados aspectos que, lejos de ser nimios, contribuyen a perpetuar los vicios heredados del siglo XIX. Asimismo, esa misma búsqueda de nuestros propios orígenes contribuiría a concienciarnos de que, si el avance en los últimos cien años ha sido más bien escaso, redundando ello en la consolidación de una ciudadanía de baja calidad y escaso o nulo contenido real, quizá convendría cambiar determinados elementos para que la rueda deje de rodar o, al menos, no lo siga haciendo en la misma dirección. Aunque solo sea por la salud y la integridad de quienes contribuyen a que se mantenga en movimiento, que no somos sino los ciudadanos españoles. Ahora bien, como alguien dijo alguna vez, nada va a cambiar si no lo cambiamos nosotros, y para conseguir este objetivo, además de voluntad, hace falta memoria.

Memoria

Un pequeño excurso sobre la memoria es la consecuencia directa de las ideas expuestas en las últimas líneas. Memoria e Historia son dos conceptos estrechamente ligados entre sí, que se complementan y señalan por igual con su dedo acusador al pecho del corazón humano, apelando a la responsabilidad de todos nosotros para con lo que somos, en función de lo que fuimos. Desgraciadamente, si por algo se caracteriza nuestra sociedad, es por la falta de memoria en sentido general. Y en este punto cabe señalar dos elementos capitales, que conviene distinguir muy bien: la amnesia propia, voluntaria, y la amnesia inducida.

Cierto novelista contemporáneo, en una obra publicada hace unos diez años, reflexionaba sobre las venturas y desventuras de un combatiente francés de la Resistencia contra la dominación alemana. A lo largo de las páginas de su novela, una misma reflexión se repetía con cierta frecuencia: la amnesia no es necesariamente un síntoma de la enfermedad de la mente, sino que también puede indicar su buena salud. Hasta cierto punto, se puede estar más o menos de acuerdo con la afirmación del autor, pero a la vista de las circunstancias actuales, es preciso responder a dicha máxima con otra sentencia popular: “abusando, hasta la Gracia de Dios hace daño”.

Durante los años en que ejercí como docente de Ciencias Sociales, es decir, como profesor de Geografía e Historia, en las aulas de Educación Secundaria Obligatoria, llamaba poderosamente mi atención el desconocimiento de mis alumnos sobre el pasado más reciente. No hablo ya de obligarles a recordar la Guerra Civil, la pérdida de las colonias o las Cortes de Cádiz. Cualquier acontecimiento de una antigüedad superior al lustro les resultaba tremendamente lejano, de modo que para rescatarlo precisaban de auténticos esfuerzos intelectuales, que en algún momento me hicieron temer por su integridad física y psicológica.

Entonces, aquella circunstancia me conducía a reflexionar sobre mí mismo: en el fondo, me decía, estoy hablando con chicos y chicas adolescentes, nacidos a finales de los años 90 del siglo pasado, para quienes aún no se ha formado la estructura mental precisa para concebir las diferentes etapas temporales en sentido abstracto. O eso, al menos, nos contaba el ilustre pedagogo Jean Piaget, cuando analizaba la evolución del concepto de tiempo en la mente de los niños, a lo largo de su vida educativa. Esta auto-convicción constituía en sí misma un mantra que yo me repetía para tranquilizar mi conciencia y para convencerme de que yo mismo, a mis escasos treinta años, me estaba quedando desfasado para el público adolescente.

En cambio, mi alarma saltó al llegar al aula universitaria. Desde que ejerzo como docente en Educación Superior, con frecuencia he encontrado algunos alumnos que continúan dicha tendencia al olvido de lo reciente. Y lo que es más alarmante, en los diferentes círculos de amistades en que me he movido en los últimos años, he podido constatar esa misma realidad incluso entre personas de mi edad y mayores que yo. Entonces sí que no hay forma de tranquilizar la conciencia propia, porque la situación es bastante grave. ¿Cuál puede ser el motivo de dicha desmemoria? Desde mi punto de vista, hay dos explicaciones, en absoluto disyuntivas entre sí, dado que ambos fenómenos se retroalimentan y reproducen una conciencia social alarmante.

