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sábado, 26 de marzo de 2022

La falla - Carlos Spottorno y Guillermo Abril - Astiberri

 Meses ha que no vengo por estos lares, porque el tiempo no me ha sobrado, básicamente. Por eso y porque es muy fácil hablar de manera visceral y reactiva en medio de todo lo que sucede últimamente, cuando creo que las circunstancias recomiendan justo lo contrario: observar, leer, oír, e intentar formarse una opinión lo más objetiva posible, sin caer en apasionamientos peligrosos. Este y no otro es el motivo de que hoy tampoco vaya a hablar de la invasión rusa de Ucrania ni del devenir del conflicto. Antes bien, quiero intervenir para hacer lo que me gusta: reseñar lecturas y hacer un aporte crítico sobre descubrimientos recientes que hayan iluminado mi camino. 

Tal es el caso de La falla, de Guillermo Abril y Carlos Spottorno, publicado por Astiberri ediciones en febrero de este año 2022. En un momento en el que aún parecía poco probable que viviéramos un conflicto del calado del que se ha desatado de la mano del omnipresente Kremlin y la siempre acechante OTAN, esta novela gráfica ya nos animaba a reflexionar sobre una realidad cuyo análisis me atrae cada vez más: la frontera. El concepto en sí mismo es interesante, puesto que en terminología geográfica se puede definir la frontera bien como border, es decir, como línea de demarcación que divide a las personas y que se ha trazado de manera artificial por la mano humana, respondiendo más o menos a realidades geográficas o culturales; o bien como boundary, que habla mucho más de la frontera como punto de encuentro entre pueblos y como espacio de convivencia compleja, en el que las diferencias culturales y los rencores históricos pugnan con una urgencia mucho más pedestre: la necesidad de convivir en el día a día para salir adelante. 

Eso y no otra cosa es el Alto Adigio, para los italianos, o el Tirol del Sur, para los austriacos. Un territorio de mayoría germana que, sin embargo, fue arrebatado a la perdedora Austria tras la I Guerra Mundial, incorporándose a la República Italiana. Lo que sucede es que, como suele ocurrir en estas circunstancias, siglos de impronta cultural no se pueden borrar con escuadra y cartabón, trazando una torpe línea recta sobre un mapa en el que se olvida algo esencial: la historia individual y colectiva de los individuos que habitan el territorio, únicos protagonistas y últimas víctimas de las decisiones tomadas en un despacho, sin considerar su voluntad. Así nos encontramos con unos pueblos y unas comunidades que han hecho de la convivencia pacífica su modo de vida, sanando las heridas de la guerra sobre la base de la prosperidad que aporta el turismo, así como de la necesidad de convivir a diario para subsistir y atender las necesidades humanas cotidianas y urgentes, como se apuntaba antes. A poco que se escarba en la superficie aparecen viejas rencillas que no acaban de desaparecer, pese a que las celebraciones de la concordia y de la paz intenten colocar un apósito húmedo que ayude a aparentar buena salud y convivencia. Así y todo, el entendimiento predomina desde la asunción mutua de los errores y los aciertos pasados, en un maduro ejercicio de autocrítica que más de un país podría apresurarse a realizar, no vaya a ser que cuando se lo proponga sea demasiado tarde y se vea sacudido por un nuevo conflicto fratricida que recuerde demasiado a aquel otro que nunca se cerró. 

En definitiva, las páginas de La Falla ayudan a entender, a través del testimonio y de los ojos de Guillermo Abril y de Carlos Spottorno, que la vida cotidiana de la gente está muy lejos de las preocupaciones institucionales de los altos ejecutivos y de los grandes dirigentes. De ahí que, independientemente de la voluntad geopolítica expresada sobre un mapa, las comunidades humanas acaben haciendo de la convivencia y de la normalidad su bandera, empeñándose por encima de todo en encontrar los vínculos que las unen, priorizándolos sobre los elementos que las separan. Sería bueno no olvidar nunca este principio, máxime en un momento histórico en el que voces anhelantes de un pasado glorioso que nunca existió pretenden apelar a sentimientos nacionalistas absurdos para enfatizar nuevamente lo que nos separa, que es muy poco, sobre lo que nos une, que es mucho más. No puedo más, para concluir, que recomendar muy mucho la lectura de la obra con la mente abierta, libre de prejuicios y más predispuesta al consenso que al disenso, desde la conciencia más absoluta de que la batalla será dura, pero merece mucho la pena librarla. Así lo hace ver ya en el prólogo Elena Masarah, en lo que no es sino un excelente abrir de boca para unas páginas cargadas de emoción, historias y reflexión. 

