domingo, 9 de febrero de 2020

Me han dicho... que el amarillo

Corría el mes de febrero del año 98 y yo cursaba entonces el tercer curso de la ESO. Recuerdo que durante años, en febrero, la programación de Canal Sur se veía copada durante varias semanas por los resúmenes del Carnaval de Cádiz que se retransmitían en el programa "El ritmo del tangai". Y para ser sinceros, a mí aquello me fastidiaba bastante: pese a ser solo un adolescente, nunca me había gustado el folklore andaluz, ni tampoco tenía predilección alguna por la música del momento. Desde los diez años oía música clásica con fruición y Amadeus figuraba en el top de mis películas favoritas. Conscientes de ello, mis padres me hicieron el mejor regalo de cumpleaños posible cuando me compraron un pequeño equipo con reproductor de CD, que yo iba alimentando con esos discos promocionales de los grandes autores del siglo XVIII que se vendían cuando finalizaba el verano. Es decir, que en aquel momento de mi vida, el Carnaval de Cádiz a mí ni fu, ni va. 

Pero aquel año iba a marcar un punto de inflexión en mis aficiones musicales. Era semana blanca y, como acostumbraba, disfrutaba de unos días tranquilos en casa. Mis padres debían ir a Málaga con mi hermano pequeño y yo decidí quedarme solo toda la mañana, aprovechando el tiempo para leer, pasear un poco y, por qué no, pensar en aquella chica de mi clase que tanto me gustaba y a la que pronto tendría que decir algo, porque se aproximaba la fiesta de San Valentín en el instituto. Cuando ya la mañana era avanzada encendí el televisor y sintonicé Canal Sur: "otra vez carnaval", pensé con fastidio. Sin embargo, en aquella ocasión una voz interna me dijo: "¿por qué no pruebas a escuchar un poco?". 

En aquel momento se proyectaba el resumen de la actuación de un grupo encabezado por una figura pintoresca: un director calvo, pero lleno de vitalidad, que dominaba el centro de la escena como nadie, ataviado con un traje blanco de mafioso. En la pantalla se iban sucediendo diferentes composiciones del repertorio, y yo entonces no tenía la menor idea de lo que estaba viendo: ¿por qué algunas piezas tenían estribillo y otras no? ¿Cuál era el motivo de que una de las piezas durase casi diez minutos? En ese momento, aquel director, Manuel Santander Cahue, al frente de su Familia Pepperoni, daba tono con su pito de caña y una letra comenzaba a sonar, grabándose para siempre en el imaginario colectivo gaditano, y en el mío propio: 

Me han dicho que el amarillo
está maldito pa' los artistas,
y ese color sin embargo
es gloria bendita para los cadistas.

Entonces yo no podía saberlo, pero la letra que escuchaba, aquel memorable pasodoble de la Familia Pepperoni, acabaría siendo el himno oficioso del Cádiz C.F. y sembró en mí eso que los entendidos llaman "el veneno del carnaval". Mis padres y mi hermano regresaron, divertidos al contemplar mi repentina conversión, y yo, ruborizado, apagué el televisor diciendo a aquella gente, para mis adentros: "el año que viene nos volveremos a ver". 

Y así fue: 1999 llegó y entonces fui yo quien buscó la información detallada de la parrilla televisiva del canal regional para mantenerme al día. Después de la buena sensación que me había dejado el año anterior, como cualquier neófito que se aproxima por vez primera a una disciplina concreta, estaba dispuesto para dejarme sorprender. ¡Me quedaba tanto por descubrir! Pero lo que vi aquella noche, revisando un resumen de las mejores chirigotas hasta el momento, superó con mucho mis expectativas. Un grupo de individuos ataviados con indumentaria hippy iniciaba uno de los pasodobles del repertorio de aquella agrupación, llamada Los Yesterday. Su autor era un tal Juan Carlos Aragón, a quien yo, en mi santa inocencia, identificaba con el director del grupo, un jovencísimo Javi Bohórquez, que interpelaba al público junto con sus colegas, relatando lo bonito de ser hippy

