domingo, 26 de septiembre de 2021

Somos pobres

Esta es una entrada escrita desde el pesimismo, inspirado a su vez por la resignación. España es pobre. No me refiero a nuestra cultura, nuestra nula capacidad de entendimiento, los vaivenes en política educativa... Hablo de lo puramente crematístico: económicamente, España es pobre, y mucho me temo que así seguirá en los años que vengan. La raíz del problema hay que buscarla en el precio para salir de la crisis financiera de 2008: el rescate bancario y las condiciones impuestas para demostrar la rentabilidad el bono español obligan a una política de austeridad que pudo extinguirse en lo macroeconómico allá por 2013, pero que en la vida cotidiana de los ciudadanos no ha hecho sino morder cada vez con mayor virulencia. A cambio de ser un país rentable, los salarios han crecido muy por debajo del nivel de vida, igual que las pensiones, y no digamos ya en comparación con el nivel del resto de países de la eurozona. Eso sí, como los indicadores macroeconómicos indican que el capital extranjero invierte y que las empresas crecen, los precios siguen escalando, junto con los alquileres, y el resultado no es otro que, por mucho que suban los salarios, si es que lo hacen, la capacidad de ahorro es cada vez más reducida. Resignados, pues, aceptamos que somos una generación más pobre que aquella que nos precede, y así seguiremos. Las subidas del salario mínimo, necesarias y pertinentes, no conseguirán paliar el efecto prolongado de una cultura del servilismo europeo, mientras el ministro socialista de Seguridad Social declara sin pudor que la edad de jubilación deberá retrasarse hasta una década, para que nos vayamos haciendo una idea. 

Y esto conduce a lo siguiente: todos nos llevamos las manos a la cabeza ante las imágenes de los macrobotellones organizados en pleno proceso de normalización post COVID-19. Hablamos de irresponsabilidad, de falta de conciencia de la juventud... pero tenemos que pensar en todo lo anterior para entender a esos jóvenes a quienes censuramos, y cuya falta de responsabilidad no se pretende excusar en estas líneas, sino ayudar a entender. Estamos ante una generación adolescente y/o veinteañera hija de otra generación que se ha visto engullida por la oleada de pauperización de la clase trabajadora española. Si ellos no trabajan y dependen de "la paga" de sus padres, se encuentran con que dicha paga es mínima; y si trabajan y se quieren emancipar, solo pueden intentarlo alrededor de los treinta años, para compartir piso y gastos, trabajando a cambio de un sueldo de miseria y con apenas capacidad de ahorro. Mientras el ocio del sector servicios no les ofrezca alternativas viables, su única salida es comer algo barato la noche del jueves, viernes y/o sábado (hamburguesa de alguna cadena de comida rápida, kebab de sucedáneo de carne, etc.), por apenas 5 euros, y comprar bebida en grupo para consumirla en la calle haciendo frente a las prohibiciones y a las inclemencias climáticas, porque algo hay que hacer, porque de algo hay que morir, y porque nos gusta la fiesta más que a un tonto un lápiz. 

De todo lo expuesto, me preocupa lo segundo, porque habla de generaciones sin esperanza de mejorar la condición de sus progenitores. Y me preocupa lo primero, porque remite al sometimiento al neoliberalismo rapaz por un afán incomprensible de mantener la bicicleta marchando. Quizá llegue pronto el momento de plantearse si merece la pena seguir pedaleando, o bajarse y seguir a pie. Es más costoso, es más barato, es más penoso... pero al menos corresponderá a una decisión propia, y no impuesta desde las limusinas de quienes miden nuestras posibilidades económicas de existencia. 

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Notas al pie de Gaza - Joe Sacco

Sé que llego a comentar esta publicación con mucho retraso, pero el ritmo de lectura no siempre es el que uno quisiera. Para empezar, ha de señalarse que la lectura de la obra Notas al pie de Gaza ha de complementarse necesariamente con Palestina. Las dos dan una imagen bastante acertada de la situación cotidiana vivida en territorio palestino: acoso, violencia, asesinatos, violaciones de los Derechos Humanos... y sobre todo caos. Mucho caos provocado por un Occidente que llegó allí como salvador, que mientras estaba en el lugar se dio cuenta de que difícilmente podía salvarlo de nada (si es que había que salvarlo de algo), y que se marchó cuando la espiral de violencia superaba con mucho sus expectativas. 

Probablemente no nos resulte ajena la experiencia de intervención en un territorio del Medio Oriente que no cumple ninguno de los objetivos iniciales y que, además, deja un reguero de muertos por el camino cuando las tropas "civilizadas" se retiran cabizbajas, admitiendo su incompetencia y masticando su petulancia. Ahora bien, no por repetida debe volvernos insensibles estas situaciones ante el drama de la población que se ve sometida a la "oleada civilizadora y pacificadora" de nuestro mundo occidental, ni tampoco debe invitarnos al silencio. Porque cuesta mucho, en este caso concreto, comprender los motivos que llevan al sionismo, que padeció las consecuencias de una grave persecución y un terrible etnocidio, a ejecutar los mismos abusos con total impunidad sobre la población que habita el suelo palestino. 

La matanza de Khan Younis en noviembre de 1956, en el contexto de la Crisis de Suez, en plena Guerra Fría, constituye una perfecta ilustración de lo que es abusar de un pueblo cuando se sabe que se tiene la superioridad del lado de uno mismo, revestida de banderas con barras y estrellas. Sin embargo, aquel no es sino un hito más en el largo camino de ataques y excesos israelíes sobre los territorios palestinos, en los que reclama su soberanía por medio de las armas apelando a su derecho atávico como pueblo elegido por dios. Probablemente, si pudiéramos hacer un conteo de todas las ocasiones en las que la sangre se ha derramado por la misma causa, agotaríamos todo un bloc de la infamia, a cuyo término no nos cabría más que guardar un minuto de silencio por la miseria humana. 

Mientras pensamos si queremos dar ese paso, los ataques se siguen produciendo, las bombas siguen cayendo y los colonos continúan usurpando territorio a Palestina. Todo ello en una perspectiva ennegrecida por la proclamación del Estado nacional de Israel de la mano de Benjamin Netanyahu, que prefirió dejar de lado cualquier alusión a la democracia en el nombre del país para dejar claro su objetivo: defender a su pueblo por encima de todo y de todos. Y agravado por un Donald Trump que, en el culmen de su delirio de matón de instituto convertido en presidente de Estados Unidos, no tuvo mejor idea que trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén, reconociendo a esta última como capital de Israel. 

Lo dicho, todos azuzamos el fuego y todos guardamos silencio cómplice mientras Israel sigue sorteando los Derechos Humanos a mayor gloria de la mal llamada tierra prometida. Quizá habría que preguntarse: ¿qué fuimos a hacer allí? Y ya que no se puede dar marcha atrás, quizá sea un primer paso para no volver a cometer el mismo error en el futuro, ahora que la sombra del fracaso de Afganistán nos avergüenza jornada tras jornada. 

miércoles, 25 de agosto de 2021

Afganistán

Al hilo de todo lo que está sucediendo en tierras afganas había pensado escribir una entrada de opinión, pero he preferido incluir una sección de mi recién publicada novela Tiempo antes, tiempo después (Punto Rojo, 2021), en la que reflejo cómo a muchos ya entonces, con los escombros de las Torres Gemelas aún humeantes, nos olía a cuerno quemado aquella invasión repentina que no se acababa de entender si se dejaba lo visceral de lado. Solidaridad absoluta con Afganistán, y no nos olvidemos de Haití. 

Salud.




Episodio VI – Tierra Santa

 

 

La sensación que tuve en aquel momento fue una mezcla de sentimientos, no sé si enfrentados o combinados entre sí: por un lado, consternación por lo que acababa de suceder; por otro lado, incertidumbre y miedo ante lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Al pensar de esta forma, no me daba cuenta de que, en realidad, la nueva era había empezado mucho antes, el 11 de septiembre de 2001, cuando al-Qaeda perpetró el atentado contra el World Trade Center de Nueva York.

