sábado, 30 de septiembre de 2023

La era de la revolución - Eric J. Hobsbawm

Aún a riesgo de recibir críticas, más o menos merecidas, por reseñar un ensayo de principios de los años 1960s, creo necesario hacer una relectura de La era de la revolución, de Eric J. Hobsbawm. No tanto porque mi intención sea abordar el análisis de su libro desde otra perspectiva, que también puede ser; sino, y sobre todo, porque me parece necesario traer al frente a determinados autores de referencia, cuya contribución intelectual a la historia del pensamiento se está perdiendo, entre el marasmo de datos que inundan las redes, priorizando, además, la palabra hablada y la imagen sobre la escritura y la reflexión pausada. De ahí que este sea el primero de los muchos, espero, clásicos a los que rescataré del cajón en lo sucesivo. 

Centrada en el periodo comprendido entre 1789 y 1848, y primera de una serie de tres obras focalizadas en el siglo XIX, las enseñanzas del historiador marxista británico en La era de la revolución se pueden resumir en los siguientes puntos: 

1. El tránsito del siglo XVII al siglo XVIII supuso un avance innegable en términos demográficos, científicos y tecnológicos. Las distancias se acortaron y, poco a poco, la aún predominante agricultura comenzó a ceder terreno ante el desarrollo paulatino de otros incipientes sectores económicos. Estas transformaciones hacían vislumbrar, ya a la altura de 1750, que un mundo, el medieval, con sus estribaciones en la Edad Moderna, se estaba marchando para no regresar jamás. 

2. La revolución industrial, en lo económico, precedió a las trasformaciones políticas y sociales que sucedieron a la toma de la Bastilla. Su intensidad varió en función del escenario al que nos refiramos, y solo Inglaterra representó el paradigma absoluto del gran cambio, que se puede resumir en la capacidad de incrementar el ritmo de producción y consumo de las sociedades de manera sostenida en el tiempo. Ahora bien, la cara positiva de la industrialización no debe ocultar sus elementos más desfavorables, tales como la proletarización del campesinado llegado a las ciudades, o el anticipo de los ciclos económicos inherentes al sistema capitalista, tan benevolente en su prosperidad como cruel en su recesión. 

3. Si la industrialización puso fin al Antiguo Régimen en lo económico, la Revolución francesa lo finiquitó en lo social y lo político, generando además un ideal revolucionario de carácter ecuménico que se difundió al resto del mundo. Sin negar los logros de la fase liberal burguesa de la revolución, comprendida entre 1789 y 1792, el verdadero salto cualitativo lo proporcionó la Convención, tan osada y pionera en sus reformas como excesiva en la represión, que la llevó a morir a manos de propios y extraños. La burguesía que retomó el poder en 1795 se esforzó en reencauzar el proceso para monopolizarlo. 

4. Además de Francia, toda Europa se vio sacudida por la Revolución, merced a las guerras contra la Convención, primero, y a las Guerras Napoleónicas, después, cuyas derivaciones se sintieron incluso en África o América. El mapa internacional quedó transformado para siempre, e incluso donde la revolución no triunfó, la semilla se sembró para acabar germinando en 1830 y 1848. La paz fue traumática para Francia, pero sentó las bases de una convivencia pacífica que se extendió durante más de medio siglo, hito que jamás se ha repetido. 

5. Uno de los resultados más llamativos de la Revolución fue el auge nacionalista, surgido como reacción frente a la dominación extranjera en buena parte del continente. Tradicionalmente asociado a ideales románticos, pero identificados en la mayoría de casos con un imaginario conservador que inventa un pasado ancestral compartido para todos los integrantes de la misma comunidad imaginada, como concluiría el también británico Benedict Anderson. 

6. La revolución económica no habría sido posible sin la transformación de la tierra en un bien de producción más, que dejó de ser un elemento indicador de renta y prestigio social para convertirse en una máquina generadora de riqueza. A la par que las expropiaciones y las desamortizaciones encumbraron a la burguesía, generaron un sustrato de campesinado reaccionario, resentido por la pérdida de las pocas tierras comunales que podían aliviar su carestía más absoluta. 