Melenudo y sin embargo,
y aunque no sirva de nada,
yo prefiero el pelo largo
que la cabeza rapada

Durante unos segundos el Teatro Falla se vino abajo en un "¡ole!" cerrado que impidió escuchar los siguientes versos, mientras el vello de mi nuca se erizaba, provocándome una sensación totalmente nueva. Al tiempo que aquello pasaba, uno de los componentes, en el puntal derecho de la chirigota siguiendo la orientación del espectador, sonreía ante el efecto provocado por la letra en el respetable: aquel, supe luego, era ese tal Juan Carlos Aragón que aquel año se llevaría el primer premio de la modalidad. 

Este fue mi debut como espectador y seguidor del Carnaval de Cádiz. Desde entonces no he podido apartar de mi mente ni de mis vísceras ese veneno al que cantó la comparsa Los ángeles caídos en 2002: 

Me han dicho que la locura
es el peor de los males,
que sale por carnavales
y luego ya no se cura

Juan Carlos continuaba su andadura por una nueva modalidad, mientras Manuel Santander, el otro padrino de mi bautismo de fuego, acababa de cosechar dos años atrás otro primer premio con Los de capuchinos (2000). 

Desde entonces, como todo enamorado de la fiesta, cuento mi cronología vital a partir de las agrupaciones de cada año, y ansío el momento de recorrer las calles de la ciudad de Cádiz para contagiarme del espíritu callejero. Porque la culminación de mi sueño de juventud llegó en 2007, cuando de la mano de mi entonces director de tesis aterricé en la Universidad de Cádiz, un frío y ventoso mes de enero, para cursar mis estudios de Máster. Un extraño azar me hizo coincidir en clase con una compañera cuyo nombre despertaba un extraño eco en mi memoria: Ana Barceló. Pasaban las semanas, la miraba, me miraba, y conversábamos sobre lo divino y lo humano, como siempre hemos hecho desde entonces. Hasta que un buen día vino a despejar la duda que golpeaba en el sitio más recóndito de mi cerebro: "Mi seudónimo es Mari Pepa Marzo; soy la comentarista oficial de los tipos de carnaval en Canal Sur Radio". Entonces algo hizo clic en mi cabeza y, desde aquel día, trabé con ella una amistad que se ha mantenido con el paso de los años, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, hasta que el dios Momo nos separe. 

Gracias a Ana y a su infinita generosidad con quienes nos aproximamos a la fiesta desde fuera pude acudir en febrero de aquel 2007 a un local de ensayo, donde preparaba la actuación en el teatro la comparsa de Tino Tovar, La república gaditana. Las rivalidades y los extraños caminos del veneno del carnaval hicieron que aquel año la agrupación de Tino fuera la misma que había encumbrado a Antonio Martínez Ares en los 90, y que yo había escuchado en Los ángeles caídos de Juan Carlos Aragón: el grupo de Ángel Subiela. De aquella mágica noche en que pude conversar con el propio Ángel, reírme con las ocurrencias de Juan Gamaza, o disfrutar la hospitalidad de Utrera, conservo aún mi tesoro más preciado: una foto con Carlos Brihuega, el eterno Carli, cuya voz ha sido capaz de cantar a Cádiz como nadie, desde la humildad y la gratitud al público que le han convertido en una leyenda viva. 

Los años han hecho posible que mi relación con el carnaval y su mundo evolucione al mismo ritmo que mi propia personalidad: del gusto por el chiste rápido y efectivo de la chirigota, propio de mi adolescencia, al recogimiento y la reflexión de la comparsa en mis primeros años adultos, para concluir en una relación de sana distancia . No por desprecio, sino por el deseo de seleccionar aquello que oigo y no dejarme contaminar, no ya del veneno, con el que moriré, sino de la cultura de la inmediatez que también se ha apropiado de un fenómeno cultural (para mí) tan sacrosanto. Este es el motivo de que haya disfrutado más en la calle, acercándome al carnaval chiquito en 2009 por vez primera, de la mano de Los trasnochadores de Jesús Bienvenido, para regresar en 2016 y 2019. En ambas ocasiones en compañía de Isabel, la pareja que ha sido capaz de comprenderme en todos mis recovecos, incluyendo este apartado de mi vida que es tan íntimo que solo lo compartimos mi hermano y yo. 

