martes, 12 de enero de 2021

El castellano, ¿dónde quedó?

Valeria Ros y Héctor de Miguel (Quequé) tienen una frase célebre con la que comienzan su programa de radio La lengua moderna: "hay que hablar y escribir bien, porque es lo único que nos diferencia de los hijos de puta". Yo no llego a su extremo, ni tampoco me considero especialmente patriota, pero me llama mucho la atención que la batalla de banderas que estamos viviendo en los últimos años esté pasando por alto uno de nuestros elementos identitarios más emblemáticos: el castellano. Tengo la sensación, basada en la evidencia empírica, de que cada vez escribimos peor. Y quiero aprovechar este foro para descartar una leyenda urbana: no escribimos peor por culpa de las redes sociales. Cierto es que el uso cada vez más inmediato de estas ha llevado a que relajemos el respeto de la ortografía, bien por intentar condensar un mensaje breve en 280 caracteres, bien por culpa del puñetero teclado intuitivo. No obstante, cuando salimos de la pantalla del teléfono móvil y nos trasladamos al soporte papel, por cierto cada vez menos usado, constato que escribimos peor: que los mismos errores y vicios que detectamos en el entorno de cualquier red social se repiten fuera de ellas. 

Es una tendencia que, desde mi óptica, precede a la generalización de los soportes móviles: por algún extraño motivo que se me escapa, el gusto por escribir bien, respetando las normas ortográficas y las reglas de construcción sintáctica y gramatical, se ha perdido, porque durante unas dos décadas lo hemos ido descuidando. Y si entramos en el ámbito de la comunicación inter-personal por correo electrónico, entonces la guerra, que no la batalla, está totalmente perdida. No acabamos de convencernos de que el correo electrónico es una herramienta de comunicación tanto informal como formal, y por tanto hemos de ser capaces de identificar el registro lingüístico adecuado a la identidad del destinatario. Todo ello, ¿por qué? Esto convencido de que tiene mucho que ver con la pérdida del hábito de lectura, entre adultos, jóvenes y niños. Cuando yo estudiaba leíamos a Jorge Manrique, Lorca, Calderón de la Barca, Cervantes... como lecturas habituales de clase, en la EGB y después en la ESO y Bachillerato. De hecho, La verdad sobre el caso Savolta, mi novela fetiche de Eduardo Mendoza, es un descubrimiento de lectura de bachillerato. 

De ahí pasamos a prescribir en las aulas lecturas juveniles, del tipo Orgullo y prejuicio zombies, que pueden servir para acercar a los adolescentes a la realidad de los libros, pero que al sacrificar el fondo por la forma, acaban desprestigiando el soporte hasta que, irremediablemente, llegamos a prescindir de él porque total, para leer eso, es mejor no leer nada. Y poco a poco, con el paso de los años, nos encontramos con personajes públicos, líderes políticos, redactores de noticias e informadores profesionales que no saben escribir, ni por faltas de ortografía, ni por capacidad para elaborar una construcción coherente. Quizá me haya vuelto demasiado pesimista en esta reflexión, pero creo que sería preciso, en la reivindicación perenne de las esencias patrias, como en todo lo demás, centrarnos en lo que de verdad importa: la cultura. Su color da bastante igual, porque el universo cultural, en sí mismo, es lo único que nos dota de identidad y, lo que es más importante, nos arma frente a la ignorancia, la estupidez y la manipulación externa. 

