martes, 17 de noviembre de 2020

Strawberry fields

Hace exactamente diez años me hallaba viviendo en Hoboken, frente al skyline de Nueva York, donde me dirigía todas las mañanas para trabajar en la biblioteca de la New York University, en la desembocadura de la Quinta Avenida, donde cursaba una de mis estancias de investigación de doctorado. Mi llegada a la ciudad había sido cálida: primero por el día, un soleado 6 de septiembre de 2010 en el que el otoño aún parecía lejano; después por el contexto, porque gracias a los contactos de mi directora de tesis me podría alojar en el apartamento de Luz, una encantadora colombiana que desde entonces se convirtió en mi tía adoptiva, hasta el día de hoy, cuando ha pasado más de un año desde su última visita a España, en la que me reuní con ella para corroborar que los años pasan por su lado y no se atreven a tocarla: tan bien se sigue conservando. 

Fue una etapa hermosa de mi vida, dado que aún me restaba más de un año para acabar la tesis y me encontraba en esa fase dulce en la que la escritura parece fluir sola, y uno aprovecha los ratos libres, que no son muchos, para pasear por la ciudad, disfrutar el paisaje y reflexionar. Las primeras semanas, como suele suceder, transcurrieron de manera acelerada, entre trámites para hacerme con la tarjeta de investigador visitante de la Universidad, gestiones sobre el seguro médico y un viaje de algo más de una semana a los archivos nacionales en Albany. Gracias a todo ello conseguí verme a mediados de noviembre con el trabajo más o menos concluido y quince días por delante antes de regresar a España, en los que podría dedicarme a lo que hasta entonces no había hecho: conocer la ciudad. 

Como soy celoso de mis momentos de soledad, me tomé un par de días para recorrer todos sus recovecos yo solo y tomar fotografías. Y así, un 15 de noviembre de 2010, me bajé del metro en la intersección entre la calle 14 y la Quinta Avenida para, desde allí, recorrer esta última en línea recta, camino de Central Park. Lo sé: una turistada sin precedentes, pero cateto y pueblerino como soy, a mucha honra, no podía dejar de admirar en directo la angostura del Flattiron Building, el vértigo del Empire State o la bizarría del Chrysler Building. Casi dos horas pasé caminando y caminando, mientras tomaba fotografías de los patinadores y el árbol de Navidad, aún en proyecto, en Rockefeller Center, hasta que por fin desemboqué en la entrada del parque. 

Entre los defectos que olvidé mencionar hay que incluir un último: la mitomanía. Esa misma obsesión que encaminó mis pasos, sin que yo pudiera evitarlo, a una zona concreta del parque: Strawberry Fields. La gente se agolpaba en torno al mosaico blanco y gris que enmarca la palabra mágica: "Imagine". Contagiado del entusiasmo popular, no podía evitar sonreír como un imbécil por encontrarme ante uno de los lugares de peregrinación obligada de cualquier Beatle maníaco que se precie. Y entonces sucedió la magia: unos acordes sonaron y un joven, sentado en el contorno exterior de ese mismo mosaico sagrado, entonó la única canción del cuarteto de Liverpool que consigue hacer que se erice el vello de mi piel, con independencia del contexto, "In my life". 

Mientras el chico nos hablaba de los lugares que habitan su recuerdo, sobre su inmutabilidad en su mente y sobre el peso de la memoria personal en la pervivencia de esos mismos lugares, me acordé de mis padres, de mi hermano y de mis amigos. De cuánto los había extrañado durante aquellas semanas, y de lo poco que faltaba para regresar a tierra española. Quizá por eso, consciente de que el tiempo se agotaba y de que debía emborracharme de experiencia vital, regresé a Hoboken corriendo y me preparé para recorrer otros muchos rincones de la mano de mi tía Luz, que hizo, junto a Joseph y a la familia de ambos, que las últimas jornadas que pasé en aquella ciudad se hayan quedado conmigo para siempre. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Huyendo del comunismo

Es un clásico cuando eres niño y haces alguna travesura, esconder la mano tras la espalda y señalar al que tienes enfrente para acusarle de lo mismo que te imputan a ti. Y en los últimos años hemos visto muchas ocasiones en las que desde Estados Unidos se ha hablado de varias amenazas externas, siempre desde su propia óptica: China, Rusia, el mundo islámico en general, y el fantasma recurrente, el fantasma del comunismo. Este último resulta interesante porque el país, como bastión del bloque capitalista durante la Guerra Fría y cuna del Macarthismo, ha sido el abanderado por excelencia de la cruzada anticomunista en el mundo. Solo el tímido deshielo iniciado en el tramo final de la segunda legislatura de Obama en las relaciones bilaterales con Cuba parecía poner fin a un largo camino de desencuentros, bloqueo y obstinación por ambas partes. 