 

Antequera, septiembre de 2001

 

Recuerdo aquel día como si fuera hoy, porque entonces sí que, mientras miraba el telediario de las 15:00 en casa con mis padres, preparándome para ir a clase de la autoescuela, vi algo que nunca antes nadie había contemplado: un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas. La hipótesis inicial era la de un accidente fatal, por su dimensión y por sus repercusiones, pues al haber chocado contra el tercio superior de la estructura del edificio era seguro que los habitantes de los pisos superiores tenían su destino sellado. Aquello podía ser un error humano más, de tantos como se sucedían a diario, solo que con consecuencias fatales. Entonces, mientras Matías Prats relataba la sucesión de noticias en torno a aquel supuesto accidente, vi en directo al segundo avión estrellándose contra la segunda torre.

 

-        ¡Hostia! – grité desde el comedor, y mis padres, que estaban en la cocina acabando de recoger, acudieron con la incógnita pintada en sus rostros ante mi exclamación.

 

-        Niño, a ver si hablas bien – me dijo mi madre – Que este año vas a ir ya a la Universidad y está muy feo decir palabrotas.

 

Su reprimenda se le ahogó en la garganta, cuando vio las imágenes que yo era incapaz de seguir contemplando, atraído por lo espectacular y lo catastrófico de la circunstancia.

 

-        Esto no es un accidente, ¿eh? – reflexionó en voz alta mi padre, con la cara desencajada.

 

No supe qué responder a sus palabras, por lo que me quedé callado y, viendo la hora y que mi hermano andaba entretenido, fui a la cocina a ayudarles a acabar de recoger.

 

Apenas fue un lapso de quince minutos, pero cuando regresé ante el televisor aparecieron ante mí algunas imágenes que me resultaba difícil interpretar: gente agolpada en la calle, en alguna ciudad del mundo árabe, celebrando las noticias que llegaban desde el centro económico de Estados Unidos, y del Mundo. ¿Por qué reaccionaban de aquella manera? ¿Por qué se alegraban de lo que estaba sucediendo? Ni que decir tiene que, a mis recién estrenados 18 años, me era difícil comprender lo que estaba sucediendo, pero al mismo tiempo quería ponerme al día cuanto antes: en unas semanas comenzaría a estudiar la licenciatura en Historia y necesitaba encontrar respuesta a aquellos interrogantes.

 

Con esas dudas golpeando en mi cabeza fui a la autoescuela a pasar dos horas haciendo tests: ya había revisado varias veces el contenido del manual y me estaba preparando para hacer el examen teórico, que tendría lugar en unos días. El reloj de San Sebastián daba las seis de la tarde, retumbando en las calles de una ciudad que aún se desperezaba del sopor veraniego, del que pugnaba por liberarse para ir adentrándose lentamente en el otoño. Cuando llegué a casa mis padres, que solían salir a pasear y hacer recados un poco más tarde, estaban aún sentados ante el televisor. Al verme aparecer por la puerta, mi madre siguió extasiada contemplando las imágenes mientras mi padre me indicaba con una mano que entrase, señalando con la otra la pantalla como para explicar el motivo de su atención.

 

Entonces, para mí aquella era la foto de un señor desconocido, de facciones enjutas, penetrantes ojos negros y larga barba canosa. Junto a la fotografía, de manera intermitente se iban sucediendo vídeos que había circulado por diversos medios, subtitulados. Lo que leí era aún más incomprensible: aquel individuo, Osama bin Laden de nombre, era el caudillo de una organización terrorista fundamentalista islámica, al-Qaeda, que acababa de reivindicar el atentado de las Torres Gemelas, que al parecer había sido sucedido por un tercer vuelo estrellado contra el Pentágono. Mencionaba las injerencias de Estados Unidos en el mundo islámico, explotando los recursos del entorno del Golfo Pérsico y mediatizando los gobiernos de la zona para salvaguardar sus intereses económicos. Le acusaba de apoyar a Israel en su guerra lenta y onerosa contra el pueblo palestino. Y exhortaba al a las autoridades estadounidenses a mantenerse al margen, a menos que desearan sufrir nuevas represalias de aquellas características.

 

El Presidente George W. Bush, elegido recientemente en un controvertido procedimiento electoral, debía verse, pensaba yo, en una indeseable posición, pues había de reflotar la moral del país después de un golpe de tamañas dimensiones. Lejos de arredrarse, eso sí, como corresponde a alguien de cortas entendederas, explotó aquella ocasión para inflamar el patriotismo estadounidense, ya bastante complacido consigo mismo. Tanto él como, sobre todo, sus asesores, tejieron una inteligente campaña que culpabilizó al gobierno talibán de Afganistán de haber dado apoyo logístico e intelectual al atentado, cobijando, además, al temido Bin Laden, quien acabaría convirtiéndose en «Enemigo Público Número 1». Así pues, la consecuencia directa de la caída de las Torres Gemelas no fue otra que el inicio de la llamada «Guerra contra el Eje del Mal», representado entonces por el citado régimen afgano y, seguidamente, por Sadam Hussein en Iraq.

 

Aquellos mismos líderes talibán de las montañas, que veinte años atrás habían recibido el respaldo de Estados Unidos para forzar a una agonizante Unión Soviética a abandonar el Oriente Próximo, ahora veían cómo su antiguo aliado se tornaba en su principal enemigo. Un enemigo que desplegó toda su fuerza contra el país, invadiendo un territorio hostil que le plantó cara como solo él sabía hacerlo: con la estrategia de la guerrilla, tremendamente efectiva para hacer frente a un enemigo superior, al que es impensable poder combatir en campo abierto. Solo de esta forma todos podíamos entender que a diario las noticias hablaran de los avances de las tropas norteamericanas en Afganistán, de la caída del régimen encabezado por el Mulá Omar, de los talibán subyugados por las fuerzas de la democracia, mientras las víctimas occidentales seguían sucediéndose.

 

-        Pero, ¿esta gente no va ganando? – se me ocurrió preguntar un día a mis padres, ya después de cenar, viendo la sucesión de imágenes en la pantalla de la televisión – Si es así, ¿cómo es posible que el ejército de sufra atentados todos los días y que el ejército de Estados Unidos no deje de registrar bajas?

 

Entonces no supieron responderme, pero poco después la respuesta tampoco sería necesaria: supuestamente conquistado Afganistán, el siguiente objetivo era Iraq y ese mismo Sadam Hussein que antes era amigo de Occidente, y ahora enemigo público también, porque según los expertos del momento estaba fabricando armas de destrucción masiva. El siguiente capítulo estaba a punto de escribirse, con letras aún más manchadas de sangre.

domingo, 22 de agosto de 2021

El asesino inconformista - Carlos Bardem - Plaza & Janés

Cuando conocí la publicación de El asesino inconformista sentí curiosidad por aproximarme a mi primera lectura de Carlos Bardem, pese a que otros títulos como Mongo Blanco me resultan más cercanos por su temática histórica y mi propio campo de investigación. Sin embargo, no pude evitar sucumbir al encanto de lo que prometía ser una novela negra, y unos días después concluyo la última página y me percato de algo sorprendente: no solo El asesino inconformista no es una novela negra, o no solo eso, sino que además constituye un ácido retrato de la sociedad española a la que todos pertenecemos, pero a cuyo abismo da miedo a asomarse, no vaya a mostrarnos los despojos de aquello que realmente somos. 

Porque Fortunato es un asesino de método, un cultivador del bello arte del crimen bien entendido, que vive al margen de la sociedad junto a su novia Claudita no por su condición de ejecutor a sueldo de políticos corruptos, sino porque ambos son conscientes de que perciben la realidad tal cual es, sin disfraces. Y precisamente ese talento excesivamente realista que falta al resto de sus conciudadanos a ellos les sobra, convenciéndoles de que mientras menos se mezclen con la mediocridad general, mejor. Ambos saben que: "Cuando creas tu identidad nacional sobre odiar a moros y judíos te echas en brazos del cerdo. En el alma profunda de nuestro país hay grasa de torreznos, malas digestiones, peor vino, moscas, sombras siniestras y mucha mala leche (...)" (p. 20). Quizá no sea un rasgo exclusivo de España, ese de construirse una identidad no a partir de lo que somos, sino a partir de lo que no queremos ser: judíos y moros primero (y eso que estuvieron setecientos años en esta tierra), franceses e ilustrados después. Lo que sí nos convierte en un ejemplo humano particular es esa exageración en el odio hacia aquel a quien consideramos nuestro "otro", construido no sobre bases conceptuales sólidas, sino sobre lugares comunes consolidados a lo largo de una barra de bar y con el rechinar de un palillo entre los dientes como música de fondo. Una reflexión que además viene muy bien en estos días, cuando un reportero de una cadena privada entrevistaba a una vecina de Coria del Río acerca del nuevo brote del virus del Nilo y, ante su estupefacción, la mujer preguntaba: "¿quién tendrá la culpa de esto?". 