Así pues, cuando llega este ingrato año de 2020, en el que las tablas del Teatro Falla no volverán a gozar de la inventiva de mis dos padrinos, fallecidos ambos en 2019, me pregunto: ¿he de considerarme desgraciado porque Manolito y Juan Carlos ya se han ido? Haciendo honor a la verdad, lo que me resta no es pena por su pérdida, sino nostalgia de su recuerdo. Ambos supieron captar mi atención cuando pasaba por allí, casualmente, y coserla al telón del Falla con un hilo tan fuerte que aún hoy, casi veinticinco años después, no me he deshecho de esa unión, ni espero deshacerme de ella mientras viva. Porque he decidido dejar la pena a un lado y considerarme, en justicia, dichoso: por haber conocido el espectáculo de la mano de uno de sus obreros, que siempre luchó por dignificar la fiesta; y porque el veneno me llegó de la mano de uno de los mejores poetas de mi tierra Andalucía, cuya dedicatoria conservo en la portada de La risa que me escondes

Disfrutemos, pues, del recuerdo justo y honorable de ambas figuras, y hagamos que su memoria perviva en los carnavales que vengan: no en los memoriales que les dediquemos, sino en defender el carnaval que ellos siempre quisieron, sencillo, de la gente, y capaz de hacer reír a los nuestros, para incomodar a los otros. Que de eso se trata, ¡faltaría más!

sábado, 1 de febrero de 2020

Episodio III - Ojos huecos



Madrid, octubre de 2013

Lucía trabaja desde hace un año como profesora de Física y Química en un colegio concertado de Alcalá de Henares. El año pasado vivió una mala racha, cuando acababa de dejarlo con su novio y se había quedado en el paro. Sus padres le insistían desde Asturias en que volviera a casa: no tenía sentido seguir viviendo en Madrid, una vez acabada su tesis en el Instituto Rocasolano del CSIC, si no había perspectivas laborales en el horizonte. La Navidad pasada había sido dura, porque aquel había sido el tema dominante de todas las conversaciones; incluso en las cenas familiares, su padre había intentado ganar el apoyo de tíos y primos para convencerla de que lo mejor era regresar a casa de sus padres. La empresa no era difícil, porque su entorno familiar y su círculo de amistades era más conservador: prácticamente nadie se había marchado y a todos les parecía que la vuelta era la solución lógica.

Ella tenía un argumento infalible para oponerse a la batalla dialéctica: ¿dónde había más oportunidades laborales, en Oviedo o en Madrid? Si quería trabajar en la Educación, bien en la Superior o bien en la Media, necesitaba quedarse en una ciudad abierta al mundo. Además, pesaba otro elemento a su favor: había conocido a alguien. Al principio, los dos se lo habían tomado con mucha calma, porque él tampoco se encontraba en su mejor momento personal, pero poco a poco habían ido compartiendo más tiempo, hasta que casi se podía hablar de noviazgo. Esta parte Lucía jamás la revelaría a su familia, porque entonces sabía que tenía la batalla perdida: “Claro, como tienes lío en Madrid, prefieres quedarte allí a volver con tu familia”. Podía leer la frase en los labios de sus progenitores, mientras su hermana pequeña lo observaba todo y se limitaba a callar: ella quería mucho a Lucía y la echaba de menos, pero aunque le doliese, aceptaba que la decisión de su hermana mayor era hacer carrera en la capital.

