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miércoles, 25 de agosto de 2021

Afganistán

Al hilo de todo lo que está sucediendo en tierras afganas había pensado escribir una entrada de opinión, pero he preferido incluir una sección de mi recién publicada novela Tiempo antes, tiempo después (Punto Rojo, 2021), en la que reflejo cómo a muchos ya entonces, con los escombros de las Torres Gemelas aún humeantes, nos olía a cuerno quemado aquella invasión repentina que no se acababa de entender si se dejaba lo visceral de lado. Solidaridad absoluta con Afganistán, y no nos olvidemos de Haití. 

Salud.




Episodio VI – Tierra Santa

 

 

La sensación que tuve en aquel momento fue una mezcla de sentimientos, no sé si enfrentados o combinados entre sí: por un lado, consternación por lo que acababa de suceder; por otro lado, incertidumbre y miedo ante lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Al pensar de esta forma, no me daba cuenta de que, en realidad, la nueva era había empezado mucho antes, el 11 de septiembre de 2001, cuando al-Qaeda perpetró el atentado contra el World Trade Center de Nueva York.

 

Antequera, septiembre de 2001

 

Recuerdo aquel día como si fuera hoy, porque entonces sí que, mientras miraba el telediario de las 15:00 en casa con mis padres, preparándome para ir a clase de la autoescuela, vi algo que nunca antes nadie había contemplado: un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas. La hipótesis inicial era la de un accidente fatal, por su dimensión y por sus repercusiones, pues al haber chocado contra el tercio superior de la estructura del edificio era seguro que los habitantes de los pisos superiores tenían su destino sellado. Aquello podía ser un error humano más, de tantos como se sucedían a diario, solo que con consecuencias fatales. Entonces, mientras Matías Prats relataba la sucesión de noticias en torno a aquel supuesto accidente, vi en directo al segundo avión estrellándose contra la segunda torre.

 

-        ¡Hostia! – grité desde el comedor, y mis padres, que estaban en la cocina acabando de recoger, acudieron con la incógnita pintada en sus rostros ante mi exclamación.

 

-        Niño, a ver si hablas bien – me dijo mi madre – Que este año vas a ir ya a la Universidad y está muy feo decir palabrotas.

 

Su reprimenda se le ahogó en la garganta, cuando vio las imágenes que yo era incapaz de seguir contemplando, atraído por lo espectacular y lo catastrófico de la circunstancia.

 

-        Esto no es un accidente, ¿eh? – reflexionó en voz alta mi padre, con la cara desencajada.

 

No supe qué responder a sus palabras, por lo que me quedé callado y, viendo la hora y que mi hermano andaba entretenido, fui a la cocina a ayudarles a acabar de recoger.

 

Apenas fue un lapso de quince minutos, pero cuando regresé ante el televisor aparecieron ante mí algunas imágenes que me resultaba difícil interpretar: gente agolpada en la calle, en alguna ciudad del mundo árabe, celebrando las noticias que llegaban desde el centro económico de Estados Unidos, y del Mundo. ¿Por qué reaccionaban de aquella manera? ¿Por qué se alegraban de lo que estaba sucediendo? Ni que decir tiene que, a mis recién estrenados 18 años, me era difícil comprender lo que estaba sucediendo, pero al mismo tiempo quería ponerme al día cuanto antes: en unas semanas comenzaría a estudiar la licenciatura en Historia y necesitaba encontrar respuesta a aquellos interrogantes.

 

Con esas dudas golpeando en mi cabeza fui a la autoescuela a pasar dos horas haciendo tests: ya había revisado varias veces el contenido del manual y me estaba preparando para hacer el examen teórico, que tendría lugar en unos días. El reloj de San Sebastián daba las seis de la tarde, retumbando en las calles de una ciudad que aún se desperezaba del sopor veraniego, del que pugnaba por liberarse para ir adentrándose lentamente en el otoño. Cuando llegué a casa mis padres, que solían salir a pasear y hacer recados un poco más tarde, estaban aún sentados ante el televisor. Al verme aparecer por la puerta, mi madre siguió extasiada contemplando las imágenes mientras mi padre me indicaba con una mano que entrase, señalando con la otra la pantalla como para explicar el motivo de su atención.

