domingo, 1 de noviembre de 2020

La noche de los cristales rotos

El relato histórico requiere perspectiva para construirse, es decir, alejamiento, distancia: extrañamiento, en definitiva. Y sobre todo, que quien lo vaya a escribir tenga la menor vinculación posible con aquellos acontecimientos, personal y generacionalmente, para evitar en lo posible el sesgo de la subjetividad que, por otra parte, es inherente a cualquier relato construido por el ser humano. Por eso, imagino que hasta que no transcurran unas décadas no existirá un relato oficial de lo que estamos viviendo en los últimos meses; como ciudadano, espero vivir lo suficiente para poder leer dicho relato y contrastarlo con mi memoria personal, con mi propia experiencia. Como historiador, hay algo que me preocupa profundamente: ¿qué imagen tendrán las próximas generaciones de nosotros?

Hace exactamente ochenta y dos años, en Alemania los comercios y establecimientos judíos sufrieron ataques por parte de aquellos desalmados que marchaban a paso de ganso y veneraban una bandera con la esvástica. Aquella fue su noche de los cristales rotos, de la que en nuestro país, y en otras partes del mundo occidental y avanzado, hemos tenido varios episodios lamentables en la pasada madrugada de Todos los Santos, conocida en la última década como Noche de Halloween, gracias a una cultura norteamericana que se empeña en dejarnos solo su lado comercial y superficial, que por otra parte es el mismo que nosotros nos empeñamos en comprar reiteradamente. 

Me resulta difícil explicar el móvil de los jóvenes que han protagonizado disturbios y ataques, no solo a la autoridad, sino también a establecimientos comerciales de varias ciudades españolas, de manera indiscriminada, para robar unos productos que luego, como buenos descerebrados, han procedido a vender en varios portales online con sus datos personales, convirtiéndose en muchos casos en presa fácil de las fuerzas del orden. No puede ser casual que tales energúmenos hayan elegido la madrugada del 1 de noviembre para perpetrar su acción, en medio de un clima enrarecido por el estado de alarma, el toque de queda, las protestas de las comunidades y la inconformidad de quienes, de manera poca solidaria, han clamado a los cuatro vientos su derecho a unas vacaciones en este puente. 

La manía en pensar mal del género humano al que pertenezco, y que me ha dado sobrados motivos últimamente para tener tal valoración de él, me lleva a plantearme: ¿qué intereses hay detrás de los disturbios? Algunos medios de prensa han comenzado a difundir mensajes en varias redes sociales alentando a la insurrección violenta desde las filas de la extrema derecha, que han aplaudido las acciones y las han calificado como una forma de protestar contra el gobierno. Eso sí, atacando la actividad comercial de gente inocente que ya lo tiene bastante difícil para salir adelante en el contexto de la pandemia. De este modo se cumple la maravillosa paradoja de que, pretendiendo defender los intereses de España, no hacen sino perjudicar a los españoles de a pie que peor lo están pasando desde comienzos de este año 2020. 

Y es que la figura de "el Madrileño" es más vieja que el hambre en la historia de los movimientos sociales contemporáneos. Quien lea La bodega, de Vicente Blasco Ibáñez, encontrará a aquel instigador de la rebelión campesina de Jerez de 1892 que, después de enardecer el ánimo de los jornaleros sin tierra, deseosos de vengar los abusos de los señoritos, acudieron a la capital para encontrarse abandonados a su suerte, mientras aquel mismo instigador se esfumaba como por arte de magia justo en el momento en que la policía se cobró en ellos el precio de haber intentado subvertir el orden vigente. La diferencia es una y fundamental: en aquel entonces, quienes luchaban lo hacían por una causa justa, pero tuvieron el infortunio de que la llamada a la insurrección decisiva vino de boca de alguien mucho más vinculado a la policía de lo que entonces ellos pudieron adivinar. 