Puesto que soy partidario de comenzar siempre analizando los problemas a partir de la responsabilidad propia, hablemos de la amnesia voluntaria. El individuo, entendido como sujeto adulto y en pleno dominio de sus facultades mentales, cada vez se interesa menos por recordar aquello que fue. En él se ha instalado la convicción de que el medio plazo y el largo plazo no existen en absoluto, puesto que solo le interesa aquello que se consigue de manera inmediata. El imperio de la inmediatez o, si se quiere, del cortoplacismo, como lo llamaba al comienzo de mi discurso, provoca un fenómeno aterrador en el ser humano: obligado por imperativo racional a mirar permanentemente al futuro inmediato, al después, al luego y al mañana, y movido por la ansiedad de un resultado también inmediato, olvida el acto reflejo de mirar hacia atrás.

Así, con el paso del tiempo, su cuello queda atrofiado y, aunque puntualmente sintiese cierta nostalgia de todo lo que ha dejado tras de sí, ya no le es posible volver la vista. Su mente se ha hecho al vicio de caminar hacia delante sin detenerse, sus piernas ya no le obedecen y su cuerpo marcha solo, sin que sea capaz de retomar el control de sus propios reflejos. De este modo, con una ausencia total de reflexión y meditación sobre sus actos, lejos de dar pasos seguros sobre tierra firme, se ve obligado constantemente a tropezar y levantarse. Hemos pasado, pues, de un mundo de certezas y seguridades a un terreno de incertidumbre permanente, prisa y aceleración que acabará agotando a la especie humana, condenada, de este modo, a sucumbir a su propio éxito, como la actriz Natalie Portman en El Cisne Negro, o como la Familia Buendía en Cien Años de Soledad. Porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra”.

Ahora bien, ¿corresponde solo a nosotros la responsabilidad de renunciar a nuestra memoria, a nuestra conciencia sobre nuestro pasado? En parte sí, y en parte compartimos la autoría de este hecho con las verdaderas mentes pensantes del mundo actual: dueños de medios de comunicación, clase política y dispensadores de diferentes productos de ocio. Son ellos, y no otros, quienes han comprendido perfectamente las ventajas de fomentar la desmemoria del individuo: si los seres humanos, como colectivo, nos dejamos apresar por la amnesia y perdemos conciencia sobre nuestra propia identidad, nos iremos convirtiendo paulatinamente en carne de propaganda. De este modo, nuestros intereses serán aquellos que ellos nos señalen, y nuestros enemigos aquellos sobre quienes ellos llamen nuestra atención.

Porque borrando la memoria de la sociedad, en su conjunto, y aprovechando la voluntad propia del ser humano de perder de vista la mochila de su propio pasado, se contribuye a borrar su identidad. Así, nuestra identidad acabará siendo la que nos indiquen otros, porque nos dejamos aconsejar sin apenas rechistar. Solo de esta forma se explica la rapidez con que cunden las modas; hagan la prueba en casa: siéntense ante el televisor y contemplen un programa cualquiera, o un noticiario indeterminado. Bastará que una tendencia concreta aparezca en los medios de comunicación, para que en pocos días el fenómeno se extienda al conjunto de la sociedad, que en ese momento sí demostrará una unidad de acción de la que carece en cualquier otro ámbito. Valga como ejemplo el fenómeno de Pokemon Go, tan reciente en nuestro imaginario colectivo. Y, acto seguido, pregunten quién fue el último Premio Goya.

¿Quiere esto decir que la batalla está perdida? En absoluto. El camino de recuperación de nuestra memoria, que es el camino de lucha por nuestra identidad, solo nosotros podemos recorrerlo. Para ello precisamos de un instrumento fundamental, que ha de revalorizarse sin mayor dilación en la España actual: la educación.

Educación

Cuando comienzo mis clases de Didáctica de las Ciencias Sociales, siempre utilizo el mismo recurso ante los alumnos, independientemente de su perfil: reflexionamos sobre los orígenes de la Educación y su razón de ser. En el recorrido por la historia de la Educación, desde la Antigüedad hasta nuestros días, constatamos tres realidades: en primer lugar, que en sus orígenes la Educación y la figura de los educadores aparecieron para formar a los futuros reyes y príncipes, quedando fuera del alcance de las clases populares; seguidamente, que en diferentes momentos, la Educación siempre ha acabado sirviendo a determinados intereses políticos, sociales y económicos, que no querían dejar escapar la ocasión de controlar cómo se iba a educar, tanto a las futuras élites dirigentes, como al conjunto de la población; por último, que siempre, a lo largo de la Historia, han surgido intentos de construir una Educación independiente, centrada no en intereses elevados y espurios, sino en la dignidad del ser humano como tal, los cuales desafortunadamente nunca alcanzaron la popularidad deseada.

