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sábado, 30 de septiembre de 2023

La era de la revolución - Eric J. Hobsbawm

Aún a riesgo de recibir críticas, más o menos merecidas, por reseñar un ensayo de principios de los años 1960s, creo necesario hacer una relectura de La era de la revolución, de Eric J. Hobsbawm. No tanto porque mi intención sea abordar el análisis de su libro desde otra perspectiva, que también puede ser; sino, y sobre todo, porque me parece necesario traer al frente a determinados autores de referencia, cuya contribución intelectual a la historia del pensamiento se está perdiendo, entre el marasmo de datos que inundan las redes, priorizando, además, la palabra hablada y la imagen sobre la escritura y la reflexión pausada. De ahí que este sea el primero de los muchos, espero, clásicos a los que rescataré del cajón en lo sucesivo. 

Centrada en el periodo comprendido entre 1789 y 1848, y primera de una serie de tres obras focalizadas en el siglo XIX, las enseñanzas del historiador marxista británico en La era de la revolución se pueden resumir en los siguientes puntos: 

1. El tránsito del siglo XVII al siglo XVIII supuso un avance innegable en términos demográficos, científicos y tecnológicos. Las distancias se acortaron y, poco a poco, la aún predominante agricultura comenzó a ceder terreno ante el desarrollo paulatino de otros incipientes sectores económicos. Estas transformaciones hacían vislumbrar, ya a la altura de 1750, que un mundo, el medieval, con sus estribaciones en la Edad Moderna, se estaba marchando para no regresar jamás. 

2. La revolución industrial, en lo económico, precedió a las trasformaciones políticas y sociales que sucedieron a la toma de la Bastilla. Su intensidad varió en función del escenario al que nos refiramos, y solo Inglaterra representó el paradigma absoluto del gran cambio, que se puede resumir en la capacidad de incrementar el ritmo de producción y consumo de las sociedades de manera sostenida en el tiempo. Ahora bien, la cara positiva de la industrialización no debe ocultar sus elementos más desfavorables, tales como la proletarización del campesinado llegado a las ciudades, o el anticipo de los ciclos económicos inherentes al sistema capitalista, tan benevolente en su prosperidad como cruel en su recesión. 

3. Si la industrialización puso fin al Antiguo Régimen en lo económico, la Revolución francesa lo finiquitó en lo social y lo político, generando además un ideal revolucionario de carácter ecuménico que se difundió al resto del mundo. Sin negar los logros de la fase liberal burguesa de la revolución, comprendida entre 1789 y 1792, el verdadero salto cualitativo lo proporcionó la Convención, tan osada y pionera en sus reformas como excesiva en la represión, que la llevó a morir a manos de propios y extraños. La burguesía que retomó el poder en 1795 se esforzó en reencauzar el proceso para monopolizarlo. 

4. Además de Francia, toda Europa se vio sacudida por la Revolución, merced a las guerras contra la Convención, primero, y a las Guerras Napoleónicas, después, cuyas derivaciones se sintieron incluso en África o América. El mapa internacional quedó transformado para siempre, e incluso donde la revolución no triunfó, la semilla se sembró para acabar germinando en 1830 y 1848. La paz fue traumática para Francia, pero sentó las bases de una convivencia pacífica que se extendió durante más de medio siglo, hito que jamás se ha repetido. 

5. Uno de los resultados más llamativos de la Revolución fue el auge nacionalista, surgido como reacción frente a la dominación extranjera en buena parte del continente. Tradicionalmente asociado a ideales románticos, pero identificados en la mayoría de casos con un imaginario conservador que inventa un pasado ancestral compartido para todos los integrantes de la misma comunidad imaginada, como concluiría el también británico Benedict Anderson. 

6. La revolución económica no habría sido posible sin la transformación de la tierra en un bien de producción más, que dejó de ser un elemento indicador de renta y prestigio social para convertirse en una máquina generadora de riqueza. A la par que las expropiaciones y las desamortizaciones encumbraron a la burguesía, generaron un sustrato de campesinado reaccionario, resentido por la pérdida de las pocas tierras comunales que podían aliviar su carestía más absoluta. 

7. La revolución liberal burguesa anula el Antiguo Régimen, entre otros motivos, porque pone fin a la sociedad estamental e introduce el concepto de ascensor social, o lo que es lo mismo, la carrera abierta al talento. El mensaje suena bien, sobre todo para quienes disfrutan de unas condiciones materiales que facilitan su acceso a ese cursus honorum reservado a oi aristoi, que dirían en la Grecia clásica. Sin embargo, oculta un mensaje mucho más perverso: quien no sea capaz de ascender socialmente, en esta supuesta nueva era de oportunidades, simplemente no vale para la nueva sociedad, y será considerado poco menos que como un despojo social. 

8. La revolución trae consigo el secularismo, porque la nueva burguesía se identifica con una racionalidad que rehúye cualquier explicación basada en la tradición y/o superstición; y porque la religión tiene serias dificultades para acceder a la creciente masa urbana, anclada como se quedará en los espacios rurales tradicionales. El lugar que deje la religión en las ciudades lo ocupará la ideología obrera, significativamente el socialismo, que operará como una nueva suerte de fe común de las masas, cuyo éxito radica en hablar no de un más allá dichoso, sino de la posibilidad de alcanzar la dicha en el más acá. 

Así pues, pese a encontrarnos ante una obra de más de 60 años, es preciso reivindicar lo que en ella hay, que es mucho, que nos ayuda a entender de dónde partimos hace 250 años para encontrarnos, en el momento actual, en el punto en el que estamos. 

Hasta la próxima, 

A.J.

lunes, 16 de mayo de 2022

A cuenta de "El fin del Homo Sovieticus" - Svetlana Aleksiévich - Acantilado

Tras la comparecencia de Mikhail Gorbachov en la televisión soviética el día 25 de diciembre de 1991 anunciado la disolución de la URSS y su renuncia como secretario general del PCUS, y por tanto como presidente, concluía la Guerra Fría y se inauguraba una nueva era para los antiguos territorios que habían conformado aquel conglomerado estatal durante buena parte del siglo XX. La nueva etapa de la Rusia post soviética iba a estar protagonizada por Yeltsin quien, sobre el papel, habría de continuar la senda de las reformas implementadas por su predecesor en términos de apertura económica, englobadas bajo la denominación de perestroika, que como se vio en las páginas precedentes apenas habían alcanzado hasta entonces los objetivos propuestos. No obstante, una vez desaparecida la Unión Soviética se daba una situación paradójica: el desconocimiento absoluto sobre la persona o autoridad que habría de implementar las transformaciones y consolidar el camino hacia el libre mercado, puesto que el despegue de esa iniciativa había partido del mismo gobierno soviético que había iniciado el proceso de desmantelamiento de la URSS desde dentro, y que ya no existía más. Como puede adivinarse, tal coyuntura, en el contexto de una sociedad sin tradición alguna de iniciativa propia y libre en el mercado, se aventuraba difícil de resolver (Ibisate, 1991, pp. 647-696).

 

En medio de la duda generalizada, favorecida por el «vacío de poder» relativo[1] posterior a la caída de la URSS, solo había una certeza: el proceso de apertura económica de Rusia y el resto de ex miembros de la Unión Soviético debería desarrollarse con medios propios, sin esperar ayuda alguna del exterior. Los motivos eran sencillos: primeramente, la aplicación de un «pequeño Plan Marshall» en la Europa que había permanecido al este del Telón de Acero no era viable, habida cuenta de que si el Plan Marshall había supuesto, en el contexto de la Posguerra mundial, una restauración del orden previo al conflicto, en la antigua URSS debía implicar necesariamente un profundo proceso de transición política y económica, dado que la democracia no se podía restaurar allí donde no había existido nunca, sino que debía construirse ex novo. A continuación, el Plan Marshall había tenido cierta legitimidad en tanto que herramienta para la reconstrucción urgente de la Europa occidental asolada por la II Guerra Mundial, esencial a su vez para reforzar el papel de aquellos países como contenedores del avance del comunismo, labor en la cual sería fundamental la recién creada OTAN (1949). En cambio, toda vez que el comunismo había desaparecido, se justificaba mal un apoyo internacional de calado similar para ayudar a unos territorios muy extensos cuyo aporte a la economía global suscitaba poca confianza entre los posibles inversores. En tercer y último lugar, derivado de lo señalado anteriormente, para los antiguos países del bloque capitalista la restauración económica de los ex miembros de la URSS, más que una prioridad, constituía un gravamen absurdo, puesto que interrumpiría su proceso de crecimiento e integración económica para posibilitar la restauración de unos territorios que, nuevamente y conforme a la convicción consolidada en la época, poco podían aportar al desarrollo mundial global. De ahí que, tras recibir poco más que la ayuda de los asesores técnicos de turno encargados de mostrar las directrices que la recuperación habría de seguir, los dirigentes de los antiguos estados soviéticos optasen por recorrer el camino hacia el libre mercado por sus propios medios (Narozhna, 2001, pp. 1-7).

