La lectura de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ha sido dura de principio a fin. Ya conocía el estilo del autor, que pude seguir con agilidad en La caverna, e incluso en El evangelio según Jesucristo, lectura que me hizo disfrutar como un enano en el verano de 2005. No puedo decir lo mismo, en cambio, de la obra que acabo de concluir: en calidad literaria, probablemente el Ensayo sobre la ceguera esté por encima de las otras dos; en lo referente a la crítica mordaz a la sociedad actual, se complementa con La caverna a la perfección; pero la dureza de lo relatado, especialmente amarga en los días que estamos viviendo, ha hecho que cada página suponga una ducha de agua fría sobre mi conciencia. Necesaria, sí, pero no por ello menos dura. En mi descargo diré que comencé su lectura hace dos meses, cuando el actual estado de cosas parecía aún imposible.
Como uno de los personajes de la novela confiesa en las páginas finales, somos ciegos, de la peor clase imaginable: creemos que vemos, que entendemos el mundo en que vivimos, que controlamos la naturaleza y los elementos... en definitiva, que somos indestructibles. Desafortunadamente, en circunstancias críticas tomamos conciencia de que no es así: no nos percatamos de lo que de verdad importa en nuestra vida cotidiana; del valor del contacto con los demás, de la sonrisa de la gente en la calle y de los gestos de solidaridad que se perciben a diario, que apenas destacan, pero que son los que nos constituyen como seres humanos. Y cuando todo lo que parece sólido se tambalea, o simplemente desaparece bajo nuestros pies, enfrentándonos al abismo, se esfuman también los últimos resquicios de humanidad que nos restan.
En lugar de unirnos, como los ciegos que protagonizan el Ensayo, aquejados todos de idéntico mal, marginados por igual por quienes deciden quiénes son los apestados y quiénes no, somos incapaces de reconocer que nos hallamos del mismo lado de la trinchera, y que más nos vale unir nuestros esfuerzos para poder sobrevivir juntos. El cainismo aparece cuando menos necesario es, arrojándonos contra nuestros semejantes, a quienes queremos anular para poder subsistir a costa del otro; nunca con el otro. Pero eso jamás puede ser bueno, porque un organismo dividido es un organismo débil, que se devora a sí mismo hasta que, cuando remite la tempestad, regresa maltrecho y mutilado a las calles que un día creyó suyas, para ver la destrucción adueñarse de aquel espacio que se llamaba, erróneamente, humanizado.
Por todos estos motivos, mientras esta sociedad, a la que Saramago criticaba en fecha tan temprana como 1995, no asuma la necesidad de la unión para alcanzar objetivos comunes; mientras el individualismo siga sobreponiéndose al sentimiento de comunidad, continuaremos siendo, como el maestro nos retrató, los mismos ciegos que reinciden en el error de creer que ven, cuando nunca han estado tan lejos de poder hacerlo.
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