Solo una persona de la familia parecía estar a su favor: su primo Arturo, que también había cursado el doctorado en Madrid, como ella, pero que cuando acabó regresó a tierras asturianas. Allí había construido una familia, con su novia de toda la vida, una chica simpática y animosa, pero que jamás se había planteado la posibilidad de abandonar Asturias. Tenían dos hijos, una casa, un coche… y todo lo que una familia convencional podía desear. No obstante, para construir aquel sueño familiar su primo había renunciado al suyo propio: marchar a Alemania con una beca posdoctoral Marie Curie, para estudiar Filosofía y acabar trabajando en alguna Universidad del continente. Normalmente no hablaban de aquello, pero aquella Navidad, sin previo aviso, su primo le había mandado un mensaje de WhatsApp: “Luci, ¿te tomas un café esta tarde conmigo?”. No dudó en aceptar la invitación, porque sentía que Arturo era el único que le conocía de verdad, y porque acababa de discutir en casa y deseaba pasar unas horas fuera, esperando a que los ánimos se templasen.

-        No vuelvas, nena – le dijo Arturo apenas se sentaron. Ni siquiera le dio tiempo a pedir – Por mucho que te insistan, no regreses. Te vas a arrepentir toda tu vida.

Tuvo que pugnar contra el estupor durante unos segundos de interminable silencio, hasta que finalmente dio forma a la frase que quería devolver a Arturo:

-        ¿Por qué volviste tú?

Antes de responderle, su primo sonrió con tristeza y, cuando un extraño brillo comenzaba a formarse en sus ojos, se giró para dirigirse a sus dos hijas:

-        Ana, Beatriz, – las llamó, cariñosamente – ¿por qué no vais a la plaza a ver si están vuestros amigos y jugáis un rato con ellos? La prima Luci y yo tenemos que hablar de un asunto.

Las niñas marcharon a la carrera, ante la perspectiva de un rato de diversión, en contraste con una conversación de adultos que las obligaría a mantenerse sentadas y fingiendo no entender lo que oían.

-        Yo volví porque soy un cobarde – comenzó a decir entonces – Beatriz era mi novia de toda la vida y la familia esperaba que nos acabásemos casando. Todo el mundo había depositado las esperanzas en nosotros. Pero sus esperanzas, ¿sabes lo que quiero decir? Aquellos sueños que ellos nunca consiguieron realizar, pero que esperaban ver colmados en nosotros. Nadie nos preguntó qué queríamos, o por lo menos no me lo preguntaron a mí. Y Beatriz me esperó durante cuatro largos años. Cuando acabé la tesis, le propuse que viviéramos juntos en Madrid y no quiso ni oír mencionar la idea. Siempre me ha dolido que no se pusiera en mi lugar, que me pidiera renunciar a todo por su sueño, que es más bien el de sus padres y los míos. Entonces pensé en dejarla, y de hecho me cogí un autobús exprés para venir y hablar con ella, pero me fallaron las fuerzas.

Lucía no pudo resistir la tentación de preguntar:

-        ¿Eres feliz, Artu?

De nuevo aquel brillo extraño y apagado:

-        No lo sé. Y ya sé que con tu mente de científica perfecta me dirás: “si no lo sabes es que no lo eres”. Quizá por eso no me doy tiempo a preguntármelo. Veo a las niñas y me siento orgulloso de ellas, de las personas que son y de lo que estoy construyendo con ellas. Cuando miro a mi mujer, siento aún dolor y reproche. Tengo la sensación de que nunca seré capaz de perdonárselo, ni a ella, ni a mis padres.

-        El precio es muy alto – se aventuró a decir Lucía, cogiendo la mano de su primo para confortarlo. Arturo se la apretó:

-        Lo peor no es el precio, sino que lo pagas por un error de otro. Por haber tomado una decisión que no deseabas, pero que todos esperaban. No se puede vivir de cara a lo que piensan los demás, Luci. Tú nunca has sido así, de modo que no empieces a defraudarme ahora.

-        Si no fuera por mi primo el metafísico – le dijo ella, acariciándole la cara.

-        Y si tú no tuvieras la mente tan cartesiana, aunque no lo sepas, a mí no me quedaría ningún salvavidas en esta puta familia. Así que vámonos, anda, y no me saques esta conversación en el futuro o te doy una colleja.

Desde aquella conversación, cada vez que la familia le presionaba en alguna comida, cena o encuentro de cualquier tipo, ella buscaba la mirada de Arturo, que le guiñaba, cómplice. Entonces se sentía reconfortada y callaba, aguantando cual jabata la batalla que le planteaban sus mayores.