La España en la que Fortunato trabaja es un país construido sobre los cimientos gruesos de la corrupción, que salpica a todas las formaciones políticas y que parece inundar todos y cada uno de los resquicios de la vida civil. Tanto que apenas extraña que, cansados de uno u otro testaferro que se vuelve incómodo, sus mismos compañeros ponzoñosos no duden en acordar la "limpieza" del elemento absorbente antes de que se vuelva una auténtica china en el zapato. Ahí opera Fortunato, en la ejecución artística de tales indeseables con procedimientos profilácticos y carentes de violencia alguna: si luego el individuo, en su tránsito hacia la muerte, acaba cagándose encima, es cosa suya y de la porquería que le corroía por dentro, en sentido literario y literal. En estas páginas su víctima es una política municipal orlada de collares de perlas, aplaudida por su partido mientras campó a sus anchas por la senda de su capital mediterránea, y que acabó repudiada por propios y extraños cuando los comicios arrebataron el poder a su formación, que se creía dueña de él, para dárselo a los adversarios. Ahora bien, no cuesta imaginar que en otra ocasión podría haber sido el ex director general de alguna entidad bancaria salida a bolsa en circunstancias poco fiables, que tras cargar con buena parte de la culpa de unas tarjetas de color fúnebre pueda acabar sus días descerrajándose un tiro en la finca de un amigo. ¿Hay nombres? Por supuesto que no, ni en las páginas de Bardem ni en esta reseña: corresponda al lector encontrar coincidencias con la realidad, o no. Las conclusiones, en cualquier caso, serán únicamente suyas. 

¿Cómo puede ser que tanta corrupción quede impune? La respuesta es bien sencilla: España es un país de serviles. "Crías de un país que siempre está a tres generaciones de educación laica, cultura y ciencia, de sacudirse las moscas y la ignorancia grasienta del siervo que quiere ser amo, no libre" (pp. 181-182). Los mismos españoles que se escandalizan ante nuevos casos de desfalco de dinero público no dudan en mesarse los cabellos y rasgar sus vestiduras ante sus conocidos, porque la postura es importante, si bien más en unas latitudes que en otras, pero luego, a hurtadillas y cuando nadie les oye, piensan: "muy bien que ha hecho, oye. Si yo estuviera ahí, haría lo mismo". Por eso han alcanzado predicamento figuras como la de un ex banquero que robó dinero a su propia entidad, un ex empleado de seguridad que huyó con el dinero de un banco, o una cantaora que pasó un verano expuesta ante las pantallas de espectadores salivantes de la mano del alcalde de la Costa del Sol, aunque luego se descubriera que todo ello había sido a costa del dinero del contribuyente. Y también por eso las revistas de papel couché tienen tanto éxito: por deseo de emulación. La inmensa mayoría de la población española es de clase baja o muy baja, más en los últimos tiempos en que el neoliberalismo deambula por nuestra vida cotidiana con la cara descubierta; casi todos somos clase trabajadora, pero a poco que tenemos oportunidad estiramos el cuello y nos proclamamos "clase media", porque tenemos algo de dinero que, lejos de ahorrar, nos inspira a invertir en un apartamento en la playa. Y acabamos siendo esclavos de las hipotecas, de los usureros, de los avalistas, de los bancos y de políticos sinvergüenzas que recurren al plasma para decirnos que vamos a ser objeto de un rescate bancario porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y lo dicen así, sin tapujos, porque suya es la mayor victoria: haber roto la conciencia de clase trabajadora para convencer a cada hijo de vecino que en él o ella hay un propietario o propietaria en potencia. Y que cada cual se salve como pueda, porque nadie va a mover un dedo por uno, más que uno mismo. 

En resumen, operamos así porque nos creemos muy buenos, demasiado, y nos olvidamos pronto de nuestros orígenes y del grupo al que pertenecemos: "En el fondo, siempre ha pensado Fortunato, hay mucho de odio al pobre en estos racismos instintivos, falta de empatía hacia la miseria ajena de quien ha escapado de ella recientemente, apenas una generación o dos, y quiere marcar distancias por miedo a que la antigua pobreza sude, huela y los delate" (pp. 241-242). Este mismo instinto nos convierte en seres abusones, ávidos de hallar un débil, o mejor dicho, a alguien más débil que nosotros, para cobrarnos en él, o en ella, o en ellos, las injurias y malos tratos que nosotros hemos sufrido en nuestra propia piel. Porque sí, seremos el sur de Europa, su pista de recreo low cost y motivo de escándalo en los mentideros en los que se decide el futuro de la Unión, pero somos más que los emigrantes que vienen de fuera, por favor. Porque al menos somos europeos, y en su momento nos llenaron las calles de jardineras y nos subieron el precio de todo para entrar en el euro. De vez en cuando, como ejercicio de reflexión, no nos vendría mal releer aquellos versos que en boca de Segismundo escribió magistralmente Calderón: "Cuenta de un sabio que un día...". 

Quizá por todo lo que he venido enumerando, Fortunato tenga más que justificado su oficio de practicante de eugenesia social en un país que se pierde en mediocridad y luchas cainitas. Y quizá también por todo ello, merezcamos el honor de ser algún día sus víctimas. De momento, gozaremos del placer y el honor de haber conocido su historia, que ojalá venga seguida de otras en torno a esta compleja personalidad, que lo es porque Fortunato somos todos, y que no se salve nadie, joder. 


lunes, 26 de julio de 2021

Reparación

Del mismo modo que, de un tiempo a esta parte, hay fuerzas políticas conservadoras que hablan de fraude cuando el resultado de unos comicios democráticos no les convence, esas mismas fuerzas políticas conservadoras confunden la "reparación" con la "venganza". De este modo, cuando se hace un ejercicio de restauración y reparación de la memoria, las voces y de los testimonios de un colectivo oprimido, sea por raza, género, identidad étnica, ideología, etc., los voceros de aquellas fuerzas conservadoras hablan del riesgo de "reabrir viejas heridas", de "amenazar la convivencia" y de "criminalizar a un grupo concreto de gente". Cuando lo único cierto es algo bien distinto: no hay heridas reabiertas, ni convivencia amenazada; ni siquiera criminalización de grupos concretos de gente, cuando esa misma gente es la que ha pertenecido tradicionalmente a una minoría dominante, que se ha empeñado en dejar las heridas abiertas y mantener una falsa idea de convivencia pacífica impuesta sobre la opresión y el silencio de la mayoría. Porque es cierto que una gota de limón sobre una herida escuece, pero la culpa nunca es del limón. 