 

Considerando, pues, la situación de partida descrita y el vacío de poder relativo al que se aludía antes, habría que preguntarse quién sería el encargado de pilotar la transición hacia una economía de libre mercado; y también, por qué no, si tal transición sería viable, considerando la ausencia total de tradición previa en el contexto post soviético. Desafortunadamente para el destino de los habitantes de la ex Unión Soviética, convertidos ahora en ciudadanos de naciones independientes donde antes solo había existido una entidad posible (Connelly, 2020), lo que acabó sucediendo fue que el papel protagonista en el tránsito hacia el libre mercado acabó correspondiendo también a una élite reducida. Con frecuencia dicha élite era la misma que había monopolizado el poder durante la era comunista (Judt, 2008, pp. 250-267), pero en otras ocasiones puede hablarse de la aparición de un grupo elitista novedoso, que fue suficientemente hábil como para construir su legitimidad sobre la alianza con las viejas élites soviéticas decadentes, a cuyas estrategias de reproducción no dudo en recurrir. En otras palabras, si durante el periodo soviético las posibilidades de prosperidad y ascenso habían dependido de las conexiones personales con miembros de la nomenklatura, bien a escala nacional o bien a escala local, de modo que se configuró toda una compleja red de lealtades sobre cuya persistencia se construyó la supervivencia soviética hasta finales del siglo XX, con la disolución de la URSS aquellas viejas élites perdieron su influencia, pero la red que habían tejido les sobrevivía, siendo aprovechada por quienes aprovecharon la coyuntura para aparecer como los nuevos benefactores del Estado, en tanto que abanderados del libre mercado que aparecía como el gran salvador de la economía.

 

Este nuevo grupo emergente de «salvadores» de su patria respectiva, constituidos en influyentes hombres de negocios, ofrecieron a la élite decadente soviética la siguiente disyuntiva: si deseaba perpetuarse en el poder en el periodo posterior a la Guerra Fría, si bien con siglas políticas diferentes y obedeciendo a un marco ideológico distinto, necesitaba aliarse con ellos y permitir su participación en la toma de decisiones estatales. Y las antiguas élites soviéticas aceptaron la oferta con tal de perpetuarse en el poder, ahora en nombre del capitalismo y una supuesta democracia liberal, como antes lo habían hecho en nombre de la Revolución de 1917. En términos políticos, cambió el mensaje pero las caras permanecieron prácticamente inalteradas. En cambio, en el ámbito económico emergió un grupúsculo de empresarios y hombres de negocios que, gracias a la protección y la promoción estatal, desarrollaron sus negocios, además de múltiples actividades de dudosa legalidad, al amparo de la nueva legislación vigente, consagrada a protegerlos, sabedora como era de que la estabilidad del nuevo orden post soviético se cimentaba necesariamente sobre el apoyo de estos nuevos individuos. Ellos fueron los encargados de inspirar y aplicar sobre el terreno, beneficiándose sobremanera, los postulados de las Políticas de Ajuste Estructura en el que había sido lado oriental del Telón de Acero.

 

Poco les preocuparía el tremendo impacto de las medidas anti inflacionistas sobre el empleo, el alza de los precios y la pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora, además del aumento de la tasa de desempleo hasta niveles desconocidos en todo el mundo occidental: los beneficios de las PAEs en la ex Unión Soviética, sobre todo en lo tocante a privatizaciones y apertura al mercado exterior, redundarían en su fortuna personal. Además, como se ha reseñado, hicieron uso de sus vínculos con el poder político para desplegar un amplio abanico de actividades económicas de dudosa legalidad que se desarrollaron en un clima de impunidad absoluta, en la medida en que los cargos públicos obtenían también beneficios y comisiones ilegales de este peculiar y corrupto laissez faire, laissez passer. Así pues, puede concluirse que la transición a la democracia liberal en la extinta Unión Soviética se olvidó del vocablo «democracia» para centrarse en el aspecto ultra liberal de la transición, arruinando a la numerosísima clase trabajadora y consolidando la pervivencia de las antiguas élites y unión con las nuevas, de modo que la corrupción se institucionalizó y surgió una poderosa mafia cuyos tentáculos no tardarían en extenderse al resto del continente europeo (Wedel, 2001, pp. 3-61).

A lo dicho hasta ahora ha de añadirse un elemento aún más dramático si cabe: el despertar de un sentimiento ultra nacionalista que había permanecido aletargado durante la dictadura soviética, pero que afloró apenas Gorbachov se despedía de la audiencia aquella tarde de diciembre de 1991. En efecto, ha de recordarse que la ideología marxista que inspiró la Revolución bolchevique de 1917 era esencialmente internacionalista: de hecho, había justificado el abandono de la guerra de manera unilateral y la firma de la rendición en Brest-Litovsk sobre la convicción de que la Gran Guerra obedecía a intereses capitalistas e imperiales que poco o nada tenían que ver con los intereses de la clase obrera internacional, llamada a unir sus esfuerzos en la lucha por su emancipación, en lugar de exterminarse en el campo de batalla para defender el interés de las potencias imperialistas. Este mensaje internacionalista de base se vio prostituido por las autoridades soviéticas apenas se inició la andadura del nuevo estado comunista, pues se aprestaron a sustituirlo por un programa esencialmente geopolítico que debía hacer frente a la contradicción entre dos realidades innegables: de un lado, la necesidad de Rusia de extender su zona de influencia más allá de sus fronteras, con el fin de ganar una zona de seguridad que le permitiese consolidar su posición en el centro y este de Europa, neutralizando el riesgo de una potencial agresión desde el oeste;[1] de otro lado, la complejidad de cohesionar bajo una única autoridad a un amplio conglomerado de pueblos, con identidades heterogéneas y, con frecuencia, enfrentadas entre sí, pero condenadas a entenderse por el dictado de Moscú (Connelly, 2020, pp. 773-786).

 

Las autoridades soviéticas intentaron contrarrestar cualquier atisbo de manifestación nacionalista en el seno de la URSS mediante la eliminación oficial de las identidades regionales centrífugas, imponiendo por la fuerza una única identidad común, la soviética, y una causa única por la que merecía la pena luchar: la perpetuación del legado de la Revolución de 1917. El acallamiento del sentimiento centrífugo de no pocos pueblos del territorio soviético fue posible mientras la URSS sobrevivió, pero la disolución de aquel gigante con los pies de barro despertó el anhelo de diferentes pueblos y comunidades de gobernarse por sus autoridades propias. Además, en los casos en los que el yugo soviético había obligado a pueblos enfrentados entre sí a convivir dentro de las mismas fronteras, la desaparición de la URSS trajo consigo el inicio de violentos procesos de exterminio mutuo, entre los que cabe destacar, por ejemplo, la persecución de la población armenia, o la confrontación fratricida entre georgianos y afjasios (Aleksievich, 2015).