7. La revolución liberal burguesa anula el Antiguo Régimen, entre otros motivos, porque pone fin a la sociedad estamental e introduce el concepto de ascensor social, o lo que es lo mismo, la carrera abierta al talento. El mensaje suena bien, sobre todo para quienes disfrutan de unas condiciones materiales que facilitan su acceso a ese cursus honorum reservado a oi aristoi, que dirían en la Grecia clásica. Sin embargo, oculta un mensaje mucho más perverso: quien no sea capaz de ascender socialmente, en esta supuesta nueva era de oportunidades, simplemente no vale para la nueva sociedad, y será considerado poco menos que como un despojo social. 

8. La revolución trae consigo el secularismo, porque la nueva burguesía se identifica con una racionalidad que rehúye cualquier explicación basada en la tradición y/o superstición; y porque la religión tiene serias dificultades para acceder a la creciente masa urbana, anclada como se quedará en los espacios rurales tradicionales. El lugar que deje la religión en las ciudades lo ocupará la ideología obrera, significativamente el socialismo, que operará como una nueva suerte de fe común de las masas, cuyo éxito radica en hablar no de un más allá dichoso, sino de la posibilidad de alcanzar la dicha en el más acá. 

Así pues, pese a encontrarnos ante una obra de más de 60 años, es preciso reivindicar lo que en ella hay, que es mucho, que nos ayuda a entender de dónde partimos hace 250 años para encontrarnos, en el momento actual, en el punto en el que estamos. 

Hasta la próxima, 

A.J.

lunes, 16 de mayo de 2022

A cuenta de "El fin del Homo Sovieticus" - Svetlana Aleksiévich - Acantilado

Tras la comparecencia de Mikhail Gorbachov en la televisión soviética el día 25 de diciembre de 1991 anunciado la disolución de la URSS y su renuncia como secretario general del PCUS, y por tanto como presidente, concluía la Guerra Fría y se inauguraba una nueva era para los antiguos territorios que habían conformado aquel conglomerado estatal durante buena parte del siglo XX. La nueva etapa de la Rusia post soviética iba a estar protagonizada por Yeltsin quien, sobre el papel, habría de continuar la senda de las reformas implementadas por su predecesor en términos de apertura económica, englobadas bajo la denominación de perestroika, que como se vio en las páginas precedentes apenas habían alcanzado hasta entonces los objetivos propuestos. No obstante, una vez desaparecida la Unión Soviética se daba una situación paradójica: el desconocimiento absoluto sobre la persona o autoridad que habría de implementar las transformaciones y consolidar el camino hacia el libre mercado, puesto que el despegue de esa iniciativa había partido del mismo gobierno soviético que había iniciado el proceso de desmantelamiento de la URSS desde dentro, y que ya no existía más. Como puede adivinarse, tal coyuntura, en el contexto de una sociedad sin tradición alguna de iniciativa propia y libre en el mercado, se aventuraba difícil de resolver (Ibisate, 1991, pp. 647-696).

 

En medio de la duda generalizada, favorecida por el «vacío de poder» relativo[1] posterior a la caída de la URSS, solo había una certeza: el proceso de apertura económica de Rusia y el resto de ex miembros de la Unión Soviético debería desarrollarse con medios propios, sin esperar ayuda alguna del exterior. Los motivos eran sencillos: primeramente, la aplicación de un «pequeño Plan Marshall» en la Europa que había permanecido al este del Telón de Acero no era viable, habida cuenta de que si el Plan Marshall había supuesto, en el contexto de la Posguerra mundial, una restauración del orden previo al conflicto, en la antigua URSS debía implicar necesariamente un profundo proceso de transición política y económica, dado que la democracia no se podía restaurar allí donde no había existido nunca, sino que debía construirse ex novo. A continuación, el Plan Marshall había tenido cierta legitimidad en tanto que herramienta para la reconstrucción urgente de la Europa occidental asolada por la II Guerra Mundial, esencial a su vez para reforzar el papel de aquellos países como contenedores del avance del comunismo, labor en la cual sería fundamental la recién creada OTAN (1949). En cambio, toda vez que el comunismo había desaparecido, se justificaba mal un apoyo internacional de calado similar para ayudar a unos territorios muy extensos cuyo aporte a la economía global suscitaba poca confianza entre los posibles inversores. En tercer y último lugar, derivado de lo señalado anteriormente, para los antiguos países del bloque capitalista la restauración económica de los ex miembros de la URSS, más que una prioridad, constituía un gravamen absurdo, puesto que interrumpiría su proceso de crecimiento e integración económica para posibilitar la restauración de unos territorios que, nuevamente y conforme a la convicción consolidada en la época, poco podían aportar al desarrollo mundial global. De ahí que, tras recibir poco más que la ayuda de los asesores técnicos de turno encargados de mostrar las directrices que la recuperación habría de seguir, los dirigentes de los antiguos estados soviéticos optasen por recorrer el camino hacia el libre mercado por sus propios medios (Narozhna, 2001, pp. 1-7).