 

Entonces, para mí aquella era la foto de un señor desconocido, de facciones enjutas, penetrantes ojos negros y larga barba canosa. Junto a la fotografía, de manera intermitente se iban sucediendo vídeos que había circulado por diversos medios, subtitulados. Lo que leí era aún más incomprensible: aquel individuo, Osama bin Laden de nombre, era el caudillo de una organización terrorista fundamentalista islámica, al-Qaeda, que acababa de reivindicar el atentado de las Torres Gemelas, que al parecer había sido sucedido por un tercer vuelo estrellado contra el Pentágono. Mencionaba las injerencias de Estados Unidos en el mundo islámico, explotando los recursos del entorno del Golfo Pérsico y mediatizando los gobiernos de la zona para salvaguardar sus intereses económicos. Le acusaba de apoyar a Israel en su guerra lenta y onerosa contra el pueblo palestino. Y exhortaba al a las autoridades estadounidenses a mantenerse al margen, a menos que desearan sufrir nuevas represalias de aquellas características.

 

El Presidente George W. Bush, elegido recientemente en un controvertido procedimiento electoral, debía verse, pensaba yo, en una indeseable posición, pues había de reflotar la moral del país después de un golpe de tamañas dimensiones. Lejos de arredrarse, eso sí, como corresponde a alguien de cortas entendederas, explotó aquella ocasión para inflamar el patriotismo estadounidense, ya bastante complacido consigo mismo. Tanto él como, sobre todo, sus asesores, tejieron una inteligente campaña que culpabilizó al gobierno talibán de Afganistán de haber dado apoyo logístico e intelectual al atentado, cobijando, además, al temido Bin Laden, quien acabaría convirtiéndose en «Enemigo Público Número 1». Así pues, la consecuencia directa de la caída de las Torres Gemelas no fue otra que el inicio de la llamada «Guerra contra el Eje del Mal», representado entonces por el citado régimen afgano y, seguidamente, por Sadam Hussein en Iraq.

 

Aquellos mismos líderes talibán de las montañas, que veinte años atrás habían recibido el respaldo de Estados Unidos para forzar a una agonizante Unión Soviética a abandonar el Oriente Próximo, ahora veían cómo su antiguo aliado se tornaba en su principal enemigo. Un enemigo que desplegó toda su fuerza contra el país, invadiendo un territorio hostil que le plantó cara como solo él sabía hacerlo: con la estrategia de la guerrilla, tremendamente efectiva para hacer frente a un enemigo superior, al que es impensable poder combatir en campo abierto. Solo de esta forma todos podíamos entender que a diario las noticias hablaran de los avances de las tropas norteamericanas en Afganistán, de la caída del régimen encabezado por el Mulá Omar, de los talibán subyugados por las fuerzas de la democracia, mientras las víctimas occidentales seguían sucediéndose.

 

-        Pero, ¿esta gente no va ganando? – se me ocurrió preguntar un día a mis padres, ya después de cenar, viendo la sucesión de imágenes en la pantalla de la televisión – Si es así, ¿cómo es posible que el ejército de sufra atentados todos los días y que el ejército de Estados Unidos no deje de registrar bajas?

 

Entonces no supieron responderme, pero poco después la respuesta tampoco sería necesaria: supuestamente conquistado Afganistán, el siguiente objetivo era Iraq y ese mismo Sadam Hussein que antes era amigo de Occidente, y ahora enemigo público también, porque según los expertos del momento estaba fabricando armas de destrucción masiva. El siguiente capítulo estaba a punto de escribirse, con letras aún más manchadas de sangre.

domingo, 1 de noviembre de 2020

El embrujo de Shangai - Juan Marsé

Conocí la existencia de la novela después de visionar un documental sobre la vida de Fernando Fernán Gómez, en el que se mostraban cortes de varias películas protagonizadas por él, entre ellas la adaptación cinematográfica de esta obra. Y cometí el error de querer ver la película antes que leer el libro; la película nunca me acabó de entusiasmar, y el libro me ha atrapado durante varios días hasta que, finalmente, he conseguido acabarlo. Ahora mi objetivo es volver al film con ojos limpios para recrearme en los detalles de aquella constelación de personajes de la Barcelona de la posguerra que tan bien retrató Marsé. 