 

Para concluir esta sección, y con ella el capítulo, cabe hacer una reflexión final sobre el único y verdadero damnificado del complejo e imperfecto proceso de transición subsiguiente al desmoronamiento de la URSS: el pueblo. En este punto hay que reivindicar el testimonio de la novelista y periodista bielorrusa Svetlana Aleksievich, quien en El fin del homo sovieticus desarrolló una compleja labor de recopilación de historias individuales que, hiladas por la autora con maestría, ayudan a reconstruir la historia cotidiana de los ciudadanos comunes en unas jornadas en las que el tiempo parecía discurrir más rápido. Entre los veteranos de las dos Guerras Mundiales y de la Revolución que prestan su voz a Aleksievich parece cundir una convicción mayoritaria: con el comunismo, y en concreto con Stalin, se vivía mejor. Por impactante que parezca su testimonio, especialmente a la luz de las investigaciones que han denunciado los crímenes contra la Humanidad cometidos por el régimen soviético, es fácil entender y comprender, sin justificar, su perspectiva. El estado soviético había configurado una realidad paralela en la cual los ciudadanos tenían la sensación de vivir bien, por una sencilla razón: la inmensa mayoría compartía unas mismas condiciones de vida, de modo que, pese a la miseria reinante, confortaba constatar que el vecino de al lado vivía en la misma penuria que se padecía en la casa propia. Solo una pequeña élite gobernante disfrutaba de grandes privilegios y gozaba de un estatus de vida elevado, pero su porcentaje en comparación con el resto de la sociedad civil era tan reducido, en una cultura además acostumbrada durante siglos a la obediencia a la autoridad, que aquello no representaba conflicto alguno para el común de los individuos. Además, añade también la práctica totalidad de ancianos y ancianas que recorren las páginas de la obra, en aquella época la URSS era grande, temida y respetada, y eso les hacía sentir orgullosos de su país.

 

Entre los testigos de mediana edad y los jóvenes la opinión cambia: conocedores, como eran, casi siempre a través de fuentes clandestinas, de las inmensamente mejores condiciones de vida en Occidente, ansiaban el final de la era soviética para celebrar la llegada de la democracia. Y sobre todo, para compartir la prosperidad del mundo occidental: en muchos casos, ese anhelo de prosperidad se reducía a la posibilidad de comprar pantalones tejanos de marca en cualquier comercio, o adquirir alguna marca de bebida que se consideraba privilegio exclusivo de quienes habitaban al otro lado del Telón de Acero. «Lo que nos cuentan del comunismo es mentira», repetían a sus mayores, que se mostraban reticentes a dejarse convencer por lo que ellos estimaban como meros cantos de sirena. Llegó Gorbachov, Gorby, como se le conocía, a la vez cariñosa y despectivamente, entre la población, y con él el sueño de libertad, apertura y democracia parecía cercano. De pronto fue posible comerciar, comprar productos occidentales, y daba la sensación de que los años de la oscuridad habían quedado atrás. Hasta que la URSS se disolvió y los PAEs irrumpieron en el antiguo escenario soviético con toda su crudeza: podían adquirirse productos variados, de diferentes marcas, pero a precios prohibitivos, mientras los salarios caían en picado, los servicios públicos eran privatizados, y las empresas procedían a recortar personal ante la contracción de la demanda y, por consiguiente, de la producción.

 

Y lo que era peor, los nuevos dirigentes de todos y cada uno de los países que habían integrado la URSS no hacían nada para evitarlo: por imperativo económico, el Estado tenía vetada su intervención reguladora en la economía. Mientras tanto, nuevos personajes hacían fortuna en el escenario de reconstrucción económica merced a su alianza estratégica con los poderes fácticos, que se convirtieron así en cómplices y artífices de una compleja red de corrupción no muy distinta de la nomenklatura, que se veía apoyada por un instrumento mucho más poderoso que el ejército soviético o la policía secreta: el dinero. Aquellos veteranos que habían vivido con orgullo los años del poderío soviético veían con perplejidad la venta de su patria al mejor postor, la irrupción de capital extranjero y el expolio de la riqueza rusa por unos pocos individuos en posición de poder. Fue entonces cuando se sintieron en una posición de fuerza suficiente para replicar a sus hijos y nietos: «Lo malo no es que lo que nos contaban del comunismo era mentira; lo malo es que lo que nos habían contado del capitalismo era verdad». Por el camino quedaron las ilusiones de generaciones que habían construido castillos en el aire sobre las oportunidades de la nueva democracia, que nunca se llegó a consolidar en sentido pleno en la ex Unión Soviética. Solo una tendencia se mantuvo estable entre la sociedad civil: el recurso al suicido como vía de escape, bien de un mundo que se desmoronaba, en el contexto de la disolución de la URSS y por parte de los integrantes de la élite soviética, o bien de otro mundo que parecía haberse olvidado de una parte sustancial de sus habitantes (Aleksievich, 2015).


[1] Esta apuesta geopolítica se inspira en la teoría del heartland enunciada por Halford MacKinder (1904).



[1] Se habla de vacío de poder relativo porque de hecho no existía tal vacío: el gobierno de Rusia estaba presidido por Boris Yeltsin, del mismo modo que en el resto de países del antiguo bloque soviético habían asumido la dirección del ejecutivo los antiguos representantes del ala reformista e inconformista del Partido.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Notas al pie de Gaza - Joe Sacco

Sé que llego a comentar esta publicación con mucho retraso, pero el ritmo de lectura no siempre es el que uno quisiera. Para empezar, ha de señalarse que la lectura de la obra Notas al pie de Gaza ha de complementarse necesariamente con Palestina. Las dos dan una imagen bastante acertada de la situación cotidiana vivida en territorio palestino: acoso, violencia, asesinatos, violaciones de los Derechos Humanos... y sobre todo caos. Mucho caos provocado por un Occidente que llegó allí como salvador, que mientras estaba en el lugar se dio cuenta de que difícilmente podía salvarlo de nada (si es que había que salvarlo de algo), y que se marchó cuando la espiral de violencia superaba con mucho sus expectativas. 

Probablemente no nos resulte ajena la experiencia de intervención en un territorio del Medio Oriente que no cumple ninguno de los objetivos iniciales y que, además, deja un reguero de muertos por el camino cuando las tropas "civilizadas" se retiran cabizbajas, admitiendo su incompetencia y masticando su petulancia. Ahora bien, no por repetida debe volvernos insensibles estas situaciones ante el drama de la población que se ve sometida a la "oleada civilizadora y pacificadora" de nuestro mundo occidental, ni tampoco debe invitarnos al silencio. Porque cuesta mucho, en este caso concreto, comprender los motivos que llevan al sionismo, que padeció las consecuencias de una grave persecución y un terrible etnocidio, a ejecutar los mismos abusos con total impunidad sobre la población que habita el suelo palestino. 

La matanza de Khan Younis en noviembre de 1956, en el contexto de la Crisis de Suez, en plena Guerra Fría, constituye una perfecta ilustración de lo que es abusar de un pueblo cuando se sabe que se tiene la superioridad del lado de uno mismo, revestida de banderas con barras y estrellas. Sin embargo, aquel no es sino un hito más en el largo camino de ataques y excesos israelíes sobre los territorios palestinos, en los que reclama su soberanía por medio de las armas apelando a su derecho atávico como pueblo elegido por dios. Probablemente, si pudiéramos hacer un conteo de todas las ocasiones en las que la sangre se ha derramado por la misma causa, agotaríamos todo un bloc de la infamia, a cuyo término no nos cabría más que guardar un minuto de silencio por la miseria humana. 

Mientras pensamos si queremos dar ese paso, los ataques se siguen produciendo, las bombas siguen cayendo y los colonos continúan usurpando territorio a Palestina. Todo ello en una perspectiva ennegrecida por la proclamación del Estado nacional de Israel de la mano de Benjamin Netanyahu, que prefirió dejar de lado cualquier alusión a la democracia en el nombre del país para dejar claro su objetivo: defender a su pueblo por encima de todo y de todos. Y agravado por un Donald Trump que, en el culmen de su delirio de matón de instituto convertido en presidente de Estados Unidos, no tuvo mejor idea que trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén, reconociendo a esta última como capital de Israel. 