Como no podía ser de otra forma, Donald Trump se ha hecho eco tradicionalmente también de la amenaza comunista mundial. La realidad, la auténtica paradoja, reside en que huyendo del comunismo, ha venido a incurrir en las mismas prácticas totalitarias de los peores años de la Europa del este, si es que el Telón de Acero vio años de prosperidad en algún momento. En Checoslovaquia, como en Polonia, Hungría, Rumanía y otros escenarios similares, la estrategia seguida por Moscú fue la de constituir partidos comunistas fuertes que entrasen en gobiernos de coalición en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial para, una vez en el poder, impulsar un golpe de Estado desde dentro y tomar el poder por la fuerza. Si además se producía una convocatoria electoral democrática que marginaba a las candidaturas comunistas, el golpe estaba más que justificado ante la amenaza del fantasma capitalista. 

Pues bien, el ya presidente saliente, o presidente en funciones, o como queramos llamarlo, no ha hecho sino reproducir la estrategia punto por punto: primero, cuando los sondeos le daban como perdedor, alegando que el voto por correo, claramente inclinado del lado demócrata (por aquello de que cuando sube la participación electoral, los conservadores siempre tiemblan), iba a estar manchado por el fraude; después, hablando de injerencias externas en la campaña para provocar su derrota; y finalmente, contra viento y marea, contra las voces de su propio partido y el criterio de varios tribunales y cortes supremas de diferentes estados, que han rechazado sus recursos para exigir un recuento y desacreditar el resultado desfavorable, pugnando por mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Solo resta ver hasta dónde le alcanzan las fuerzas y cuánto tarda alguien con más sensatez que él, que no será difícil de encontrar en las filas republicanas, que se acerque a su despacho y le diga, con mucha educación: "Dear Mr. President, this is over". 

Ojalá quienes han acudido a la calle empuñando las armas ante el llamado de quien llaman "su presidente" se den cuenta de que su postura es insensata y acepten que la democracia es esto: a veces se gana y a veces se pierde. Y consiste precisamente en convivir con todos, incluso cuando te gobierna quien tú consideras que no representa tu ideología, pero aceptas las reglas porque lo que no puede quebrantarse, bajo ningún pretexto, es la convivencia pacífica de la comunidad política ni la integridad de la sociedad civil. 

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ese país no tan lejano

Escribo estas líneas sin ventajismo, cuando el escrutinio en Estados Unidos está bastante avanzado pero todo parece indicar que aún debemos esperar unos días para conocer el resultado definitivo, mientras el candidato Donald Trump anuncia su nula disposición a aceptar la derrota. Lo que estamos viviendo en estas últimas horas no es sino la manifestación más clara de lo que en el año 2016 llegó a la política internacional de la mano de este personaje: la agresividad en política por encima del sentido común, la diplomacia y el soft power. Un discurso violento, de ataque al contrario y reafirmación de la masculinidad en su máxima expresión, que hasta entonces se había visto como una actitud extraña, exótica, reprobable, y poco más. Hasta que el proceso electoral de noviembre de 2016 convirtió aquella actitud en una opción política, para más inri al frente de una de las primeras potencias mundiales. 

Viendo cómo ha evolucionado la sociedad política global desde entonces, cada vez estoy más convencido de que la victoria de Donald Trump hace cuatro años dio carta de naturaleza al populismo de extrema derecha en otros escenarios bastante inverosímiles, como Brasil, de la mano de Jair Bolsonaro, el Reino Unido liderado por Boris Johnson, Andrzej Duda en Polonia, o Viktor Orbán en Hungría. Con ellos ha llegado a las instituciones un discurso que era frecuente oír en tertulias de bar, en boca de individuos desesperados con su situación económica personal, dispuestos a buscar una solución a su desesperación basada en la política por la tremenda. Cuando oíamos hace años este tipo de explicaciones para el contexto global, teñidas de una ración nada despreciable de "cuñadismo", nos quedaba el consuelo de pensar: menos mal que esto son exabruptos de gente desesperada que, afortunadamente, jamás llegarán a tener presencia en el gobierno. 

