martes, 8 de septiembre de 2020

Tony Judt, Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, London - New York, Penguin, 2008.

La obra que procedo a reseñar reviste gran interés en este momento, cuando estamos a punto de adentrarnos en la segunda década del siglo XXI, pero seguimos siendo herederos, en muy buena medida, del legado del siglo anterior. Sucesos como el auge del terrorismo islámico internacional, la crisis global de 2008, las tensiones entre Estados Unidos, Rusia y China, o la reciente COVID-19 han distraído nuestra atención lo suficiente para hacernos olvidar casi la centuria que nos precede, y en la que buena parte de nosotros nacimos. Precisamente por eso cobra especial relevancia la relectura de este libro de Tony Judt, elaborado a partir de la compilación de reseñas y artículos que el autor escribió a lo largo de la primera década del nuevo siglo. 

Desde el principio, la apuesta de Judt es bastante fuerte porque, pese al breve espacio temporal transcurrido, el autor adquiere la perspectiva necesaria para señalar las principales enseñanzas del siglo de las guerras, o el corto siglo XX, como Hobsbawm dio en llamarlo: 

1. La pérdida de memoria del pasado inmediato. 

2. La apuesta cada vez más decidida de Estados Unidos por la solución bélica, en cualquier contexto. 

3. La opinión cada vez más extendida en contra del intervencionismo estatal en materia económica. 

4. La llamativa ausencia de intelectuales. 

5. El proceso de cambio cada vez más acelerado, que genera en la mentalidad colectiva un miedo poco recomendable si se piensa en quienes pueden emplearlo en beneficio propio, con aviesos intereses. 

6. La crisis evidente de las grandes ideologías. 

7. La amenaza global terrorista. 

De entre estos siete elementos, la pérdida de memoria se aventura como el mal más preocupante del nuevo siglo que recorremos. Aunque acontecimientos tales como la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS o la Guerra de Yugoslavia sucedieron hace apenas veinte años, no solo nosotros, sino que por descontado las generaciones que nos suceden hemos relegado tales sucesos y su enseñanza obligada al lugar más recóndito de nuestra memoria. Así pues, nos colocamos a nosotros mismos en una posición de minoría de edad perpetua, que nos mueve a sorprendernos y hacernos de nuevas ante sucesos que guardan demasiada similitud con otros acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, cuya experiencia y enseñanzas deberíamos haber asumido para no cometer los mismos errores. 

Más allá de esta reflexión, ha de hacerse notar el contenido de cada una de las secciones del libro que analizamos: 

Para empezar, en la primera parte subraya la relevancia de determinados intelectuales, entre ellos Arthur Koestler, Hannah Arendt o Primo Levi, destacables por la actitud crítica que adoptaron frente al teatro vital en el que debieron desarrollar su acción, así como por la voluntad constante de cuestionarse a sí mismos sin caer jamás en posiciones doctrinarias. Una actitud que nos parece cada vez más difícil en las circunstancias presentes y que, generando la falsa sensación de hacernos más fuertes, no hace sino debilitarnos, porque prescindimos voluntariamente del acerbo cultural que nos precede y sin el cual, mal que nos pese, no somos sino pobres individuos desarmados frente a la perversidad de los líderes de opinión, mucho más líderes pretendidos que poseedores de una opinión certera. 

La segunda parte constituye un profundo análisis, a través de una potente lente de observación, de la huella del marxismo en figuras de la talla de Eric Hobsbawm y Louis Althusser, todas ellas respetables en lo que a su intelectualidad se refiere, pero criticables en un punto común: la diversa forma en que, con mejores o peores intenciones, han desvirtuado el mensaje marxista y han obviado los crímenes de las dictaduras comunistas para justificar su propia posición ideológica. Algo que, a juicio de Judt, les hace merecedores de una severa crítica desde la perspectiva de la razón objetiva. 