Lo dicho, todos azuzamos el fuego y todos guardamos silencio cómplice mientras Israel sigue sorteando los Derechos Humanos a mayor gloria de la mal llamada tierra prometida. Quizá habría que preguntarse: ¿qué fuimos a hacer allí? Y ya que no se puede dar marcha atrás, quizá sea un primer paso para no volver a cometer el mismo error en el futuro, ahora que la sombra del fracaso de Afganistán nos avergüenza jornada tras jornada. 

domingo, 22 de agosto de 2021

El asesino inconformista - Carlos Bardem - Plaza & Janés

Cuando conocí la publicación de El asesino inconformista sentí curiosidad por aproximarme a mi primera lectura de Carlos Bardem, pese a que otros títulos como Mongo Blanco me resultan más cercanos por su temática histórica y mi propio campo de investigación. Sin embargo, no pude evitar sucumbir al encanto de lo que prometía ser una novela negra, y unos días después concluyo la última página y me percato de algo sorprendente: no solo El asesino inconformista no es una novela negra, o no solo eso, sino que además constituye un ácido retrato de la sociedad española a la que todos pertenecemos, pero a cuyo abismo da miedo a asomarse, no vaya a mostrarnos los despojos de aquello que realmente somos. 

Porque Fortunato es un asesino de método, un cultivador del bello arte del crimen bien entendido, que vive al margen de la sociedad junto a su novia Claudita no por su condición de ejecutor a sueldo de políticos corruptos, sino porque ambos son conscientes de que perciben la realidad tal cual es, sin disfraces. Y precisamente ese talento excesivamente realista que falta al resto de sus conciudadanos a ellos les sobra, convenciéndoles de que mientras menos se mezclen con la mediocridad general, mejor. Ambos saben que: "Cuando creas tu identidad nacional sobre odiar a moros y judíos te echas en brazos del cerdo. En el alma profunda de nuestro país hay grasa de torreznos, malas digestiones, peor vino, moscas, sombras siniestras y mucha mala leche (...)" (p. 20). Quizá no sea un rasgo exclusivo de España, ese de construirse una identidad no a partir de lo que somos, sino a partir de lo que no queremos ser: judíos y moros primero (y eso que estuvieron setecientos años en esta tierra), franceses e ilustrados después. Lo que sí nos convierte en un ejemplo humano particular es esa exageración en el odio hacia aquel a quien consideramos nuestro "otro", construido no sobre bases conceptuales sólidas, sino sobre lugares comunes consolidados a lo largo de una barra de bar y con el rechinar de un palillo entre los dientes como música de fondo. Una reflexión que además viene muy bien en estos días, cuando un reportero de una cadena privada entrevistaba a una vecina de Coria del Río acerca del nuevo brote del virus del Nilo y, ante su estupefacción, la mujer preguntaba: "¿quién tendrá la culpa de esto?". 

La España en la que Fortunato trabaja es un país construido sobre los cimientos gruesos de la corrupción, que salpica a todas las formaciones políticas y que parece inundar todos y cada uno de los resquicios de la vida civil. Tanto que apenas extraña que, cansados de uno u otro testaferro que se vuelve incómodo, sus mismos compañeros ponzoñosos no duden en acordar la "limpieza" del elemento absorbente antes de que se vuelva una auténtica china en el zapato. Ahí opera Fortunato, en la ejecución artística de tales indeseables con procedimientos profilácticos y carentes de violencia alguna: si luego el individuo, en su tránsito hacia la muerte, acaba cagándose encima, es cosa suya y de la porquería que le corroía por dentro, en sentido literario y literal. En estas páginas su víctima es una política municipal orlada de collares de perlas, aplaudida por su partido mientras campó a sus anchas por la senda de su capital mediterránea, y que acabó repudiada por propios y extraños cuando los comicios arrebataron el poder a su formación, que se creía dueña de él, para dárselo a los adversarios. Ahora bien, no cuesta imaginar que en otra ocasión podría haber sido el ex director general de alguna entidad bancaria salida a bolsa en circunstancias poco fiables, que tras cargar con buena parte de la culpa de unas tarjetas de color fúnebre pueda acabar sus días descerrajándose un tiro en la finca de un amigo. ¿Hay nombres? Por supuesto que no, ni en las páginas de Bardem ni en esta reseña: corresponda al lector encontrar coincidencias con la realidad, o no. Las conclusiones, en cualquier caso, serán únicamente suyas. 

¿Cómo puede ser que tanta corrupción quede impune? La respuesta es bien sencilla: España es un país de serviles. "Crías de un país que siempre está a tres generaciones de educación laica, cultura y ciencia, de sacudirse las moscas y la ignorancia grasienta del siervo que quiere ser amo, no libre" (pp. 181-182). Los mismos españoles que se escandalizan ante nuevos casos de desfalco de dinero público no dudan en mesarse los cabellos y rasgar sus vestiduras ante sus conocidos, porque la postura es importante, si bien más en unas latitudes que en otras, pero luego, a hurtadillas y cuando nadie les oye, piensan: "muy bien que ha hecho, oye. Si yo estuviera ahí, haría lo mismo". Por eso han alcanzado predicamento figuras como la de un ex banquero que robó dinero a su propia entidad, un ex empleado de seguridad que huyó con el dinero de un banco, o una cantaora que pasó un verano expuesta ante las pantallas de espectadores salivantes de la mano del alcalde de la Costa del Sol, aunque luego se descubriera que todo ello había sido a costa del dinero del contribuyente. Y también por eso las revistas de papel couché tienen tanto éxito: por deseo de emulación. La inmensa mayoría de la población española es de clase baja o muy baja, más en los últimos tiempos en que el neoliberalismo deambula por nuestra vida cotidiana con la cara descubierta; casi todos somos clase trabajadora, pero a poco que tenemos oportunidad estiramos el cuello y nos proclamamos "clase media", porque tenemos algo de dinero que, lejos de ahorrar, nos inspira a invertir en un apartamento en la playa. Y acabamos siendo esclavos de las hipotecas, de los usureros, de los avalistas, de los bancos y de políticos sinvergüenzas que recurren al plasma para decirnos que vamos a ser objeto de un rescate bancario porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y lo dicen así, sin tapujos, porque suya es la mayor victoria: haber roto la conciencia de clase trabajadora para convencer a cada hijo de vecino que en él o ella hay un propietario o propietaria en potencia. Y que cada cual se salve como pueda, porque nadie va a mover un dedo por uno, más que uno mismo. 

En resumen, operamos así porque nos creemos muy buenos, demasiado, y nos olvidamos pronto de nuestros orígenes y del grupo al que pertenecemos: "En el fondo, siempre ha pensado Fortunato, hay mucho de odio al pobre en estos racismos instintivos, falta de empatía hacia la miseria ajena de quien ha escapado de ella recientemente, apenas una generación o dos, y quiere marcar distancias por miedo a que la antigua pobreza sude, huela y los delate" (pp. 241-242). Este mismo instinto nos convierte en seres abusones, ávidos de hallar un débil, o mejor dicho, a alguien más débil que nosotros, para cobrarnos en él, o en ella, o en ellos, las injurias y malos tratos que nosotros hemos sufrido en nuestra propia piel. Porque sí, seremos el sur de Europa, su pista de recreo low cost y motivo de escándalo en los mentideros en los que se decide el futuro de la Unión, pero somos más que los emigrantes que vienen de fuera, por favor. Porque al menos somos europeos, y en su momento nos llenaron las calles de jardineras y nos subieron el precio de todo para entrar en el euro. De vez en cuando, como ejercicio de reflexión, no nos vendría mal releer aquellos versos que en boca de Segismundo escribió magistralmente Calderón: "Cuenta de un sabio que un día...". 

Quizá por todo lo que he venido enumerando, Fortunato tenga más que justificado su oficio de practicante de eugenesia social en un país que se pierde en mediocridad y luchas cainitas. Y quizá también por todo ello, merezcamos el honor de ser algún día sus víctimas. De momento, gozaremos del placer y el honor de haber conocido su historia, que ojalá venga seguida de otras en torno a esta compleja personalidad, que lo es porque Fortunato somos todos, y que no se salve nadie, joder. 


martes, 9 de febrero de 2021

Vive como un mendigo, baila como un rey - Ignatius Farray - Temas de hoy

Esta mañana me propongo hacer una crítica de una obra poco convencional, escrita por alguien bastante heterodoxo: Vive como un mendigo, baila como un rey, de Juan Ignacio Delgado Alemany, a quien muchos conocemos como Ignatius Farray. No he querido incluir el género de la obra justo después del título porque me resulta difícil clasificarla: en puridad, no es una autobiografía al uso, pero tampoco es un ensayo en sentido estricto. Más bien cabría calificarla como un ensayo vital, esto es, un compendio de enseñanzas que Ignatius ha extraído de su propia vida y que ha decidido poner por escrito con una doble finalidad: de un lado, colocarse frente al espejo y afrontar esa imagen con valentía y sentido del humor; de otro, demostrarse a sí mismo y demostrar al lector que lo de menos son las condiciones materiales, siempre y cuando vayan acompañadas de la actitud adecuada, por desastrosas que puedan llegar a ser. 

