miércoles, 25 de agosto de 2021

Afganistán

Al hilo de todo lo que está sucediendo en tierras afganas había pensado escribir una entrada de opinión, pero he preferido incluir una sección de mi recién publicada novela Tiempo antes, tiempo después (Punto Rojo, 2021), en la que reflejo cómo a muchos ya entonces, con los escombros de las Torres Gemelas aún humeantes, nos olía a cuerno quemado aquella invasión repentina que no se acababa de entender si se dejaba lo visceral de lado. Solidaridad absoluta con Afganistán, y no nos olvidemos de Haití. 

Salud.




Episodio VI – Tierra Santa

 

 

La sensación que tuve en aquel momento fue una mezcla de sentimientos, no sé si enfrentados o combinados entre sí: por un lado, consternación por lo que acababa de suceder; por otro lado, incertidumbre y miedo ante lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Al pensar de esta forma, no me daba cuenta de que, en realidad, la nueva era había empezado mucho antes, el 11 de septiembre de 2001, cuando al-Qaeda perpetró el atentado contra el World Trade Center de Nueva York.

 

Antequera, septiembre de 2001

 

Recuerdo aquel día como si fuera hoy, porque entonces sí que, mientras miraba el telediario de las 15:00 en casa con mis padres, preparándome para ir a clase de la autoescuela, vi algo que nunca antes nadie había contemplado: un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas. La hipótesis inicial era la de un accidente fatal, por su dimensión y por sus repercusiones, pues al haber chocado contra el tercio superior de la estructura del edificio era seguro que los habitantes de los pisos superiores tenían su destino sellado. Aquello podía ser un error humano más, de tantos como se sucedían a diario, solo que con consecuencias fatales. Entonces, mientras Matías Prats relataba la sucesión de noticias en torno a aquel supuesto accidente, vi en directo al segundo avión estrellándose contra la segunda torre.

 

-        ¡Hostia! – grité desde el comedor, y mis padres, que estaban en la cocina acabando de recoger, acudieron con la incógnita pintada en sus rostros ante mi exclamación.

 

-        Niño, a ver si hablas bien – me dijo mi madre – Que este año vas a ir ya a la Universidad y está muy feo decir palabrotas.

 

Su reprimenda se le ahogó en la garganta, cuando vio las imágenes que yo era incapaz de seguir contemplando, atraído por lo espectacular y lo catastrófico de la circunstancia.

 

-        Esto no es un accidente, ¿eh? – reflexionó en voz alta mi padre, con la cara desencajada.

 

No supe qué responder a sus palabras, por lo que me quedé callado y, viendo la hora y que mi hermano andaba entretenido, fui a la cocina a ayudarles a acabar de recoger.

 

Apenas fue un lapso de quince minutos, pero cuando regresé ante el televisor aparecieron ante mí algunas imágenes que me resultaba difícil interpretar: gente agolpada en la calle, en alguna ciudad del mundo árabe, celebrando las noticias que llegaban desde el centro económico de Estados Unidos, y del Mundo. ¿Por qué reaccionaban de aquella manera? ¿Por qué se alegraban de lo que estaba sucediendo? Ni que decir tiene que, a mis recién estrenados 18 años, me era difícil comprender lo que estaba sucediendo, pero al mismo tiempo quería ponerme al día cuanto antes: en unas semanas comenzaría a estudiar la licenciatura en Historia y necesitaba encontrar respuesta a aquellos interrogantes.

 

Con esas dudas golpeando en mi cabeza fui a la autoescuela a pasar dos horas haciendo tests: ya había revisado varias veces el contenido del manual y me estaba preparando para hacer el examen teórico, que tendría lugar en unos días. El reloj de San Sebastián daba las seis de la tarde, retumbando en las calles de una ciudad que aún se desperezaba del sopor veraniego, del que pugnaba por liberarse para ir adentrándose lentamente en el otoño. Cuando llegué a casa mis padres, que solían salir a pasear y hacer recados un poco más tarde, estaban aún sentados ante el televisor. Al verme aparecer por la puerta, mi madre siguió extasiada contemplando las imágenes mientras mi padre me indicaba con una mano que entrase, señalando con la otra la pantalla como para explicar el motivo de su atención.