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Notas al pie de Gaza - Joe Sacco

Sé que llego a comentar esta publicación con mucho retraso, pero el ritmo de lectura no siempre es el que uno quisiera. Para empezar, ha de señalarse que la lectura de la obra Notas al pie de Gaza ha de complementarse necesariamente con Palestina. Las dos dan una imagen bastante acertada de la situación cotidiana vivida en territorio palestino: acoso, violencia, asesinatos, violaciones de los Derechos Humanos... y sobre todo caos. Mucho caos provocado por un Occidente que llegó allí como salvador, que mientras estaba en el lugar se dio cuenta de que difícilmente podía salvarlo de nada (si es que había que salvarlo de algo), y que se marchó cuando la espiral de violencia superaba con mucho sus expectativas. 

Probablemente no nos resulte ajena la experiencia de intervención en un territorio del Medio Oriente que no cumple ninguno de los objetivos iniciales y que, además, deja un reguero de muertos por el camino cuando las tropas "civilizadas" se retiran cabizbajas, admitiendo su incompetencia y masticando su petulancia. Ahora bien, no por repetida debe volvernos insensibles estas situaciones ante el drama de la población que se ve sometida a la "oleada civilizadora y pacificadora" de nuestro mundo occidental, ni tampoco debe invitarnos al silencio. Porque cuesta mucho, en este caso concreto, comprender los motivos que llevan al sionismo, que padeció las consecuencias de una grave persecución y un terrible etnocidio, a ejecutar los mismos abusos con total impunidad sobre la población que habita el suelo palestino. 

La matanza de Khan Younis en noviembre de 1956, en el contexto de la Crisis de Suez, en plena Guerra Fría, constituye una perfecta ilustración de lo que es abusar de un pueblo cuando se sabe que se tiene la superioridad del lado de uno mismo, revestida de banderas con barras y estrellas. Sin embargo, aquel no es sino un hito más en el largo camino de ataques y excesos israelíes sobre los territorios palestinos, en los que reclama su soberanía por medio de las armas apelando a su derecho atávico como pueblo elegido por dios. Probablemente, si pudiéramos hacer un conteo de todas las ocasiones en las que la sangre se ha derramado por la misma causa, agotaríamos todo un bloc de la infamia, a cuyo término no nos cabría más que guardar un minuto de silencio por la miseria humana. 

Mientras pensamos si queremos dar ese paso, los ataques se siguen produciendo, las bombas siguen cayendo y los colonos continúan usurpando territorio a Palestina. Todo ello en una perspectiva ennegrecida por la proclamación del Estado nacional de Israel de la mano de Benjamin Netanyahu, que prefirió dejar de lado cualquier alusión a la democracia en el nombre del país para dejar claro su objetivo: defender a su pueblo por encima de todo y de todos. Y agravado por un Donald Trump que, en el culmen de su delirio de matón de instituto convertido en presidente de Estados Unidos, no tuvo mejor idea que trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén, reconociendo a esta última como capital de Israel. 

Lo dicho, todos azuzamos el fuego y todos guardamos silencio cómplice mientras Israel sigue sorteando los Derechos Humanos a mayor gloria de la mal llamada tierra prometida. Quizá habría que preguntarse: ¿qué fuimos a hacer allí? Y ya que no se puede dar marcha atrás, quizá sea un primer paso para no volver a cometer el mismo error en el futuro, ahora que la sombra del fracaso de Afganistán nos avergüenza jornada tras jornada. 

domingo, 30 de mayo de 2021

Mi vida en Cuba - Juan Padrón

Tras unos meses de retiro forzoso, vuelvo por estos lares para comentar una novela gráfica que, como tantas otras, me recomendó mi buen amigo, y este año compañero en nuestro podcast "Dibujando la Historia", Gerardo Vilches. Se trata de Mi vida en Cuba, la autobiografía de un Juan Padrón que quedó inconclusa por caprichos de esta COVID-19 que algunos aún se empeñan en negar, porque hay ignorantes que disfrutan con la teoría de la conspiración pese a que el desfile de cadáveres intente abrirles los ojos. He de confesar que este ha sido mi primer contacto con la obra de Juan Padrón de manera directa y voluntaria, pues conocía las tribulaciones de Elpidio Valdés y había visto de pasada clips de Vampiros en La Habana a lo largo de mi vida, pero sin prestarles más atención que la curiosidad del lector indiscriminado. 