El pasado domingo leí con asombro una noticia de Estados Unidos que me dejó perplejo: varios estados republicanos, entre ellos Idaho o Tennessee, por ejemplo, desean impulsar una ley educativa que prohíba la enseñanza de contenidos en las aulas que condenen la explotación y los abusos contra la población afroamericana, desde la esclavitud hasta nuestros días. Lo hacen, aparentemente, desde la convicción de que este tipo de enseñanza criminaliza a la población blanca, y llegan al extremo de alentar a los alumnos a que graben a los profesores que incumplan la medida, con el fin de poder subir las imágenes a una base de datos de la que las autoridades se nutrirán para imponer las sanciones correspondientes. Además de convertir a los supuestos "profesores infractores" en víctimas de ataques potenciales. La noticia es tremenda por dos motivos: 

Primeramente, porque vulnera la libertad de cátedra y convierte al profesor en víctima del criterio de sus alumnos, convertidos en los jueces, junto a sus familias, de la idoneidad de los contenidos enseñados en el aula. Y en segundo lugar, porque supone un retroceso abominable de décadas de lucha por conseguir la equiparación de derechos civiles entre blancos y negros en Estados Unidos; una lucha que muchos consideran y culminada, mientras los estertores de agonía de George Floyd siguen resonando en nuestras cabezas. Quien piense que la lucha por la igualdad civil está superada en aquel país no tiene más que pasearse por cualquiera de sus ciudades, grandes, pequeñas o medianas, de interior o de costa, y hacer un sencillo estudio estadístico: ¿quiénes desempeñan, en una proporción muy superior, trabajos como reponedor o cajero de supermercado, empleado municipal de basuras, conductor de autobús, taxista... y similares? 

Quienes inspiran este tipo de legislación lo hacen plenamente conscientes de que viven en un país que discrimina y que aún no se ha reconciliado con su pasado esclavista, como ninguno. En el fondo, les molesta verse reflejados ante el espejo de la desigualdad y el racismo, y pretenden obviar que tales problemas de base existen vertiendo una gruesa capa de cemento sobre ellos y mirando hacia otro lado. El problema radica en que, hace unos años, acciones como las que se proponen en la actualidad parecerían impensables y ajenas a toda cordura. No obstante, tras una legislatura presidida por alguien que ha representado a la perfección los valores supremacistas y racistas que aquí se condenan, muchos políticos locales retrógrados han sentido que no deben esconder sus sentimientos nunca más, porque si alguien con su misma ideología ha llegado a la Casa Blanca, quizá su manera de pensar no sea tan mala. 

A mi entender, todo parte de un origen común: a nadie le gusta que le digan que ha hecho las cosas mal, ni mucho menos darse cuenta por sí mismo de que se ha equivocado. Decir "lo siento" e intentar reparar el dolor causado cuesta mucho, pero una vez se da el primer paso todo lo demás viene solo. Para eso debe existir un contexto propicio y, lo más importante, voluntad. Manipulando la educación y la conciencia de los educadores, convertidos así en meros servidores de sus alumnos, únicamente se consigue patear la pelota hacia delante y dormir con la certeza absoluta de que los problemas, en forma de esa misma pelota, volverán a aparecer en el camino. Porque mientras no haya reparación, pedagogía social y lavado de conciencia, que son las únicas herramientas capaces de cerrar heridas de verdad, estas seguirán abiertas. 

Luego vendrán quienes se empeñan en mantenerlas abiertas para culparnos a los demás de echar leña al fuego, pero desde aquí, donde la Educación sigue siendo libre (de momento), contamos con herramientas suficientes para convencernos a nosotros y enseñar a los demás que no debemos dejarnos engañar. 

miércoles, 14 de julio de 2021

Haití como interrogante

En febrero leía la noticia de la crisis institucional abierta en Haití ante la negativa de su presidente, Jovenel Moïse, a abandonar el puesto, como le reclamaba la oposición. Cinco meses después me encontré de golpe con la desgraciada realidad: no hay tregua para el pobre, y el país más pobre de América Latina veía cómo el mismo presidente Moïse moría acribillado a tiros en su residencia de Puerto Príncipe, a manos de un grupo de sicarios de procedencia diversa. Si he titulado esta entrada "Haití como interrogante" se debe a que mi reacción a todos estos acontecimientos es precisamente esa, una pregunta: ¿qué ha pasado?

Subrayo el tiempo verbal, pretérito perfecto de indicativo: sé que los medios de comunicación especializados (al resto le da bastante igual) giran en torno a la incertidumbre futura que se cierne sobre los haitianos. Sin embargo, quizá por mi deformación profesional como historiador, me interesa más intentar entender cómo hemos llegado a este punto. Si busco información proclive al presidente asesinado, es fácil identificar a los buenos y los malos de esta pesadilla: unos oligarcas amenazados con quedar fuera del reparto de beneficios de la electrificación de buena parte del territorio haitiano, además de una oposición que ha condenado en los últimos años la pretensión de Moïse de perpetuarse en el poder, recurriendo al argumento de que su mandato comenzó cuando se le nombró con carácter interino, allá por 2016, y no cuando tuvo lugar su toma efectiva de posesión, un año más tarde, por lo que, según sus críticos, debería haber dejado la presidencia a comienzos de este 2021. Incluso pueden llegar a entenderse las razones del propio Moïse para conservar el sillón un año más, convocando elecciones para el mes de septiembre de 2022, unos comicios que parecían inevitables y a los que él ya no podría presentarse. 

Pero claro, luego está la opinión de los otros, de los opositores, de aquellos a quienes Moïse ha crispado cada vez más desde que asumió su mandato (el interino primero y el oficial después). Piénsese que, con razón o sin ella, el presidente ha legislado por decreto en el último año, despertando suspicacias entre quienes le acusaban de estar planeando su conversión en un segundo Papa Doc. Precisamente los desconfiados hallaron nuevos argumentos a su favor ante su proyecto de reforma parlamentaria, encaminado a fusionar las dos cámaras representativas en una sola cámara, una reforma que amenazaba el estatus de buena parte de sus detractores en el Senado, prestos a acusarle de proyectar una reforma anticonstitucional. Y por si todo fuera poco, la escena exterior, una vez más, vino a jugar en contra de este país: a los años de respaldo estadounidense a Moïse durante la presidencia de Donald Trump, fundados en buena medida en la condena constante de Moïse a Venezuela, sucedió la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, acompañada de tímidas manifestaciones a favor de Moïse que se acompañaban de invitaciones veladas a convocar elecciones en el plazo de un año. Una descafeinada versión del "palo y la zanahoria", que se puede leer en los siguientes términos: "sí, yo te voy a apoyar mientras estés en el poder, pero vete pronto, que quiero ir cortando amarras con todo lo que mi predecesor tejió en el espacio americano". 

Me expreso con total sinceridad cuando admito que desconozco qué versión es más verosímil para explicar el asesinato de Moïse, si es que un asesinato tiene alguna explicación. Lo único que parece claro es que Haití, una vez más, ha sucumbido a los mismos intereses externos que prostituyeron el sentido de la revolución esclava de 1791 que dio a luz a la primera república negra independiente de la Historia trece años después. Unos intereses extraños a los que Haití solo interesa en tanto que tablero en el que medir sus fuerzas con otros países de la región americana, aún a riesgo de que a fuerza de pugnar y porfiar sobre el terreno el tablero se acabe rompiendo. Y la condición de escenario pisado y prostituido por todos es herencia directa de la descolonización, durante la cual el imaginario colectivo de las grandes superpotencias estuvo de acuerdo en algo: aquel país de ex esclavos salvajes solo era bueno para aprovechar sus recursos. Lo demás preocupaba lo justo, o menos que lo justo: o sea, nada. 

Para el otro interrogante, "¿qué va a pasar ahora?", no tengo respuestas. Por dos motivos: primero, porque soy historiador, no politólogo; segundo, porque como digo a mis alumnos, yo respuestas no suelo tener. Estoy lleno de preguntas, eso sí, e intento proyectarlas en los demás, sobre todo en esta era en la que, a pesar de la pandemia, seguimos tan preocupados de nuestro ombligo que preferimos la anestesia inducida a una mínima sensibilidad frente a lo que pasa a nuestro alrededor. 

Tout moun yo menm!!!

Bangla Desh

La pasada semana, en concreto el día 8 de julio, leíamos con cierta indiferencia la noticia sobre el incendio en la fábrica de bebidas Hashem, ubicada a unos 25 kilómetros de Daca, la capital del país. Quiero subrayar el complemento circunstancial "con cierta indiferencia" y aclarar que, por duro que pueda resultar, se queda suave en comparación con lo que realmente pasó por nuestras mentes cuando tuvimos conocimiento de la noticia: nada. Normalmente en el primer mundo ya importa poco la suerte de quienes habitan el segundo, por lo que es mejor ni hablar de lo que puede afectarnos algo que sucede en el tercer mundo. Todo se puede explicar de manera bastante gráfica: uno nace en el país que le toca por suerte, como habita en el piso de sus padres porque así lo quisieron las circunstancias. Si vives en las plantas inferiores, el ruido de los de arriba te molesta y tienes que vivir con ello; por el contrario, si vives en los más altos, bien puedes rociar tu presencia sobre quienes te suceden en altura con total impunidad, porque a ti nadie te incordia en igual grado, y tú acabas fastidiando a todos los demás. 