 

Considerando, pues, la situación de partida descrita y el vacío de poder relativo al que se aludía antes, habría que preguntarse quién sería el encargado de pilotar la transición hacia una economía de libre mercado; y también, por qué no, si tal transición sería viable, considerando la ausencia total de tradición previa en el contexto post soviético. Desafortunadamente para el destino de los habitantes de la ex Unión Soviética, convertidos ahora en ciudadanos de naciones independientes donde antes solo había existido una entidad posible (Connelly, 2020), lo que acabó sucediendo fue que el papel protagonista en el tránsito hacia el libre mercado acabó correspondiendo también a una élite reducida. Con frecuencia dicha élite era la misma que había monopolizado el poder durante la era comunista (Judt, 2008, pp. 250-267), pero en otras ocasiones puede hablarse de la aparición de un grupo elitista novedoso, que fue suficientemente hábil como para construir su legitimidad sobre la alianza con las viejas élites soviéticas decadentes, a cuyas estrategias de reproducción no dudo en recurrir. En otras palabras, si durante el periodo soviético las posibilidades de prosperidad y ascenso habían dependido de las conexiones personales con miembros de la nomenklatura, bien a escala nacional o bien a escala local, de modo que se configuró toda una compleja red de lealtades sobre cuya persistencia se construyó la supervivencia soviética hasta finales del siglo XX, con la disolución de la URSS aquellas viejas élites perdieron su influencia, pero la red que habían tejido les sobrevivía, siendo aprovechada por quienes aprovecharon la coyuntura para aparecer como los nuevos benefactores del Estado, en tanto que abanderados del libre mercado que aparecía como el gran salvador de la economía.

 

Este nuevo grupo emergente de «salvadores» de su patria respectiva, constituidos en influyentes hombres de negocios, ofrecieron a la élite decadente soviética la siguiente disyuntiva: si deseaba perpetuarse en el poder en el periodo posterior a la Guerra Fría, si bien con siglas políticas diferentes y obedeciendo a un marco ideológico distinto, necesitaba aliarse con ellos y permitir su participación en la toma de decisiones estatales. Y las antiguas élites soviéticas aceptaron la oferta con tal de perpetuarse en el poder, ahora en nombre del capitalismo y una supuesta democracia liberal, como antes lo habían hecho en nombre de la Revolución de 1917. En términos políticos, cambió el mensaje pero las caras permanecieron prácticamente inalteradas. En cambio, en el ámbito económico emergió un grupúsculo de empresarios y hombres de negocios que, gracias a la protección y la promoción estatal, desarrollaron sus negocios, además de múltiples actividades de dudosa legalidad, al amparo de la nueva legislación vigente, consagrada a protegerlos, sabedora como era de que la estabilidad del nuevo orden post soviético se cimentaba necesariamente sobre el apoyo de estos nuevos individuos. Ellos fueron los encargados de inspirar y aplicar sobre el terreno, beneficiándose sobremanera, los postulados de las Políticas de Ajuste Estructura en el que había sido lado oriental del Telón de Acero.

 

Poco les preocuparía el tremendo impacto de las medidas anti inflacionistas sobre el empleo, el alza de los precios y la pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora, además del aumento de la tasa de desempleo hasta niveles desconocidos en todo el mundo occidental: los beneficios de las PAEs en la ex Unión Soviética, sobre todo en lo tocante a privatizaciones y apertura al mercado exterior, redundarían en su fortuna personal. Además, como se ha reseñado, hicieron uso de sus vínculos con el poder político para desplegar un amplio abanico de actividades económicas de dudosa legalidad que se desarrollaron en un clima de impunidad absoluta, en la medida en que los cargos públicos obtenían también beneficios y comisiones ilegales de este peculiar y corrupto laissez faire, laissez passer. Así pues, puede concluirse que la transición a la democracia liberal en la extinta Unión Soviética se olvidó del vocablo «democracia» para centrarse en el aspecto ultra liberal de la transición, arruinando a la numerosísima clase trabajadora y consolidando la pervivencia de las antiguas élites y unión con las nuevas, de modo que la corrupción se institucionalizó y surgió una poderosa mafia cuyos tentáculos no tardarían en extenderse al resto del continente europeo (Wedel, 2001, pp. 3-61).