Precisamente porque su guerra era dura, y porque aquella guerra reflejaba los defectos de una sociedad democrática a veces solo en el nombre, quería emplear todos los elementos a su favor para que los adolescentes que tenía en clase pudiesen constituir los mimbres de una sociedad más fuerte, más independiente y, sobre todo, más moderna de verdad. Aquel curso era su ocasión, pensaba ella: el año anterior se había incorporado cuando ya hacía un mes que las clases habían comenzado, pero en esta ocasión iniciaba el año académico desde el principio. Había diseñado ella misma la programación de aula, desde el principio, y era tutora del curso de 4º de ESO. Como tutora, además de Física y Química y Matemáticas, debía impartir Cultura Clásica. Aquello era un chanchullo, pero como había comenzado a estudiar Antropología por la UNED, le habían habilitado en la inspección para suplir aquella vacante que el centro no podía cubrir de otra forma, por aquello de equilibrar el presupuesto aún a riesgo de perjudicar la formación de los alumnos.

El comienzo del año había sido prometedor: había presentado a los chavales su programación, las actividades que quería hacer, y todo les había entusiasmado. Hasta que llegó la hora de trabajar: cuando comenzó a explicar materia el primer día de curso, las caras de ilusión comenzaron a dar paso a miradas un tanto hoscas. Todos consideraban que Física y Química y Matemáticas eran materias duras, y entendían que Luci fuera exigente en esas clases. Pero Cultura Clásica… era una maría. Y como tal, tenían que poder aprobarla fácil. “Mándanos trabajos, Luci”, le decían, y ella se ponía enferma:

-        Claro – les respondía, cercana ya al hastío – Os mando trabajos que copiáis directamente de Internet, sin ni siquiera cambiar el tipo de letra de Wikipedia en la mayoría de las veces, y así vais aprobando. ¿Pero aprendéis?

Ellos guardaban silencio, porque les faltaban argumentos en su cerebro adolescente para rebatir el discurso de la profesora, a la que por lo demás adoraban. Pero poco a poco la resistencia la fue minando: cada día tenía que combatir con las protestas de los chicos, y a ello se sumaba que su pareja no atravesaba por su mejor momento. Empleado en una consultora de las de renombre, tenía que sacar adelante un proyecto que había intentado evitar, pero que le consumía por dentro: llegaba tarde a casa, a veces no podía quedar con ella, se mostraba huraño y a veces Lucía le visitaba por sorpresa, hallando restos de lágrimas en su rostro.

-        Mira, Javier, – le dijo una tarde – si lo que sucede es que ves que la relación no funciona, dímelo. Siempre hemos sido muy honestos el uno con el otro y no tenemos edad para andar mareando la perdiz: ponemos punto y final a la historia y el tiempo dirá si seguimos siendo amigos o no. Ahora bien, si estás así solo por trabajo, te lo aviso desde ya: no merece la pena. Agarra el toro por los cuernos, demuestra a tus compañeros y a tus jefes tu valía, y cuando todo pase pide una reunión y rinde cuentas a quien tengas que rendirlas, para advertirles que te has ganado el comodín de pasar una temporada larga sin comerte más marrones que los demás no quieren asumir.

Él la besó y le aseguró que no había nada malo en la relación. A ella le bastó su palabra, por esa extraña sensación que produce saber que estás ante una buena persona. Pero las semanas pasaban y la situación no mejoraba, hasta que un día él le mandó un mensaje: “Luci, no te he dicho nada para no preocuparte. He pedido hora con el psicólogo para que me ayude. Hoy no te veré porque es mi primer día de terapia, pero te llamo esta noche y te cuento”. Aquello la intranquilizó y esperó como agua de mayo su llamada, que llegó alrededor de las once de la noche. Le vio bien, con gana y con fuerza, resuelto a echar el resto en el trabajo, acabar el proyecto y poder superar aquel escollo que le estaba dejando sin apenas energía.