Lo mismo sucede con este escalafón de países en función de su índice de desarrollo, que no sirve más que para establecer una discriminación bastante clara entre las naciones explotadoras y aquellas que son explotadas. Y la condición de unas y otras es también producto de la suerte, en buena medida, sin denostar el instinto depredador. Lo que sucede es que algunos tienes instinto depredador y lo pueden ejercer, pero otros parecen no tener ni siquiera el derecho a plantearse ser depredadores, porque el lugar que les está reservado en el concierto mundial es de subordinados. Todo ello porque quizá el colonialismo de dominación territorial haya concluido, y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial dio buena cuenta de ello. Ahora bien, ha quedado otro colonialismo mucho peor: el del dinero. El que no envía ejércitos de dominación, pero arrasa con los recursos del lugar y las vidas humanas igualmente. Ese tipo de colonialismo que practica la dialéctica agresivo-pasiva y que, con buenos modales, sonrisa Profident y traje y corbata, te presta su dinero a cambio de condiciones: que dependas en todo del exterior, y que sumas a tu población en un régimen de semi-esclavitud a cambio de salarios que ni siquiera llegan al límite de la subsistencia. Solo así tu gobierno será respetado por los grandes, recibirá financiación y ayudas al desarrollo, mientras el espectro de sus beneficiarios es cada vez más elitista y reducido, y el resto de la población se muere de hambre. 

Esto sucede en Bangla Desh, el país más pobre del mundo según las últimas estimaciones del Índice de Desarrollo Humano de la Organización de las Naciones Unidas. Un país que se ha convertido en suelo urbanizable para que las grandes multinacionales adquieran terreno a precio de saldo, donde construyen naves industriales que no son más que jaulas humanas en cuyo interior miles de personas trabajan hacinadas, sin disfrutar unas mínimas condiciones de salubridad, por supuesto ajenas a las restricciones impuestas por la pandemia de la COVID-19. Todo ello a mayor gloria de la reducción de los salarios, ese molesto coste de producción del que las grandes corporaciones están siempre dispuestas a prescindir, máxime cuando la contrapartida es un aumento de los dividendos. Para colmo, con la falsa satisfacción que a sus verdugos y ejecutores da la supuesta convicción de que están contribuyendo a permitir que esos trabajadores, por no llamarlos esclavos, lleven al menos una pequeña cantidad de dinero a su familia. "Si total", se dicen entre ellos, cuando nadie les oye, aunque por desgracia cada vez son menos pudorosos y también lo cantan a los cuatro vientos, "a esta gente con un poquito de dinero y una habitación para vivir les hace felices". 

Claro, porque la violencia económica, que esclaviza de hecho al individuo convirtiéndole en un dependiente perpetuo, dispuesto a sacrificar sus derechos y su libertad por un plato de comida, mina la voluntad del esclavizado hasta el punto de anularla y rebajar sus expectativas vitales. Es decir, la población bengalí no aspira a poco por naturaleza, sino porque décadas y siglas de explotación y abusos la han acostumbrado a renunciar a nada que no sea intentar sobrevivir día a día, que para ellos con eso ya basta. Demos unas condiciones laborales dignas, dejemos de ser cómplices de la esclavitud presente renunciando a los productos de las compañías que se benefician de condiciones contrarias a los Derechos Humanos en los países del Tercer Mundo, revaloricemos la integridad de quienes son explotados, y de aquí a no muchos años sus expectativas habrán crecido y no nos avergonzarán hasta el punto de mirar hacia otro lado cuando volvamos a ver otro accidente como este en las noticias; porque seguro que la catástrofe se repetirá, más pronto que tarde. 

Para despejar toda duda, ¡SOS Cuba! Por supuesto, defensa de la libertad de expresión y condena de la tiranía dictatorial que tiene sometido al pueblo cubano desde 1959. Y también SOS Bangla Desh, SOS Haití (al que dedicaré la siguiente entrada), y SOS a los oprimidos del mundo en general. Porque si no defendemos los derechos de los oprimidos y solo nos aturde el penalti fallado de Morata ante Italia, ¿en qué demonios nos estamos convirtiendo, ciudadanos?

domingo, 30 de mayo de 2021

Mi vida en Cuba - Juan Padrón

Tras unos meses de retiro forzoso, vuelvo por estos lares para comentar una novela gráfica que, como tantas otras, me recomendó mi buen amigo, y este año compañero en nuestro podcast "Dibujando la Historia", Gerardo Vilches. Se trata de Mi vida en Cuba, la autobiografía de un Juan Padrón que quedó inconclusa por caprichos de esta COVID-19 que algunos aún se empeñan en negar, porque hay ignorantes que disfrutan con la teoría de la conspiración pese a que el desfile de cadáveres intente abrirles los ojos. He de confesar que este ha sido mi primer contacto con la obra de Juan Padrón de manera directa y voluntaria, pues conocía las tribulaciones de Elpidio Valdés y había visto de pasada clips de Vampiros en La Habana a lo largo de mi vida, pero sin prestarles más atención que la curiosidad del lector indiscriminado. 

Las páginas de Mi vida en Cuba dejan muchas enseñanzas, que intentaré sintetizar brevemente: 

Es posible vivir en una dictadura, e incluso se puede vivir bajo dos dictaduras consecutivas. Lo que sucede es que el bueno de Juan Padrón quiso rizar el rizo y vivir sometido a una tercera, pasando unos años en la Unión Soviética de la era Brezhnev, muy lejos ya de la "fortaleza asediada" que había sido, y más cerca de su final de lo que estaba dispuesta a reconocer. ¿Cómo puede uno rehacerse en medio de tanta adversidad? Y lo que es más importante, ¿se puede crear como lo hizo él sorteando la censura? Padrón viene a demostrarnos que sí, por un motivo muy sencillo: cuando todo lo que te rodea es absurdo, la única salida posible es responder con un sentido del absurdo aún mayor. Y jugar con la ignorancia de los pretendidos "iluminados" para hacerles creer que uno se está plegando a sus intereses, cuando en realidad lo que está haciendo es jugar con su falta absoluta de criterio para realizar la crítica igualmente, sin que ellos lleguen jamás a darse cuenta (y eso es lo que verdaderamente les duele). 

Porque la segunda enseñanza es una que he tenido la fortuna de recibir de mi padre desde bien pequeño: el humor, por inapropiado que pueda parecer en determinados momentos, jamás debe abandonarnos. Es un chaleco salvavidas que permite recordarnos a nosotros mismos que lo trascendental no lo es tanto que supere a la propia vacuidad de la existencia humana. Por eso hay que ser capaz, y perdón por la expresión, de mearse en la hoguera. Y eso es algo que Juan Padrón ha sabido hacer, teniendo muy claras cuáles son sus ideas y, precisamente por eso, obviando cualquier posible temblor de pulso para censurar a quienes, en nombre de supuestas causas justas que acaban bastardeando, no hacen más que inflar su bolsillo mientras los pobres seguimos siendo los mismos de siempre. La conciencia tranquila de la lealtad a uno mismo, una vez más inculcada por mis padres, es aquí el garante de que uno pueda mirarse al espejo cada noche, o cada mañana (va por gustos), sin sentir vergüenza de la imagen que se refleja al otro lado. 