 

Entonces, para mí aquella era la foto de un señor desconocido, de facciones enjutas, penetrantes ojos negros y larga barba canosa. Junto a la fotografía, de manera intermitente se iban sucediendo vídeos que había circulado por diversos medios, subtitulados. Lo que leí era aún más incomprensible: aquel individuo, Osama bin Laden de nombre, era el caudillo de una organización terrorista fundamentalista islámica, al-Qaeda, que acababa de reivindicar el atentado de las Torres Gemelas, que al parecer había sido sucedido por un tercer vuelo estrellado contra el Pentágono. Mencionaba las injerencias de Estados Unidos en el mundo islámico, explotando los recursos del entorno del Golfo Pérsico y mediatizando los gobiernos de la zona para salvaguardar sus intereses económicos. Le acusaba de apoyar a Israel en su guerra lenta y onerosa contra el pueblo palestino. Y exhortaba al a las autoridades estadounidenses a mantenerse al margen, a menos que desearan sufrir nuevas represalias de aquellas características.

 

El Presidente George W. Bush, elegido recientemente en un controvertido procedimiento electoral, debía verse, pensaba yo, en una indeseable posición, pues había de reflotar la moral del país después de un golpe de tamañas dimensiones. Lejos de arredrarse, eso sí, como corresponde a alguien de cortas entendederas, explotó aquella ocasión para inflamar el patriotismo estadounidense, ya bastante complacido consigo mismo. Tanto él como, sobre todo, sus asesores, tejieron una inteligente campaña que culpabilizó al gobierno talibán de Afganistán de haber dado apoyo logístico e intelectual al atentado, cobijando, además, al temido Bin Laden, quien acabaría convirtiéndose en «Enemigo Público Número 1». Así pues, la consecuencia directa de la caída de las Torres Gemelas no fue otra que el inicio de la llamada «Guerra contra el Eje del Mal», representado entonces por el citado régimen afgano y, seguidamente, por Sadam Hussein en Iraq.

 

Aquellos mismos líderes talibán de las montañas, que veinte años atrás habían recibido el respaldo de Estados Unidos para forzar a una agonizante Unión Soviética a abandonar el Oriente Próximo, ahora veían cómo su antiguo aliado se tornaba en su principal enemigo. Un enemigo que desplegó toda su fuerza contra el país, invadiendo un territorio hostil que le plantó cara como solo él sabía hacerlo: con la estrategia de la guerrilla, tremendamente efectiva para hacer frente a un enemigo superior, al que es impensable poder combatir en campo abierto. Solo de esta forma todos podíamos entender que a diario las noticias hablaran de los avances de las tropas norteamericanas en Afganistán, de la caída del régimen encabezado por el Mulá Omar, de los talibán subyugados por las fuerzas de la democracia, mientras las víctimas occidentales seguían sucediéndose.

 

-        Pero, ¿esta gente no va ganando? – se me ocurrió preguntar un día a mis padres, ya después de cenar, viendo la sucesión de imágenes en la pantalla de la televisión – Si es así, ¿cómo es posible que el ejército de sufra atentados todos los días y que el ejército de Estados Unidos no deje de registrar bajas?