Porque algo me dice que Shangai, esa ciudad oriental y exótica que reúne en sí todos los vicios y todos los encantos del mundo desconocido, es el trasunto de una Barcelona cosmopolita que empezaba a ser antes de la Guerra Civil, pero que después de 1939 se quedó en una mera sombra de lo que pudo haber sido. Por eso Daniel y Susana prefieren oír las aventuras del Kim, relatadas por Forcat, en lugar de contemplar la realidad que se desenvuelve más allá de la ventana de la pobre niña tísica, demasiado dura para la inocencia de dos criaturas que empiezan a caminar por la adolescencia en el peor de los contextos posibles. 

Solo el capitán Blay ofrece algún consuelo al pobre protagonista, porque es la última memoria viva de una época que se fue y porque, aparentemente loco, es el más cuerdo de todos los personajes del relato: consciente de que el mundo que se ha instaurado después de la guerra es un teatro de apariencias, mentiras e hipocresía, concluye que lo mejor es no tomárselo en serio y tratar a los actores de la escena como comparsas de una obra surrealista, que se toman demasiado en serio sin darse cuenta de que no son sino una caricatura de ciudadanos de otra caricatura de país. Por eso cuando muere Blay el relato se acelera hacia un final triste e inesperado, que hace que Daniel se dé de bruces contra la realidad. 

La única salvación es la memoria de Shangai en labios de Forcat, que es la memoria de aquella Barcelona que fue, y que volvería a renacer a finales del siglo XX para convertirse en un marco urbano que encierra encanto en cada uno de sus rincones. De lectura fácil y amena, es una obra más que recomendable para pasar unos días navegando a medio camino entre la realidad y el ensueño. 

domingo, 7 de junio de 2020

La conjura contra América

Podría parecer que mis lecturas de cuarentena han sido oportunistas, pero os puedo garantizar que no: de hecho, me ha llevado años aproximarme a Philip Roth porque siempre me ha parecido que su prosa es demasiado densa, y me animé hace un mes a leer La conjura contra América como preludio para ver la serie después. Sigo pensando que el estilo de Roth es recargado y que no anima a la lectura si lo que se quiere es conocer los hechos de manera clara y sucinta; pese a ello, la historia merece la pena. Es preciso diferenciar entre la ficción de la novela y lo que estamos viendo en las calles de Estados Unidos en las últimas dos semanas, de modo que empezaré por la ficción, si no os parece mal. 

La historia que se cuenta en La conjura contra América es ficticia, pero verosímil en un país en el cual, como una compañera de trabajo me dijo una vez, la fiesta siempre puede acabar mal. En este caso, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano (no es casualidad) acaba alzándose con la victoria frente a Franklin Delano Roosevelt, en cuyo haber se cuenta tanto la recuperación económica tras el Crack del 29 como una intensa campaña por participar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al nazismo. Charles Lindbergh se convierte así en presidente con una fórmula muy sencilla: la bandera de la paz y del aislacionismo estadounidense, tan presente en la política exterior de aquella nación hasta inicios del siglo XX. Solo hay un detalle que convierte a su presidencia en algo inquietante: es un declarado antisemita. 

Los mecanismos que posibilitan el ascenso de Lindbergh son los mismos que hemos visto siempre en cualquier campaña electoral: una extraña y explosiva mezcla de mensajes grandilocuentes que todo el mundo quiere oír, un tema central repetido de manera machacona, y una simpatía capaz de cautivar a propios y extraños. El drama en el caso que nos relata Roth es que esa simpatía consigue que al candidato republicano le voten incluso quienes se adivinan como sus víctimas inmediatas: la comunidad judía, arengada por algún que otro rabino que se siente investido de una voz de mucha mayor autoridad de la que le correspondería en un mundo en el que la justicia existiera. Así llega el presidente a controlar los destinos del país, mientras alcanza acuerdos secretos con Alemania para mantener a Estados Unidos en su posición de neutralidad, que no es sino una colaboración encubierta con las fuerzas del III Reich mediante el envío de armas. 

