Tras la comparecencia de Mikhail Gorbachov en la televisión soviética el día 25 de diciembre de 1991 anunciado la disolución de la URSS y su renuncia como secretario general del PCUS, y por tanto como presidente, concluía la Guerra Fría y se inauguraba una nueva era para los antiguos territorios que habían conformado aquel conglomerado estatal durante buena parte del siglo XX. La nueva etapa de la Rusia post soviética iba a estar protagonizada por Yeltsin quien, sobre el papel, habría de continuar la senda de las reformas implementadas por su predecesor en términos de apertura económica, englobadas bajo la denominación de perestroika, que como se vio en las páginas precedentes apenas habían alcanzado hasta entonces los objetivos propuestos. No obstante, una vez desaparecida la Unión Soviética se daba una situación paradójica: el desconocimiento absoluto sobre la persona o autoridad que habría de implementar las transformaciones y consolidar el camino hacia el libre mercado, puesto que el despegue de esa iniciativa había partido del mismo gobierno soviético que había iniciado el proceso de desmantelamiento de la URSS desde dentro, y que ya no existía más. Como puede adivinarse, tal coyuntura, en el contexto de una sociedad sin tradición alguna de iniciativa propia y libre en el mercado, se aventuraba difícil de resolver (Ibisate, 1991, pp. 647-696).
En medio de la duda generalizada, favorecida por el «vacío de poder» relativo posterior a la caída de la URSS, solo había una certeza: el proceso de apertura económica de Rusia y el resto de ex miembros de la Unión Soviético debería desarrollarse con medios propios, sin esperar ayuda alguna del exterior. Los motivos eran sencillos: primeramente, la aplicación de un «pequeño Plan Marshall» en la Europa que había permanecido al este del Telón de Acero no era viable, habida cuenta de que si el Plan Marshall había supuesto, en el contexto de la Posguerra mundial, una restauración del orden previo al conflicto, en la antigua URSS debía implicar necesariamente un profundo proceso de transición política y económica, dado que la democracia no se podía restaurar allí donde no había existido nunca, sino que debía construirse ex novo. A continuación, el Plan Marshall había tenido cierta legitimidad en tanto que herramienta para la reconstrucción urgente de la Europa occidental asolada por la II Guerra Mundial, esencial a su vez para reforzar el papel de aquellos países como contenedores del avance del comunismo, labor en la cual sería fundamental la recién creada OTAN (1949). En cambio, toda vez que el comunismo había desaparecido, se justificaba mal un apoyo internacional de calado similar para ayudar a unos territorios muy extensos cuyo aporte a la economía global suscitaba poca confianza entre los posibles inversores. En tercer y último lugar, derivado de lo señalado anteriormente, para los antiguos países del bloque capitalista la restauración económica de los ex miembros de la URSS, más que una prioridad, constituía un gravamen absurdo, puesto que interrumpiría su proceso de crecimiento e integración económica para posibilitar la restauración de unos territorios que, nuevamente y conforme a la convicción consolidada en la época, poco podían aportar al desarrollo mundial global. De ahí que, tras recibir poco más que la ayuda de los asesores técnicos de turno encargados de mostrar las directrices que la recuperación habría de seguir, los dirigentes de los antiguos estados soviéticos optasen por recorrer el camino hacia el libre mercado por sus propios medios (Narozhna, 2001, pp. 1-7).
Considerando, pues, la situación de partida descrita y el vacío de poder relativo al que se aludía antes, habría que preguntarse quién sería el encargado de pilotar la transición hacia una economía de libre mercado; y también, por qué no, si tal transición sería viable, considerando la ausencia total de tradición previa en el contexto post soviético. Desafortunadamente para el destino de los habitantes de la ex Unión Soviética, convertidos ahora en ciudadanos de naciones independientes donde antes solo había existido una entidad posible (Connelly, 2020), lo que acabó sucediendo fue que el papel protagonista en el tránsito hacia el libre mercado acabó correspondiendo también a una élite reducida. Con frecuencia dicha élite era la misma que había monopolizado el poder durante la era comunista (Judt, 2008, pp. 250-267), pero en otras ocasiones puede hablarse de la aparición de un grupo elitista novedoso, que fue suficientemente hábil como para construir su legitimidad sobre la alianza con las viejas élites soviéticas decadentes, a cuyas estrategias de reproducción no dudo en recurrir. En otras palabras, si durante el periodo soviético las posibilidades de prosperidad y ascenso habían dependido de las conexiones personales con miembros de la nomenklatura, bien a escala nacional o bien a escala local, de modo que se configuró toda una compleja red de lealtades sobre cuya persistencia se construyó la supervivencia soviética hasta finales del siglo XX, con la disolución de la URSS aquellas viejas élites perdieron su influencia, pero la red que habían tejido les sobrevivía, siendo aprovechada por quienes aprovecharon la coyuntura para aparecer como los nuevos benefactores del Estado, en tanto que abanderados del libre mercado que aparecía como el gran salvador de la economía.
