miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ese país no tan lejano

Escribo estas líneas sin ventajismo, cuando el escrutinio en Estados Unidos está bastante avanzado pero todo parece indicar que aún debemos esperar unos días para conocer el resultado definitivo, mientras el candidato Donald Trump anuncia su nula disposición a aceptar la derrota. Lo que estamos viviendo en estas últimas horas no es sino la manifestación más clara de lo que en el año 2016 llegó a la política internacional de la mano de este personaje: la agresividad en política por encima del sentido común, la diplomacia y el soft power. Un discurso violento, de ataque al contrario y reafirmación de la masculinidad en su máxima expresión, que hasta entonces se había visto como una actitud extraña, exótica, reprobable, y poco más. Hasta que el proceso electoral de noviembre de 2016 convirtió aquella actitud en una opción política, para más inri al frente de una de las primeras potencias mundiales. 

Viendo cómo ha evolucionado la sociedad política global desde entonces, cada vez estoy más convencido de que la victoria de Donald Trump hace cuatro años dio carta de naturaleza al populismo de extrema derecha en otros escenarios bastante inverosímiles, como Brasil, de la mano de Jair Bolsonaro, el Reino Unido liderado por Boris Johnson, Andrzej Duda en Polonia, o Viktor Orbán en Hungría. Con ellos ha llegado a las instituciones un discurso que era frecuente oír en tertulias de bar, en boca de individuos desesperados con su situación económica personal, dispuestos a buscar una solución a su desesperación basada en la política por la tremenda. Cuando oíamos hace años este tipo de explicaciones para el contexto global, teñidas de una ración nada despreciable de "cuñadismo", nos quedaba el consuelo de pensar: menos mal que esto son exabruptos de gente desesperada que, afortunadamente, jamás llegarán a tener presencia en el gobierno. 

Donald Trump y la sociedad estadounidense demostraron que sí se podía, que reaccionando a la crisis con lenguaje soez, grandes mensajes grandilocuentes huecos de contenido ideológico y muchas redes sociales, era posible reunir el apoyo de suficiente gente como para alcanzar el poder. Y una vez alcanzado, hacer cuanto fuera posible para conservarlo. Esta mañana me disponía a coger el autobús para ir a trabajar cuando oí las primeras declaraciones del candidato republicano que, una vez más, me hicieron sentir que estaba viviendo un mal sueño, cuando Trump anunciaba que estaba dispuesto a impugnar los resultados de los estados clave cuyo apoyo esperaba obtener, si el escrutinio no le favorece. Dicho de otro modo: "he llegado aquí por las bravas, buscando el apoyo de los desharrapados, y no me voy a marchar fácilmente". En el mejor de los casos, será el episodio final de un esperpento que se acabará extinguiendo en sus propias cenizas. 

En el peor de los casos, su reacción abrirá la puerta a una reelección que abre un periodo de incertidumbre sin igual y aventura otros cuatro años, como mínimo, de fuego y furia. Pero en realidad da igual, porque gane o pierda las elecciones el Partido Republicano, el discurso ha calado hondo y el daño ya está hecho en toda la sociedad. Esperemos que no sea demasiado tarde para subsanarlo y recordarnos lo que éramos antes de que la retórica marrullera se impusiera a las buenas formas. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

El embrujo de Shangai - Juan Marsé

Conocí la existencia de la novela después de visionar un documental sobre la vida de Fernando Fernán Gómez, en el que se mostraban cortes de varias películas protagonizadas por él, entre ellas la adaptación cinematográfica de esta obra. Y cometí el error de querer ver la película antes que leer el libro; la película nunca me acabó de entusiasmar, y el libro me ha atrapado durante varios días hasta que, finalmente, he conseguido acabarlo. Ahora mi objetivo es volver al film con ojos limpios para recrearme en los detalles de aquella constelación de personajes de la Barcelona de la posguerra que tan bien retrató Marsé. 

Porque algo me dice que Shangai, esa ciudad oriental y exótica que reúne en sí todos los vicios y todos los encantos del mundo desconocido, es el trasunto de una Barcelona cosmopolita que empezaba a ser antes de la Guerra Civil, pero que después de 1939 se quedó en una mera sombra de lo que pudo haber sido. Por eso Daniel y Susana prefieren oír las aventuras del Kim, relatadas por Forcat, en lugar de contemplar la realidad que se desenvuelve más allá de la ventana de la pobre niña tísica, demasiado dura para la inocencia de dos criaturas que empiezan a caminar por la adolescencia en el peor de los contextos posibles. 

Solo el capitán Blay ofrece algún consuelo al pobre protagonista, porque es la última memoria viva de una época que se fue y porque, aparentemente loco, es el más cuerdo de todos los personajes del relato: consciente de que el mundo que se ha instaurado después de la guerra es un teatro de apariencias, mentiras e hipocresía, concluye que lo mejor es no tomárselo en serio y tratar a los actores de la escena como comparsas de una obra surrealista, que se toman demasiado en serio sin darse cuenta de que no son sino una caricatura de ciudadanos de otra caricatura de país. Por eso cuando muere Blay el relato se acelera hacia un final triste e inesperado, que hace que Daniel se dé de bruces contra la realidad. 

La única salvación es la memoria de Shangai en labios de Forcat, que es la memoria de aquella Barcelona que fue, y que volvería a renacer a finales del siglo XX para convertirse en un marco urbano que encierra encanto en cada uno de sus rincones. De lectura fácil y amena, es una obra más que recomendable para pasar unos días navegando a medio camino entre la realidad y el ensueño. 