 

Entonces no supieron responderme, pero poco después la respuesta tampoco sería necesaria: supuestamente conquistado Afganistán, el siguiente objetivo era Iraq y ese mismo Sadam Hussein que antes era amigo de Occidente, y ahora enemigo público también, porque según los expertos del momento estaba fabricando armas de destrucción masiva. El siguiente capítulo estaba a punto de escribirse, con letras aún más manchadas de sangre.

domingo, 22 de agosto de 2021

El asesino inconformista - Carlos Bardem - Plaza & Janés

Cuando conocí la publicación de El asesino inconformista sentí curiosidad por aproximarme a mi primera lectura de Carlos Bardem, pese a que otros títulos como Mongo Blanco me resultan más cercanos por su temática histórica y mi propio campo de investigación. Sin embargo, no pude evitar sucumbir al encanto de lo que prometía ser una novela negra, y unos días después concluyo la última página y me percato de algo sorprendente: no solo El asesino inconformista no es una novela negra, o no solo eso, sino que además constituye un ácido retrato de la sociedad española a la que todos pertenecemos, pero a cuyo abismo da miedo a asomarse, no vaya a mostrarnos los despojos de aquello que realmente somos. 

Porque Fortunato es un asesino de método, un cultivador del bello arte del crimen bien entendido, que vive al margen de la sociedad junto a su novia Claudita no por su condición de ejecutor a sueldo de políticos corruptos, sino porque ambos son conscientes de que perciben la realidad tal cual es, sin disfraces. Y precisamente ese talento excesivamente realista que falta al resto de sus conciudadanos a ellos les sobra, convenciéndoles de que mientras menos se mezclen con la mediocridad general, mejor. Ambos saben que: "Cuando creas tu identidad nacional sobre odiar a moros y judíos te echas en brazos del cerdo. En el alma profunda de nuestro país hay grasa de torreznos, malas digestiones, peor vino, moscas, sombras siniestras y mucha mala leche (...)" (p. 20). Quizá no sea un rasgo exclusivo de España, ese de construirse una identidad no a partir de lo que somos, sino a partir de lo que no queremos ser: judíos y moros primero (y eso que estuvieron setecientos años en esta tierra), franceses e ilustrados después. Lo que sí nos convierte en un ejemplo humano particular es esa exageración en el odio hacia aquel a quien consideramos nuestro "otro", construido no sobre bases conceptuales sólidas, sino sobre lugares comunes consolidados a lo largo de una barra de bar y con el rechinar de un palillo entre los dientes como música de fondo. Una reflexión que además viene muy bien en estos días, cuando un reportero de una cadena privada entrevistaba a una vecina de Coria del Río acerca del nuevo brote del virus del Nilo y, ante su estupefacción, la mujer preguntaba: "¿quién tendrá la culpa de esto?". 

La España en la que Fortunato trabaja es un país construido sobre los cimientos gruesos de la corrupción, que salpica a todas las formaciones políticas y que parece inundar todos y cada uno de los resquicios de la vida civil. Tanto que apenas extraña que, cansados de uno u otro testaferro que se vuelve incómodo, sus mismos compañeros ponzoñosos no duden en acordar la "limpieza" del elemento absorbente antes de que se vuelva una auténtica china en el zapato. Ahí opera Fortunato, en la ejecución artística de tales indeseables con procedimientos profilácticos y carentes de violencia alguna: si luego el individuo, en su tránsito hacia la muerte, acaba cagándose encima, es cosa suya y de la porquería que le corroía por dentro, en sentido literario y literal. En estas páginas su víctima es una política municipal orlada de collares de perlas, aplaudida por su partido mientras campó a sus anchas por la senda de su capital mediterránea, y que acabó repudiada por propios y extraños cuando los comicios arrebataron el poder a su formación, que se creía dueña de él, para dárselo a los adversarios. Ahora bien, no cuesta imaginar que en otra ocasión podría haber sido el ex director general de alguna entidad bancaria salida a bolsa en circunstancias poco fiables, que tras cargar con buena parte de la culpa de unas tarjetas de color fúnebre pueda acabar sus días descerrajándose un tiro en la finca de un amigo. ¿Hay nombres? Por supuesto que no, ni en las páginas de Bardem ni en esta reseña: corresponda al lector encontrar coincidencias con la realidad, o no. Las conclusiones, en cualquier caso, serán únicamente suyas. 