Podría decir que ha sido una sorpresa descubrir al Juan Ignacio Delgado detrás del personaje, pero en la pasada primavera ya tuve la ocasión de cruzar ese puente después de ver las dos temporadas de El fin de la comedia, que desde entonces he vuelto a ver como cuatro veces, encontrando nuevos matices cada vez. Como sucede en la serie, en las páginas de este ensayo no se encuentra al cómico histriónico y provocador que vemos en La vida moderna, o en La resistencia: por contra, lo que el lector se encuentra es la persona detrás del personaje. El individuo cuyo recorrido vital está lleno de claroscuros y de tropiezos, como el de cualquier ser humano, pero que lejos de recrearse en sus miserias ha hecho de ellas su fortaleza, proyectándolas en un alter ego que sirve para demostrar a la sociedad que, si ella nos enfrenta cada día con una sonrisa de burla absurda, lo menos que se merece es que le paguemos con la misma moneda. 

De todos los conceptos que se manejan en la obra, la mayoría de gran profundidad pese a estar enunciados con el desenfado al que Ignatius acostumbra, me parece especialmente valioso el de "invertir en la pérdida". Esto es, fracasar para saber cuán bajo se puede caer y, a partir de ahí, intentar progresar sin repetir los errores del pasado... o repitiéndolos, pero siendo consciente de ello y sin construir una imagen deformada de uno mismo como "héroe hecho a sí mismo". Porque precisamente de ahí, de la auto-conciencia y de la auto-crítica más viscerales, nace la imagen más cercana posible a la realidad. Puede que esa realidad no nos guste, pero precisamente de eso se trataba; de lo contrario, la llamaríamos "pase de modelos". En definitiva, si queréis pasar un buen rato y descubrir una historia personal entrañable, os la recomiendo encarecidamente. 

domingo, 31 de enero de 2021

No digas nada - Novela de Patrick Radden Keefe

Whatever you say, say nothing. Una frase que remite a un contexto de opresión y represión, impuesta y auto-infringida, en el que los opresores no son ni las autoridades, ni un enemigo externo contra el que se pueden arrojar piedras para descargar la ira. En este caso, el enemigo está dentro de la propia comunidad y puede ser el vecino de al lado. Ese mismo vecino que hasta anteayer te saludaba con amabilidad, pero que de pronto ha dejado de dirigirte la palabra, porque sabe que pensáis de manera diferente y que, de un modo u otro, vuestro desacuerdo os convierte en enemigos a muerte. Y esta expresión no es una frase hecha, sino que ha de leerse en sentido literal. 

Quien se acerque a las páginas escritas por Patrick Radden Keefe pensando que va a leer una novela ha de saber desde ya que parte de una premisa errónea. El suyo es un ejercicio de periodismo de investigación del de verdad, lo cual se agradece en unos tiempos en los que dicho género parece haber quedado reducido a husmear en la vida de los demás apelando a un supuesto "derecho a la información" que yo, a día de hoy, aún no he visto recogido en la Constitución, cuando se trata de información personal de la gente que a nadie con un mínimo de pudor debe interesar. Pero por no irme del tema, decía que No digas nada es una reconstrucción muy ordenada de "The Troubles", es decir, ese eufemismo con el que la sociedad norirlandesa, y por extensión la sociedad británica, se refirieron a los más de treinta años de enconados enfrentamientos entre leales y republicanos en el complejo escenario de Irlanda del Norte, con epicentro del terremoto en la convulsa ciudad de Belfast. 

Con una mayoría de población católica, Irlanda del Norte se quedó en el Reino Unido a regañadientes, como consecuencia de los intereses de la élite política británica e irlandesa del momento, que poco hizo por entender las motivaciones y las aspiraciones del ciudadano norirlandés de a pie. Décadas de opresión por parte de las autoridades británicas para eliminar una identidad republicana y católica a fuerza de decreto ley, sin darse cuenta de que la fuerza legal no sirve para transformar la conciencia colectiva de una gente, unidas a la experiencia internacional de la Guerra de Argelia, movieron a los católicos de Irlanda del Norte a tomar las armas contra el gobierno de Su Majestad. O mejor dicho, a tomarse en serio eso de tomar las armas, porque la lucha del Irish Republican Army (IRA) se había convertido con el paso de las décadas más en una entelequia que en una realidad. 

Radden Keefe comienza su narración con el traumático episodio del secuestro de Jean McConville, madre viuda de diez niños, una noche de enero de 1972, cuando unos desconocidos entraron en casa y se la llevaron a la fuerza. La mayor de sus hijas tuvo tiempo para asomar la cabeza a la puerta del apartamento y darse cuenta de que los raptores eran en realidad sus propios vecinos. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? En ese momento, el autor, interrumpe el relato para hablar de los motivos que movieron a la población católica del Ulster a retomar la lucha violenta contra el gobierno británico, recurriendo al atentado como seña de identidad. Para ilustrar el contexto de los militantes del Provisional Irish Republican Army (PIRA), conocidos coloquialmente como los provos, se centra en dos heroínas de la causa republicana: Marian y Dolours Price. 

Alistadas en las filas del PIRA desde muy jóvenes, las dos se convirtieron en combatientes convencidas que en ningún momento dudaron en recurrir al atentado para reivindicar la anexión del Ulster a la República de Irlanda, sin escatimar en los daños colaterales de sus acciones, entre los cuales se incluían las víctimas civiles. Algo que ellas justificaban, como el resto de sus correligioniarios, alegando que se encontraban en guerra contra el enemigo y opresor británico. La descripción de las atrocidades cometidas por las autoridades contra los presos republicanos lleva al lector a sentirse identificado con aquellos militantes inspirados por una causa romántica en plena era de lucha anticolonial. Gracias a la fortaleza de sus ideas, fueron capaces de perseverar en la causa y mantenerse firmes, mientras recibían las consignas de Gerry Adams, el cerebro de los provos que estaría llamado a liderar los Acuerdos de Paz del Viernes Santo en 1998. 

Como suele suceder cuando la violencia social cesa, los ejecutores de la voluntad de las cabezas pensantes se acaban convirtiendo en aliados y testigos incómodos, cuya voz hay que silenciar para no estropear ese "camino idílico" hacia la paz. Eso sucedió con las hermanas Price, que se vieron destituidas de la noche a la mañana y sufrieron el olvido impuesto por quienes un día las aclamaron como ejemplo de lucha y sufrimiento. El primero de ellos el propio Gerry Adams, convertido en cabeza del Sinn Fein, que acabaría renegando, en un acto que constituye la sublimación absoluta del absurdo humano, de su pasado como combatiente del PIRA. Esta historia no hace sino mover al lector a sentirse aún más identificado con aquellas mujeres, luchadoras incomprendidas y rebeldes con causa, que habían sufrido el escarnio de ver borrado su papel en una lucha de décadas contra la explotación del gobierno británico. 

Es aquí, en este preciso momento, cuando el autor de la obra imprime un golpe de timón al relato y vuelve a los hijos de Jean McConville, de quien se acaba descubriendo que fue secuestrada por los provos bajo la acusación de haber colaborado con el ejército británico, solo porque una noche prestó una mínima ayuda a un soldado británico herido a la puerta de su casa. En paradero desconocido durante treinta años, en 2004 sus restos se encontraron en una playa. Sus diez hijos, separados los unos de los otros tras haber quedado huérfanos, corrieron suerte muy dispar y la mayoría sufrió traumas a lo largo de su vida, derivados de la pérdida de sus padres en un lapso breve de tiempo, además de las vejaciones y abusos sufridos en las distintas instituciones que se hicieron cargo de ellos hasta que alcanzaron la mayoría de edad. Para ellos, a comienzos del siglo XXI solo dos preguntas importaban: ¿quién lo hizo? ¿Por qué?