Este nuevo grupo emergente de «salvadores» de su patria respectiva, constituidos en influyentes hombres de negocios, ofrecieron a la élite decadente soviética la siguiente disyuntiva: si deseaba perpetuarse en el poder en el periodo posterior a la Guerra Fría, si bien con siglas políticas diferentes y obedeciendo a un marco ideológico distinto, necesitaba aliarse con ellos y permitir su participación en la toma de decisiones estatales. Y las antiguas élites soviéticas aceptaron la oferta con tal de perpetuarse en el poder, ahora en nombre del capitalismo y una supuesta democracia liberal, como antes lo habían hecho en nombre de la Revolución de 1917. En términos políticos, cambió el mensaje pero las caras permanecieron prácticamente inalteradas. En cambio, en el ámbito económico emergió un grupúsculo de empresarios y hombres de negocios que, gracias a la protección y la promoción estatal, desarrollaron sus negocios, además de múltiples actividades de dudosa legalidad, al amparo de la nueva legislación vigente, consagrada a protegerlos, sabedora como era de que la estabilidad del nuevo orden post soviético se cimentaba necesariamente sobre el apoyo de estos nuevos individuos. Ellos fueron los encargados de inspirar y aplicar sobre el terreno, beneficiándose sobremanera, los postulados de las Políticas de Ajuste Estructura en el que había sido lado oriental del Telón de Acero.
Poco les preocuparía el tremendo impacto de las medidas anti inflacionistas sobre el empleo, el alza de los precios y la pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora, además del aumento de la tasa de desempleo hasta niveles desconocidos en todo el mundo occidental: los beneficios de las PAEs en la ex Unión Soviética, sobre todo en lo tocante a privatizaciones y apertura al mercado exterior, redundarían en su fortuna personal. Además, como se ha reseñado, hicieron uso de sus vínculos con el poder político para desplegar un amplio abanico de actividades económicas de dudosa legalidad que se desarrollaron en un clima de impunidad absoluta, en la medida en que los cargos públicos obtenían también beneficios y comisiones ilegales de este peculiar y corrupto laissez faire, laissez passer. Así pues, puede concluirse que la transición a la democracia liberal en la extinta Unión Soviética se olvidó del vocablo «democracia» para centrarse en el aspecto ultra liberal de la transición, arruinando a la numerosísima clase trabajadora y consolidando la pervivencia de las antiguas élites y unión con las nuevas, de modo que la corrupción se institucionalizó y surgió una poderosa mafia cuyos tentáculos no tardarían en extenderse al resto del continente europeo (Wedel, 2001, pp. 3-61).
A lo dicho hasta ahora ha de añadirse un elemento aún más dramático si cabe: el despertar de un sentimiento ultra nacionalista que había permanecido aletargado durante la dictadura soviética, pero que afloró apenas Gorbachov se despedía de la audiencia aquella tarde de diciembre de 1991. En efecto, ha de recordarse que la ideología marxista que inspiró la Revolución bolchevique de 1917 era esencialmente internacionalista: de hecho, había justificado el abandono de la guerra de manera unilateral y la firma de la rendición en Brest-Litovsk sobre la convicción de que la Gran Guerra obedecía a intereses capitalistas e imperiales que poco o nada tenían que ver con los intereses de la clase obrera internacional, llamada a unir sus esfuerzos en la lucha por su emancipación, en lugar de exterminarse en el campo de batalla para defender el interés de las potencias imperialistas. Este mensaje internacionalista de base se vio prostituido por las autoridades soviéticas apenas se inició la andadura del nuevo estado comunista, pues se aprestaron a sustituirlo por un programa esencialmente geopolítico que debía hacer frente a la contradicción entre dos realidades innegables: de un lado, la necesidad de Rusia de extender su zona de influencia más allá de sus fronteras, con el fin de ganar una zona de seguridad que le permitiese consolidar su posición en el centro y este de Europa, neutralizando el riesgo de una potencial agresión desde el oeste; de otro lado, la complejidad de cohesionar bajo una única autoridad a un amplio conglomerado de pueblos, con identidades heterogéneas y, con frecuencia, enfrentadas entre sí, pero condenadas a entenderse por el dictado de Moscú (Connelly, 2020, pp. 773-786).
Las autoridades soviéticas intentaron contrarrestar cualquier atisbo de manifestación nacionalista en el seno de la URSS mediante la eliminación oficial de las identidades regionales centrífugas, imponiendo por la fuerza una única identidad común, la soviética, y una causa única por la que merecía la pena luchar: la perpetuación del legado de la Revolución de 1917. El acallamiento del sentimiento centrífugo de no pocos pueblos del territorio soviético fue posible mientras la URSS sobrevivió, pero la disolución de aquel gigante con los pies de barro despertó el anhelo de diferentes pueblos y comunidades de gobernarse por sus autoridades propias. Además, en los casos en los que el yugo soviético había obligado a pueblos enfrentados entre sí a convivir dentro de las mismas fronteras, la desaparición de la URSS trajo consigo el inicio de violentos procesos de exterminio mutuo, entre los que cabe destacar, por ejemplo, la persecución de la población armenia, o la confrontación fratricida entre georgianos y afjasios (Aleksievich, 2015).