A lo dicho hasta ahora ha de añadirse un elemento aún más dramático si cabe: el despertar de un sentimiento ultra nacionalista que había permanecido aletargado durante la dictadura soviética, pero que afloró apenas Gorbachov se despedía de la audiencia aquella tarde de diciembre de 1991. En efecto, ha de recordarse que la ideología marxista que inspiró la Revolución bolchevique de 1917 era esencialmente internacionalista: de hecho, había justificado el abandono de la guerra de manera unilateral y la firma de la rendición en Brest-Litovsk sobre la convicción de que la Gran Guerra obedecía a intereses capitalistas e imperiales que poco o nada tenían que ver con los intereses de la clase obrera internacional, llamada a unir sus esfuerzos en la lucha por su emancipación, en lugar de exterminarse en el campo de batalla para defender el interés de las potencias imperialistas. Este mensaje internacionalista de base se vio prostituido por las autoridades soviéticas apenas se inició la andadura del nuevo estado comunista, pues se aprestaron a sustituirlo por un programa esencialmente geopolítico que debía hacer frente a la contradicción entre dos realidades innegables: de un lado, la necesidad de Rusia de extender su zona de influencia más allá de sus fronteras, con el fin de ganar una zona de seguridad que le permitiese consolidar su posición en el centro y este de Europa, neutralizando el riesgo de una potencial agresión desde el oeste;[1] de otro lado, la complejidad de cohesionar bajo una única autoridad a un amplio conglomerado de pueblos, con identidades heterogéneas y, con frecuencia, enfrentadas entre sí, pero condenadas a entenderse por el dictado de Moscú (Connelly, 2020, pp. 773-786).

 

Las autoridades soviéticas intentaron contrarrestar cualquier atisbo de manifestación nacionalista en el seno de la URSS mediante la eliminación oficial de las identidades regionales centrífugas, imponiendo por la fuerza una única identidad común, la soviética, y una causa única por la que merecía la pena luchar: la perpetuación del legado de la Revolución de 1917. El acallamiento del sentimiento centrífugo de no pocos pueblos del territorio soviético fue posible mientras la URSS sobrevivió, pero la disolución de aquel gigante con los pies de barro despertó el anhelo de diferentes pueblos y comunidades de gobernarse por sus autoridades propias. Además, en los casos en los que el yugo soviético había obligado a pueblos enfrentados entre sí a convivir dentro de las mismas fronteras, la desaparición de la URSS trajo consigo el inicio de violentos procesos de exterminio mutuo, entre los que cabe destacar, por ejemplo, la persecución de la población armenia, o la confrontación fratricida entre georgianos y afjasios (Aleksievich, 2015).

 

Para concluir esta sección, y con ella el capítulo, cabe hacer una reflexión final sobre el único y verdadero damnificado del complejo e imperfecto proceso de transición subsiguiente al desmoronamiento de la URSS: el pueblo. En este punto hay que reivindicar el testimonio de la novelista y periodista bielorrusa Svetlana Aleksievich, quien en El fin del homo sovieticus desarrolló una compleja labor de recopilación de historias individuales que, hiladas por la autora con maestría, ayudan a reconstruir la historia cotidiana de los ciudadanos comunes en unas jornadas en las que el tiempo parecía discurrir más rápido. Entre los veteranos de las dos Guerras Mundiales y de la Revolución que prestan su voz a Aleksievich parece cundir una convicción mayoritaria: con el comunismo, y en concreto con Stalin, se vivía mejor. Por impactante que parezca su testimonio, especialmente a la luz de las investigaciones que han denunciado los crímenes contra la Humanidad cometidos por el régimen soviético, es fácil entender y comprender, sin justificar, su perspectiva. El estado soviético había configurado una realidad paralela en la cual los ciudadanos tenían la sensación de vivir bien, por una sencilla razón: la inmensa mayoría compartía unas mismas condiciones de vida, de modo que, pese a la miseria reinante, confortaba constatar que el vecino de al lado vivía en la misma penuria que se padecía en la casa propia. Solo una pequeña élite gobernante disfrutaba de grandes privilegios y gozaba de un estatus de vida elevado, pero su porcentaje en comparación con el resto de la sociedad civil era tan reducido, en una cultura además acostumbrada durante siglos a la obediencia a la autoridad, que aquello no representaba conflicto alguno para el común de los individuos. Además, añade también la práctica totalidad de ancianos y ancianas que recorren las páginas de la obra, en aquella época la URSS era grande, temida y respetada, y eso les hacía sentir orgullosos de su país.