Donald Trump y la sociedad estadounidense demostraron que sí se podía, que reaccionando a la crisis con lenguaje soez, grandes mensajes grandilocuentes huecos de contenido ideológico y muchas redes sociales, era posible reunir el apoyo de suficiente gente como para alcanzar el poder. Y una vez alcanzado, hacer cuanto fuera posible para conservarlo. Esta mañana me disponía a coger el autobús para ir a trabajar cuando oí las primeras declaraciones del candidato republicano que, una vez más, me hicieron sentir que estaba viviendo un mal sueño, cuando Trump anunciaba que estaba dispuesto a impugnar los resultados de los estados clave cuyo apoyo esperaba obtener, si el escrutinio no le favorece. Dicho de otro modo: "he llegado aquí por las bravas, buscando el apoyo de los desharrapados, y no me voy a marchar fácilmente". En el mejor de los casos, será el episodio final de un esperpento que se acabará extinguiendo en sus propias cenizas. 

En el peor de los casos, su reacción abrirá la puerta a una reelección que abre un periodo de incertidumbre sin igual y aventura otros cuatro años, como mínimo, de fuego y furia. Pero en realidad da igual, porque gane o pierda las elecciones el Partido Republicano, el discurso ha calado hondo y el daño ya está hecho en toda la sociedad. Esperemos que no sea demasiado tarde para subsanarlo y recordarnos lo que éramos antes de que la retórica marrullera se impusiera a las buenas formas. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

El embrujo de Shangai - Juan Marsé

Conocí la existencia de la novela después de visionar un documental sobre la vida de Fernando Fernán Gómez, en el que se mostraban cortes de varias películas protagonizadas por él, entre ellas la adaptación cinematográfica de esta obra. Y cometí el error de querer ver la película antes que leer el libro; la película nunca me acabó de entusiasmar, y el libro me ha atrapado durante varios días hasta que, finalmente, he conseguido acabarlo. Ahora mi objetivo es volver al film con ojos limpios para recrearme en los detalles de aquella constelación de personajes de la Barcelona de la posguerra que tan bien retrató Marsé. 

Porque algo me dice que Shangai, esa ciudad oriental y exótica que reúne en sí todos los vicios y todos los encantos del mundo desconocido, es el trasunto de una Barcelona cosmopolita que empezaba a ser antes de la Guerra Civil, pero que después de 1939 se quedó en una mera sombra de lo que pudo haber sido. Por eso Daniel y Susana prefieren oír las aventuras del Kim, relatadas por Forcat, en lugar de contemplar la realidad que se desenvuelve más allá de la ventana de la pobre niña tísica, demasiado dura para la inocencia de dos criaturas que empiezan a caminar por la adolescencia en el peor de los contextos posibles. 

Solo el capitán Blay ofrece algún consuelo al pobre protagonista, porque es la última memoria viva de una época que se fue y porque, aparentemente loco, es el más cuerdo de todos los personajes del relato: consciente de que el mundo que se ha instaurado después de la guerra es un teatro de apariencias, mentiras e hipocresía, concluye que lo mejor es no tomárselo en serio y tratar a los actores de la escena como comparsas de una obra surrealista, que se toman demasiado en serio sin darse cuenta de que no son sino una caricatura de ciudadanos de otra caricatura de país. Por eso cuando muere Blay el relato se acelera hacia un final triste e inesperado, que hace que Daniel se dé de bruces contra la realidad. 

La única salvación es la memoria de Shangai en labios de Forcat, que es la memoria de aquella Barcelona que fue, y que volvería a renacer a finales del siglo XX para convertirse en un marco urbano que encierra encanto en cada uno de sus rincones. De lectura fácil y amena, es una obra más que recomendable para pasar unos días navegando a medio camino entre la realidad y el ensueño. 

La noche de los cristales rotos

El relato histórico requiere perspectiva para construirse, es decir, alejamiento, distancia: extrañamiento, en definitiva. Y sobre todo, que quien lo vaya a escribir tenga la menor vinculación posible con aquellos acontecimientos, personal y generacionalmente, para evitar en lo posible el sesgo de la subjetividad que, por otra parte, es inherente a cualquier relato construido por el ser humano. Por eso, imagino que hasta que no transcurran unas décadas no existirá un relato oficial de lo que estamos viviendo en los últimos meses; como ciudadano, espero vivir lo suficiente para poder leer dicho relato y contrastarlo con mi memoria personal, con mi propia experiencia. Como historiador, hay algo que me preocupa profundamente: ¿qué imagen tendrán las próximas generaciones de nosotros?

