jueves, 24 de diciembre de 2020

Crítica de Yo loco - Antonio Altarriba

Antonio Altarriba tiene la extraña capacidad de que, nada más se comienza a leer, se tenga una sensación ambivalente y por ello inquietante: por una parte, la de sentirse en casa, es decir, en el terreno de las mejores novelas de misterio de la tradición victoriana; por otra, la de verse identificado con un mundo que se convierte en la principal denuncia del autor, pues se tiene la impresión de que la historia principal es en realidad el telón de fondo para arrojar la luz cegadora sobre algo que a él le molesta especialmente en cada ocasión. En el caso de Yo asesino más de uno nos vimos en las vidas de aquellos profesionales cegados por la ambición de poder en el entorno de la Universidad, enfrascados en guerras y rivalidades que solo les atañen y les convienen a ellos. Ahora el ojo agudo del autor se cierne sobre la industria farmacéutica y el ansia de beneficio de quienes están dispuestos a lo que sea con tal de convencer al público de que necesita sus medicamentos. Aunque para ello se llegue al extremo de "fabricar" perfiles psicopáticos, como sucede en el caso de la empresa Otrament, para la que trabaja el protagonista. 

Y mientras todo esto sucede, como decía, en realidad toda la historia no sirve más que de pretexto para subrayar los problemas y los fantasmas que todos arrastramos en mayor o menor medida: conflictos familiares, sexualidades reprimidas en un entorno pueblerino, la construcción de una vida profesional para intentar demostrar al mundo que se equivocó al prejuzgarnos... Ese es el encanto de la obra de Altarriba y ahí reside la principal razón de que nadie se sienta extraño al recorrer sus páginas y adentrarse en el universo interior de los personajes que se arremolinan en la narración, en una suerte de colmena de la que no se desea salir. Fundamentalmente, porque conforme el lector se ha convertido en fiel seguidor del narrador, identifica sus obsesiones y se agarra a ellas como asideros y puntos de referencia en un camino oscuro por el que todos transitamos sin saber exactamente a dónde nos dirigimos. Por eso no se puede evitar el tímido esboce de una no menos tímida sonrisa cuando la locura y el arte hacen su aparición en el escenario, vestidos de gala y ocupando el lugar que merecen en la historia de nuestra civilización. 

Ya sé que voy con retraso en la lectura, pero me da igual: quería compartir el disfrute que ha supuesto esta novela en los días finales de un semestre bastante atípico, mientras comienzo ya a abrir y hojear las primeras páginas de la reciente novedad de Antonio, Yo mentiroso. Cuando acabe con ella volveré por aquí, aunque solo sea por seguir compartiendo y construyendo comunidad. 

Salud y felices fiestas a todos. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Strawberry fields

Hace exactamente diez años me hallaba viviendo en Hoboken, frente al skyline de Nueva York, donde me dirigía todas las mañanas para trabajar en la biblioteca de la New York University, en la desembocadura de la Quinta Avenida, donde cursaba una de mis estancias de investigación de doctorado. Mi llegada a la ciudad había sido cálida: primero por el día, un soleado 6 de septiembre de 2010 en el que el otoño aún parecía lejano; después por el contexto, porque gracias a los contactos de mi directora de tesis me podría alojar en el apartamento de Luz, una encantadora colombiana que desde entonces se convirtió en mi tía adoptiva, hasta el día de hoy, cuando ha pasado más de un año desde su última visita a España, en la que me reuní con ella para corroborar que los años pasan por su lado y no se atreven a tocarla: tan bien se sigue conservando. 

Fue una etapa hermosa de mi vida, dado que aún me restaba más de un año para acabar la tesis y me encontraba en esa fase dulce en la que la escritura parece fluir sola, y uno aprovecha los ratos libres, que no son muchos, para pasear por la ciudad, disfrutar el paisaje y reflexionar. Las primeras semanas, como suele suceder, transcurrieron de manera acelerada, entre trámites para hacerme con la tarjeta de investigador visitante de la Universidad, gestiones sobre el seguro médico y un viaje de algo más de una semana a los archivos nacionales en Albany. Gracias a todo ello conseguí verme a mediados de noviembre con el trabajo más o menos concluido y quince días por delante antes de regresar a España, en los que podría dedicarme a lo que hasta entonces no había hecho: conocer la ciudad. 

Como soy celoso de mis momentos de soledad, me tomé un par de días para recorrer todos sus recovecos yo solo y tomar fotografías. Y así, un 15 de noviembre de 2010, me bajé del metro en la intersección entre la calle 14 y la Quinta Avenida para, desde allí, recorrer esta última en línea recta, camino de Central Park. Lo sé: una turistada sin precedentes, pero cateto y pueblerino como soy, a mucha honra, no podía dejar de admirar en directo la angostura del Flattiron Building, el vértigo del Empire State o la bizarría del Chrysler Building. Casi dos horas pasé caminando y caminando, mientras tomaba fotografías de los patinadores y el árbol de Navidad, aún en proyecto, en Rockefeller Center, hasta que por fin desemboqué en la entrada del parque. 