Las páginas de Mi vida en Cuba dejan muchas enseñanzas, que intentaré sintetizar brevemente: 

Es posible vivir en una dictadura, e incluso se puede vivir bajo dos dictaduras consecutivas. Lo que sucede es que el bueno de Juan Padrón quiso rizar el rizo y vivir sometido a una tercera, pasando unos años en la Unión Soviética de la era Brezhnev, muy lejos ya de la "fortaleza asediada" que había sido, y más cerca de su final de lo que estaba dispuesta a reconocer. ¿Cómo puede uno rehacerse en medio de tanta adversidad? Y lo que es más importante, ¿se puede crear como lo hizo él sorteando la censura? Padrón viene a demostrarnos que sí, por un motivo muy sencillo: cuando todo lo que te rodea es absurdo, la única salida posible es responder con un sentido del absurdo aún mayor. Y jugar con la ignorancia de los pretendidos "iluminados" para hacerles creer que uno se está plegando a sus intereses, cuando en realidad lo que está haciendo es jugar con su falta absoluta de criterio para realizar la crítica igualmente, sin que ellos lleguen jamás a darse cuenta (y eso es lo que verdaderamente les duele). 

Porque la segunda enseñanza es una que he tenido la fortuna de recibir de mi padre desde bien pequeño: el humor, por inapropiado que pueda parecer en determinados momentos, jamás debe abandonarnos. Es un chaleco salvavidas que permite recordarnos a nosotros mismos que lo trascendental no lo es tanto que supere a la propia vacuidad de la existencia humana. Por eso hay que ser capaz, y perdón por la expresión, de mearse en la hoguera. Y eso es algo que Juan Padrón ha sabido hacer, teniendo muy claras cuáles son sus ideas y, precisamente por eso, obviando cualquier posible temblor de pulso para censurar a quienes, en nombre de supuestas causas justas que acaban bastardeando, no hacen más que inflar su bolsillo mientras los pobres seguimos siendo los mismos de siempre. La conciencia tranquila de la lealtad a uno mismo, una vez más inculcada por mis padres, es aquí el garante de que uno pueda mirarse al espejo cada noche, o cada mañana (va por gustos), sin sentir vergüenza de la imagen que se refleja al otro lado. 

La última enseñanza de un trabajador compulsivo en el que más de uno nos vemos identificados es clara: no hay trabajo duro si a uno le apasiona lo que hace. La actitud gustosa ante la profesión es lo que convierte a esta en una empresa placentera y evita que la vuelta al tajo suponga un suplicio diario. Claro que también se puede argüir que no todo el mundo tiene la suerte de elegir el trabajo que quiere desempeñar y de que además le paguen por él. Admito la crítica, pero respondo con otro principio que me repito a mí mismo con mucha frecuencia: tampoco se elige estar en este mundo ni vivir, pero una vez aquí, hay que intentar vivir con intensidad cada segundo. Si no, puesto que nadie nos dice claramente de dónde venimos ni sabemos a dónde vamos, ¿qué coño estamos haciendo? Y para alcanzar esa suerte de nirvana personal hay algo que ayuda: la familia, la pareja, los hijos. Ese cable a tierra que te recuerda que la idea que te ronda la cabeza será muy brillante, pero un pañal aguarda a ser cambiado y un biberón a ser esterilizado. 

En definitiva, merece la pena tomarse un tiempo para leer y disfrutar esta historia, que él no pudo concluir, pero que su esposa concluye con la alegría y la nostalgia que da saber que se ha disfrutado de la compañía de un ser excepcional. 