Ahora, esa causa justa no existe; mejor dicho, no hay causas justas parciales, porque el frente común es aminorar el impacto de la pandemia. Porque, para quien no se haya dado cuenta, estamos en medio de una pandemia global. Lo que sucede aquí no obedece a ningún espurio interés ni a ninguna conspiración global para dominar el mundo: se trata de un fenómeno biológico natural, que ha venido a golpearnos cuando más fuertes nos creíamos y que ha evidenciado que la tecnología no nos mantiene a salvo de nuestra propia naturaleza como seres vulnerables y mortales. Pero esa conciencia da miedo, y es mucho mejor extender una cortina de humo sobre ella para desviar la atención del personal y provocar que los ánimos de la gente se centren contra el vecino de enfrente, simplemente porque piensa de manera distinta, sin pararnos a meditar ni por un segundo que quizá, si vienen mal dadas, podemos compartir urgencias hospitalarias con él y entonces las ideologías no importarán. 

Cuánta razón tenía aquel que afirmaba que el mayor enemigo de los españoles somos nosotros mismos. Van ya siete meses y cada vez es más doloroso ver nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo, nuestro machismo ibérico exacerbado que debe expresarse en cualquier forma de violencia, sea cual sea, porque merece ser liberado como la pulsión tantas veces aludida por Freud. La alternativa es cuestionarnos a nosotros mismos mediante el super-yo, pero parecemos poco inclinados a hacerlo, porque hemos dejado que nuestra naturaleza animal nos desborde y se adueñe de nuestro raciocinio, que ya era escaso desde hacía unos años. Eso sí, queda esperanza: la Educación. Solo con una educación de progreso y nuevos horizontes podremos salvarnos de nosotros mismos; de lo contrario, pereceremos como esclavos de nuestras pasiones y nuestros anhelos, como Ícaro contemplando sus alas derretirse en el crisol del sol. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Crítica de "Miércoles" - Juan Berrio

Cuando ojeaba un catálogo de novela gráfica llamó mi atención Miércoles, de Juan Berrio, porque está entre esas obras cuya portada anuncia lo que se va a encontrar en su interior. Miércoles es un relato costumbrista dibujado e impreso en los colores ocres del otoño que ambienta la historia, que no es otra que la de un miércoles cualquiera en la vida de un grupo de personas cualquiera. En una época en la que las nuevas generaciones buscan la excepcionalidad, la novedad, lo especial y la repercusión, obras como Miércoles nos recuerdan que lo inusual no es en absoluto necesario, porque cada existencia individual es singular en sí misma. Ahí reside el encanto de esta oda al costumbrismo, en la que se suceden las historias de los personajes a lo largo de un día miércoles. Todos ellos parecen recobrar la reflexión del difunto Marcos Mundstock en No sos vos, soy yo: la mayor parte de los días son normales, y hay que aprender a vivir en la normalidad. 

Sin abandonar el tono amable, los individuos que se suceden en las páginas de esta novela gráfica contienen en sí mismos la nobleza y las miserias humanas: el matrimonio maduro que aparentemente ha perdido ilusión por la vida, pero que se mantiene gracias a la confianza de lo cotidiano; el señor soltero que lamenta su soledad, mientras disfruta cada aspecto de su existencia con un optimismo lejos del alcance de muchos jóvenes actuales; la pareja joven que no tiene que hablar de nada trascendente, por el simple hecho de que ha descubierto el secreto de la convivencia: hacerse compañía, que no necesariamente quiere decir hacer siempre juntos todo; la portera viuda del vecindario, orgullosa de su hijo y consciente de sus propias manías, que es el primer paso hacia la salvación de uno por sí mismo; el hijo de esta última, policía de profesión, deseoso de compartir los avatares de su trabajo con ella para aliviar su soledad (la de ambos); la turista obsesionada con fotografiar cuanto contempla, sin darse cuenta de que mientras lo hace a su alrededor suceden acontecimientos importantes que le pasan desapercibidos; el eterno enamorado, no por rechazado sucesivo menos persistente; la mujer indecisa, tortura de propios y extraños; el amigo de esta, bonachón y acompañado de su eterno perrito chihuahua; y la chica ilusionada, que recupera a su mascota perdida porque confía en que así habrá de suceder. 

