La pasada semana, en concreto el día 8 de julio, leíamos con cierta indiferencia la noticia sobre el incendio en la fábrica de bebidas Hashem, ubicada a unos 25 kilómetros de Daca, la capital del país. Quiero subrayar el complemento circunstancial "con cierta indiferencia" y aclarar que, por duro que pueda resultar, se queda suave en comparación con lo que realmente pasó por nuestras mentes cuando tuvimos conocimiento de la noticia: nada. Normalmente en el primer mundo ya importa poco la suerte de quienes habitan el segundo, por lo que es mejor ni hablar de lo que puede afectarnos algo que sucede en el tercer mundo. Todo se puede explicar de manera bastante gráfica: uno nace en el país que le toca por suerte, como habita en el piso de sus padres porque así lo quisieron las circunstancias. Si vives en las plantas inferiores, el ruido de los de arriba te molesta y tienes que vivir con ello; por el contrario, si vives en los más altos, bien puedes rociar tu presencia sobre quienes te suceden en altura con total impunidad, porque a ti nadie te incordia en igual grado, y tú acabas fastidiando a todos los demás.
Lo mismo sucede con este escalafón de países en función de su índice de desarrollo, que no sirve más que para establecer una discriminación bastante clara entre las naciones explotadoras y aquellas que son explotadas. Y la condición de unas y otras es también producto de la suerte, en buena medida, sin denostar el instinto depredador. Lo que sucede es que algunos tienes instinto depredador y lo pueden ejercer, pero otros parecen no tener ni siquiera el derecho a plantearse ser depredadores, porque el lugar que les está reservado en el concierto mundial es de subordinados. Todo ello porque quizá el colonialismo de dominación territorial haya concluido, y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial dio buena cuenta de ello. Ahora bien, ha quedado otro colonialismo mucho peor: el del dinero. El que no envía ejércitos de dominación, pero arrasa con los recursos del lugar y las vidas humanas igualmente. Ese tipo de colonialismo que practica la dialéctica agresivo-pasiva y que, con buenos modales, sonrisa Profident y traje y corbata, te presta su dinero a cambio de condiciones: que dependas en todo del exterior, y que sumas a tu población en un régimen de semi-esclavitud a cambio de salarios que ni siquiera llegan al límite de la subsistencia. Solo así tu gobierno será respetado por los grandes, recibirá financiación y ayudas al desarrollo, mientras el espectro de sus beneficiarios es cada vez más elitista y reducido, y el resto de la población se muere de hambre.
Esto sucede en Bangla Desh, el país más pobre del mundo según las últimas estimaciones del Índice de Desarrollo Humano de la Organización de las Naciones Unidas. Un país que se ha convertido en suelo urbanizable para que las grandes multinacionales adquieran terreno a precio de saldo, donde construyen naves industriales que no son más que jaulas humanas en cuyo interior miles de personas trabajan hacinadas, sin disfrutar unas mínimas condiciones de salubridad, por supuesto ajenas a las restricciones impuestas por la pandemia de la COVID-19. Todo ello a mayor gloria de la reducción de los salarios, ese molesto coste de producción del que las grandes corporaciones están siempre dispuestas a prescindir, máxime cuando la contrapartida es un aumento de los dividendos. Para colmo, con la falsa satisfacción que a sus verdugos y ejecutores da la supuesta convicción de que están contribuyendo a permitir que esos trabajadores, por no llamarlos esclavos, lleven al menos una pequeña cantidad de dinero a su familia. "Si total", se dicen entre ellos, cuando nadie les oye, aunque por desgracia cada vez son menos pudorosos y también lo cantan a los cuatro vientos, "a esta gente con un poquito de dinero y una habitación para vivir les hace felices".
Claro, porque la violencia económica, que esclaviza de hecho al individuo convirtiéndole en un dependiente perpetuo, dispuesto a sacrificar sus derechos y su libertad por un plato de comida, mina la voluntad del esclavizado hasta el punto de anularla y rebajar sus expectativas vitales. Es decir, la población bengalí no aspira a poco por naturaleza, sino porque décadas y siglas de explotación y abusos la han acostumbrado a renunciar a nada que no sea intentar sobrevivir día a día, que para ellos con eso ya basta. Demos unas condiciones laborales dignas, dejemos de ser cómplices de la esclavitud presente renunciando a los productos de las compañías que se benefician de condiciones contrarias a los Derechos Humanos en los países del Tercer Mundo, revaloricemos la integridad de quienes son explotados, y de aquí a no muchos años sus expectativas habrán crecido y no nos avergonzarán hasta el punto de mirar hacia otro lado cuando volvamos a ver otro accidente como este en las noticias; porque seguro que la catástrofe se repetirá, más pronto que tarde.
Para despejar toda duda, ¡SOS Cuba! Por supuesto, defensa de la libertad de expresión y condena de la tiranía dictatorial que tiene sometido al pueblo cubano desde 1959. Y también SOS Bangla Desh, SOS Haití (al que dedicaré la siguiente entrada), y SOS a los oprimidos del mundo en general. Porque si no defendemos los derechos de los oprimidos y solo nos aturde el penalti fallado de Morata ante Italia, ¿en qué demonios nos estamos convirtiendo, ciudadanos?
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