Abrazos a todos. 

lunes, 11 de enero de 2021

Crítica de Yo, mentiroso - Antonio Altarriba

Cualquier parecido con la realidad es su reflejo fiel. Esta es la conclusión a la que se llega después de leer Yo, mentiroso, de Antonio Altarriba. Más allá de una trama en la que se repiten los lugares comunes del autor, incluyendo una compleja historia de asesinatos y un criminal obsesionado por reproducir patrones artísticos en sus víctimas, lo que más sorprende de las páginas que componen la novela gráfica es el escaso disimulo con el que Altarriba retrata la clase política española. Quizá pueda argumentarse que, llegado un momento de nuestra vida, da igual ocho que ochenta y lo que interesa es repartir a quien se lo merece, sin ambages. No obstante, animo al lector a hacer una reflexión: ¿verdaderamente estamos ante el retrato despechado de una generación desencantada? En mi opinión no es así: lo que hace Antonio Altarriba es mostrar nuestros propios fantasmas ante el espejo, pero desde la mirada de otro, para que no caigamos en la auto-complacencia de considerarnos mejores que los demás países de nuestro entorno y nos demos cuenta de que nuestras miserias, que son muchas, existen. Y lo que es más importante, no se extinguen porque nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Porque en este país el "aquí no ha pasado nada" se ha convertido en filosofía barata para simular que todo está bien y repetir, uno por uno, los mismos errores del pasado, más o menos reciente, que nos condenan a ser eternamente desgraciados. Por motivos tan simples como la indulgencia perenne hacia los poderosos, rayana (y a veces coincidente al 100%) con el servilismo: estamos dispuestos a tolerar los desmanes y los abusos de quienes nos gobiernan, porque ellos sí tienen derecho a hacer con nosotros lo que quieran. Ahora bien, si uno de los míos llega a gobernar y me traiciona, o siento que lo hace, entonces seré mucho más duro con él que con los otros: porque a mí, si me tienen que robar, que lo hagan los de siempre, no los que están conmigo. Con el señorito seré sumiso; con mi vecino de enfrente seré terrible. Probablemente no nos guste el retrato, pero es lo que ocurre con el arte: refleja el alma del autor y del que mira, y eso no siempre tiene por qué gustar. Lo importante es que sea capaz de despertar conciencias e invitarnos a no seguir siendo tan imbéciles como de costumbre. Desde mi humilde posición, mi más sincera enhorabuena a Antonio Altarriba por haberlo conseguido. Y disfrutad la lectura: merece mucho la pena. 

jueves, 24 de diciembre de 2020

Crítica de Yo loco - Antonio Altarriba

Antonio Altarriba tiene la extraña capacidad de que, nada más se comienza a leer, se tenga una sensación ambivalente y por ello inquietante: por una parte, la de sentirse en casa, es decir, en el terreno de las mejores novelas de misterio de la tradición victoriana; por otra, la de verse identificado con un mundo que se convierte en la principal denuncia del autor, pues se tiene la impresión de que la historia principal es en realidad el telón de fondo para arrojar la luz cegadora sobre algo que a él le molesta especialmente en cada ocasión. En el caso de Yo asesino más de uno nos vimos en las vidas de aquellos profesionales cegados por la ambición de poder en el entorno de la Universidad, enfrascados en guerras y rivalidades que solo les atañen y les convienen a ellos. Ahora el ojo agudo del autor se cierne sobre la industria farmacéutica y el ansia de beneficio de quienes están dispuestos a lo que sea con tal de convencer al público de que necesita sus medicamentos. Aunque para ello se llegue al extremo de "fabricar" perfiles psicopáticos, como sucede en el caso de la empresa Otrament, para la que trabaja el protagonista. 

Y mientras todo esto sucede, como decía, en realidad toda la historia no sirve más que de pretexto para subrayar los problemas y los fantasmas que todos arrastramos en mayor o menor medida: conflictos familiares, sexualidades reprimidas en un entorno pueblerino, la construcción de una vida profesional para intentar demostrar al mundo que se equivocó al prejuzgarnos... Ese es el encanto de la obra de Altarriba y ahí reside la principal razón de que nadie se sienta extraño al recorrer sus páginas y adentrarse en el universo interior de los personajes que se arremolinan en la narración, en una suerte de colmena de la que no se desea salir. Fundamentalmente, porque conforme el lector se ha convertido en fiel seguidor del narrador, identifica sus obsesiones y se agarra a ellas como asideros y puntos de referencia en un camino oscuro por el que todos transitamos sin saber exactamente a dónde nos dirigimos. Por eso no se puede evitar el tímido esboce de una no menos tímida sonrisa cuando la locura y el arte hacen su aparición en el escenario, vestidos de gala y ocupando el lugar que merecen en la historia de nuestra civilización. 