¿Cómo puede ser que tanta corrupción quede impune? La respuesta es bien sencilla: España es un país de serviles. "Crías de un país que siempre está a tres generaciones de educación laica, cultura y ciencia, de sacudirse las moscas y la ignorancia grasienta del siervo que quiere ser amo, no libre" (pp. 181-182). Los mismos españoles que se escandalizan ante nuevos casos de desfalco de dinero público no dudan en mesarse los cabellos y rasgar sus vestiduras ante sus conocidos, porque la postura es importante, si bien más en unas latitudes que en otras, pero luego, a hurtadillas y cuando nadie les oye, piensan: "muy bien que ha hecho, oye. Si yo estuviera ahí, haría lo mismo". Por eso han alcanzado predicamento figuras como la de un ex banquero que robó dinero a su propia entidad, un ex empleado de seguridad que huyó con el dinero de un banco, o una cantaora que pasó un verano expuesta ante las pantallas de espectadores salivantes de la mano del alcalde de la Costa del Sol, aunque luego se descubriera que todo ello había sido a costa del dinero del contribuyente. Y también por eso las revistas de papel couché tienen tanto éxito: por deseo de emulación. La inmensa mayoría de la población española es de clase baja o muy baja, más en los últimos tiempos en que el neoliberalismo deambula por nuestra vida cotidiana con la cara descubierta; casi todos somos clase trabajadora, pero a poco que tenemos oportunidad estiramos el cuello y nos proclamamos "clase media", porque tenemos algo de dinero que, lejos de ahorrar, nos inspira a invertir en un apartamento en la playa. Y acabamos siendo esclavos de las hipotecas, de los usureros, de los avalistas, de los bancos y de políticos sinvergüenzas que recurren al plasma para decirnos que vamos a ser objeto de un rescate bancario porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y lo dicen así, sin tapujos, porque suya es la mayor victoria: haber roto la conciencia de clase trabajadora para convencer a cada hijo de vecino que en él o ella hay un propietario o propietaria en potencia. Y que cada cual se salve como pueda, porque nadie va a mover un dedo por uno, más que uno mismo. 

En resumen, operamos así porque nos creemos muy buenos, demasiado, y nos olvidamos pronto de nuestros orígenes y del grupo al que pertenecemos: "En el fondo, siempre ha pensado Fortunato, hay mucho de odio al pobre en estos racismos instintivos, falta de empatía hacia la miseria ajena de quien ha escapado de ella recientemente, apenas una generación o dos, y quiere marcar distancias por miedo a que la antigua pobreza sude, huela y los delate" (pp. 241-242). Este mismo instinto nos convierte en seres abusones, ávidos de hallar un débil, o mejor dicho, a alguien más débil que nosotros, para cobrarnos en él, o en ella, o en ellos, las injurias y malos tratos que nosotros hemos sufrido en nuestra propia piel. Porque sí, seremos el sur de Europa, su pista de recreo low cost y motivo de escándalo en los mentideros en los que se decide el futuro de la Unión, pero somos más que los emigrantes que vienen de fuera, por favor. Porque al menos somos europeos, y en su momento nos llenaron las calles de jardineras y nos subieron el precio de todo para entrar en el euro. De vez en cuando, como ejercicio de reflexión, no nos vendría mal releer aquellos versos que en boca de Segismundo escribió magistralmente Calderón: "Cuenta de un sabio que un día...". 

Quizá por todo lo que he venido enumerando, Fortunato tenga más que justificado su oficio de practicante de eugenesia social en un país que se pierde en mediocridad y luchas cainitas. Y quizá también por todo ello, merezcamos el honor de ser algún día sus víctimas. De momento, gozaremos del placer y el honor de haber conocido su historia, que ojalá venga seguida de otras en torno a esta compleja personalidad, que lo es porque Fortunato somos todos, y que no se salve nadie, joder.