La misma Dolours Price con la que uno ha ido empatizando durante más de trescientas páginas acaba confesando en una grabación la autoría. Ella tuvo que dar el tiro de gracia a la mujer porque sus compañeros hombres no se atrevían. Y cada noche reza por ella y por sus hijos para que puedan tener salud y para que Dios les proteja. Cuando el espectador llega a este punto, después de haber pasado centenares de páginas haciendo es esfuerzo de entender y empatizar con el movimiento republicano, se encuentra con la cruda realidad: "Esa misma mujer que tú creías luchadora idealista por una causa fue capaz de hacer esto. Y ahora, ¿qué?". 

Pues ahora, nada: la naturaleza humana es así de contradictoria. Como seres humanos, nacemos, vivimos y morimos, y aunque nuestra función debería ser procurarnos una existencia placentera en el tránsito hacia la muerte inevitable, complicamos los senderos por los que discurrimos, casi siempre provocando también dolor a quienes nos rodean. Dicho esto, ¿cuál es mi valoración como académico de los hechos narrados en esta obra? Soy capaz de entender cómo la gente puede actuar en determinadas circunstancias; de lo que no soy capaz es de adivinar si yo actuaría del mismo modo en circunstancias similares. Porque por muy justa que la causa pueda ser, cuando la vida de los demás se pone sobre la mesa las justificaciones teóricas dejan de tener valor y han de prevalecer los derechos humanos fundamentales. 

Ninguna causa, por justa que pueda parecer, justifica matar o silenciar por la fuerza a quien no piensa como yo. 

martes, 8 de septiembre de 2020

Tony Judt, Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, London - New York, Penguin, 2008.

La obra que procedo a reseñar reviste gran interés en este momento, cuando estamos a punto de adentrarnos en la segunda década del siglo XXI, pero seguimos siendo herederos, en muy buena medida, del legado del siglo anterior. Sucesos como el auge del terrorismo islámico internacional, la crisis global de 2008, las tensiones entre Estados Unidos, Rusia y China, o la reciente COVID-19 han distraído nuestra atención lo suficiente para hacernos olvidar casi la centuria que nos precede, y en la que buena parte de nosotros nacimos. Precisamente por eso cobra especial relevancia la relectura de este libro de Tony Judt, elaborado a partir de la compilación de reseñas y artículos que el autor escribió a lo largo de la primera década del nuevo siglo. 

Desde el principio, la apuesta de Judt es bastante fuerte porque, pese al breve espacio temporal transcurrido, el autor adquiere la perspectiva necesaria para señalar las principales enseñanzas del siglo de las guerras, o el corto siglo XX, como Hobsbawm dio en llamarlo: 

1. La pérdida de memoria del pasado inmediato. 

2. La apuesta cada vez más decidida de Estados Unidos por la solución bélica, en cualquier contexto. 

3. La opinión cada vez más extendida en contra del intervencionismo estatal en materia económica. 

4. La llamativa ausencia de intelectuales. 

5. El proceso de cambio cada vez más acelerado, que genera en la mentalidad colectiva un miedo poco recomendable si se piensa en quienes pueden emplearlo en beneficio propio, con aviesos intereses. 

6. La crisis evidente de las grandes ideologías. 

7. La amenaza global terrorista. 

De entre estos siete elementos, la pérdida de memoria se aventura como el mal más preocupante del nuevo siglo que recorremos. Aunque acontecimientos tales como la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS o la Guerra de Yugoslavia sucedieron hace apenas veinte años, no solo nosotros, sino que por descontado las generaciones que nos suceden hemos relegado tales sucesos y su enseñanza obligada al lugar más recóndito de nuestra memoria. Así pues, nos colocamos a nosotros mismos en una posición de minoría de edad perpetua, que nos mueve a sorprendernos y hacernos de nuevas ante sucesos que guardan demasiada similitud con otros acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, cuya experiencia y enseñanzas deberíamos haber asumido para no cometer los mismos errores. 

Más allá de esta reflexión, ha de hacerse notar el contenido de cada una de las secciones del libro que analizamos: 

Para empezar, en la primera parte subraya la relevancia de determinados intelectuales, entre ellos Arthur Koestler, Hannah Arendt o Primo Levi, destacables por la actitud crítica que adoptaron frente al teatro vital en el que debieron desarrollar su acción, así como por la voluntad constante de cuestionarse a sí mismos sin caer jamás en posiciones doctrinarias. Una actitud que nos parece cada vez más difícil en las circunstancias presentes y que, generando la falsa sensación de hacernos más fuertes, no hace sino debilitarnos, porque prescindimos voluntariamente del acerbo cultural que nos precede y sin el cual, mal que nos pese, no somos sino pobres individuos desarmados frente a la perversidad de los líderes de opinión, mucho más líderes pretendidos que poseedores de una opinión certera. 

La segunda parte constituye un profundo análisis, a través de una potente lente de observación, de la huella del marxismo en figuras de la talla de Eric Hobsbawm y Louis Althusser, todas ellas respetables en lo que a su intelectualidad se refiere, pero criticables en un punto común: la diversa forma en que, con mejores o peores intenciones, han desvirtuado el mensaje marxista y han obviado los crímenes de las dictaduras comunistas para justificar su propia posición ideológica. Algo que, a juicio de Judt, les hace merecedores de una severa crítica desde la perspectiva de la razón objetiva. 

En la tercera parte el autor se asoma a cinco ejemplos claros de cómo la falta de memoria deviene necesariamente en una perversión de la identidad presente. La Gran Bretaña laborista ha olvidado su pasado de lucha obrera para confiarse a Tony Blair, mucho más preocupado en gobernar conforme a los intereses de los poderes económicos que en satisfacer las demandas de sus representados, quienes en el mejor de los casos se desencantan por la extraña deriva del laborismo, llegando en las peores circunstancias a orientarse hacia posiciones ideológicas radicalmente opuestas. En este punto interesa el concepto de "post-política", con el que Judt alude a la nueva era que vivimos: una era en la que no importa la ideología de nuestro representante, puesto que lo que verdaderamente cuenta es su capacidad para hacer que las cosas funcionen. 

Continúa el ensayista con un estudio pormenorizado de la construcción de la memoria reciente francesa, tan preocupada por mantener vivo el legado del pasado como por falsear los elementos de esa historia que le resultan especialmente vergonzantes: también así, concluye el historiador, se acaba perdiendo la memoria y, con ella, la identidad. Relevante es la radiografía de dos estados paradójicos dentro de la Europa que conocemos: de un lado, una Bélgica progresivamente descentralizada hasta el extremo de ofrecer escasas garantías de estabilidad; de otro lado, una Rumanía que se erige en el paradigma de la tragedia comunista en la Europa del este, aquejada de los mismos vicios y problemas de la era comunista con un añadido peligroso: la ausencia de un aparato de partido que ampare, bajo una falsa apariencia de legalidad, a unas mafias que, en consecuencia, siguen operando ahora con total libertad, sin necesidad de enmascararse bajo un pretendido halo de respetabilidad. 

El último elemento de cuyo análisis se ocupa es el no menos controvertido caso de Israel, a medio camino entre Europa y el Próximo Oriente, más por necesidad de supervivencia que por su posición geográfica real. De ser un país acosado por el mundo árabe, que encarnaba la lucha del oprimido contra quienes pretenden subyugarlo, Israel ha pasado a ser un estado aniquilador de la heterogeneidad, sobre todo si tal diversidad viste con atuendo palestino y habla cualquier dialecto del árabe. Los mismos individuos que sufrieron la opresión en los campos de exterminio se han convertido en los verdugos de la población palestina, con el beneplácito de unos Estados Unidos cuya limpieza de intención ha de ser puesta, cuando menos, en tela de juicio. De ahí que la simpatía internacional se haya diluido poco a poco, hasta transformarse en prevención, cuando no en animadversión, hacia un estado totalizante inspirado por unespíritu de supervivencia rayano en la violencia animal contra el agresor. 

