domingo, 22 de agosto de 2021

El asesino inconformista - Carlos Bardem - Plaza & Janés

Cuando conocí la publicación de El asesino inconformista sentí curiosidad por aproximarme a mi primera lectura de Carlos Bardem, pese a que otros títulos como Mongo Blanco me resultan más cercanos por su temática histórica y mi propio campo de investigación. Sin embargo, no pude evitar sucumbir al encanto de lo que prometía ser una novela negra, y unos días después concluyo la última página y me percato de algo sorprendente: no solo El asesino inconformista no es una novela negra, o no solo eso, sino que además constituye un ácido retrato de la sociedad española a la que todos pertenecemos, pero a cuyo abismo da miedo a asomarse, no vaya a mostrarnos los despojos de aquello que realmente somos. 

Porque Fortunato es un asesino de método, un cultivador del bello arte del crimen bien entendido, que vive al margen de la sociedad junto a su novia Claudita no por su condición de ejecutor a sueldo de políticos corruptos, sino porque ambos son conscientes de que perciben la realidad tal cual es, sin disfraces. Y precisamente ese talento excesivamente realista que falta al resto de sus conciudadanos a ellos les sobra, convenciéndoles de que mientras menos se mezclen con la mediocridad general, mejor. Ambos saben que: "Cuando creas tu identidad nacional sobre odiar a moros y judíos te echas en brazos del cerdo. En el alma profunda de nuestro país hay grasa de torreznos, malas digestiones, peor vino, moscas, sombras siniestras y mucha mala leche (...)" (p. 20). Quizá no sea un rasgo exclusivo de España, ese de construirse una identidad no a partir de lo que somos, sino a partir de lo que no queremos ser: judíos y moros primero (y eso que estuvieron setecientos años en esta tierra), franceses e ilustrados después. Lo que sí nos convierte en un ejemplo humano particular es esa exageración en el odio hacia aquel a quien consideramos nuestro "otro", construido no sobre bases conceptuales sólidas, sino sobre lugares comunes consolidados a lo largo de una barra de bar y con el rechinar de un palillo entre los dientes como música de fondo. Una reflexión que además viene muy bien en estos días, cuando un reportero de una cadena privada entrevistaba a una vecina de Coria del Río acerca del nuevo brote del virus del Nilo y, ante su estupefacción, la mujer preguntaba: "¿quién tendrá la culpa de esto?". 

La España en la que Fortunato trabaja es un país construido sobre los cimientos gruesos de la corrupción, que salpica a todas las formaciones políticas y que parece inundar todos y cada uno de los resquicios de la vida civil. Tanto que apenas extraña que, cansados de uno u otro testaferro que se vuelve incómodo, sus mismos compañeros ponzoñosos no duden en acordar la "limpieza" del elemento absorbente antes de que se vuelva una auténtica china en el zapato. Ahí opera Fortunato, en la ejecución artística de tales indeseables con procedimientos profilácticos y carentes de violencia alguna: si luego el individuo, en su tránsito hacia la muerte, acaba cagándose encima, es cosa suya y de la porquería que le corroía por dentro, en sentido literario y literal. En estas páginas su víctima es una política municipal orlada de collares de perlas, aplaudida por su partido mientras campó a sus anchas por la senda de su capital mediterránea, y que acabó repudiada por propios y extraños cuando los comicios arrebataron el poder a su formación, que se creía dueña de él, para dárselo a los adversarios. Ahora bien, no cuesta imaginar que en otra ocasión podría haber sido el ex director general de alguna entidad bancaria salida a bolsa en circunstancias poco fiables, que tras cargar con buena parte de la culpa de unas tarjetas de color fúnebre pueda acabar sus días descerrajándose un tiro en la finca de un amigo. ¿Hay nombres? Por supuesto que no, ni en las páginas de Bardem ni en esta reseña: corresponda al lector encontrar coincidencias con la realidad, o no. Las conclusiones, en cualquier caso, serán únicamente suyas. 