En la tercera parte el autor se asoma a cinco ejemplos claros de cómo la falta de memoria deviene necesariamente en una perversión de la identidad presente. La Gran Bretaña laborista ha olvidado su pasado de lucha obrera para confiarse a Tony Blair, mucho más preocupado en gobernar conforme a los intereses de los poderes económicos que en satisfacer las demandas de sus representados, quienes en el mejor de los casos se desencantan por la extraña deriva del laborismo, llegando en las peores circunstancias a orientarse hacia posiciones ideológicas radicalmente opuestas. En este punto interesa el concepto de "post-política", con el que Judt alude a la nueva era que vivimos: una era en la que no importa la ideología de nuestro representante, puesto que lo que verdaderamente cuenta es su capacidad para hacer que las cosas funcionen. 

Continúa el ensayista con un estudio pormenorizado de la construcción de la memoria reciente francesa, tan preocupada por mantener vivo el legado del pasado como por falsear los elementos de esa historia que le resultan especialmente vergonzantes: también así, concluye el historiador, se acaba perdiendo la memoria y, con ella, la identidad. Relevante es la radiografía de dos estados paradójicos dentro de la Europa que conocemos: de un lado, una Bélgica progresivamente descentralizada hasta el extremo de ofrecer escasas garantías de estabilidad; de otro lado, una Rumanía que se erige en el paradigma de la tragedia comunista en la Europa del este, aquejada de los mismos vicios y problemas de la era comunista con un añadido peligroso: la ausencia de un aparato de partido que ampare, bajo una falsa apariencia de legalidad, a unas mafias que, en consecuencia, siguen operando ahora con total libertad, sin necesidad de enmascararse bajo un pretendido halo de respetabilidad. 

El último elemento de cuyo análisis se ocupa es el no menos controvertido caso de Israel, a medio camino entre Europa y el Próximo Oriente, más por necesidad de supervivencia que por su posición geográfica real. De ser un país acosado por el mundo árabe, que encarnaba la lucha del oprimido contra quienes pretenden subyugarlo, Israel ha pasado a ser un estado aniquilador de la heterogeneidad, sobre todo si tal diversidad viste con atuendo palestino y habla cualquier dialecto del árabe. Los mismos individuos que sufrieron la opresión en los campos de exterminio se han convertido en los verdugos de la población palestina, con el beneplácito de unos Estados Unidos cuya limpieza de intención ha de ser puesta, cuando menos, en tela de juicio. De ahí que la simpatía internacional se haya diluido poco a poco, hasta transformarse en prevención, cuando no en animadversión, hacia un estado totalizante inspirado por unespíritu de supervivencia rayano en la violencia animal contra el agresor. 

La cuarta y última parte del ensayo constituye un análisis de América, condicionado en su óptica porque entiende por América solo los Estados Unidos de América. A quienes se dispongan a acusar a Judt de imperialismo y connivencia con el Tío Sam les diremos que no se precipiten, pues si Estados Unidos ocupa sus desvelos en esta parte final del libro es para señalar sus defectos, sus obsesiones y su afán por ocultar su propia decadencia, de la mano de líderes de pantomima como Ronald Reagan, Henry Kissinger, o más recientemente Donald Trump. Cabría preguntarse si el predicamento de la política exterior estadounidense habría alcanzado un calado similar de no contar con apoyos exteriores tan decisivos como el del pontífice Juan Pablo II durante los años de la lucha contra el sandinismo en Latinoamérica. 

El libro concluye con una profunda y premonitoria reflexión: a menos que nos esforcemos en preservar el legado del pasado reciente, y a menos que la izquierda se apresure a recuperar sus ideales originales y a apoyar políticas sociales, adoptando al mismo tiempo una postura crítica para con las instituciones oficiales, corremos el riesgo de la radicalización ultra-conservadora de la clase obrera, inspirada por ese mismo "yo lo que quiero es que esto funcione" que puede arrojarnos en manos del lobo, olvidando que, aunque no queramos, seguimos siendo corderos que hemos de defender la integridad del rebaño frente a hambrientas sonrisas de caninos afilados. 

sábado, 22 de agosto de 2020

Autocrítica

Cuando nos dicen que somos el país de la fiesta, las terrazas, la juerga y la alegría, nos indignamos. Y hasta cierto punto, con razón: hay muchos más elementos que nos definen, no solo nuestra propensión al ocio y la expansión, aunque bien es cierto que estos últimos son quizá los que más destaquen. Sucede entonces que nos molesta vernos ante el espejo, porque media largo trecho entre la vaga conciencia de que se es algo, y la cruda realidad de que quien viene de fuera te lo haga notar. A nadie le gusta hacer autocrítica ni asumir sus errores, pero a veces toca. 