La cuarta y última parte del ensayo constituye un análisis de América, condicionado en su óptica porque entiende por América solo los Estados Unidos de América. A quienes se dispongan a acusar a Judt de imperialismo y connivencia con el Tío Sam les diremos que no se precipiten, pues si Estados Unidos ocupa sus desvelos en esta parte final del libro es para señalar sus defectos, sus obsesiones y su afán por ocultar su propia decadencia, de la mano de líderes de pantomima como Ronald Reagan, Henry Kissinger, o más recientemente Donald Trump. Cabría preguntarse si el predicamento de la política exterior estadounidense habría alcanzado un calado similar de no contar con apoyos exteriores tan decisivos como el del pontífice Juan Pablo II durante los años de la lucha contra el sandinismo en Latinoamérica. 

El libro concluye con una profunda y premonitoria reflexión: a menos que nos esforcemos en preservar el legado del pasado reciente, y a menos que la izquierda se apresure a recuperar sus ideales originales y a apoyar políticas sociales, adoptando al mismo tiempo una postura crítica para con las instituciones oficiales, corremos el riesgo de la radicalización ultra-conservadora de la clase obrera, inspirada por ese mismo "yo lo que quiero es que esto funcione" que puede arrojarnos en manos del lobo, olvidando que, aunque no queramos, seguimos siendo corderos que hemos de defender la integridad del rebaño frente a hambrientas sonrisas de caninos afilados. 

domingo, 17 de mayo de 2020

Sostiene Pereira - Exilio interior

Cuando cursaba el Máster en Estudios Hispánicos de la Universidad de Cádiz, en 2007, leí Sostiene Pereira por recomendación de Diego Caro Cancela, profesor que me marcó durante aquella etapa y que nos impartía una asignatura centrada en los procesos de transición democrática en el mundo en la segunda mitad del siglo XX. Lo primero que he de decir es que tomé su recomendación al pie de la letra, por la curiosidad que me suscitaba la historia reciente de Portugal: un país vecino que nos mira a nosotros con mucho más respeto, hermanamiento y admiración de los que nosotros solemos mostrar hacia él, con nuestros cuellos siempre vueltos hacia el norte de Europa. 

La historia de Pereira debe identificarnos a todos, porque es la historia de la condición humana: un alma contradictoria, que ha pasado su vida de espaldas a la política y al profundo proceso de regresión democrática experimentado en su país, convenciéndose de que nada va a pasar si él no se mete en líos, pero que un buen día se mira a sí mismo en el espejo. Y quién lo iba decir: pasados los sesenta años, de pronto se da cuenta de que no se gusta. Por una extraña providencia, en ese preciso momento conoce al joven Monteiro Rossi, que le recuerda al joven que él fue y a la persona que podía haber sido, si hubiera decidido seguir sus impulsos en lugar de convertirse en alguien sumiso al poder. 

Por eso y porque Pereira ve en Monteiro Rossi y su joven amada, Marta, a su propia imagen y la de su esposa difunta, con cuya fotografía conversa a diario; por eso y porque Monteiro Rossi también rellena el vacío de aquel hijo que nunca tuvieron; como consecuencia de la suma de todas estas circunstancias, Pereira decide imprimir un giro a su vida y convertirse en alguien que toma partido por la causa de la subversión. Lo hará de manera tímida, pagando de su bolsillo las efemérides por anticipado de literatos famosos que su pupilo escribe, pero que son impublicables por su contenido político, que no superaría jamás la estricta censura del Portugal salazarista. Y lo hará sin dejar de mirar su reflejo en el espejo día a día, para preguntarse si verdaderamente está haciendo lo correcto, mientras su mujer le responde con su eterna sonrisa desde el portarretratos. 

Si le restaba alguna duda sobre su manera de proceder, el doctor Costa, médico de la clínica talasoterápica en la que Pereira pasa una semana, le anima a dejar de lado a su superyo y dejar libre el paso a su nuevo yo hegemónico. Así, Pereira va transitando lentamente de un conformismo irritante a un exilio interno, que consiste en la ayuda a la disidencia desde su actitud silente y abnegada. El tránsito del exilio interno al exilio exterior llegará, en cambio, con gran virulencia: la misma que unos supuestos agentes de policía emplean para torturar y asesinar a Monteiro Rossi, un día antes de que sea el propio Pereira quien publique su primer artículo firmado en las páginas del Lisboa, denunciando la tropelía cometida contra su protegido, mientras emprende el camino del exilio, acompañado siempre del recuerdo de su mujer. 

¿Es Pereira mejor o peor ser humano por actuar de la forma en que lo hace? Mi conclusión es que, en resumen, es un ser humano: contradictorio, torturado por sus remordimientos, pero dispuesto a cuestionarse a sí mismo y a cambiar sus convicciones, independientemente del momento de su vida en el que se produzca dicho cambio. Eso sí: sin renegar nunca de lo que un día fue, precisamente para asentar los pies con firmeza en lo que ahora comienza a ser. También es humano en la fatalidad de nuestro destino, porque del Portugal de Salazar, sorteando una España azotada por la Guerra Civil (la novela transcurre en 1938), se adivina que Pereira parte a una Francia donde, en breve, el panorama no tardaría en ser aún más desolador que en su país de origen. 

Me quedo con una reflexión final de la novela, en labios de su confesor, el padre António: "No entiendo por qué apoyamos a Franco, que se ha sublevado contra un régimen republicano, elegido por el pueblo, cuando nosotros mismos somos una República". 

sábado, 21 de marzo de 2020

Voces de Chernóbil - Svetlana Alexievich

Lo peculiar no es que haya leído este libro en plena cuarentena, sino que lo comencé mucho antes de sospechar lo que iba a suceder, y para acabar de hacer redondo el círculo, lo estaba compaginando con Ensayo de la ceguera, de Saramago, cuya crítica espero poder hacer en pocos días. 

El testimonio de Alexievich es desgarrador, en la medida en que la catástrofe le golpeó directamente, como autora nacida en Bielorrusia. No obstante, lo verdaderamente llamativo en este punto no es su perspectiva personal, sino el hecho de que cuando ella realiza este reportaje coral han transcurrido once años desde el 26 de abril de 1986, pero el miedo y la sombra de Chernóbil siguen inundando a dos generaciones del antiguo territorio soviético: la generación que lo padeció directamente, y la que vino después. Porque hay dos elementos que han de destacarse de entre las voces que inundan sus páginas: 

El primero es la irresponsabilidad de un Estado Soviético que, consciente de su debilidad y de su desmoronamiento, como un gigante con pies de barro, intuía que reconocer el terrible error cometido en la Central Nuclear de Chernóbil equivalía a firmar, de su propio puño y letra, su sentencia de muerte. Aunque el número de vidas humanas que provocó el accidente lo convirtiese en una tragedia humana sin precedentes, era mucho más importante mantener el silencio en torno a los sucesos, hasta que la verdad fue imposible de silenciar, que admitir la existencia de un sistema económico decadente que había obligado a ahorrar costes incluso allí donde la seguridad de los individuos se podía ver arriesgada. 

El segundo es el desconocimiento, que conduce al miedo: desconocimiento primero de los habitantes de Prypiat, que paseaban por la calle y consumían alimentos y agua de la ciudad mientras las partículas de grafito inundaban el aire, y ellos mismos estaban siendo sometidos a una radiación diaria más letal que la provocada por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. A ese desconocimiento inconsciente, se sumó después el desconocimiento consciente, inducido: ese silencio cómplice de quienes sabían lo que había sucedido, pero se limitaban a poner cara de circunstancia mientras el resto de la población intercambiaba miradas que parecen decir "algo ha pasado, y no nos quieren decir qué". 

Cuando finalmente se autorizó a ordenar la evacuación de la población, se asistió al alumbramiento de un segundo tipo de ignorancia, que dio paso al pánico, al miedo irracional a todo lo que estaba relacionado con Chernóbil. Este pánico lastró a dos generaciones de personas víctimas de la dictadura soviética, que se convierten en apestados dentro de sus propias comunidades, en una sucesión de reacciones humanas que viene a demostrar que tan peligrosa es la ignorancia, como la sobreabundancia de información mal administrada, que da lugar a la circulación de rumores de dudosa veracidad científica, pero que la gente está dispuesta a creer simplemente porque necesita una explicación, cualquier explicación, para encontrar orden dentro del caos. 