Ya sé que voy con retraso en la lectura, pero me da igual: quería compartir el disfrute que ha supuesto esta novela en los días finales de un semestre bastante atípico, mientras comienzo ya a abrir y hojear las primeras páginas de la reciente novedad de Antonio, Yo mentiroso. Cuando acabe con ella volveré por aquí, aunque solo sea por seguir compartiendo y construyendo comunidad. 

Salud y felices fiestas a todos. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Crítica de "Miércoles" - Juan Berrio

Cuando ojeaba un catálogo de novela gráfica llamó mi atención Miércoles, de Juan Berrio, porque está entre esas obras cuya portada anuncia lo que se va a encontrar en su interior. Miércoles es un relato costumbrista dibujado e impreso en los colores ocres del otoño que ambienta la historia, que no es otra que la de un miércoles cualquiera en la vida de un grupo de personas cualquiera. En una época en la que las nuevas generaciones buscan la excepcionalidad, la novedad, lo especial y la repercusión, obras como Miércoles nos recuerdan que lo inusual no es en absoluto necesario, porque cada existencia individual es singular en sí misma. Ahí reside el encanto de esta oda al costumbrismo, en la que se suceden las historias de los personajes a lo largo de un día miércoles. Todos ellos parecen recobrar la reflexión del difunto Marcos Mundstock en No sos vos, soy yo: la mayor parte de los días son normales, y hay que aprender a vivir en la normalidad. 

Sin abandonar el tono amable, los individuos que se suceden en las páginas de esta novela gráfica contienen en sí mismos la nobleza y las miserias humanas: el matrimonio maduro que aparentemente ha perdido ilusión por la vida, pero que se mantiene gracias a la confianza de lo cotidiano; el señor soltero que lamenta su soledad, mientras disfruta cada aspecto de su existencia con un optimismo lejos del alcance de muchos jóvenes actuales; la pareja joven que no tiene que hablar de nada trascendente, por el simple hecho de que ha descubierto el secreto de la convivencia: hacerse compañía, que no necesariamente quiere decir hacer siempre juntos todo; la portera viuda del vecindario, orgullosa de su hijo y consciente de sus propias manías, que es el primer paso hacia la salvación de uno por sí mismo; el hijo de esta última, policía de profesión, deseoso de compartir los avatares de su trabajo con ella para aliviar su soledad (la de ambos); la turista obsesionada con fotografiar cuanto contempla, sin darse cuenta de que mientras lo hace a su alrededor suceden acontecimientos importantes que le pasan desapercibidos; el eterno enamorado, no por rechazado sucesivo menos persistente; la mujer indecisa, tortura de propios y extraños; el amigo de esta, bonachón y acompañado de su eterno perrito chihuahua; y la chica ilusionada, que recupera a su mascota perdida porque confía en que así habrá de suceder. 

Mientras estas historias discurren con la lenta cadencia de la vida diaria, aquí y allá aparecen elementos que constituyen guiños e invitaciones a la reflexión del autor, como una viñeta capicúa que habrá de identificar por sí mismo quien se deleite con la lectura de la obra, o la estatua ecuestre de una joven leyendo un libro, en lo que constituye un canto a la cultura que no puede menos que celebrarse en los tiempos que corren. Por todos los elementos reseñados, concluyo la lectura con una sonrisa de satisfacción, mientras el otoño también se cierne sobre la ciudad y tomo certeza de que mi primera intuición fue la buena: esta novela gráfica es una obra maestra. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Crítica de Jonas Fink: una vida interrumpida, de Vittorio Giardino

Esta misma mañana he concluido la lectura de la edición integral de Jonas Fink. Una vida interrumpida a cargo de la editorial Norma, obra de Vittorio Giardino. Conocí al autor hace unos años, cuando leí No pasarán y, posteriormente, me interesó su aproximación a la novela negra a través de las vivencias de Sam Pezzo. Este verano decidí completar la serie de aventuras de Max Fridman, leyendo Rapsodia Húngara y La Puerta de Oriente, antes de adentrarme en las vivencias del infortunado librero de Praga. En general todas las obras de Giardino que siguen la senda de la historia europea durante el siglo XX comparten un denominador común: la lucha contra quienes representan el terror, sea de signo nacionalsocialista, sea de símbolo comunista. Aquí reside una de las virtudes del autor, consistente en no casarse con nadie y en identificar el mal con ojo crítico y un implacable dedo acusador, independientemente de la ideología que ese mal decida enarbolar en cada ocasión. 