Humildemente, creo que considerando la evolución de los casos de coronavirus desde el final del Estado de alarma, puede adoptarse la postura ideológica que se desee, siempre que esté fundamentada: criticar la falta de previsión del gobierno, atacar la escasa disposición a la colaboración y el diálogo por parte de la oposición, clamar contra la escasa o nula previsión para el próximo curso educativo... Ahora bien, independientemente de cuál sea nuestra postura, hay un paso obligado: asumir que cada uno de nosotros, como individuos soberanos que somos, lo estamos haciendo fatal. 

Apenas la mal llamada "nueva normalidad" daba sus primeros pasos cuando una tarde, paseando por la Glorieta de Bilbao, comprobé con sorpresa que me cruzaba a mucha más gente sin mascarilla y sin guardar distancia social que observando las medidas requeridas ante la situación de emergencia sanitaria; una emergencia sanitaria que, no nos engañemos, ni se ha acabado ni tiene visos de terminar en los próximos meses. Tan llamativa era la coyuntura que dos policías municipales en moto se detuvieron en la entrada de la calle Fuencarral y se dijeron el uno al otro: "¿No estaremos yendo muy rápido?", mientras observaban las terrazas abarrotadas y las sonrisas inmaculadas, visibles ante la ausencia total de mascarillas en el personal. 

El siguiente asalto ha llegado con las vacaciones, que son un derecho laboral, pero que este año debían ser diferentes por responsabilidad social. Desgraciadamente, no ha sido así: muchos han marchado de las grandes ciudades siguiendo la máxima de "fuera de aquí estaremos más seguros", sin darse cuenta de que el virus no vive en el aire, sino que viaja con nosotros, y por tanto marchará allá donde nosotros lo llevemos. No obstante, parece que en este punto, como en muchos otros, es más importante conservar nuestro segmento de ocio particular que velar por la seguridad colectiva. Algo que se ha demostrado de lejos en el sector de la hostelería y el ocio nocturno. 

Porque quizá yo peque de ingenuo, pero: a) ¿Había de verdad algún empresario hostelero que pensara poder recuperar en este verano dinero? ¿En serio creían todos ellos que se iba a poder retomar la actividad normal? b) Puestos en el desgraciado brete de poner en una balanza el beneficio económico y la salud pública, ¿de verdad alguien piensa que es mejor el primero sobre la segunda? De verdad, me parecen argumentos tan débiles como los que hace unos años esgrimían en la televisión los dueños de los pozos de agua ilegales habilitados en Doñana, que han desecado la marisma y han amenazado el paraje con la desertización, pero que se mantenían en sus trece preguntando frente a la cámara, sin pestañear: "¿qué es más importante, el agua para los humanos o para los animales?". 

Definitivamente, el corto-placismo se ha instalado en nuestra mentalidad, y solo nos importa el bienestar presente, aún a costa de la ruina y la catástrofe inmediatas, que no ya futuras. Por todo ello, siento rabia y una profunda pena, no porque la clase política lo haya hecho mejor o peor, sino porque como comunidad humana estamos quedando a la altura del betún. Y en el fondo, cuando se culpa de todo esto al responsable político de turno, lo que se está diciendo es: "como yo no me sé controlar, contrólame tú, que para eso te pagamos el sueldo". Escalofriante argumento de no menos catastróficas consecuencias. 

Únicamente deseo que la situación revierta al final del verano, porque la gente regrese de las vacaciones, deje de moverse de un lugar a otro, y probablemente volvamos a quedarnos encerrados en nuestras provincias respectivas. Y también que las alarmantes cifras de los últimos días valgan para desterrar de una vez las máximas de los colectivos negacionistas: que se den un paseo por los domicilios de los familiares de los fallecidos y les cuenten la misma película, a ver si les hace gracia o no. 