Como no podía ser de otra forma, un contexto tan poco propicio provocará un auténtico seísmo en una familia judía modelo: los Roth, que ven tambalearse sus cimientos cuando su sobrino adoptado, Alvin, pierde una pierna combatiendo en las filas británicas, y su hijo mayor Sandy se declara admirador del presidente, renegando de la propia comunidad a la que pertenece, a la que se refiere despectivamente como "you people". En más de una ocasión su padre tendrá que reconvenirle para recordarle que ese "you" que se empeña en usar destilando bilis en cada palabra le incluye también a él, aunque no quiera. La combinación es tan desazonadora que en un momento concreto de la novela todo parece a punto de estallar por los aires: la familia Roth, la comunidad judía de Newark, el país y, con él, el mundo en su conjunto. Algo sucede que provoca un desenlace inverosímil: la desaparición del presidente, por unas razones y en unas circunstancias que no revelaré para no hacer más spoilers a posibles lectores, pero que hacen que el final del relato resulte trepidante. 

Si en algo resulta profético el relato de Roth es, especialmente, en el acierto para demostrar que cuando un colectivo desfavorecido y minoritario se extraña de sí mismos, votando a quien representa unos intereses radicalmente opuestos a los suyos, simplemente porque siempre ha deseado ser otra cosa, corre un riesgo muy grave de perder su propia esencial, de olvidar su camino, y lo que es peor: de arrojarse en manos de la tiranía. Hago esta reflexión mientras observo las imágenes desoladoras de la población afroamericana en Estados Unidos, indignada contra el presidente Trump y su silencio cómplice frente al supremacismo blanco: un mal endémico en aquel país, que nunca desaparecerá mientras no se adopten medidas claras que impliquen el reconocimiento tácito y evidente de la igualdad de todas las personas, con independencia de su condición étnica. Y pienso esto mientras recuerdo cómo en las elecciones de 2016 una proporción nada desdeñable de población latina y afroamericana declaró con orgullo su voto favorable al hoy presidente de los Estados Unidos, amparándose en una máxima simple y efectiva: "America first". 

Lo que entonces todos olvidamos es que la "America" que entonces tenía Donald Trump en mente tenía poco que ver con esa tierra que se proclama a sí misma cuna de la democracia y de la libertad. Era una América que él concibe en términos de su propio grupo: la élite adinerada, el mundo de los negocios... en definitiva, aquellos que se creen demasiado buenos como para juntarse con el pueblo, por un miedo despreciable a que sus caros trajes se manchen con el olor de los problemas de la gente. Ahora, cuando han transcurrido cuatro años y se celebrarán nuevas elecciones, es importante que seamos todos conscientes de lo que está sucediendo; que no nos dejemos engañar más por promesas y discursos vacuos; y que seamos capaces de actuar en las urnas con la responsabilidad suficiente como para no pasar otros cuatro años lamentando el error. Porque la simpatía y la buena presencia no son motivos para optar por el individuo que ha de dirigir los destinos de un país: pueden ser razones para invitar a alguien a unas copas y pasar un rato de risas, pero asumir el gobierno de una nación con la voluntad firme de todos los colectivos que la integran, y que tienen igual derecho a ver sus voces reflejadas en las medidas del gobierno, no es cosa de risa. 

En absoluto. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Episodio III - Ojos huecos


Madrid, octubre de 2013

Lucía trabaja desde hace un año como profesora de Física y Química en un colegio concertado de Alcalá de Henares. El año pasado vivió una mala racha, cuando acababa de dejarlo con su novio y se había quedado en el paro. Sus padres le insistían desde Asturias en que volviera a casa: no tenía sentido seguir viviendo en Madrid, una vez acabada su tesis en el Instituto Rocasolano del CSIC, si no había perspectivas laborales en el horizonte. La Navidad pasada había sido dura, porque aquel había sido el tema dominante de todas las conversaciones; incluso en las cenas familiares, su padre había intentado ganar el apoyo de tíos y primos para convencerla de que lo mejor era regresar a casa de sus padres. La empresa no era difícil, porque su entorno familiar y su círculo de amistades era más conservador: prácticamente nadie se había marchado y a todos les parecía que la vuelta era la solución lógica.

Ella tenía un argumento infalible para oponerse a la batalla dialéctica: ¿dónde había más oportunidades laborales, en Oviedo o en Madrid? Si quería trabajar en la Educación, bien en la Superior o bien en la Media, necesitaba quedarse en una ciudad abierta al mundo. Además, pesaba otro elemento a su favor: había conocido a alguien. Al principio, los dos se lo habían tomado con mucha calma, porque él tampoco se encontraba en su mejor momento personal, pero poco a poco habían ido compartiendo más tiempo, hasta que casi se podía hablar de noviazgo. Esta parte Lucía jamás la revelaría a su familia, porque entonces sabía que tenía la batalla perdida: “Claro, como tienes lío en Madrid, prefieres quedarte allí a volver con tu familia”. Podía leer la frase en los labios de sus progenitores, mientras su hermana pequeña lo observaba todo y se limitaba a callar: ella quería mucho a Lucía y la echaba de menos, pero aunque le doliese, aceptaba que la decisión de su hermana mayor era hacer carrera en la capital.