lunes, 11 de enero de 2021

Crítica de Yo, mentiroso - Antonio Altarriba

Cualquier parecido con la realidad es su reflejo fiel. Esta es la conclusión a la que se llega después de leer Yo, mentiroso, de Antonio Altarriba. Más allá de una trama en la que se repiten los lugares comunes del autor, incluyendo una compleja historia de asesinatos y un criminal obsesionado por reproducir patrones artísticos en sus víctimas, lo que más sorprende de las páginas que componen la novela gráfica es el escaso disimulo con el que Altarriba retrata la clase política española. Quizá pueda argumentarse que, llegado un momento de nuestra vida, da igual ocho que ochenta y lo que interesa es repartir a quien se lo merece, sin ambages. No obstante, animo al lector a hacer una reflexión: ¿verdaderamente estamos ante el retrato despechado de una generación desencantada? En mi opinión no es así: lo que hace Antonio Altarriba es mostrar nuestros propios fantasmas ante el espejo, pero desde la mirada de otro, para que no caigamos en la auto-complacencia de considerarnos mejores que los demás países de nuestro entorno y nos demos cuenta de que nuestras miserias, que son muchas, existen. Y lo que es más importante, no se extinguen porque nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Porque en este país el "aquí no ha pasado nada" se ha convertido en filosofía barata para simular que todo está bien y repetir, uno por uno, los mismos errores del pasado, más o menos reciente, que nos condenan a ser eternamente desgraciados. Por motivos tan simples como la indulgencia perenne hacia los poderosos, rayana (y a veces coincidente al 100%) con el servilismo: estamos dispuestos a tolerar los desmanes y los abusos de quienes nos gobiernan, porque ellos sí tienen derecho a hacer con nosotros lo que quieran. Ahora bien, si uno de los míos llega a gobernar y me traiciona, o siento que lo hace, entonces seré mucho más duro con él que con los otros: porque a mí, si me tienen que robar, que lo hagan los de siempre, no los que están conmigo. Con el señorito seré sumiso; con mi vecino de enfrente seré terrible. Probablemente no nos guste el retrato, pero es lo que ocurre con el arte: refleja el alma del autor y del que mira, y eso no siempre tiene por qué gustar. Lo importante es que sea capaz de despertar conciencias e invitarnos a no seguir siendo tan imbéciles como de costumbre. Desde mi humilde posición, mi más sincera enhorabuena a Antonio Altarriba por haberlo conseguido. Y disfrutad la lectura: merece mucho la pena. 

miércoles, 6 de enero de 2021

¿Qué defiende Donald Trump?

La respuesta es bastante clara: sus propios intereses. En una entrevista hace tiempo el aún presidente de los Estados Unidos rememoraba el momento en que su padre le regaló su primer millón de dólares. Y digo yo que no serán muchos los ciudadanos estadounidenses que puedan sentirse identificados con él. Sin embargo, una mayoría de votantes le apoyó hace ahora cuatro años, convencida de que ese magnate representaba de verdad los intereses de lo que el llama "América", en lo que constituye primero una imprecisión geográfica importante, y después un engaño no menos llamativo: Trump no representa a América, ni a Estados Unidos en general. Se representa a sí mismo: al capital sin frenos, la especulación y el patriotismo exacerbado, carente de una ideología precisa, capaz de decir una cosa ahora y exactamente lo contrario después, sabedor de que la masa le seguirá haga lo que haga. Nadie lo supo ver entonces y muchos ciudadanos de a pie asumieron su mensaje, repetido una y otra vez a través de los medios, cuyo papel y responsabilidad no es menor en el ascenso del personaje: la amenaza de la invasión latinoamericana, la amenaza del Estado Islámico, la cruzada anticomunista adormecida desde la Era Reagan... se convirtieron en obsesiones de un porcentaje nada despreciable de la población del país. 

Si nadie le hubiera hecho caso entonces no habría pasado de ser un tipo excéntrico con delirios de grandeza, sin más, pero el eco dado a cada intervención y a cada palabra suya le ha convertido en el fenómeno que hoy es. Su periodo presidencial ha servido para que sus seguidores hagan de caja de resonancia de sus principios y sean capaces de todo por él, sin percatarse de que el trumpismo tiene poco que ver con las necesidades de los estratos sociales más desfavorecidos de Estados Unidos. Además, lejos de limitar sus efectos a su propia nación, ha dado pábulo a diferentes mal llamados líderes de opinión que, en diferentes lugares (Polonia, Hungría, Francia, España, Austria, Holanda, Reino Unido...), han hecho del matonismo su forma de expresión, sintiéndose legitimados porque ese mismo discurso se ha impuesto en un país que se sigue considerando primera potencia mundial. Incluso cuando las elecciones del pasado mes de noviembre de 2020 animaban a aventurar el final de una era terrible, hay episodios como el de esta misma tarde que nos devuelven a la realidad con un cruel jarro de agua fría, que trae a nuestros oídos un mensaje nada esperanzador: el daño ya está hecho. Ojalá no sea tarde para repararlo. 

Ojalá la democracia, con sus defectos y sus virtudes, prevalezca siempre, porque seamos nosotros quienes la hagamos prevalecer, desterrando discursos baratos que solo conducen al desenlace de la fuerza bruta.