¿Cómo puede ser que tanta corrupción quede impune? La respuesta es bien sencilla: España es un país de serviles. "Crías de un país que siempre está a tres generaciones de educación laica, cultura y ciencia, de sacudirse las moscas y la ignorancia grasienta del siervo que quiere ser amo, no libre" (pp. 181-182). Los mismos españoles que se escandalizan ante nuevos casos de desfalco de dinero público no dudan en mesarse los cabellos y rasgar sus vestiduras ante sus conocidos, porque la postura es importante, si bien más en unas latitudes que en otras, pero luego, a hurtadillas y cuando nadie les oye, piensan: "muy bien que ha hecho, oye. Si yo estuviera ahí, haría lo mismo". Por eso han alcanzado predicamento figuras como la de un ex banquero que robó dinero a su propia entidad, un ex empleado de seguridad que huyó con el dinero de un banco, o una cantaora que pasó un verano expuesta ante las pantallas de espectadores salivantes de la mano del alcalde de la Costa del Sol, aunque luego se descubriera que todo ello había sido a costa del dinero del contribuyente. Y también por eso las revistas de papel couché tienen tanto éxito: por deseo de emulación. La inmensa mayoría de la población española es de clase baja o muy baja, más en los últimos tiempos en que el neoliberalismo deambula por nuestra vida cotidiana con la cara descubierta; casi todos somos clase trabajadora, pero a poco que tenemos oportunidad estiramos el cuello y nos proclamamos "clase media", porque tenemos algo de dinero que, lejos de ahorrar, nos inspira a invertir en un apartamento en la playa. Y acabamos siendo esclavos de las hipotecas, de los usureros, de los avalistas, de los bancos y de políticos sinvergüenzas que recurren al plasma para decirnos que vamos a ser objeto de un rescate bancario porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y lo dicen así, sin tapujos, porque suya es la mayor victoria: haber roto la conciencia de clase trabajadora para convencer a cada hijo de vecino que en él o ella hay un propietario o propietaria en potencia. Y que cada cual se salve como pueda, porque nadie va a mover un dedo por uno, más que uno mismo. 

En resumen, operamos así porque nos creemos muy buenos, demasiado, y nos olvidamos pronto de nuestros orígenes y del grupo al que pertenecemos: "En el fondo, siempre ha pensado Fortunato, hay mucho de odio al pobre en estos racismos instintivos, falta de empatía hacia la miseria ajena de quien ha escapado de ella recientemente, apenas una generación o dos, y quiere marcar distancias por miedo a que la antigua pobreza sude, huela y los delate" (pp. 241-242). Este mismo instinto nos convierte en seres abusones, ávidos de hallar un débil, o mejor dicho, a alguien más débil que nosotros, para cobrarnos en él, o en ella, o en ellos, las injurias y malos tratos que nosotros hemos sufrido en nuestra propia piel. Porque sí, seremos el sur de Europa, su pista de recreo low cost y motivo de escándalo en los mentideros en los que se decide el futuro de la Unión, pero somos más que los emigrantes que vienen de fuera, por favor. Porque al menos somos europeos, y en su momento nos llenaron las calles de jardineras y nos subieron el precio de todo para entrar en el euro. De vez en cuando, como ejercicio de reflexión, no nos vendría mal releer aquellos versos que en boca de Segismundo escribió magistralmente Calderón: "Cuenta de un sabio que un día...". 

Quizá por todo lo que he venido enumerando, Fortunato tenga más que justificado su oficio de practicante de eugenesia social en un país que se pierde en mediocridad y luchas cainitas. Y quizá también por todo ello, merezcamos el honor de ser algún día sus víctimas. De momento, gozaremos del placer y el honor de haber conocido su historia, que ojalá venga seguida de otras en torno a esta compleja personalidad, que lo es porque Fortunato somos todos, y que no se salve nadie, joder. 


