El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia.
Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes:
El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero.
Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más.
Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.
Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza.
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