La oleada de violencia que vive Estados Unidos desde el pasado mes de mayo hace que nos veamos obligados a preguntarnos: ¿por qué? La respuesta, a mi modo de ver, es bien simple: la sociedad estadounidense no ha conseguido cicatrizar la profunda herida que dejó su pasado esclavista, que ni siquiera la lucha por los derechos civiles durante buena parte del siglo XX logró cauterizar. Lejos de mí justificar el recurso a la violencia en ningún contexto, pero ello no impide entender algo: la población afroamericana reacciona, con el apoyo de una gran mayoría de población blanca, contra una oleada de discriminación y desprecio que dura demasiado.
El individuo blanco ha construido históricamente la imagen del negro, como señala Fanon en las páginas de la obra que aquí reseño: el negro se ve a sí mismo conforme a esa misma imagen, que asume sin cuestionar, porque le llega desde el discurso de la que ha sido siempre, a su entender, la "raza dominante". Aspira a convertirse en miembro integrante de ese grupo de poder, copiando su lenguaje y su modo de actuar, intentando blanquear si no su piel, al menos su estirpe de la mejor forma posible, para eliminar ese supuesto estigma que representa la negritud. Solo si procede de manera correcta, moviéndose entre los círculos occidentales adecuados, se le acepta entre aquellos que subordinan a sus semejantes.
Ahora bien, si opta por la subversión, por responder al odio con el odio, y por reivindicar algo tan sencillo como que nada le diferencia en esencia de aquel mismo que le oprime, le discrimina y le menosprecia, solo recibe incomprensión, burla y una descarga redoblada de violencia. Porque el negro es el reflejo en negativo de la imagen del blanco en el espejo, y no se le permite que sea nada diferente; ni siquiera que se atreva a pensarse como algo diferente. No hay tercera vía: si eres blanco eres el bien, si eres negro eres el mal, y solo si aspiras a ser blanco estás en el camino del bien. Reivindicar tu propia identidad es buscar una solución que no es aceptable, porque cuestiona la dialéctica de poder imperante: ¿cómo puede ser bueno aquel a quien yo, ser dominante, he calificado como malo?
Si lo admito, estoy muy cerca de reconocer que yo mismo no tengo nada de dominante, y que la posición superior que me he atribuido tradicionalmente, construida sobre la base de la subyugación de "el otro", comienza a diluirse. Da miedo, pero es un paso necesario, aunque solo sea por poner fin de una vez por todas a escenas que, más que enfadarme, a mí personalmente me entristecen, porque me cuesta creer que cuando nos disponemos a iniciar la tercera década del siglo XXI sigamos anclados en los mismos principios que nuestros ancestros empleaban siglos atrás para explicar la superioridad de unas razas sobre otras. Si con el tiempo hemos convenido en que prácticas como la esclavitud, actitudes como el machismo o la homofobia... han de ser desechadas, ¿por qué, y aquí retomo la pregunta del principio, seguimos aferrándonos a ellas?
Será que solo en la nostalgia de lo que fuimos nos sentimos cómodos, porque nos da miedo mirarnos a la cara y darnos cuenta de lo que realmente somos. Ojalá no pase mucho tiempo antes de que aceptemos el reto con valentía y dejemos de lado los argumentos supremacistas, empezando por quien ahora mismo (septiembre de 2020) habita la Casa Blanca, porque ante la discriminación y la violencia no son válidas las medias tintas: toda postura diferente a la condena taxativa equivale a un silencio tácito y cómplice.
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