 

Entre los testigos de mediana edad y los jóvenes la opinión cambia: conocedores, como eran, casi siempre a través de fuentes clandestinas, de las inmensamente mejores condiciones de vida en Occidente, ansiaban el final de la era soviética para celebrar la llegada de la democracia. Y sobre todo, para compartir la prosperidad del mundo occidental: en muchos casos, ese anhelo de prosperidad se reducía a la posibilidad de comprar pantalones tejanos de marca en cualquier comercio, o adquirir alguna marca de bebida que se consideraba privilegio exclusivo de quienes habitaban al otro lado del Telón de Acero. «Lo que nos cuentan del comunismo es mentira», repetían a sus mayores, que se mostraban reticentes a dejarse convencer por lo que ellos estimaban como meros cantos de sirena. Llegó Gorbachov, Gorby, como se le conocía, a la vez cariñosa y despectivamente, entre la población, y con él el sueño de libertad, apertura y democracia parecía cercano. De pronto fue posible comerciar, comprar productos occidentales, y daba la sensación de que los años de la oscuridad habían quedado atrás. Hasta que la URSS se disolvió y los PAEs irrumpieron en el antiguo escenario soviético con toda su crudeza: podían adquirirse productos variados, de diferentes marcas, pero a precios prohibitivos, mientras los salarios caían en picado, los servicios públicos eran privatizados, y las empresas procedían a recortar personal ante la contracción de la demanda y, por consiguiente, de la producción.

 

Y lo que era peor, los nuevos dirigentes de todos y cada uno de los países que habían integrado la URSS no hacían nada para evitarlo: por imperativo económico, el Estado tenía vetada su intervención reguladora en la economía. Mientras tanto, nuevos personajes hacían fortuna en el escenario de reconstrucción económica merced a su alianza estratégica con los poderes fácticos, que se convirtieron así en cómplices y artífices de una compleja red de corrupción no muy distinta de la nomenklatura, que se veía apoyada por un instrumento mucho más poderoso que el ejército soviético o la policía secreta: el dinero. Aquellos veteranos que habían vivido con orgullo los años del poderío soviético veían con perplejidad la venta de su patria al mejor postor, la irrupción de capital extranjero y el expolio de la riqueza rusa por unos pocos individuos en posición de poder. Fue entonces cuando se sintieron en una posición de fuerza suficiente para replicar a sus hijos y nietos: «Lo malo no es que lo que nos contaban del comunismo era mentira; lo malo es que lo que nos habían contado del capitalismo era verdad». Por el camino quedaron las ilusiones de generaciones que habían construido castillos en el aire sobre las oportunidades de la nueva democracia, que nunca se llegó a consolidar en sentido pleno en la ex Unión Soviética. Solo una tendencia se mantuvo estable entre la sociedad civil: el recurso al suicido como vía de escape, bien de un mundo que se desmoronaba, en el contexto de la disolución de la URSS y por parte de los integrantes de la élite soviética, o bien de otro mundo que parecía haberse olvidado de una parte sustancial de sus habitantes (Aleksievich, 2015).


[1] Esta apuesta geopolítica se inspira en la teoría del heartland enunciada por Halford MacKinder (1904).



[1] Se habla de vacío de poder relativo porque de hecho no existía tal vacío: el gobierno de Rusia estaba presidido por Boris Yeltsin, del mismo modo que en el resto de países del antiguo bloque soviético habían asumido la dirección del ejecutivo los antiguos representantes del ala reformista e inconformista del Partido.

sábado, 26 de marzo de 2022

La falla - Carlos Spottorno y Guillermo Abril - Astiberri

 Meses ha que no vengo por estos lares, porque el tiempo no me ha sobrado, básicamente. Por eso y porque es muy fácil hablar de manera visceral y reactiva en medio de todo lo que sucede últimamente, cuando creo que las circunstancias recomiendan justo lo contrario: observar, leer, oír, e intentar formarse una opinión lo más objetiva posible, sin caer en apasionamientos peligrosos. Este y no otro es el motivo de que hoy tampoco vaya a hablar de la invasión rusa de Ucrania ni del devenir del conflicto. Antes bien, quiero intervenir para hacer lo que me gusta: reseñar lecturas y hacer un aporte crítico sobre descubrimientos recientes que hayan iluminado mi camino. 