Para concluir esta sección, y con ella el capítulo, cabe hacer una reflexión final sobre el único y verdadero damnificado del complejo e imperfecto proceso de transición subsiguiente al desmoronamiento de la URSS: el pueblo. En este punto hay que reivindicar el testimonio de la novelista y periodista bielorrusa Svetlana Aleksievich, quien en El fin del homo sovieticus desarrolló una compleja labor de recopilación de historias individuales que, hiladas por la autora con maestría, ayudan a reconstruir la historia cotidiana de los ciudadanos comunes en unas jornadas en las que el tiempo parecía discurrir más rápido. Entre los veteranos de las dos Guerras Mundiales y de la Revolución que prestan su voz a Aleksievich parece cundir una convicción mayoritaria: con el comunismo, y en concreto con Stalin, se vivía mejor. Por impactante que parezca su testimonio, especialmente a la luz de las investigaciones que han denunciado los crímenes contra la Humanidad cometidos por el régimen soviético, es fácil entender y comprender, sin justificar, su perspectiva. El estado soviético había configurado una realidad paralela en la cual los ciudadanos tenían la sensación de vivir bien, por una sencilla razón: la inmensa mayoría compartía unas mismas condiciones de vida, de modo que, pese a la miseria reinante, confortaba constatar que el vecino de al lado vivía en la misma penuria que se padecía en la casa propia. Solo una pequeña élite gobernante disfrutaba de grandes privilegios y gozaba de un estatus de vida elevado, pero su porcentaje en comparación con el resto de la sociedad civil era tan reducido, en una cultura además acostumbrada durante siglos a la obediencia a la autoridad, que aquello no representaba conflicto alguno para el común de los individuos. Además, añade también la práctica totalidad de ancianos y ancianas que recorren las páginas de la obra, en aquella época la URSS era grande, temida y respetada, y eso les hacía sentir orgullosos de su país.
Entre los testigos de mediana edad y los jóvenes la opinión cambia: conocedores, como eran, casi siempre a través de fuentes clandestinas, de las inmensamente mejores condiciones de vida en Occidente, ansiaban el final de la era soviética para celebrar la llegada de la democracia. Y sobre todo, para compartir la prosperidad del mundo occidental: en muchos casos, ese anhelo de prosperidad se reducía a la posibilidad de comprar pantalones tejanos de marca en cualquier comercio, o adquirir alguna marca de bebida que se consideraba privilegio exclusivo de quienes habitaban al otro lado del Telón de Acero. «Lo que nos cuentan del comunismo es mentira», repetían a sus mayores, que se mostraban reticentes a dejarse convencer por lo que ellos estimaban como meros cantos de sirena. Llegó Gorbachov, Gorby, como se le conocía, a la vez cariñosa y despectivamente, entre la población, y con él el sueño de libertad, apertura y democracia parecía cercano. De pronto fue posible comerciar, comprar productos occidentales, y daba la sensación de que los años de la oscuridad habían quedado atrás. Hasta que la URSS se disolvió y los PAEs irrumpieron en el antiguo escenario soviético con toda su crudeza: podían adquirirse productos variados, de diferentes marcas, pero a precios prohibitivos, mientras los salarios caían en picado, los servicios públicos eran privatizados, y las empresas procedían a recortar personal ante la contracción de la demanda y, por consiguiente, de la producción.
Y lo que era peor, los nuevos dirigentes de todos y cada uno de los países que habían integrado la URSS no hacían nada para evitarlo: por imperativo económico, el Estado tenía vetada su intervención reguladora en la economía. Mientras tanto, nuevos personajes hacían fortuna en el escenario de reconstrucción económica merced a su alianza estratégica con los poderes fácticos, que se convirtieron así en cómplices y artífices de una compleja red de corrupción no muy distinta de la nomenklatura, que se veía apoyada por un instrumento mucho más poderoso que el ejército soviético o la policía secreta: el dinero. Aquellos veteranos que habían vivido con orgullo los años del poderío soviético veían con perplejidad la venta de su patria al mejor postor, la irrupción de capital extranjero y el expolio de la riqueza rusa por unos pocos individuos en posición de poder. Fue entonces cuando se sintieron en una posición de fuerza suficiente para replicar a sus hijos y nietos: «Lo malo no es que lo que nos contaban del comunismo era mentira; lo malo es que lo que nos habían contado del capitalismo era verdad». Por el camino quedaron las ilusiones de generaciones que habían construido castillos en el aire sobre las oportunidades de la nueva democracia, que nunca se llegó a consolidar en sentido pleno en la ex Unión Soviética. Solo una tendencia se mantuvo estable entre la sociedad civil: el recurso al suicido como vía de escape, bien de un mundo que se desmoronaba, en el contexto de la disolución de la URSS y por parte de los integrantes de la élite soviética, o bien de otro mundo que parecía haberse olvidado de una parte sustancial de sus habitantes (Aleksievich, 2015).