La última enseñanza de un trabajador compulsivo en el que más de uno nos vemos identificados es clara: no hay trabajo duro si a uno le apasiona lo que hace. La actitud gustosa ante la profesión es lo que convierte a esta en una empresa placentera y evita que la vuelta al tajo suponga un suplicio diario. Claro que también se puede argüir que no todo el mundo tiene la suerte de elegir el trabajo que quiere desempeñar y de que además le paguen por él. Admito la crítica, pero respondo con otro principio que me repito a mí mismo con mucha frecuencia: tampoco se elige estar en este mundo ni vivir, pero una vez aquí, hay que intentar vivir con intensidad cada segundo. Si no, puesto que nadie nos dice claramente de dónde venimos ni sabemos a dónde vamos, ¿qué coño estamos haciendo? Y para alcanzar esa suerte de nirvana personal hay algo que ayuda: la familia, la pareja, los hijos. Ese cable a tierra que te recuerda que la idea que te ronda la cabeza será muy brillante, pero un pañal aguarda a ser cambiado y un biberón a ser esterilizado. 

En definitiva, merece la pena tomarse un tiempo para leer y disfrutar esta historia, que él no pudo concluir, pero que su esposa concluye con la alegría y la nostalgia que da saber que se ha disfrutado de la compañía de un ser excepcional. 

Abrazos a todos. 

domingo, 7 de marzo de 2021

Haití - El gran olvidado

Hace hoy justo un mes conocimos el intento de golpe de Estado en Haití contra el gobierno presidido por Jovene Moise, que se saldó con el fracaso de la acción y hasta 23 detenciones de los implicados en ella, entre quienes se contaban altos cargos y personal de las fuerzas armadas. Lo llamativo no es que Haití haya vivido un episodio de tales características, sino que los medios de comunicación occidentales en general, y españoles en particular, apenas se hayan hecho eco de la circunstancia. De hecho, el silencio occidental resulta especialmente escandaloso porque Moise llegó al poder tras las elecciones de 2015, denunciadas por fraude, y resultó elegido un año después. En 2021 debían celebrarse elecciones legislativas y municipales en el país, pero se han aplazado y se ha generado un vacío de poder que Moise ha aprovechado para mantenerse al frente del Estado, planificando incluso una reforma de la Constitución que le permita continuar en el cargo hasta 2022. Si pensamos en algún paralelismo cercano y en la muy diferente respuesta de la Comunidad Internacional, se justificará la sensación de asombro ante el silencio mediático de la que hablaba previamente. 

Casi con total probabilidad, el silencio se deba a que Estados Unidos ha apoyado la posición de Moise, desautorizando el golpe. Aquí nos hallamos ante una difícil encrucijada: de un lado, el recurso a la violencia para cambiar un gobierno jamás debe ser la solución; de otro lado, la perpetuación en el poder contra la legalidad vigente tampoco es deseable. En cualquier caso, el único perjudicado es el propio país, cuya calidad democrática sigue devaluándose hasta el extremo de considerarse desde la óptica occidental como un "Estado fallido". Ante tal consideración ha de plantearse una oportuna pregunta: ¿quién es responsable de esa imagen de estado fallido? Desde mi óptica, no puede negarse la responsabilidad propia de los dirigentes haitianos, como tampoco puede obviarse la campaña internacional que, desde el nacimiento del país el 1 de enero de 1804, ha hecho todo lo posible para convertirlo en un vecino incómodo y, en el mejor de los casos, una fuente de beneficios a la que conviene acudir puntualmente para enriquecerse y salir corriendo, no vaya a ser que el derrumbe de sus ruinas nos sorprenda bajo su techo. 

Jean-Jacques Dessalines continuó el legado de Toussaint Louverture cuando, en la señalada fecha de 1 de enero de 1804, proclamó la independencia de la primera República negra independiente de la Historia. Haití era visto por las potencias occidentales como un ejemplo vergonzante, en un doble sentido muy perverso: primeramente, porque era impensable que los antiguos esclavos, "raza de salvajes" según sus postulados mentales, hubiesen decidido sublevarse contra sus amos para retomar el control. En segundo lugar, porque los ex esclavos no habían hecho sino materializar los auténticos principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad en sentido universal, sin límites ni distingos. Por eso el ejemplo haitiano avergonzaba a Occidente, mostrándole cómo sus absurdos prejuicios raciales, inspirados por el ávido deseo de ganancia en el mercado del tráfico de esclavos y la producción de bienes tropicales, habían restringido los límites de una revolución que mucho había prometido, como también a muchos había defraudado. 

Marginado por todos, empezando por su vecino dominicano, el Estado haitiano debió combatir con sus propios medios para ver reconocido su estatus: un estatus que debió comprar a cambio de una compensación económica a Francia, primer escollo insalvable de una larga lista de agravios que fueron minando la economía haitiana. Ello unido a las luchas constantes entre élites mulatas y negras no hizo sino comprometer las posibilidades de crecimiento y prosperidad del que fue centro de producción azucarera mundial, para ser hoy el país más pobre de América Latina. Mientras tanto, quienes se han aproximado al país con el supuesto deseo de auxiliarle económicamente, como sucedió durante la ocupación estadounidense en el primer tercio del siglo XX, no han hecho sino esquilmar sus ya exiguos recursos y marcharse dejando tras de sí un rastro de desolación y penuria absoluta. 

Así pues, Haití no es más que la metáfora perfecta de la descolonización y de una deuda externa que no por externa ha dejado de ser menos onerosa. Hasta el extremo de que en la actualidad se suceden episodios de violencia y desolación dentro de sus fronteras mientras los demás miramos hacia otro lado: y es que la sombra de la vergüenza ilustrada sigue siendo larga, aunque tampoco es que nosotros tengamos la menor intención de apartarnos de ella para dejar que la luz inunde nuestro rostro, por molesta que la ráfaga luminosa pueda ser al principio. 

martes, 9 de febrero de 2021

Vive como un mendigo, baila como un rey - Ignatius Farray - Temas de hoy

Esta mañana me propongo hacer una crítica de una obra poco convencional, escrita por alguien bastante heterodoxo: Vive como un mendigo, baila como un rey, de Juan Ignacio Delgado Alemany, a quien muchos conocemos como Ignatius Farray. No he querido incluir el género de la obra justo después del título porque me resulta difícil clasificarla: en puridad, no es una autobiografía al uso, pero tampoco es un ensayo en sentido estricto. Más bien cabría calificarla como un ensayo vital, esto es, un compendio de enseñanzas que Ignatius ha extraído de su propia vida y que ha decidido poner por escrito con una doble finalidad: de un lado, colocarse frente al espejo y afrontar esa imagen con valentía y sentido del humor; de otro, demostrarse a sí mismo y demostrar al lector que lo de menos son las condiciones materiales, siempre y cuando vayan acompañadas de la actitud adecuada, por desastrosas que puedan llegar a ser. 

Podría decir que ha sido una sorpresa descubrir al Juan Ignacio Delgado detrás del personaje, pero en la pasada primavera ya tuve la ocasión de cruzar ese puente después de ver las dos temporadas de El fin de la comedia, que desde entonces he vuelto a ver como cuatro veces, encontrando nuevos matices cada vez. Como sucede en la serie, en las páginas de este ensayo no se encuentra al cómico histriónico y provocador que vemos en La vida moderna, o en La resistencia: por contra, lo que el lector se encuentra es la persona detrás del personaje. El individuo cuyo recorrido vital está lleno de claroscuros y de tropiezos, como el de cualquier ser humano, pero que lejos de recrearse en sus miserias ha hecho de ellas su fortaleza, proyectándolas en un alter ego que sirve para demostrar a la sociedad que, si ella nos enfrenta cada día con una sonrisa de burla absurda, lo menos que se merece es que le paguemos con la misma moneda. 