Solo una persona de la familia parecía estar a su favor: su primo Arturo, que también había cursado el doctorado en Madrid, como ella, pero que cuando acabó regresó a tierras asturianas. Allí había construido una familia, con su novia de toda la vida, una chica simpática y animosa, pero que jamás se había planteado la posibilidad de abandonar Asturias. Tenían dos hijos, una casa, un coche… y todo lo que una familia convencional podía desear. No obstante, para construir aquel sueño familiar su primo había renunciado al suyo propio: marchar a Alemania con una beca posdoctoral Marie Curie, para estudiar Filosofía y acabar trabajando en alguna Universidad del continente. Normalmente no hablaban de aquello, pero aquella Navidad, sin previo aviso, su primo le había mandado un mensaje de WhatsApp: “Luci, ¿te tomas un café esta tarde conmigo?”. No dudó en aceptar la invitación, porque sentía que Arturo era el único que le conocía de verdad, y porque acababa de discutir en casa y deseaba pasar unas horas fuera, esperando a que los ánimos se templasen.

-        No vuelvas, nena – le dijo Arturo apenas se sentaron. Ni siquiera le dio tiempo a pedir – Por mucho que te insistan, no regreses. Te vas a arrepentir toda tu vida.

Tuvo que pugnar contra el estupor durante unos segundos de interminable silencio, hasta que finalmente dio forma a la frase que quería devolver a Arturo:

-        ¿Por qué volviste tú?

Antes de responderle, su primo sonrió con tristeza y, cuando un extraño brillo comenzaba a formarse en sus ojos, se giró para dirigirse a sus dos hijas:

-        Ana, Beatriz, – las llamó, cariñosamente – ¿por qué no vais a la plaza a ver si están vuestros amigos y jugáis un rato con ellos? La prima Luci y yo tenemos que hablar de un asunto.

Las niñas marcharon a la carrera, ante la perspectiva de un rato de diversión, en contraste con una conversación de adultos que las obligaría a mantenerse sentadas y fingiendo no entender lo que oían.

-        Yo volví porque soy un cobarde – comenzó a decir entonces – Beatriz era mi novia de toda la vida y la familia esperaba que nos acabásemos casando. Todo el mundo había depositado las esperanzas en nosotros. Pero sus esperanzas, ¿sabes lo que quiero decir? Aquellos sueños que ellos nunca consiguieron realizar, pero que esperaban ver colmados en nosotros. Nadie nos preguntó qué queríamos, o por lo menos no me lo preguntaron a mí. Y Beatriz me esperó durante cuatro largos años. Cuando acabé la tesis, le propuse que viviéramos juntos en Madrid y no quiso ni oír mencionar la idea. Siempre me ha dolido que no se pusiera en mi lugar, que me pidiera renunciar a todo por su sueño, que es más bien el de sus padres y los míos. Entonces pensé en dejarla, y de hecho me cogí un autobús exprés para venir y hablar con ella, pero me fallaron las fuerzas.

Lucía no pudo resistir la tentación de preguntar:

-        ¿Eres feliz, Artu?

De nuevo aquel brillo extraño y apagado:

-        No lo sé. Y ya me temo que con tu mente de científica perfecta me dirás: “si no lo sabes es que no lo eres”. Quizá por eso no me doy tiempo a preguntármelo. Veo a las niñas y me siento orgulloso de ellas, de las personas que son y de lo que estoy construyendo con ellas. Cuando miro a mi mujer, siento aún dolor y reproche. Tengo la sensación de que nunca seré capaz de perdonárselo, ni a ella, ni a mis padres.

-        El precio es muy alto – se aventuró a decir Lucía, cogiendo la mano de su primo para confortarlo. Arturo se la apretó:


-        Lo peor no es el precio, sino que lo pagas por un error de otro. Por haber tomado una decisión que no deseabas, pero que todos esperaban. No se puede vivir de cara a lo que piensan los demás, Luci. Tú nunca has sido así, de modo que no empieces a defraudarme ahora.