Y para concluir: la mascarilla, bien puesta. Ni en la boca, ni en el codo, ni en la frente, ni en la mano. No por protegerse uno, sino porque no llevarla bien nos pone en riesgo a todos los demás, que ya está bien de estupideces. A ver si recordamos de dónde partimos y dónde estábamos hace solo cinco meses, por favor. Porque de lo que pase en adelante, somos responsables y culpables todos por igual. No "ellos", sino nosotros, todos. Que quede claro. 

domingo, 5 de julio de 2020

The English Game

Probablemente quienes no sean amantes, o al menos aficionados, al fútbol decidan descartar la serie The English Game, de Netflix. Mediante esta breve reseña solo me atrevo a pedirles que le den una oportunidad, porque es más que una miniserie sobre los orígenes del fútbol en la Inglaterra obrera de la década de 1880: es la historia de la lucha de clases. De hecho, en sus seis capítulos apenas hay secuencias de tres partidos, porque el telón de fondo es el de la formación de la clase obrera inglesa. En efecto, el mismísimo E.P. Thompson habría firmado, siguiendo la estela de Friedrich Engels y Karl Marx antes que él, un guion impecable que relata el enfrentamiento entre dos visiones antagónicas del mundo: de un lado, una clase adinerada que ha creado un juego cuyas reglas ha escrito para divertirse, porque gana suficiente dinero para no preocuparse por su sustento diario; de otro lado, una clase trabajadora que desempeña jornadas de 16 horas diarias con un solo día de descanso, para la cual el fútbol es una vía de escape y que necesita ser pagada para poder dedicarse a él... porque los creadores de ese noble deporte han decidido que solo se juegue de manera amateur. 

En este contexto aparece Fergus Suter, natural de Glasgow, con su inseparable Jimmy Love, ambos contratados por el dueño de la fábrica de hilados de Darwen para jugar por el equipo local, aparentemente en calidad de empleados de la factoría, para cubrir un fichaje remunerado que estaba prohibido por las leyes del momento. Una vez las piezas están sobre el tablero, encontramos un elenco clásico de personajes: Arthur Kinnaird, estrella de los Old Etonians, perennes triunfadores de la FA Cup, básicamente porque los fundadores del fútbol y el presidente de la Federación juegan en su equipo. Para ellos la irrupción de los jugadores de clase obrera pagados por jugar supone un atropello: porque viola las reglas de su juego, y porque implica la entrada en escena de un actor que les resulta desagradable e incómodo. Pero la corriente de la historia comienza a correr y nada parece capaz de detenerla. Mientras las tensiones entre ambos bandos se desarrollan a lo largo de los capítulos, otros problemas aparecen y mueven a la reflexión del espectador: la migración forzada por motivos económicos, la condición de las mujeres de clase trabajadora, la violencia de género, el alto riesgo de exclusión de las madres solteras (algunas de ellas madres de vástagos engendrados por miembros de la misma clase burguesa que ahora les da la espalda)...

Y ante todo, dos elementos que convierten el argumento en emocionante, pero que hacen que la historia pierda credibilidad: el primero es evidente, porque por muy humano que Arthur Kinnaird quiera mostrarse, es poco creíble que acabe empatizando con aquella misma clase a la que debe explotar como banquero e hijo de banqueros; el segundo es triste, dado que al final de la trama los trabajadores prefieren unir sus esfuerzos para conseguir la victoria de Blackburn en la final de la FA Cup frente a los Old Etonians, conscientes de que sean o no hinchas de Blackburn, será una victoria global de la clase trabajadora del condado de Lancashire. Digo triste no por este hecho en sí, sino porque los trabajadores, desafortunadamente, rara vez nos hemos sabido poner de acuerdo para unirnos y enfrentarnos al enemigo real. Aún así, la emoción ahogada en la garganta cuando se visionan las últimas imágenes es suficiente para mantener esperanza en un futuro mejor para todos.