Lucía hizo todo lo posible por mantenerse fuerte, pero su carácter también se vio perjudicado por la circunstancia. Pronto, comenzó a perder la paciencia en el aula, hasta que un día uno de los alumnos percibió su desgaste y, lejos de compadecerse de ella, intentó aprovechar el tirón y ganar terreno en nombre de sus compañeros:

-        ¿Ves, Luci? – comenzó – Hasta tú estás cansada de este ritmo de trabajo. Imagínate nosotros, que solo con lo que tenemos que hacer para ti ya tenemos toda la tarde ocupada. ¿No te das cuenta?

El chico era sensato y, además, era uno de los que más derecho tenía a quejarse: diagnosticado con TDAH, encontraba más dificultad que sus compañeros en organizar el trabajo y poder superar las actividades y pruebas que ella mandaba.

-        Vale, Adrián, lo hablamos entre todos al final de la clase, ¿os parece?

Los rostros que respondieron a su sugerencia fueron de desaliento, porque ellos, como adolescentes, querían la solución aquí y ahora:

-        ¿Por qué no recortamos un poco de temario? – insistió Adrián – O nos pones una peli de mitología y nos pides que hagamos alguna actividad de grupo…

-        Me conozco vuestras actividades de grupo – le interrumpió ella – Os ponéis a trabajar tranquilos, os vais alterando conforme pasa el tiempo, el aula se acaba convirtiendo en una jaula de grillos y yo acabo desquiciada.

-        Desquiciada ya estás – oyó a su espalda. Se giró con violencia para identificar al dueño de aquella voz, pero todos se callaron: unos, conscientes de que venía la tormenta. Otros, encubriendo al cobarde denunciante.

-        ¿Por qué no nos dejas trabajar en las actividades que tenemos para mañana?

-        Adrián – suspiró ella, contando hasta diez antes de responder – Os mandé las actividades hace una semana. Tenían que estar ya más que hechas, pero las habéis dejado para última hora. Ya me pedisteis que retrasara la fecha y accedí: ¿es necesario que insistáis?

-        Pero ha habido un puente, y hemos estado fuera: ¡también tenemos derecho a descansar, joder!

Aquello la sacó de quicio, y se fue arrepintiendo conforme empezó a formular las frases que siguieron a su estallido de ira:

-        ¡Descansar! ¡Derecho a descansar! – comenzó – ¿Sabéis cuántas asignaturas tenía yo en la EGB? ¿Sabéis cuántos exámenes nos ponían los profesores justo después del Puente de la Constitución, porque querían corregir días antes de Navidad e irse pronto de vacaciones? Y yo no me quejaba: apechugaba, bajaba la cabeza y lo hacía. Primero, porque ningún profesor dialogaba con los alumnos como lo hago yo, y a ninguno de nosotros se nos ocurría dar ese paso. ¿Sabéis que a mí todavía las monjas me zurraban cuando hablaba en clase? ¡No tenéis ni idea de la suerte que tenéis por haber nacido cuando habéis nacido! ¿Me oís? ¡Ni idea! Vuestra obligación ahora es estudiar y trabajar para ser gente con cabeza el día de mañana. Por eso no os puedo quitar carga lectiva: por vuestro bien. ¿Y sabéis qué? Que si no entendéis esta razón, os doy otra que sí que vais a entender: ¡no os quito ninguna actividad porque no me sale del coño!

Ya estaba hecha. El arrepentimiento le vino de manera inmediata, pero su orgullo le impidió pedir perdón. Los chicos la miraron ojipláticos, espantados por aquella versión de Lucía que desconocían en absoluto. La clase acabó en un clima raro, de silencio tenso y cabezas gachas. Ella bajó a la sala de profesores y encontró a Celia y Orestes, sus compañeros de confianzas: el Lado Oscuro, como acostumbraba a llamarlos.

-        Chica, ¿qué te pasa?

Era día de desayuno fuera, así que los tres bajaron a la cafetería junto al colegio y Lucía les confesó lo ocurrido.

-        Te has equivocado, Lu – le dijo Orestes – No hace falta que te lo digamos: te queremos y comprendemos la situación por la que pasas, pero ya sabes que no hay que pagarlo nunca con los chavales.