-        Si no fuera por mi primo el metafísico – le dijo ella, acariciándole la cara.


-        Y si tú no tuvieras la mente tan cartesiana, aunque no lo sepas, a mí no me quedaría ningún salvavidas en esta puta familia. Así que vámonos, anda, y no me saques esta conversación en el futuro o te doy una colleja.


Desde aquella conversación, cada vez que la familia le presionaba en alguna comida, cena o encuentro de cualquier tipo, ella buscaba la mirada de Arturo, que le guiñaba, cómplice. Entonces se sentía reconfortada y callaba, aguantando cual jabata la batalla que le planteaban sus mayores.

Precisamente porque su guerra era dura, y porque aquella guerra reflejaba los defectos de una sociedad democrática a veces solo en el nombre, quería emplear todos los elementos a su favor para que los adolescentes que tenía en clase pudiesen constituir los mimbres de una sociedad más fuerte, más independiente y, sobre todo, más moderna de verdad. Aquel curso era su ocasión, pensaba ella: el año anterior se había incorporado cuando ya hacía un mes que las clases habían comenzado, pero en esta ocasión iniciaba el año académico desde el principio. Había diseñado ella misma la programación de aula, desde el principio, y era tutora del curso de 4º de ESO. Como tutora, además de Física y Química y Matemáticas, debía impartir Cultura Clásica. Aquello era un chanchullo, pero como había comenzado a estudiar Antropología por la UNED, le habían habilitado en la inspección para suplir aquella vacante que el centro no podía cubrir de otra forma, por aquello de equilibrar el presupuesto aún a riesgo de perjudicar la formación de los alumnos.

El comienzo del año había sido prometedor: había presentado a los chavales su programación, las actividades que quería hacer, y todo les había entusiasmado. Hasta que llegó la hora de trabajar: cuando comenzó a explicar materia el primer día de curso, las caras de ilusión comenzaron a dar paso a miradas un tanto hoscas. Todos consideraban que Física y Química y Matemáticas eran materias duras, y entendían que Luci fuera exigente en esas clases. Pero Cultura Clásica… era una maría. Y como tal, tenían que poder aprobarla fácil. “Mándanos trabajos, Luci”, le decían, y ella se ponía enferma:

-        Claro – les respondía, cercana ya al hastío – Os mando trabajos que copiáis directamente de Internet, sin ni siquiera cambiar el tipo de letra de Wikipedia en la mayoría de las veces, y así vais aprobando. ¿Pero aprendéis?

Ellos guardaban silencio, porque les faltaban argumentos en su cerebro adolescente para rebatir el discurso de la profesora, a la que por lo demás adoraban. Pero poco a poco la resistencia la fue minando: cada día tenía que combatir con las protestas de los chicos, y a ello se sumaba que su pareja no atravesaba por su mejor momento. Empleado en una consultora de las de renombre, tenía que sacar adelante un proyecto que había intentado evitar, pero que le consumía por dentro: llegaba tarde a casa, a veces no podía quedar con ella, se mostraba huraño y a veces Lucía le visitaba por sorpresa, hallando restos de lágrimas en su rostro.

-        Mira, Javier, – le dijo una tarde – si lo que sucede es que ves que la relación no funciona, dímelo. Siempre hemos sido muy honestos el uno con el otro y no tenemos edad para andar mareando la perdiz: ponemos punto y final a la historia y el tiempo dirá si seguimos siendo amigos o no. Ahora bien, si estás así solo por trabajo, te lo aviso desde ya: no merece la pena. Agarra el toro por los cuernos, demuestra a tus compañeros y a tus jefes tu valía, y cuando todo pase pide una reunión y rinde cuentas a quien tengas que rendirlas, para advertirles que te has ganado el comodín de pasar una temporada larga sin comerte más marrones que los demás no quieren asumir.