El título de la obra que me ocupa, correspondiente a la edición integral, no podría ir mejor a la biografía del personaje ficticio: una vida interrumpida. Porque el protagonista de estas páginas vive tres interrupciones vitales esenciales, que marcarán su carácter: la pérdida de su padre, que le convierte en proscrito a ojos de la sociedad comunista del otro lado del Telón de Acero, debiendo renunciar a su talento para trabajar como librero mientras su madre se consume en una lucha tantálica contra el rodillo del sistema comunista; la pérdida de sus amigos y de su amor de juventud, a la postre el gran amor de su vida, la joven Tatjana, que abandona Praga camino de Moscú tan pronto como sus padres sospechan de las relaciones de su hija con el vástago judío de un médico depurado; y la segunda pérdida de Tatjana, que es a la vez la de su pareja, la vietnamita Fuong, al calor de los sucesos de la primavera de Praga. 

El joven, que ha experimentado el exilio interior desde que tiene uso de razón, ha de someterse ahora al exilio exterior, tomando el camino de París mientras el comunismo, ya entonces agonizante, pugnaba por demostrar que su brazo represor seguía siendo duro. Aquella misma joven que había encarnado para él el sentimiento del amor desapareció en medio del humo de los tanques para regresar de nuevo a Moscú, ahora como sospechosa y ella misma objeto de la represión del bárbaro Leonidas Brezhnev. De ello toma conciencia veinte años más tarde, cuando regresa de la mano de su familia francesa a una Praga tomada por el capitalismo y la fiebre turística, que ha dado en comercializar hasta las medallas soviéticas de quienes un día fueron represores, y ahora no son sino monos de circo expuestos para deleite del público, en el mejor de los casos. 

La última escena deja una puerta abierta a la reflexión: el ya maduro Jonas Fink, egoísta e inconformista porque la vida le ha forjado así, se encuentra en un antro praguense con el mismo jefe de la policía secreta que hizo posible la ruina de su familia. Caído el comunismo, el inspector Muda había pasado de ser una pieza esencial en el mecanismo represor a convertirse en un pordiosero, detestado por todos y objeto, él mismo, de un proceso judicial por los abusos cometidos durante los años duros de la Guerra Fría. Es una figura que inspira lástima al pobre Jonas quien, enfrentado al causante de su sufrimiento, no sabe más que ignorarlo y abandonar el local, deseoso de dejar atrás todo recuerdo de una época pasada. He aquí la reflexión: ¿de qué sirven la represión y la violencia al servicio del totalitarismo? ¿Qué bien hacen a las sociedades que las padecen?

Desde luego, no aportan más que dolor a sus víctimas, equivalente al vacío: es decir, no aportan absolutamente nada. ¿Y a sus autores? Visto el desenlace de la historia, resultan igualmente inútiles. Constituyen, en conclusión, la sublimación máxima de la sofisticación de la Humanidad que, en su afán por destruirse a sí misma, no hace sino idear herramientas inútiles en torno a las cuales se hace el vacío. Extraño logro este del siglo XX, que acaba de dejarnos no hace tanto. 

jueves, 23 de abril de 2020

La guerra del profesor Bertenev

Con cierto retraso, me dispongo a hacer un análisis crítico de La guerra del profesor Bertenev, primera obra del autor Alfonso Zapico. Tropecé con la obra de Zapico por casualidad, en el verano de 2014, cuando me dirigí a la biblioteca del barrio donde vivía para sacar varias lecturas para los meses estivales y, sin saber muy bien lo que hacía, me topé con Café Budapest. Había visto recientemente Oh, Jerusalén y también había comenzado a leer el libro en el que se inspira la película, pero la perspectiva que encontré en aquellas páginas era diferente: la de la gente de la calle, que se ve en medio de un conflicto que ni siquiera es suyo, porque vive de prestado en una tierra demasiado famosa, desgraciadamente, por la cantidad de sangre derramada y de historias rotas durante casi ochenta años de convivencia imposible.

