sábado, 30 de septiembre de 2023

La era de la revolución - Eric J. Hobsbawm

Aún a riesgo de recibir críticas, más o menos merecidas, por reseñar un ensayo de principios de los años 1960s, creo necesario hacer una relectura de La era de la revolución, de Eric J. Hobsbawm. No tanto porque mi intención sea abordar el análisis de su libro desde otra perspectiva, que también puede ser; sino, y sobre todo, porque me parece necesario traer al frente a determinados autores de referencia, cuya contribución intelectual a la historia del pensamiento se está perdiendo, entre el marasmo de datos que inundan las redes, priorizando, además, la palabra hablada y la imagen sobre la escritura y la reflexión pausada. De ahí que este sea el primero de los muchos, espero, clásicos a los que rescataré del cajón en lo sucesivo. 

Centrada en el periodo comprendido entre 1789 y 1848, y primera de una serie de tres obras focalizadas en el siglo XIX, las enseñanzas del historiador marxista británico en La era de la revolución se pueden resumir en los siguientes puntos: 

1. El tránsito del siglo XVII al siglo XVIII supuso un avance innegable en términos demográficos, científicos y tecnológicos. Las distancias se acortaron y, poco a poco, la aún predominante agricultura comenzó a ceder terreno ante el desarrollo paulatino de otros incipientes sectores económicos. Estas transformaciones hacían vislumbrar, ya a la altura de 1750, que un mundo, el medieval, con sus estribaciones en la Edad Moderna, se estaba marchando para no regresar jamás. 

2. La revolución industrial, en lo económico, precedió a las trasformaciones políticas y sociales que sucedieron a la toma de la Bastilla. Su intensidad varió en función del escenario al que nos refiramos, y solo Inglaterra representó el paradigma absoluto del gran cambio, que se puede resumir en la capacidad de incrementar el ritmo de producción y consumo de las sociedades de manera sostenida en el tiempo. Ahora bien, la cara positiva de la industrialización no debe ocultar sus elementos más desfavorables, tales como la proletarización del campesinado llegado a las ciudades, o el anticipo de los ciclos económicos inherentes al sistema capitalista, tan benevolente en su prosperidad como cruel en su recesión. 

3. Si la industrialización puso fin al Antiguo Régimen en lo económico, la Revolución francesa lo finiquitó en lo social y lo político, generando además un ideal revolucionario de carácter ecuménico que se difundió al resto del mundo. Sin negar los logros de la fase liberal burguesa de la revolución, comprendida entre 1789 y 1792, el verdadero salto cualitativo lo proporcionó la Convención, tan osada y pionera en sus reformas como excesiva en la represión, que la llevó a morir a manos de propios y extraños. La burguesía que retomó el poder en 1795 se esforzó en reencauzar el proceso para monopolizarlo. 

4. Además de Francia, toda Europa se vio sacudida por la Revolución, merced a las guerras contra la Convención, primero, y a las Guerras Napoleónicas, después, cuyas derivaciones se sintieron incluso en África o América. El mapa internacional quedó transformado para siempre, e incluso donde la revolución no triunfó, la semilla se sembró para acabar germinando en 1830 y 1848. La paz fue traumática para Francia, pero sentó las bases de una convivencia pacífica que se extendió durante más de medio siglo, hito que jamás se ha repetido. 

5. Uno de los resultados más llamativos de la Revolución fue el auge nacionalista, surgido como reacción frente a la dominación extranjera en buena parte del continente. Tradicionalmente asociado a ideales románticos, pero identificados en la mayoría de casos con un imaginario conservador que inventa un pasado ancestral compartido para todos los integrantes de la misma comunidad imaginada, como concluiría el también británico Benedict Anderson. 

6. La revolución económica no habría sido posible sin la transformación de la tierra en un bien de producción más, que dejó de ser un elemento indicador de renta y prestigio social para convertirse en una máquina generadora de riqueza. A la par que las expropiaciones y las desamortizaciones encumbraron a la burguesía, generaron un sustrato de campesinado reaccionario, resentido por la pérdida de las pocas tierras comunales que podían aliviar su carestía más absoluta. 

7. La revolución liberal burguesa anula el Antiguo Régimen, entre otros motivos, porque pone fin a la sociedad estamental e introduce el concepto de ascensor social, o lo que es lo mismo, la carrera abierta al talento. El mensaje suena bien, sobre todo para quienes disfrutan de unas condiciones materiales que facilitan su acceso a ese cursus honorum reservado a oi aristoi, que dirían en la Grecia clásica. Sin embargo, oculta un mensaje mucho más perverso: quien no sea capaz de ascender socialmente, en esta supuesta nueva era de oportunidades, simplemente no vale para la nueva sociedad, y será considerado poco menos que como un despojo social. 

8. La revolución trae consigo el secularismo, porque la nueva burguesía se identifica con una racionalidad que rehúye cualquier explicación basada en la tradición y/o superstición; y porque la religión tiene serias dificultades para acceder a la creciente masa urbana, anclada como se quedará en los espacios rurales tradicionales. El lugar que deje la religión en las ciudades lo ocupará la ideología obrera, significativamente el socialismo, que operará como una nueva suerte de fe común de las masas, cuyo éxito radica en hablar no de un más allá dichoso, sino de la posibilidad de alcanzar la dicha en el más acá. 

Así pues, pese a encontrarnos ante una obra de más de 60 años, es preciso reivindicar lo que en ella hay, que es mucho, que nos ayuda a entender de dónde partimos hace 250 años para encontrarnos, en el momento actual, en el punto en el que estamos. 

Hasta la próxima, 

A.J.

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