Él la besó y le aseguró que no había nada malo en la relación. A ella le bastó su palabra, por esa extraña sensación que produce saber que estás ante una buena persona. Pero las semanas pasaban y la situación no mejoraba, hasta que un día él le mandó un mensaje: “Luci, no te he dicho nada para no preocuparte. He pedido hora con el psicólogo para que me ayude. Hoy no te veré porque es mi primer día de terapia, pero te llamo esta noche y te cuento”. Aquello la intranquilizó y esperó como agua de mayo su llamada, que llegó alrededor de las once de la noche. Le vio bien, con gana y con fuerza, resuelto a echar el resto en el trabajo, acabar el proyecto y poder superar aquel escollo que le estaba dejando sin apenas energía.

Lucía hizo todo lo posible por mantenerse fuerte, pero su carácter también se vio perjudicado por la circunstancia. Pronto, comenzó a perder la paciencia en el aula, hasta que un día uno de los alumnos percibió su desgaste y, lejos de compadecerse de ella, intentó aprovechar el tirón y ganar terreno en nombre de sus compañeros:

-        ¿Ves, Luci? – comenzó – Hasta tú estás cansada de este ritmo de trabajo. Imagínate nosotros, que solo con lo que tenemos que hacer para ti ya tenemos toda la tarde ocupada. ¿No te das cuenta?

El chico era sensato y, además, era uno de los que más derecho tenía a quejarse: diagnosticado con TDAH, encontraba más dificultad que sus compañeros en organizar el trabajo y poder superar las actividades y pruebas que ella mandaba.

-        Vale, Adrián, lo hablamos entre todos al final de la clase, ¿os parece?

Los rostros que respondieron a su sugerencia fueron de desaliento, porque ellos, como adolescentes, querían la solución aquí y ahora:

-        ¿Por qué no recortamos un poco de temario? – insistió Adrián – O nos pones una peli de mitología y nos pides que hagamos alguna actividad de grupo…

-        Me conozco vuestras actividades de grupo – le interrumpió ella – Os ponéis a trabajar tranquilos, os vais alterando conforme pasa el tiempo, el aula se acaba convirtiendo en una jaula de grillos y yo acabo desquiciada.


-        Desquiciada ya estás – oyó a su espalda. Se giró con violencia para identificar al dueño de aquella voz, pero todos se callaron: unos, conscientes de que venía la tormenta. Otros, encubriendo al cobarde denunciante.


-        ¿Por qué no nos dejas trabajar en las actividades que tenemos para mañana?


-        Adrián – suspiró ella, contando hasta diez antes de responder – Os mandé las actividades hace una semana. Tenían que estar ya más que hechas, pero las habéis dejado para última hora. Ya me pedisteis que retrasara la fecha y accedí: ¿es necesario que insistáis?


-        Pero ha habido un puente, y hemos estado fuera: ¡también tenemos derecho a descansar, joder!


Aquello la sacó de quicio, y se fue arrepintiendo conforme empezó a formular las frases que siguieron a su estallido de ira:

-        ¡Descansar! ¡Derecho a descansar! – comenzó – ¿Sabéis cuántas asignaturas tenía yo en la EGB? ¿Sabéis cuántos exámenes nos ponían los profesores justo después del Puente de la Constitución, porque querían corregir días antes de Navidad e irse pronto de vacaciones? Y yo no me quejaba: apechugaba, bajaba la cabeza y lo hacía. Primero, porque ningún profesor dialogaba con los alumnos como lo hago yo, y a ninguno de nosotros se nos ocurría dar ese paso. ¿Sabéis que a mí todavía las monjas me zurraban cuando hablaba en clase? ¡No tenéis ni idea de la suerte que tenéis por haber nacido cuando habéis nacido! ¿Me oís? ¡Ni idea! Vuestra obligación ahora es estudiar y trabajar para ser gente con cabeza el día de mañana. Por eso no os puedo quitar carga lectiva: por vuestro bien. ¿Y sabéis qué? Que si no entendéis esta razón, os doy otra que sí que vais a entender: ¡no os quito ninguna actividad porque no me sale del coño!

Ya estaba hecha. El arrepentimiento le vino de manera inmediata, pero su orgullo le impidió pedir perdón. Los chicos la miraron ojipláticos, espantados por aquella versión de Lucía que desconocían en absoluto. La clase acabó en un clima raro, de silencio tenso y cabezas gachas. Ella bajó a la sala de profesores y encontró a Celia y Orestes, sus compañeros de confianzas: el Lado Oscuro, como acostumbraba a llamarlos.

-        Chica, ¿qué te pasa?