De todos los conceptos que se manejan en la obra, la mayoría de gran profundidad pese a estar enunciados con el desenfado al que Ignatius acostumbra, me parece especialmente valioso el de "invertir en la pérdida". Esto es, fracasar para saber cuán bajo se puede caer y, a partir de ahí, intentar progresar sin repetir los errores del pasado... o repitiéndolos, pero siendo consciente de ello y sin construir una imagen deformada de uno mismo como "héroe hecho a sí mismo". Porque precisamente de ahí, de la auto-conciencia y de la auto-crítica más viscerales, nace la imagen más cercana posible a la realidad. Puede que esa realidad no nos guste, pero precisamente de eso se trataba; de lo contrario, la llamaríamos "pase de modelos". En definitiva, si queréis pasar un buen rato y descubrir una historia personal entrañable, os la recomiendo encarecidamente. 

domingo, 31 de enero de 2021

No digas nada - Novela de Patrick Radden Keefe

Whatever you say, say nothing. Una frase que remite a un contexto de opresión y represión, impuesta y auto-infringida, en el que los opresores no son ni las autoridades, ni un enemigo externo contra el que se pueden arrojar piedras para descargar la ira. En este caso, el enemigo está dentro de la propia comunidad y puede ser el vecino de al lado. Ese mismo vecino que hasta anteayer te saludaba con amabilidad, pero que de pronto ha dejado de dirigirte la palabra, porque sabe que pensáis de manera diferente y que, de un modo u otro, vuestro desacuerdo os convierte en enemigos a muerte. Y esta expresión no es una frase hecha, sino que ha de leerse en sentido literal. 

Quien se acerque a las páginas escritas por Patrick Radden Keefe pensando que va a leer una novela ha de saber desde ya que parte de una premisa errónea. El suyo es un ejercicio de periodismo de investigación del de verdad, lo cual se agradece en unos tiempos en los que dicho género parece haber quedado reducido a husmear en la vida de los demás apelando a un supuesto "derecho a la información" que yo, a día de hoy, aún no he visto recogido en la Constitución, cuando se trata de información personal de la gente que a nadie con un mínimo de pudor debe interesar. Pero por no irme del tema, decía que No digas nada es una reconstrucción muy ordenada de "The Troubles", es decir, ese eufemismo con el que la sociedad norirlandesa, y por extensión la sociedad británica, se refirieron a los más de treinta años de enconados enfrentamientos entre leales y republicanos en el complejo escenario de Irlanda del Norte, con epicentro del terremoto en la convulsa ciudad de Belfast. 

Con una mayoría de población católica, Irlanda del Norte se quedó en el Reino Unido a regañadientes, como consecuencia de los intereses de la élite política británica e irlandesa del momento, que poco hizo por entender las motivaciones y las aspiraciones del ciudadano norirlandés de a pie. Décadas de opresión por parte de las autoridades británicas para eliminar una identidad republicana y católica a fuerza de decreto ley, sin darse cuenta de que la fuerza legal no sirve para transformar la conciencia colectiva de una gente, unidas a la experiencia internacional de la Guerra de Argelia, movieron a los católicos de Irlanda del Norte a tomar las armas contra el gobierno de Su Majestad. O mejor dicho, a tomarse en serio eso de tomar las armas, porque la lucha del Irish Republican Army (IRA) se había convertido con el paso de las décadas más en una entelequia que en una realidad. 

Radden Keefe comienza su narración con el traumático episodio del secuestro de Jean McConville, madre viuda de diez niños, una noche de enero de 1972, cuando unos desconocidos entraron en casa y se la llevaron a la fuerza. La mayor de sus hijas tuvo tiempo para asomar la cabeza a la puerta del apartamento y darse cuenta de que los raptores eran en realidad sus propios vecinos. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? En ese momento, el autor, interrumpe el relato para hablar de los motivos que movieron a la población católica del Ulster a retomar la lucha violenta contra el gobierno británico, recurriendo al atentado como seña de identidad. Para ilustrar el contexto de los militantes del Provisional Irish Republican Army (PIRA), conocidos coloquialmente como los provos, se centra en dos heroínas de la causa republicana: Marian y Dolours Price. 

Alistadas en las filas del PIRA desde muy jóvenes, las dos se convirtieron en combatientes convencidas que en ningún momento dudaron en recurrir al atentado para reivindicar la anexión del Ulster a la República de Irlanda, sin escatimar en los daños colaterales de sus acciones, entre los cuales se incluían las víctimas civiles. Algo que ellas justificaban, como el resto de sus correligioniarios, alegando que se encontraban en guerra contra el enemigo y opresor británico. La descripción de las atrocidades cometidas por las autoridades contra los presos republicanos lleva al lector a sentirse identificado con aquellos militantes inspirados por una causa romántica en plena era de lucha anticolonial. Gracias a la fortaleza de sus ideas, fueron capaces de perseverar en la causa y mantenerse firmes, mientras recibían las consignas de Gerry Adams, el cerebro de los provos que estaría llamado a liderar los Acuerdos de Paz del Viernes Santo en 1998. 

Como suele suceder cuando la violencia social cesa, los ejecutores de la voluntad de las cabezas pensantes se acaban convirtiendo en aliados y testigos incómodos, cuya voz hay que silenciar para no estropear ese "camino idílico" hacia la paz. Eso sucedió con las hermanas Price, que se vieron destituidas de la noche a la mañana y sufrieron el olvido impuesto por quienes un día las aclamaron como ejemplo de lucha y sufrimiento. El primero de ellos el propio Gerry Adams, convertido en cabeza del Sinn Fein, que acabaría renegando, en un acto que constituye la sublimación absoluta del absurdo humano, de su pasado como combatiente del PIRA. Esta historia no hace sino mover al lector a sentirse aún más identificado con aquellas mujeres, luchadoras incomprendidas y rebeldes con causa, que habían sufrido el escarnio de ver borrado su papel en una lucha de décadas contra la explotación del gobierno británico. 

Es aquí, en este preciso momento, cuando el autor de la obra imprime un golpe de timón al relato y vuelve a los hijos de Jean McConville, de quien se acaba descubriendo que fue secuestrada por los provos bajo la acusación de haber colaborado con el ejército británico, solo porque una noche prestó una mínima ayuda a un soldado británico herido a la puerta de su casa. En paradero desconocido durante treinta años, en 2004 sus restos se encontraron en una playa. Sus diez hijos, separados los unos de los otros tras haber quedado huérfanos, corrieron suerte muy dispar y la mayoría sufrió traumas a lo largo de su vida, derivados de la pérdida de sus padres en un lapso breve de tiempo, además de las vejaciones y abusos sufridos en las distintas instituciones que se hicieron cargo de ellos hasta que alcanzaron la mayoría de edad. Para ellos, a comienzos del siglo XXI solo dos preguntas importaban: ¿quién lo hizo? ¿Por qué?

La misma Dolours Price con la que uno ha ido empatizando durante más de trescientas páginas acaba confesando en una grabación la autoría. Ella tuvo que dar el tiro de gracia a la mujer porque sus compañeros hombres no se atrevían. Y cada noche reza por ella y por sus hijos para que puedan tener salud y para que Dios les proteja. Cuando el espectador llega a este punto, después de haber pasado centenares de páginas haciendo es esfuerzo de entender y empatizar con el movimiento republicano, se encuentra con la cruda realidad: "Esa misma mujer que tú creías luchadora idealista por una causa fue capaz de hacer esto. Y ahora, ¿qué?". 

Pues ahora, nada: la naturaleza humana es así de contradictoria. Como seres humanos, nacemos, vivimos y morimos, y aunque nuestra función debería ser procurarnos una existencia placentera en el tránsito hacia la muerte inevitable, complicamos los senderos por los que discurrimos, casi siempre provocando también dolor a quienes nos rodean. Dicho esto, ¿cuál es mi valoración como académico de los hechos narrados en esta obra? Soy capaz de entender cómo la gente puede actuar en determinadas circunstancias; de lo que no soy capaz es de adivinar si yo actuaría del mismo modo en circunstancias similares. Porque por muy justa que la causa pueda ser, cuando la vida de los demás se pone sobre la mesa las justificaciones teóricas dejan de tener valor y han de prevalecer los derechos humanos fundamentales. 

Ninguna causa, por justa que pueda parecer, justifica matar o silenciar por la fuerza a quien no piensa como yo. 

martes, 12 de enero de 2021

El castellano, ¿dónde quedó?