La noche de los cristales rotos

El relato histórico requiere perspectiva para construirse, es decir, alejamiento, distancia: extrañamiento, en definitiva. Y sobre todo, que quien lo vaya a escribir tenga la menor vinculación posible con aquellos acontecimientos, personal y generacionalmente, para evitar en lo posible el sesgo de la subjetividad que, por otra parte, es inherente a cualquier relato construido por el ser humano. Por eso, imagino que hasta que no transcurran unas décadas no existirá un relato oficial de lo que estamos viviendo en los últimos meses; como ciudadano, espero vivir lo suficiente para poder leer dicho relato y contrastarlo con mi memoria personal, con mi propia experiencia. Como historiador, hay algo que me preocupa profundamente: ¿qué imagen tendrán las próximas generaciones de nosotros?

Hace exactamente ochenta y dos años, en Alemania los comercios y establecimientos judíos sufrieron ataques por parte de aquellos desalmados que marchaban a paso de ganso y veneraban una bandera con la esvástica. Aquella fue su noche de los cristales rotos, de la que en nuestro país, y en otras partes del mundo occidental y avanzado, hemos tenido varios episodios lamentables en la pasada madrugada de Todos los Santos, conocida en la última década como Noche de Halloween, gracias a una cultura norteamericana que se empeña en dejarnos solo su lado comercial y superficial, que por otra parte es el mismo que nosotros nos empeñamos en comprar reiteradamente. 

Me resulta difícil explicar el móvil de los jóvenes que han protagonizado disturbios y ataques, no solo a la autoridad, sino también a establecimientos comerciales de varias ciudades españolas, de manera indiscriminada, para robar unos productos que luego, como buenos descerebrados, han procedido a vender en varios portales online con sus datos personales, convirtiéndose en muchos casos en presa fácil de las fuerzas del orden. No puede ser casual que tales energúmenos hayan elegido la madrugada del 1 de noviembre para perpetrar su acción, en medio de un clima enrarecido por el estado de alarma, el toque de queda, las protestas de las comunidades y la inconformidad de quienes, de manera poca solidaria, han clamado a los cuatro vientos su derecho a unas vacaciones en este puente. 

La manía en pensar mal del género humano al que pertenezco, y que me ha dado sobrados motivos últimamente para tener tal valoración de él, me lleva a plantearme: ¿qué intereses hay detrás de los disturbios? Algunos medios de prensa han comenzado a difundir mensajes en varias redes sociales alentando a la insurrección violenta desde las filas de la extrema derecha, que han aplaudido las acciones y las han calificado como una forma de protestar contra el gobierno. Eso sí, atacando la actividad comercial de gente inocente que ya lo tiene bastante difícil para salir adelante en el contexto de la pandemia. De este modo se cumple la maravillosa paradoja de que, pretendiendo defender los intereses de España, no hacen sino perjudicar a los españoles de a pie que peor lo están pasando desde comienzos de este año 2020. 

Y es que la figura de "el Madrileño" es más vieja que el hambre en la historia de los movimientos sociales contemporáneos. Quien lea La bodega, de Vicente Blasco Ibáñez, encontrará a aquel instigador de la rebelión campesina de Jerez de 1892 que, después de enardecer el ánimo de los jornaleros sin tierra, deseosos de vengar los abusos de los señoritos, acudieron a la capital para encontrarse abandonados a su suerte, mientras aquel mismo instigador se esfumaba como por arte de magia justo en el momento en que la policía se cobró en ellos el precio de haber intentado subvertir el orden vigente. La diferencia es una y fundamental: en aquel entonces, quienes luchaban lo hacían por una causa justa, pero tuvieron el infortunio de que la llamada a la insurrección decisiva vino de boca de alguien mucho más vinculado a la policía de lo que entonces ellos pudieron adivinar. 

Ahora, esa causa justa no existe; mejor dicho, no hay causas justas parciales, porque el frente común es aminorar el impacto de la pandemia. Porque, para quien no se haya dado cuenta, estamos en medio de una pandemia global. Lo que sucede aquí no obedece a ningún espurio interés ni a ninguna conspiración global para dominar el mundo: se trata de un fenómeno biológico natural, que ha venido a golpearnos cuando más fuertes nos creíamos y que ha evidenciado que la tecnología no nos mantiene a salvo de nuestra propia naturaleza como seres vulnerables y mortales. Pero esa conciencia da miedo, y es mucho mejor extender una cortina de humo sobre ella para desviar la atención del personal y provocar que los ánimos de la gente se centren contra el vecino de enfrente, simplemente porque piensa de manera distinta, sin pararnos a meditar ni por un segundo que quizá, si vienen mal dadas, podemos compartir urgencias hospitalarias con él y entonces las ideologías no importarán. 

Cuánta razón tenía aquel que afirmaba que el mayor enemigo de los españoles somos nosotros mismos. Van ya siete meses y cada vez es más doloroso ver nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo, nuestro machismo ibérico exacerbado que debe expresarse en cualquier forma de violencia, sea cual sea, porque merece ser liberado como la pulsión tantas veces aludida por Freud. La alternativa es cuestionarnos a nosotros mismos mediante el super-yo, pero parecemos poco inclinados a hacerlo, porque hemos dejado que nuestra naturaleza animal nos desborde y se adueñe de nuestro raciocinio, que ya era escaso desde hacía unos años. Eso sí, queda esperanza: la Educación. Solo con una educación de progreso y nuevos horizontes podremos salvarnos de nosotros mismos; de lo contrario, pereceremos como esclavos de nuestras pasiones y nuestros anhelos, como Ícaro contemplando sus alas derretirse en el crisol del sol.