Era día de desayuno fuera, así que los tres bajaron a la cafetería junto al colegio y Lucía les confesó lo ocurrido.

-        Te has equivocado, Lu – le dijo Orestes – No hace falta que te lo digamos: te queremos y comprendemos la situación por la que pasas, pero ya sabes que no hay que pagarlo nunca con los chavales.

-        Además – dijo Celia, que llevaba en el colegio tantos años como Orestes, desde la fundación – la orientadora del grupo es Alba, que ya sabes que es de la cuerda de la directora. Seguro que los chavales le cuentan lo que ha pasado, porque ella siempre va de guay y de enrollada con ellos, e informará a Felisa para que te llame la atención.


Y así fue. Por algún extraño motivo, quizá porque Lucía pasaba de guerras de bandos y se esforzaba en llevarse bien con todo el mundo, Alba tuvo la delicadeza de llevársela fuera del colegio para hablar de lo sucedido.

-        Felisa no sabe nada, no te preocupes – le dijo – Ni lo va a saber: los chavales te adoran y, aunque parece que estamos en trincheras diferentes, creo que eres una buena profesional. Pero procura que no vuelva a pasar.

Lucía le agradeció el tacto y la delicadeza, y justo después, cuando entró a clase, pensó que era el momento de asumir el error. Era la hora de tutoría y los chavales tenían que actualizar el formulario con sus datos personales, domicilio incluido, para que la base del colegio estuviese al día.

-        Recordad que solo tenéis que incluir vuestros datos personales si vuestro domicilio o teléfono de casa han cambiado – explicó ella, cautelosa.

Cuando todos habían bajado la cabeza para revisar los datos, vio que no habían entendido las instrucciones, aunque era la tercera vez que las explicaba:

-        A ver, chicos – mantuvo un tono pausado – ¿Quién ha cambiado de teléfono y/o domicilio?

Solo cinco alumnos levantaron la mano.

-        Bien, pues como os he explicado, solo vosotros tenéis que rellenar el formulario.

-        ¿Y los demás? – preguntó Adrián, temeroso de otra tormenta.


-        Haced los deberes, que tenéis que entregar mañana.


Sin dar crédito a las palabras de su profesora, preguntó:

-        Pero… ¿no tenemos que empezar un tema nuevo hoy?

Lucía los miró a todos sonriendo, y se dispusieron a sacar sus cuadernos, entendiendo el mensaje. Ella necesitaba que todos estuvieran trabajando en silencio, con la mirada fija en los folios en blanco, para poder hablarles con franqueza. Sabía que iba a llorar, y no podía permitirse que 30 personas fueran testigos de su confidencia y, sobre todo, de su hundimiento:

-        Chicos, ayer estuve hablando con Alba – comenzó, pisando con cautela aquel terreno – Siento mucho haber sido tan ruda con vosotros. Solo quiero contaros un poco la situación y mis motivos.

Ellos oían atentos, pero nadie se giraba a mirarla, mientras ella se sentaba en una mesa libre al fondo de la clase:

-        Pensáis que os exijo porque os quiero amargar la vida, pero no es así – prosiguió – ¿Sabéis? Yo vengo de Asturias y estoy muy contenta de estar trabajando aquí con todos vosotros. Os tengo verdadero cariño y quiero que lo pasemos bien en clase. Sobre todo, porque cada vez que regreso allí y veo a mis amigos de toda la vida, que tuvieron la misma educación imperfecta que yo recibí, tengo la sensación de haber viajado atrás en el pasado 30 años. Sus ojos están huecos, porque no ven más allá de su vida cotidiana. Han heredado los miedos de sus padres y por eso mi pueblo no ha evolucionado. No quiero que os pase lo mismo a vosotros: si no aprendéis, si no reflexionáis, jamás seréis libres. Y eso es algo que nunca me podré perdonar.

Entonces calló, dejando que siguieran trabajando, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas como un torrente largo tiempo contenido. En aquel momento sintió que le vibraba el móvil en el bolsillo y, disimuladamente, sin que los chicos la vieran, leyó el mensaje de Javier: “Acabamos de presentar el proyecto y todos nos han felicitado. Gracias por todo, Luci. ¿Te invito a cenar esta noche y lo celebramos?”

Ella sabía que no era lo convencional, pero aquella noche le pediría a él que se fueran a vivir juntos.