-        Además – dijo Celia, que llevaba en el colegio tantos años como Orestes, desde la fundación – la orientadora del grupo es Alba, que ya sabes que es de la cuerda de la directora. Seguro que los chavales le cuentan lo que ha pasado, porque ella siempre va de guay y de enrollada con ellos, e informará a Felisa para que te llame la atención.

Y así fue. Por algún extraño motivo, quizá porque Lucía pasaba de guerras de bandos y se esforzaba en llevarse bien con todo el mundo, Alba tuvo la delicadeza de llevársela fuera del colegio para hablar de lo sucedido.

-        Felisa no sabe nada, no te preocupes – le dijo – Ni lo va a saber: los chavales te adoran y, aunque parece que estamos en trincheras diferentes, creo que eres una buena profesional. Pero procura que no vuelva a pasar.

Lucía le agradeció el tacto y la delicadeza, y justo después, cuando entró a clase, pensó que era el momento de asumir el error. Era la hora de tutoría y los chavales tenían que actualizar el formulario con sus datos personales, domicilio incluido, para que la base del colegio estuviese al día.

-        Recordad que solo tenéis que incluir vuestros datos personales si vuestro domicilio o teléfono de casa han cambiado – explicó ella, cautelosa.

Cuando todos habían bajado la cabeza para revisar los datos, vio que no habían entendido las instrucciones, aunque era la tercera vez que las explicaba:

-        A ver, chicos – mantuvo un tono pausado – ¿Quién ha cambiado de teléfono y/o domicilio?

Solo cinco alumnos levantaron la mano.

-        Bien, pues como os he explicado, solo vosotros tenéis que rellenar el formulario.

-        ¿Y los demás? – preguntó Adrián, temeroso de otra tormenta.

-        Haced los deberes, que tenéis que entregar mañana.

Sin dar crédito a las palabras de su profesora, preguntó:

-        Pero… ¿no tenemos que empezar un tema nuevo hoy?

Lucía los miró a todos sonriendo, y se dispusieron a sacar sus cuadernos, entendiendo el mensaje. Ella necesitaba que todos estuvieran trabajando en silencio, con la mirada fija en los folios en blanco, para poder hablarles con franqueza. Sabía que iba a llorar, y no podía permitirse que 30 personas fueran testigos de su confidencia y, sobre todo, de su hundimiento:

-        Chicos, ayer estuve hablando con Alba – comenzó, pisando con cautela aquel terreno – Siento mucho haber sido tan ruda con vosotros. Solo quiero contaros un poco la situación y mis motivos.

Ellos oían atentos, pero nadie se giraba a mirarla, mientras ella se sentaba en una mesa libre al fondo de la clase:

-        Pensáis que os exijo porque os quiero amargar la vida, pero no es así – prosiguió – ¿Sabéis? Yo vengo de Asturias y estoy muy contenta de estar trabajando aquí con todos vosotros. Os tengo verdadero cariño y quiero que lo pasemos bien en clase. Sobre todo, porque cada vez que regreso allí y veo a mis amigos de toda la vida, que tuvieron la misma educación imperfecta que yo recibí, tengo la sensación de haber viajado atrás en el pasado 30 años. Sus ojos están huecos, porque no ven más allá de su vida cotidiana. Han heredado los miedos de sus padres y por eso mi pueblo no ha evolucionado. No quiero que os pase lo mismo a vosotros: si no aprendéis, si no reflexionáis, jamás seréis libres. Y eso es algo que nunca me podré perdonar.

Entonces calló, dejando que siguieran trabajando, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas como un torrente largo tiempo contenido. En aquel momento sintió que le vibraba el móvil en el bolsillo y, disimuladamente, sin que los chicos la vieran, leyó el mensaje de Javier: “Acabamos de presentar el proyecto y todos nos han felicitado. Gracias por todo, Luci. ¿Te invito a cenar esta noche y lo celebramos?”

Ella sabía que no era lo convencional, pero aquella noche le pediría a él que se fueran a vivir juntos.