Valeria Ros y Héctor de Miguel (Quequé) tienen una frase célebre con la que comienzan su programa de radio La lengua moderna: "hay que hablar y escribir bien, porque es lo único que nos diferencia de los hijos de puta". Yo no llego a su extremo, ni tampoco me considero especialmente patriota, pero me llama mucho la atención que la batalla de banderas que estamos viviendo en los últimos años esté pasando por alto uno de nuestros elementos identitarios más emblemáticos: el castellano. Tengo la sensación, basada en la evidencia empírica, de que cada vez escribimos peor. Y quiero aprovechar este foro para descartar una leyenda urbana: no escribimos peor por culpa de las redes sociales. Cierto es que el uso cada vez más inmediato de estas ha llevado a que relajemos el respeto de la ortografía, bien por intentar condensar un mensaje breve en 280 caracteres, bien por culpa del puñetero teclado intuitivo. No obstante, cuando salimos de la pantalla del teléfono móvil y nos trasladamos al soporte papel, por cierto cada vez menos usado, constato que escribimos peor: que los mismos errores y vicios que detectamos en el entorno de cualquier red social se repiten fuera de ellas. 

Es una tendencia que, desde mi óptica, precede a la generalización de los soportes móviles: por algún extraño motivo que se me escapa, el gusto por escribir bien, respetando las normas ortográficas y las reglas de construcción sintáctica y gramatical, se ha perdido, porque durante unas dos décadas lo hemos ido descuidando. Y si entramos en el ámbito de la comunicación inter-personal por correo electrónico, entonces la guerra, que no la batalla, está totalmente perdida. No acabamos de convencernos de que el correo electrónico es una herramienta de comunicación tanto informal como formal, y por tanto hemos de ser capaces de identificar el registro lingüístico adecuado a la identidad del destinatario. Todo ello, ¿por qué? Esto convencido de que tiene mucho que ver con la pérdida del hábito de lectura, entre adultos, jóvenes y niños. Cuando yo estudiaba leíamos a Jorge Manrique, Lorca, Calderón de la Barca, Cervantes... como lecturas habituales de clase, en la EGB y después en la ESO y Bachillerato. De hecho, La verdad sobre el caso Savolta, mi novela fetiche de Eduardo Mendoza, es un descubrimiento de lectura de bachillerato. 

De ahí pasamos a prescribir en las aulas lecturas juveniles, del tipo Orgullo y prejuicio zombies, que pueden servir para acercar a los adolescentes a la realidad de los libros, pero que al sacrificar el fondo por la forma, acaban desprestigiando el soporte hasta que, irremediablemente, llegamos a prescindir de él porque total, para leer eso, es mejor no leer nada. Y poco a poco, con el paso de los años, nos encontramos con personajes públicos, líderes políticos, redactores de noticias e informadores profesionales que no saben escribir, ni por faltas de ortografía, ni por capacidad para elaborar una construcción coherente. Quizá me haya vuelto demasiado pesimista en esta reflexión, pero creo que sería preciso, en la reivindicación perenne de las esencias patrias, como en todo lo demás, centrarnos en lo que de verdad importa: la cultura. Su color da bastante igual, porque el universo cultural, en sí mismo, es lo único que nos dota de identidad y, lo que es más importante, nos arma frente a la ignorancia, la estupidez y la manipulación externa. 

lunes, 11 de enero de 2021

Crítica de Yo, mentiroso - Antonio Altarriba

Cualquier parecido con la realidad es su reflejo fiel. Esta es la conclusión a la que se llega después de leer Yo, mentiroso, de Antonio Altarriba. Más allá de una trama en la que se repiten los lugares comunes del autor, incluyendo una compleja historia de asesinatos y un criminal obsesionado por reproducir patrones artísticos en sus víctimas, lo que más sorprende de las páginas que componen la novela gráfica es el escaso disimulo con el que Altarriba retrata la clase política española. Quizá pueda argumentarse que, llegado un momento de nuestra vida, da igual ocho que ochenta y lo que interesa es repartir a quien se lo merece, sin ambages. No obstante, animo al lector a hacer una reflexión: ¿verdaderamente estamos ante el retrato despechado de una generación desencantada? En mi opinión no es así: lo que hace Antonio Altarriba es mostrar nuestros propios fantasmas ante el espejo, pero desde la mirada de otro, para que no caigamos en la auto-complacencia de considerarnos mejores que los demás países de nuestro entorno y nos demos cuenta de que nuestras miserias, que son muchas, existen. Y lo que es más importante, no se extinguen porque nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Porque en este país el "aquí no ha pasado nada" se ha convertido en filosofía barata para simular que todo está bien y repetir, uno por uno, los mismos errores del pasado, más o menos reciente, que nos condenan a ser eternamente desgraciados. Por motivos tan simples como la indulgencia perenne hacia los poderosos, rayana (y a veces coincidente al 100%) con el servilismo: estamos dispuestos a tolerar los desmanes y los abusos de quienes nos gobiernan, porque ellos sí tienen derecho a hacer con nosotros lo que quieran. Ahora bien, si uno de los míos llega a gobernar y me traiciona, o siento que lo hace, entonces seré mucho más duro con él que con los otros: porque a mí, si me tienen que robar, que lo hagan los de siempre, no los que están conmigo. Con el señorito seré sumiso; con mi vecino de enfrente seré terrible. Probablemente no nos guste el retrato, pero es lo que ocurre con el arte: refleja el alma del autor y del que mira, y eso no siempre tiene por qué gustar. Lo importante es que sea capaz de despertar conciencias e invitarnos a no seguir siendo tan imbéciles como de costumbre. Desde mi humilde posición, mi más sincera enhorabuena a Antonio Altarriba por haberlo conseguido. Y disfrutad la lectura: merece mucho la pena. 

miércoles, 6 de enero de 2021

¿Qué defiende Donald Trump?

La respuesta es bastante clara: sus propios intereses. En una entrevista hace tiempo el aún presidente de los Estados Unidos rememoraba el momento en que su padre le regaló su primer millón de dólares. Y digo yo que no serán muchos los ciudadanos estadounidenses que puedan sentirse identificados con él. Sin embargo, una mayoría de votantes le apoyó hace ahora cuatro años, convencida de que ese magnate representaba de verdad los intereses de lo que el llama "América", en lo que constituye primero una imprecisión geográfica importante, y después un engaño no menos llamativo: Trump no representa a América, ni a Estados Unidos en general. Se representa a sí mismo: al capital sin frenos, la especulación y el patriotismo exacerbado, carente de una ideología precisa, capaz de decir una cosa ahora y exactamente lo contrario después, sabedor de que la masa le seguirá haga lo que haga. Nadie lo supo ver entonces y muchos ciudadanos de a pie asumieron su mensaje, repetido una y otra vez a través de los medios, cuyo papel y responsabilidad no es menor en el ascenso del personaje: la amenaza de la invasión latinoamericana, la amenaza del Estado Islámico, la cruzada anticomunista adormecida desde la Era Reagan... se convirtieron en obsesiones de un porcentaje nada despreciable de la población del país. 

Si nadie le hubiera hecho caso entonces no habría pasado de ser un tipo excéntrico con delirios de grandeza, sin más, pero el eco dado a cada intervención y a cada palabra suya le ha convertido en el fenómeno que hoy es. Su periodo presidencial ha servido para que sus seguidores hagan de caja de resonancia de sus principios y sean capaces de todo por él, sin percatarse de que el trumpismo tiene poco que ver con las necesidades de los estratos sociales más desfavorecidos de Estados Unidos. Además, lejos de limitar sus efectos a su propia nación, ha dado pábulo a diferentes mal llamados líderes de opinión que, en diferentes lugares (Polonia, Hungría, Francia, España, Austria, Holanda, Reino Unido...), han hecho del matonismo su forma de expresión, sintiéndose legitimados porque ese mismo discurso se ha impuesto en un país que se sigue considerando primera potencia mundial. Incluso cuando las elecciones del pasado mes de noviembre de 2020 animaban a aventurar el final de una era terrible, hay episodios como el de esta misma tarde que nos devuelven a la realidad con un cruel jarro de agua fría, que trae a nuestros oídos un mensaje nada esperanzador: el daño ya está hecho. Ojalá no sea tarde para repararlo. 

Ojalá la democracia, con sus defectos y sus virtudes, prevalezca siempre, porque seamos nosotros quienes la hagamos prevalecer, desterrando discursos baratos que solo conducen al desenlace de la fuerza bruta.