Esta es una entrada escrita desde el pesimismo, inspirado a su vez por la resignación. España es pobre. No me refiero a nuestra cultura, nuestra nula capacidad de entendimiento, los vaivenes en política educativa... Hablo de lo puramente crematístico: económicamente, España es pobre, y mucho me temo que así seguirá en los años que vengan. La raíz del problema hay que buscarla en el precio para salir de la crisis financiera de 2008: el rescate bancario y las condiciones impuestas para demostrar la rentabilidad el bono español obligan a una política de austeridad que pudo extinguirse en lo macroeconómico allá por 2013, pero que en la vida cotidiana de los ciudadanos no ha hecho sino morder cada vez con mayor virulencia. A cambio de ser un país rentable, los salarios han crecido muy por debajo del nivel de vida, igual que las pensiones, y no digamos ya en comparación con el nivel del resto de países de la eurozona. Eso sí, como los indicadores macroeconómicos indican que el capital extranjero invierte y que las empresas crecen, los precios siguen escalando, junto con los alquileres, y el resultado no es otro que, por mucho que suban los salarios, si es que lo hacen, la capacidad de ahorro es cada vez más reducida. Resignados, pues, aceptamos que somos una generación más pobre que aquella que nos precede, y así seguiremos. Las subidas del salario mínimo, necesarias y pertinentes, no conseguirán paliar el efecto prolongado de una cultura del servilismo europeo, mientras el ministro socialista de Seguridad Social declara sin pudor que la edad de jubilación deberá retrasarse hasta una década, para que nos vayamos haciendo una idea.
Y esto conduce a lo siguiente: todos nos llevamos las manos a la cabeza ante las imágenes de los macrobotellones organizados en pleno proceso de normalización post COVID-19. Hablamos de irresponsabilidad, de falta de conciencia de la juventud... pero tenemos que pensar en todo lo anterior para entender a esos jóvenes a quienes censuramos, y cuya falta de responsabilidad no se pretende excusar en estas líneas, sino ayudar a entender. Estamos ante una generación adolescente y/o veinteañera hija de otra generación que se ha visto engullida por la oleada de pauperización de la clase trabajadora española. Si ellos no trabajan y dependen de "la paga" de sus padres, se encuentran con que dicha paga es mínima; y si trabajan y se quieren emancipar, solo pueden intentarlo alrededor de los treinta años, para compartir piso y gastos, trabajando a cambio de un sueldo de miseria y con apenas capacidad de ahorro. Mientras el ocio del sector servicios no les ofrezca alternativas viables, su única salida es comer algo barato la noche del jueves, viernes y/o sábado (hamburguesa de alguna cadena de comida rápida, kebab de sucedáneo de carne, etc.), por apenas 5 euros, y comprar bebida en grupo para consumirla en la calle haciendo frente a las prohibiciones y a las inclemencias climáticas, porque algo hay que hacer, porque de algo hay que morir, y porque nos gusta la fiesta más que a un tonto un lápiz.
De todo lo expuesto, me preocupa lo segundo, porque habla de generaciones sin esperanza de mejorar la condición de sus progenitores. Y me preocupa lo primero, porque remite al sometimiento al neoliberalismo rapaz por un afán incomprensible de mantener la bicicleta marchando. Quizá llegue pronto el momento de plantearse si merece la pena seguir pedaleando, o bajarse y seguir a pie. Es más costoso, es más barato, es más penoso... pero al menos corresponderá a una decisión propia, y no impuesta desde las limusinas de quienes miden nuestras posibilidades económicas de existencia.
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