Ha de reconocerse que el carácter elitista de la Educación, a día de hoy, queda lejos de nuestra sociedad, aunque algunos vientos de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la tan denostada LOMCE del ministro Wert, parecen traer consigo nubarrones de una borrasca que creíamos superada. En cambio, los otros dos elementos que señalamos en el párrafo anterior siguen vigentes en la realidad educativa. Habrá quien alegue que es un auténtico dislate hablar de una Educación al servicio de determinados intereses políticos, en pleno año 2016, pero a quienes propongan esta objeción les animo, al hilo de mi discurso, a hacer un fácil ejercicio de memoria: ¿se han parado a pensar en el número de leyes y reformas educativas existentes en España desde 1975? Espero y deseo que la respuesta a esta cuestión baste por sí sola para acallar las voces de protesta y darme una oportunidad para defender mi argumento.

La sociedad española que he ido dibujando en las páginas precedentes no surge como una creatura nacida de la nada, por generación espontánea, para sorpresa de los asistentes a tan extraordinario suceso. Lo que los españoles somos hoy, para mal y para bien, es la consecuencia directa de un sistema educativo que ha ido degenerando en las últimas dos décadas, sin que nadie tome conciencia de la gravedad de la situación, pese a que la evidencia comience a ser alarmante. Los legisladores que concibieron la LOGSE, tenían en su horizonte teórico dos objetivos bastante bien definidos: conseguir que todos los chicos y chicas de 16 años alcanzasen un nivel de estudios medio y reducir el fracaso escolar. Lo que no quedó claro entonces, pero se comenzó a vislumbrar con el paso del tiempo, fue que ambos objetivos se conseguirían con una fórmula muy sencilla: por una parte, bajar el nivel de exigencia; por otra parte, extender la obligatoriedad de la educación dos años. De resultas de ello, no solo los educadores habían de encontrarse con un alumnado insatisfecho en las aulas, deseoso de estar en cualquier otro sitio y abocado a boicotear la dinámica de clase, sino que además vieron cómo la extensión de la escolaridad obligatoria no implicaba que la formación final de los alumnos egresados fuese mejor.

Desde aquel momento, no obstante, se produjo un fenómeno, a mi entender, mucho más grave: el desprestigio de la cultura del esfuerzo. Durante mi experiencia educativa he tenido la oportunidad de trabajar con alumnado de muy diverso perfil, con diferentes ritmos de aprendizaje y necesidades educativas de diversa consideración. En todo momento he intentado empatizar y comprender las circunstancias de todos ellos, llevando la atención a la diversidad a su máxima expresión, desde la convicción de que cada alumno representa un caso individual que, como tal, merece de nuestra atención y auxilio. Ahora bien, del mismo modo que nadie me ha movido de mi convicción sobre la utilidad del principio de diversidad en el aula, tampoco nadie ha conseguido desterrar de mí una idea: media mucha distancia entre ayudar a quien tiene dificultades, y recurrir a dichas dificultades como excusa para suplir uno mismo el trabajo que corresponde al alumnado.

Por un motivo fundamental: cuando educamos, nos enfrentamos ante una población de entre 6 y 16 años, en pleno proceso de formación de la personalidad. Los valores y hábitos que esos alumnos aprendan a lo largo de su trayectoria educativa, serán los que asimilen y perpetúen a lo largo de su existencia. Y en este proceso, nos cabe una gran responsabilidad: la de construir poco a poco la identidad de nuestros chicos y nuestras chicas, que les conduzca a convertirse en ciudadanos responsables y de pleno derecho en un futuro no muy lejano. Aquellos retos que les ayudemos a superar, señalándoles el camino, pero dejando que sean ellos quienes lo recorran, serán una reproducción a escala de las dificultades que encontrarán a lo largo de su vida. Y seguro que, cuando sean capaces de salir adelante por sus propios medios, recordarán con afecto los consejos de aquellos profesores que les enseñaron, antes que nada, a ser personas íntegras.