Dos años después leí el primer volumen de La balada del norte y seguí explorando la obra de Zapico, en la cual me llamaba especialmente la atención La guerra del profesor Bertenev. Entonces comencé a buscar una copia, en lo que pronto se aventuró como una misión imposible, porque se trataba de su opera prima y había quedado prácticamente fuera del circuito comercial. Fue en octubre de 2019 cuando tuve la suerte de asistir a la presentación del tercer volumen de La balada del norte en la FNAC de Callao, en Madrid, oficiada por el propio Alfonso. En los minutos posteriores a la clausura del acto, mientras amablemente él dedicaba un ejemplar a los asistentes que quisieron acercarse a su sitio, tuve la oportunidad de saludarle y de preguntarle por este cómic. Entonces me trasladó la grata noticia: se iba a reeditar, con motivo del vigésimo aniversario de la Editoral Dolmen. Él mismo me dijo: "Si eres historiador, probablemente te va a gustar". Desde aquel día permanecí atento a las novedades editoriales y, tan pronto como supe de su salida a la calle, me hice con una copia. 

La guerra del profesor Bertenev es una opera prima solo por su cronología en el conjunto de la dilatada obra de Alfonso Zapico, porque sus páginas destilan la madurez de un autor ya consolidado. Escogiendo un episodio histórico tan poco conocido por estas latitudes como la Guerra de Crimea (1853-1856), el autor parece en sus primeras páginas ir a caer en los lugares comunes de cualquier relato bélico: tropas enfrentadas sin saber muy bien por qué, más allá de que sirven banderas distintas y ese es el único mandamiento que importa; batallas sangrientas en las que se gana el honor, pero se pierde la humanidad; y movimientos tácticos de gran interés para los expertos en historia militar. Sin embargo, muy pronto Zapico hace un inteligente quiebro de cintura para abandonar la perspectiva global de la guerra y acercarse a una óptica particular, o más bien particularísima: la del profesor Bertenev. 

Es Bertenev un intelectual ruso opuesto al régimen despótico del zar, que trabaja como maestro al servicio de las familias adineradas rusas, compaginando sus horas de profesión con la colaboración desinteresada para una publicación destinada a minar la imagen pública de aquel soberano que, aún a mediados del siglo XIX, y hasta bien avanzado el siglo XX, seguiría considerándose a sí mismo y siendo considerado por los demás como un monarca absoluto de derecho divino. Las tribulaciones del grupo ilustrado y sedicioso al que pertenece le hacen verse en problemas bien pronto, cuando alguien les denuncia y todos ellos deben sufrir la dureza de la maquinaria represiva rusa; iba a decir que en aquella época, pero mucho me temo que el cuadro no ha cambiado demasiado hoy, a 23 de abril de 2020. Para purgar sus pecados como individuo sedicioso, Bertenev se ve empujado al frente, y ahí empieza su gran contradicción: si desea salvar su vida, ha de hacerlo luchando por el orgullo de ese mismo zar cuya legitimidad ha cuestionado. ¿Dónde está, entonces, la lógica de la fuerza bruta?

Precisamente porque a él le sobra lógica, pese a su escaso talento militar, Bertenev se percata bien pronto de que los británicos son más fuertes y van a infringir una derrota sin igual al ejército en que él lucha. Entonces hace lo que el sentido común nos movería a hacer a todos nosotros: huir para evitar la muerte, y rendirse cuando cae en manos del enemigo. Desde aquel momento es prisionero británico, como el resto de sus camaradas de armas unas horas más tarde, con una diferencia: ellos irán a parar a los barracones de los presos comunes de guerra, mientras él conseguirá ganarse la simpatía de un oficial británico para poder rehuir aquella zona del campamento, en la que sus compatriotas le esperan afilando sus bayonetas para dar muerte al traidor, que les abandonó cuando el enemigo se cernía sobre ellos. 

Es fácil prever que un individuo de su personalidad, circunspecto, culto y analítico, atraerá pronto la atención del oficial a cuyo cargo está, también dotado de fuerza bruta para la guerra, pero con la agudeza suficiente como para percatarse de que aquel Bertenev no es igual a los demás. Se revela como un individuo sensible, preocupado por la cultura, emocionado con las traducciones de Dostoievski y Tolstoi, que puede ser de utilidad a las tropas británicas: ha de convertirse en su profesor. ¿Es tal vez paradójico ver a los soldados de Su Majestad Imperial aprendiendo a leer y escribir, o representando las obras de Shakespeare? Si nos contagiamos del espíritu agresivo del ejército, la respuesta habrá de ser afirmativa. En cambio, si nos dejamos llevar por el espíritu crítico, ha de concluirse que la profesión que Bertenev desarrolla es la más necesaria: despertar la sensibilidad y el uso de la materia gris en un contexto en el que su utilización carece de valor en absoluto. 