Mientras estas historias discurren con la lenta cadencia de la vida diaria, aquí y allá aparecen elementos que constituyen guiños e invitaciones a la reflexión del autor, como una viñeta capicúa que habrá de identificar por sí mismo quien se deleite con la lectura de la obra, o la estatua ecuestre de una joven leyendo un libro, en lo que constituye un canto a la cultura que no puede menos que celebrarse en los tiempos que corren. Por todos los elementos reseñados, concluyo la lectura con una sonrisa de satisfacción, mientras el otoño también se cierne sobre la ciudad y tomo certeza de que mi primera intuición fue la buena: esta novela gráfica es una obra maestra. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Crítica de Jonas Fink: una vida interrumpida, de Vittorio Giardino

Esta misma mañana he concluido la lectura de la edición integral de Jonas Fink. Una vida interrumpida a cargo de la editorial Norma, obra de Vittorio Giardino. Conocí al autor hace unos años, cuando leí No pasarán y, posteriormente, me interesó su aproximación a la novela negra a través de las vivencias de Sam Pezzo. Este verano decidí completar la serie de aventuras de Max Fridman, leyendo Rapsodia Húngara y La Puerta de Oriente, antes de adentrarme en las vivencias del infortunado librero de Praga. En general todas las obras de Giardino que siguen la senda de la historia europea durante el siglo XX comparten un denominador común: la lucha contra quienes representan el terror, sea de signo nacionalsocialista, sea de símbolo comunista. Aquí reside una de las virtudes del autor, consistente en no casarse con nadie y en identificar el mal con ojo crítico y un implacable dedo acusador, independientemente de la ideología que ese mal decida enarbolar en cada ocasión. 

El título de la obra que me ocupa, correspondiente a la edición integral, no podría ir mejor a la biografía del personaje ficticio: una vida interrumpida. Porque el protagonista de estas páginas vive tres interrupciones vitales esenciales, que marcarán su carácter: la pérdida de su padre, que le convierte en proscrito a ojos de la sociedad comunista del otro lado del Telón de Acero, debiendo renunciar a su talento para trabajar como librero mientras su madre se consume en una lucha tantálica contra el rodillo del sistema comunista; la pérdida de sus amigos y de su amor de juventud, a la postre el gran amor de su vida, la joven Tatjana, que abandona Praga camino de Moscú tan pronto como sus padres sospechan de las relaciones de su hija con el vástago judío de un médico depurado; y la segunda pérdida de Tatjana, que es a la vez la de su pareja, la vietnamita Fuong, al calor de los sucesos de la primavera de Praga. 

El joven, que ha experimentado el exilio interior desde que tiene uso de razón, ha de someterse ahora al exilio exterior, tomando el camino de París mientras el comunismo, ya entonces agonizante, pugnaba por demostrar que su brazo represor seguía siendo duro. Aquella misma joven que había encarnado para él el sentimiento del amor desapareció en medio del humo de los tanques para regresar de nuevo a Moscú, ahora como sospechosa y ella misma objeto de la represión del bárbaro Leonidas Brezhnev. De ello toma conciencia veinte años más tarde, cuando regresa de la mano de su familia francesa a una Praga tomada por el capitalismo y la fiebre turística, que ha dado en comercializar hasta las medallas soviéticas de quienes un día fueron represores, y ahora no son sino monos de circo expuestos para deleite del público, en el mejor de los casos. 

La última escena deja una puerta abierta a la reflexión: el ya maduro Jonas Fink, egoísta e inconformista porque la vida le ha forjado así, se encuentra en un antro praguense con el mismo jefe de la policía secreta que hizo posible la ruina de su familia. Caído el comunismo, el inspector Muda había pasado de ser una pieza esencial en el mecanismo represor a convertirse en un pordiosero, detestado por todos y objeto, él mismo, de un proceso judicial por los abusos cometidos durante los años duros de la Guerra Fría. Es una figura que inspira lástima al pobre Jonas quien, enfrentado al causante de su sufrimiento, no sabe más que ignorarlo y abandonar el local, deseoso de dejar atrás todo recuerdo de una época pasada. He aquí la reflexión: ¿de qué sirven la represión y la violencia al servicio del totalitarismo? ¿Qué bien hacen a las sociedades que las padecen?

Desde luego, no aportan más que dolor a sus víctimas, equivalente al vacío: es decir, no aportan absolutamente nada. ¿Y a sus autores? Visto el desenlace de la historia, resultan igualmente inútiles. Constituyen, en conclusión, la sublimación máxima de la sofisticación de la Humanidad que, en su afán por destruirse a sí misma, no hace sino idear herramientas inútiles en torno a las cuales se hace el vacío. Extraño logro este del siglo XX, que acaba de dejarnos no hace tanto.