Tal es el caso de La falla, de Guillermo Abril y Carlos Spottorno, publicado por Astiberri ediciones en febrero de este año 2022. En un momento en el que aún parecía poco probable que viviéramos un conflicto del calado del que se ha desatado de la mano del omnipresente Kremlin y la siempre acechante OTAN, esta novela gráfica ya nos animaba a reflexionar sobre una realidad cuyo análisis me atrae cada vez más: la frontera. El concepto en sí mismo es interesante, puesto que en terminología geográfica se puede definir la frontera bien como border, es decir, como línea de demarcación que divide a las personas y que se ha trazado de manera artificial por la mano humana, respondiendo más o menos a realidades geográficas o culturales; o bien como boundary, que habla mucho más de la frontera como punto de encuentro entre pueblos y como espacio de convivencia compleja, en el que las diferencias culturales y los rencores históricos pugnan con una urgencia mucho más pedestre: la necesidad de convivir en el día a día para salir adelante. 

Eso y no otra cosa es el Alto Adigio, para los italianos, o el Tirol del Sur, para los austriacos. Un territorio de mayoría germana que, sin embargo, fue arrebatado a la perdedora Austria tras la I Guerra Mundial, incorporándose a la República Italiana. Lo que sucede es que, como suele ocurrir en estas circunstancias, siglos de impronta cultural no se pueden borrar con escuadra y cartabón, trazando una torpe línea recta sobre un mapa en el que se olvida algo esencial: la historia individual y colectiva de los individuos que habitan el territorio, únicos protagonistas y últimas víctimas de las decisiones tomadas en un despacho, sin considerar su voluntad. Así nos encontramos con unos pueblos y unas comunidades que han hecho de la convivencia pacífica su modo de vida, sanando las heridas de la guerra sobre la base de la prosperidad que aporta el turismo, así como de la necesidad de convivir a diario para subsistir y atender las necesidades humanas cotidianas y urgentes, como se apuntaba antes. A poco que se escarba en la superficie aparecen viejas rencillas que no acaban de desaparecer, pese a que las celebraciones de la concordia y de la paz intenten colocar un apósito húmedo que ayude a aparentar buena salud y convivencia. Así y todo, el entendimiento predomina desde la asunción mutua de los errores y los aciertos pasados, en un maduro ejercicio de autocrítica que más de un país podría apresurarse a realizar, no vaya a ser que cuando se lo proponga sea demasiado tarde y se vea sacudido por un nuevo conflicto fratricida que recuerde demasiado a aquel otro que nunca se cerró. 

En definitiva, las páginas de La Falla ayudan a entender, a través del testimonio y de los ojos de Guillermo Abril y de Carlos Spottorno, que la vida cotidiana de la gente está muy lejos de las preocupaciones institucionales de los altos ejecutivos y de los grandes dirigentes. De ahí que, independientemente de la voluntad geopolítica expresada sobre un mapa, las comunidades humanas acaben haciendo de la convivencia y de la normalidad su bandera, empeñándose por encima de todo en encontrar los vínculos que las unen, priorizándolos sobre los elementos que las separan. Sería bueno no olvidar nunca este principio, máxime en un momento histórico en el que voces anhelantes de un pasado glorioso que nunca existió pretenden apelar a sentimientos nacionalistas absurdos para enfatizar nuevamente lo que nos separa, que es muy poco, sobre lo que nos une, que es mucho más. No puedo más, para concluir, que recomendar muy mucho la lectura de la obra con la mente abierta, libre de prejuicios y más predispuesta al consenso que al disenso, desde la conciencia más absoluta de que la batalla será dura, pero merece mucho la pena librarla. Así lo hace ver ya en el prólogo Elena Masarah, en lo que no es sino un excelente abrir de boca para unas páginas cargadas de emoción, historias y reflexión.