En definitiva, en situaciones de crisis lo fácil, pero al mismo tiempo lo más desaconsejable, es reaccionar de manera pendular, pasando de un extremo anímico a otro. Podrá argumentarse que el equilibrio es difícil de alcanzar, máxime cuando el bombardeo diario de información dificulta la capacidad individual de alejarse de los hechos para valorarlos en perspectiva: quizá sea recomendable, en ese caso, administrar la información de manera racional, protegerse frente a su bombardeo e intentar valorar las circunstancias siempre con mesura. 

domingo, 8 de marzo de 2020

Reseña de "The farming of bones" de Edwidge Danticat

En el otoño de 2009 me hallaba cursando una estancia de doctorado en Londres cuando, en una fiesta de no-Navidad, porque mi supervisora, también casera, no era muy de esa festividad, una compañera postdoctoral se me acercó y me regaló un libro de Edwidge Danticat: The Dew Breaker. Marika Preziuso, que así se llamaba la chica, me explicó que la autora de la novela era una de las novelistas haitianas más reconocidas en el panorama literario contemporáneo, y me recomendó la lectura tanto del libro que me acababa de regalar, como de The Farming of Bones. Cuando le pregunté el tema de este último, me habló de la Masacre de Perejil, episodio de la historia dominico-haitiana que yo desconocía por completo. Diez años más tarde, por casualidades y circunstancias del mundo académico, participé en un seminario organizado por mi Universidad sobre el delito de genocidio: deseoso de aparcar la historia de la esclavitud, que siempre ha sido el leitmotiv de mis investigaciones, quería buscar un tema que enlazase con las prácticas genocidas contemporáneas, y decidí retomar la recomendación de Marika para leer The Farming of Bones

Es preciso entender el contexto en el que se ubica la novela: la frontera entre la República Dominicana y Haití, en el otoño de 1937, al final del primer mandato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo (1930-1038). Las relaciones entre los dos pueblos siempre habían sido controvertidas desde el periodo colonial, y con frecuencia Haití, con mayor pujanza militar en el siglo XIX, había intentado aprovechar la situación de debilidad de sus vecinos del este para anexionar aquel territorio, lo que consiguió entre 1822-1844. Sin embargo, el siglo XX hizo que el equilibrio de fuerzas en la isla de La Española se alterase, con una República Dominicana emancipada de la dominación estadounidense antes que el Estado haitiano, y precisada de una causa nacional que permitiese a Trujillo unir a todos los dominicanos bajo su liderazgo. Fue entonces cuando el dictador quiso explotar el miedo atávico a la amenaza del oeste, y lo hizo de manera brillante: aprovechando la creciente migración haitiana a la frontera dominicana para buscar mejores condiciones de vida, agitó la bandera de la invasión silenciosa y, en octubre de 1937, ordenó a sus súbditos que detuviesen y ejecutasen a cuantos haitianos localizaran en los territorios del oeste del país. Como dominicanos y haitianos comparten sus ancestros africanos, sobre todo en la frontera, el Estado necesitaba de un instrumento para distinguir claramente entre ellos. Por ello, los ejecutores de la matanza exigían a los negros de las poblaciones fronterizas que pronunciaran la palabra "perejil": si eran dominicanos, la pronunciarían sin problemas. En cambio, si eran haitianos, no podría pronunciar ni la erre ni la jota, de modo que quedarían expuestos y se les podría fusilar. 

La perspectiva que utiliza Danticat es la de Annabelle, una haitiana empleada en una hacienda azucarera dominicana, donde ha servido desde pequeña, cuando sus padres murieron en una crecida dramática del río Masacre. Los dueños de la hacienda siempre le trataron bien, pero de pronto ella y los demás haitianos que trabajan en la zona perciben un cambio de actitud entre los patrones dominicanos, hasta que el médico que atiende a la dueña de la hacienda en el parto busca un aparte con ella y le recomienda que se marche a Haití antes de que sea demasiado tarde. Annabelle se resiste, impulsada por un sentimiento de lealtad y gratitud hacia la familia que le acogió, pero pronto se percata de que la violencia contra los haitianos va muy en serio y se decide a cruzar a Haití a pie. Por el camino deberá superar numerosas penurias y estará a punto de caer en manos de las fuerzas encargadas de la eliminación de sus compatriotas, quienes la maltratan pero la dejan escapar con vida. Una vez en Haití, verá pasar los años sumida en la depresión más absoluta, incapaz de encontrar fuerza para vivir día a día, puesto que no comprende los motivos de los dominicanos para haberse ensañado de esa forma con la población haitiana, y además porque perdió a su prometido durante la huida. El testimonio de Annabelle, pues, es el de la incomprensión hacia la barbarie, que llega al extremo de no encontrar consuelo ni siquiera en la compensación económica prometida por el Estado a los damnificados por la Masacre de Perejil, procedente de la sanción económica impuesta al Estado trujillista dominicano. 

Una lectura, pues, más que recomendable, en la medida en que constituye una exaltación de la condena a la intolerancia y a la violencia desmesurada, que resultan difíciles de asimilar en la razón humana. 

Reseña de "España sin rey" de Galdós

Hace unos días concluí la lectura de España sin rey, de Galdós, en una edición integral de la Quinta Serie de los "Episodios Nacionales" de la Editorial Cátedra, que tenía como tarea pendiente sobre mi mesita de noche desde años atrás. Lo hice como una manera de reconciliarme con el genio, a quien no leía desde que en el verano de 2018 volví sobre las páginas de El abuelo, y tras varios intentos fallidos de releer Fortunata y Jacinta. Mi abandono solo se explica porque con Galdós, como pasa con otros muchos autores, solo se puede tener éxito y se obtienen las sensaciones esperadas si se acude a la lectura en la adecuada predisposición de alma. Todo lo que sea un deseo, implícito o explícito, de buscar la acción trepidante y la aventura, de modo que las páginas vuelen entre nuestras manos, topará con un muro insalvable: el del talento de don Benito, que obliga a una lectura pausada, con la misma parsimonia con que él recorría las tabernas y los rincones populares de Madrid para captar la esencia de sus gentes. 

España sin rey reviste interés porque narra un apartado de la historia del país que no siempre se recuerda en su justa medida: el Sexenio Revolucionario (1868-1874), es decir, aquellos seis años en los que España quiso jugar a ser europea primero, y republicana después, para acabar demostrándose a sí misma que era demasiado pronto para experimentar más allá de lo que el límite mental de los nacionales estaba dispuesto a admitir. En el caso que nos ocupa, Galdós analiza los dos años durante los cuales el país fue una monarquía sin rey, mientras los miembros del gobierno provisional buscaban un candidato por toda Europa y las Cortes intentaban diseñar una Constitución democrática, mientras los ultramontanos alzaban la voz para clamar contra viento y marea que España era la patria de la religión católica y de la tradición monárquica. El espíritu de los nuevos vientos, que comenzaban a soplar por las calles de Madrid y de las principales ciudades de la piel de toro, acabó impregnando hasta al sacerdote apostólico que vino de provincias para intentar defender su causa, viéndose sometido a un conflicto interno que partió de sus convicciones personales y de su voto de castidad para llegar hasta su propia ideología. Y mientras tanto, porque España no cambia, arribistas y buscadores de fortuna rápida intentaban aprovechar la apertura relativa del régimen para beneficiarse de las prebendas de la clase política, configurando lo que se ha conocido como la Generación del 68, que legó a figuras tan destacadas como Romero Robledo. 

En definitiva, estamos ante una lectura recomendable para conocer la mentalidad española del último tercio del siglo XIX, y cabe solo al lector determinar cuáles son las continuidades y rupturas respecto a la sociedad actual. Baste para ejemplificar esta realidad la reflexión de uno de los personajes femeninos que, escribiendo a su enamorado, diputado en Madrid, se preocupa porque esté participando en el debate constitucional y le anima a dejarse de problemas: ¿no será mejor coger cualquier Constitución previa y retocarla "un poquito"?