Hace exactamente ochenta y dos años, en Alemania los comercios y establecimientos judíos sufrieron ataques por parte de aquellos desalmados que marchaban a paso de ganso y veneraban una bandera con la esvástica. Aquella fue su noche de los cristales rotos, de la que en nuestro país, y en otras partes del mundo occidental y avanzado, hemos tenido varios episodios lamentables en la pasada madrugada de Todos los Santos, conocida en la última década como Noche de Halloween, gracias a una cultura norteamericana que se empeña en dejarnos solo su lado comercial y superficial, que por otra parte es el mismo que nosotros nos empeñamos en comprar reiteradamente. 

Me resulta difícil explicar el móvil de los jóvenes que han protagonizado disturbios y ataques, no solo a la autoridad, sino también a establecimientos comerciales de varias ciudades españolas, de manera indiscriminada, para robar unos productos que luego, como buenos descerebrados, han procedido a vender en varios portales online con sus datos personales, convirtiéndose en muchos casos en presa fácil de las fuerzas del orden. No puede ser casual que tales energúmenos hayan elegido la madrugada del 1 de noviembre para perpetrar su acción, en medio de un clima enrarecido por el estado de alarma, el toque de queda, las protestas de las comunidades y la inconformidad de quienes, de manera poca solidaria, han clamado a los cuatro vientos su derecho a unas vacaciones en este puente. 

La manía en pensar mal del género humano al que pertenezco, y que me ha dado sobrados motivos últimamente para tener tal valoración de él, me lleva a plantearme: ¿qué intereses hay detrás de los disturbios? Algunos medios de prensa han comenzado a difundir mensajes en varias redes sociales alentando a la insurrección violenta desde las filas de la extrema derecha, que han aplaudido las acciones y las han calificado como una forma de protestar contra el gobierno. Eso sí, atacando la actividad comercial de gente inocente que ya lo tiene bastante difícil para salir adelante en el contexto de la pandemia. De este modo se cumple la maravillosa paradoja de que, pretendiendo defender los intereses de España, no hacen sino perjudicar a los españoles de a pie que peor lo están pasando desde comienzos de este año 2020. 

Y es que la figura de "el Madrileño" es más vieja que el hambre en la historia de los movimientos sociales contemporáneos. Quien lea La bodega, de Vicente Blasco Ibáñez, encontrará a aquel instigador de la rebelión campesina de Jerez de 1892 que, después de enardecer el ánimo de los jornaleros sin tierra, deseosos de vengar los abusos de los señoritos, acudieron a la capital para encontrarse abandonados a su suerte, mientras aquel mismo instigador se esfumaba como por arte de magia justo en el momento en que la policía se cobró en ellos el precio de haber intentado subvertir el orden vigente. La diferencia es una y fundamental: en aquel entonces, quienes luchaban lo hacían por una causa justa, pero tuvieron el infortunio de que la llamada a la insurrección decisiva vino de boca de alguien mucho más vinculado a la policía de lo que entonces ellos pudieron adivinar. 

Ahora, esa causa justa no existe; mejor dicho, no hay causas justas parciales, porque el frente común es aminorar el impacto de la pandemia. Porque, para quien no se haya dado cuenta, estamos en medio de una pandemia global. Lo que sucede aquí no obedece a ningún espurio interés ni a ninguna conspiración global para dominar el mundo: se trata de un fenómeno biológico natural, que ha venido a golpearnos cuando más fuertes nos creíamos y que ha evidenciado que la tecnología no nos mantiene a salvo de nuestra propia naturaleza como seres vulnerables y mortales. Pero esa conciencia da miedo, y es mucho mejor extender una cortina de humo sobre ella para desviar la atención del personal y provocar que los ánimos de la gente se centren contra el vecino de enfrente, simplemente porque piensa de manera distinta, sin pararnos a meditar ni por un segundo que quizá, si vienen mal dadas, podemos compartir urgencias hospitalarias con él y entonces las ideologías no importarán. 

Cuánta razón tenía aquel que afirmaba que el mayor enemigo de los españoles somos nosotros mismos. Van ya siete meses y cada vez es más doloroso ver nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo, nuestro machismo ibérico exacerbado que debe expresarse en cualquier forma de violencia, sea cual sea, porque merece ser liberado como la pulsión tantas veces aludida por Freud. La alternativa es cuestionarnos a nosotros mismos mediante el super-yo, pero parecemos poco inclinados a hacerlo, porque hemos dejado que nuestra naturaleza animal nos desborde y se adueñe de nuestro raciocinio, que ya era escaso desde hacía unos años. Eso sí, queda esperanza: la Educación. Solo con una educación de progreso y nuevos horizontes podremos salvarnos de nosotros mismos; de lo contrario, pereceremos como esclavos de nuestras pasiones y nuestros anhelos, como Ícaro contemplando sus alas derretirse en el crisol del sol.