Entre los defectos que olvidé mencionar hay que incluir un último: la mitomanía. Esa misma obsesión que encaminó mis pasos, sin que yo pudiera evitarlo, a una zona concreta del parque: Strawberry Fields. La gente se agolpaba en torno al mosaico blanco y gris que enmarca la palabra mágica: "Imagine". Contagiado del entusiasmo popular, no podía evitar sonreír como un imbécil por encontrarme ante uno de los lugares de peregrinación obligada de cualquier Beatle maníaco que se precie. Y entonces sucedió la magia: unos acordes sonaron y un joven, sentado en el contorno exterior de ese mismo mosaico sagrado, entonó la única canción del cuarteto de Liverpool que consigue hacer que se erice el vello de mi piel, con independencia del contexto, "In my life". 

Mientras el chico nos hablaba de los lugares que habitan su recuerdo, sobre su inmutabilidad en su mente y sobre el peso de la memoria personal en la pervivencia de esos mismos lugares, me acordé de mis padres, de mi hermano y de mis amigos. De cuánto los había extrañado durante aquellas semanas, y de lo poco que faltaba para regresar a tierra española. Quizá por eso, consciente de que el tiempo se agotaba y de que debía emborracharme de experiencia vital, regresé a Hoboken corriendo y me preparé para recorrer otros muchos rincones de la mano de mi tía Luz, que hizo, junto a Joseph y a la familia de ambos, que las últimas jornadas que pasé en aquella ciudad se hayan quedado conmigo para siempre. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Huyendo del comunismo

Es un clásico cuando eres niño y haces alguna travesura, esconder la mano tras la espalda y señalar al que tienes enfrente para acusarle de lo mismo que te imputan a ti. Y en los últimos años hemos visto muchas ocasiones en las que desde Estados Unidos se ha hablado de varias amenazas externas, siempre desde su propia óptica: China, Rusia, el mundo islámico en general, y el fantasma recurrente, el fantasma del comunismo. Este último resulta interesante porque el país, como bastión del bloque capitalista durante la Guerra Fría y cuna del Macarthismo, ha sido el abanderado por excelencia de la cruzada anticomunista en el mundo. Solo el tímido deshielo iniciado en el tramo final de la segunda legislatura de Obama en las relaciones bilaterales con Cuba parecía poner fin a un largo camino de desencuentros, bloqueo y obstinación por ambas partes. 

Como no podía ser de otra forma, Donald Trump se ha hecho eco tradicionalmente también de la amenaza comunista mundial. La realidad, la auténtica paradoja, reside en que huyendo del comunismo, ha venido a incurrir en las mismas prácticas totalitarias de los peores años de la Europa del este, si es que el Telón de Acero vio años de prosperidad en algún momento. En Checoslovaquia, como en Polonia, Hungría, Rumanía y otros escenarios similares, la estrategia seguida por Moscú fue la de constituir partidos comunistas fuertes que entrasen en gobiernos de coalición en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial para, una vez en el poder, impulsar un golpe de Estado desde dentro y tomar el poder por la fuerza. Si además se producía una convocatoria electoral democrática que marginaba a las candidaturas comunistas, el golpe estaba más que justificado ante la amenaza del fantasma capitalista. 

Pues bien, el ya presidente saliente, o presidente en funciones, o como queramos llamarlo, no ha hecho sino reproducir la estrategia punto por punto: primero, cuando los sondeos le daban como perdedor, alegando que el voto por correo, claramente inclinado del lado demócrata (por aquello de que cuando sube la participación electoral, los conservadores siempre tiemblan), iba a estar manchado por el fraude; después, hablando de injerencias externas en la campaña para provocar su derrota; y finalmente, contra viento y marea, contra las voces de su propio partido y el criterio de varios tribunales y cortes supremas de diferentes estados, que han rechazado sus recursos para exigir un recuento y desacreditar el resultado desfavorable, pugnando por mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Solo resta ver hasta dónde le alcanzan las fuerzas y cuánto tarda alguien con más sensatez que él, que no será difícil de encontrar en las filas republicanas, que se acerque a su despacho y le diga, con mucha educación: "Dear Mr. President, this is over". 

Ojalá quienes han acudido a la calle empuñando las armas ante el llamado de quien llaman "su presidente" se den cuenta de que su postura es insensata y acepten que la democracia es esto: a veces se gana y a veces se pierde. Y consiste precisamente en convivir con todos, incluso cuando te gobierna quien tú consideras que no representa tu ideología, pero aceptas las reglas porque lo que no puede quebrantarse, bajo ningún pretexto, es la convivencia pacífica de la comunidad política ni la integridad de la sociedad civil.