Apuesto, pues, por un modelo educativo diferente, que no prime el escaso esfuerzo; desterremos de una vez el mensaje de la facilidad: “aprende a hablar inglés fácil”, “consigue el carné de conducir fácil”. La vida, con sus avatares, no es fácil, y si educamos a generaciones enteras en la convicción de que sí lo es, no solo les estaremos engañando, sino que les convertiremos en víctimas propiciatorias de la propaganda, que les manejará a su merced, aprovechando la carencia de criterio de aquellos a quienes nosotros no supimos educar. Y sobre todo, apuesto por una Educación que sea precisamente eso: Educación. Al margen de signos políticos y totalmente despreocupada por las siglas de una ley o por la denominación de una materia o una competencia básica. Porque la Educación, aunque aún no hayamos tomado conciencia de ello, no es un pilar más: es el pilar fundamental sobre el cual se construye una sociedad. Y ha de sobrevivir los avatares políticos porque ha de ser más fuerte que ellos, dado que será la fuente común de donde habrán bebido quienes en el futuro, si lo hacemos bien, sepan gobernar al país por la senda justa, con independencia de su signo y sus ideas.

Por este motivo, uno no puede evitar sentir rabia y dolor cuando observa, atónito, cómo la clase dirigente la convierte en primera moneda de cambio cuando llega el momento de operar recortes presupuestarios para hacer frente a una crisis. Como mucho, nuestros dirigentes salvan a las enseñanzas técnicas, únicas que parecen dotadas de valor en un mundo donde constantemente se piden resultados rápidos, como decía antes, sin reflexionar y sin pensar. Así pues, mi última reivindicación en pro de la Educación, es por una puesta en valor de las Humanidades: porque una sociedad donde los seres humanos no estudian ni comprenden aquello que constituye su esencia como tales, ¿a dónde camina? Prefiero dejar que sean ustedes mismos quienes lleguen a sus propias conclusiones, para refrenar así mi excurso realista y concluir las que no han sido sino reflexiones que deseaba, desde hace tiempo, compartir con un amplio auditorio como el que ustedes componen, y cuya paciencia, de antemano, agradezco.

Conclusión

“Después de esto, ¿qué nos queda?”, se preguntarán. Lamentaré mucho que abandonen la sala pensando que todo está perdido. Es más, por paradójico que pueda parecer, pretendo que este discurso concluya precisamente con el tono contrario al que le ha caracterizado, realizando un canto de esperanza. Por el mismo motivo por el que el reconocimiento de un problema y su aceptación son el primer paso para hallar una solución, tomar conciencia de la situación de nuestra sociedad constituye también el primer peldaño hacia un duro ascenso, que no puede sino conducir a nuestra mejora como colectividad.

Si algo ha caracterizado a la sociedad española tradicionalmente ha sido su abnegación y su capacidad para salir adelante en los momentos más críticos. La novela picaresca no es en realidad el retrato de un país corrupto, entregado al vicio y al crimen, sino el espejo de una sociedad que aprendió a sobrevivir a la penuria con cuantos medios tenía a su alcance, que no eran muchos. Ahora bien, las posibilidades de salir adelante pasan, de manera ineludible, por dos premisas: en primer lugar, es preciso que retomemos las riendas de nuestra conciencia y nuestra identidad, alejándonos de los clichés sociales que desean imponer quienes luchan por el imperio de la globalización, escudados únicamente en el principio de que un pensamiento único es mucho más fácil de gobernar que una pluralidad de pensamientos divergentes. En segundo lugar, hemos de asumir la responsabilidad de nuestro propio futuro y apostar por un sistema educativo que sea capaz de eliminar, en nuestros hijos y nuestros nietos, los vicios que haya podido generar en nosotros mismos. Una Educación que devuelva al ser humano su dignidad y no le haga pensar solo en la necesidad de obtener un buen resultado en los exámenes, sino de aprender, formarse y crecer como persona. Ello requiere esfuerzo, capacidad de superación y, sobre todo, el amargor de luchar día a día sin que se vea necesariamente un resultado inmediato. No obstante, el fruto del trabajo bien hecho, cuando se ha invertido en él tiempo, esfuerzo y cariño, es mucho más satisfactorio que las migajas transitorias que, desde otros frentes, nos ofrecen con la única promesa de una felicidad efímera, que desaparece cuando cae el telón y la realidad nos inunda.

Luchemos, pues, por una sociedad mejor; seamos optimistas: pidamos lo imposible.

Muchas gracias.

Dr. Antonio Jesús Pinto Tortosa.


Antequera, 7 de octubre de 2016