Y él desempeña su trabajo con abnegación y pasión, porque sabe ver en los demás las potencialidades que aguardan ansiosas a desarrollarse, tan pronto como la persona indicada les insufle el aliento de luz necesario para que el ingenio se despierte. Su profunda mirada es también la que le lleva a buscar el perdón de sus compatriotas, visitándolos en un barracón donde nadie entiende su gesto y todos buscan únicamente venganza; una venganza estúpida contra un individuo incapaz de dañar a nadie, pero que ha cometido el gran error de zaherir el honor de los oficiales zaristas, tan poco sensibles en otros terrenos. Afortunadamente, los intentos reiterados por acabar con su vida se frustran y, cuando la campaña acaba, encontramos a Bertenev convertido en un ciudadano del mundo que acude a rehacer su vida en la capital de Europa: el París de Napoleón III. 

En resumen, quien se aproxime a estas páginas encontrará un interesante relato sobre el espíritu humano, así como la invitación a buscar respuestas cuando uno, de pronto, se da cuenta de que se ha convertido en ciudadano de ninguna parte, pero se conjura para definir su propia identidad y su lugar en el mapa, aunque sean el mapa y quienes lo dibujan quienes se obstinen en cambiar permanentemente. 

Feliz Día del Libro. 

sábado, 14 de marzo de 2020

Los años de Allende - Carlos Reyes y Rodrigo Elgueta

Gerardo, cuya amistad valoro mucho y cuya sabiduría sobre el mundo de la novela gráfica valoro todavía más (espero que me acepte la broma), estuvo hace un año en un congreso en Chile y cuando vino me comentó: se está trabajando mucho sobre la dictadura de Pinochet por los autores de novela gráfica en Chile. Puesto que es un tema que siempre me ha interesado, como en general toda la historia reciente de América Latina, decidí tomar al pie de la letra sus palabras y chantajear un poco a mi pareja para que esta pasada Navidad me regalara Los años de Allende, que acabo de terminar. 

Si hasta ahora había albergado alguna duda sobre la necesidad de trabajar los contenidos de Historia del Mundo Actual e Historia de las Relaciones Internacionales recurriendo a la novela gráfica, ahora cualquier duda se ha disipado decididamente. El material gráfico de Los años de Allende es de calidad casi fotográfica, tanto en la veracidad de reproducción de las escenas, como en la lealtad a los acontecimientos tal y como sucedieron. En ocasiones solo basta eso: documentarse ejemplarmente, como los autores de esta obra, y plasmar los hechos crudos sobre el papel, para denunciar la tremenda injusticia que se cometió en América Latina entre los años 70 y los años 80, cuando la democracia sucumbió a manos del imperialismo en varios escenarios, muchos de ellos todavía hoy anhelantes de regresar a la era pre-golpista. Seguramente quienes se ofenden con la realidad consideren que existe en estas páginas una crítica injustificada, y acusen a Reyes y Elgueta de hacerle la propaganda al marxismo, o mejor, al populismo, por emplear ese concepto que está tan de moda últimamente, y que todo el mundo usa sin saber qué significa exactamente. 

 A los ofendidos solo queda decirles: a cada cual lo suyo, y que cada palo aguante su vela. La violación constante de los Derechos Humanos durante la dictadura de Augusto Pinochet fue suficientemente flagrante como para suscitar la condena internacional, que aplaudió su extradición y juicio a comienzos de la década del 2000. Solo habría sido deseable que esa misma opinión internacional se hubiese dejado cautivar menos por el pánico a rojos fantasmas para frenar lo que fue el preámbulo de una catástrofe. Como no se puede volver atrás, aunque paradójicamente siempre se pueden repetir los errores del pasado, baste la lectura detenida de Los años de Allende para mirarnos ante el espejo y, cuando nos percatemos de que nos vamos a vestir igual que ayer, con pésimo gusto por cierto, intentemos mirar el fondo de armario para buscar otra alternativa, o para cambiar de modista, que tampoco está mal de vez en cuando.