lunes, 26 de julio de 2021

Reparación

Del mismo modo que, de un tiempo a esta parte, hay fuerzas políticas conservadoras que hablan de fraude cuando el resultado de unos comicios democráticos no les convence, esas mismas fuerzas políticas conservadoras confunden la "reparación" con la "venganza". De este modo, cuando se hace un ejercicio de restauración y reparación de la memoria, las voces y de los testimonios de un colectivo oprimido, sea por raza, género, identidad étnica, ideología, etc., los voceros de aquellas fuerzas conservadoras hablan del riesgo de "reabrir viejas heridas", de "amenazar la convivencia" y de "criminalizar a un grupo concreto de gente". Cuando lo único cierto es algo bien distinto: no hay heridas reabiertas, ni convivencia amenazada; ni siquiera criminalización de grupos concretos de gente, cuando esa misma gente es la que ha pertenecido tradicionalmente a una minoría dominante, que se ha empeñado en dejar las heridas abiertas y mantener una falsa idea de convivencia pacífica impuesta sobre la opresión y el silencio de la mayoría. Porque es cierto que una gota de limón sobre una herida escuece, pero la culpa nunca es del limón. 

El pasado domingo leí con asombro una noticia de Estados Unidos que me dejó perplejo: varios estados republicanos, entre ellos Idaho o Tennessee, por ejemplo, desean impulsar una ley educativa que prohíba la enseñanza de contenidos en las aulas que condenen la explotación y los abusos contra la población afroamericana, desde la esclavitud hasta nuestros días. Lo hacen, aparentemente, desde la convicción de que este tipo de enseñanza criminaliza a la población blanca, y llegan al extremo de alentar a los alumnos a que graben a los profesores que incumplan la medida, con el fin de poder subir las imágenes a una base de datos de la que las autoridades se nutrirán para imponer las sanciones correspondientes. Además de convertir a los supuestos "profesores infractores" en víctimas de ataques potenciales. La noticia es tremenda por dos motivos: 

Primeramente, porque vulnera la libertad de cátedra y convierte al profesor en víctima del criterio de sus alumnos, convertidos en los jueces, junto a sus familias, de la idoneidad de los contenidos enseñados en el aula. Y en segundo lugar, porque supone un retroceso abominable de décadas de lucha por conseguir la equiparación de derechos civiles entre blancos y negros en Estados Unidos; una lucha que muchos consideran y culminada, mientras los estertores de agonía de George Floyd siguen resonando en nuestras cabezas. Quien piense que la lucha por la igualdad civil está superada en aquel país no tiene más que pasearse por cualquiera de sus ciudades, grandes, pequeñas o medianas, de interior o de costa, y hacer un sencillo estudio estadístico: ¿quiénes desempeñan, en una proporción muy superior, trabajos como reponedor o cajero de supermercado, empleado municipal de basuras, conductor de autobús, taxista... y similares? 

Quienes inspiran este tipo de legislación lo hacen plenamente conscientes de que viven en un país que discrimina y que aún no se ha reconciliado con su pasado esclavista, como ninguno. En el fondo, les molesta verse reflejados ante el espejo de la desigualdad y el racismo, y pretenden obviar que tales problemas de base existen vertiendo una gruesa capa de cemento sobre ellos y mirando hacia otro lado. El problema radica en que, hace unos años, acciones como las que se proponen en la actualidad parecerían impensables y ajenas a toda cordura. No obstante, tras una legislatura presidida por alguien que ha representado a la perfección los valores supremacistas y racistas que aquí se condenan, muchos políticos locales retrógrados han sentido que no deben esconder sus sentimientos nunca más, porque si alguien con su misma ideología ha llegado a la Casa Blanca, quizá su manera de pensar no sea tan mala. 

A mi entender, todo parte de un origen común: a nadie le gusta que le digan que ha hecho las cosas mal, ni mucho menos darse cuenta por sí mismo de que se ha equivocado. Decir "lo siento" e intentar reparar el dolor causado cuesta mucho, pero una vez se da el primer paso todo lo demás viene solo. Para eso debe existir un contexto propicio y, lo más importante, voluntad. Manipulando la educación y la conciencia de los educadores, convertidos así en meros servidores de sus alumnos, únicamente se consigue patear la pelota hacia delante y dormir con la certeza absoluta de que los problemas, en forma de esa misma pelota, volverán a aparecer en el camino. Porque mientras no haya reparación, pedagogía social y lavado de conciencia, que son las únicas herramientas capaces de cerrar heridas de verdad, estas seguirán abiertas. 

Luego vendrán quienes se empeñan en mantenerlas abiertas para culparnos a los demás de echar leña al fuego, pero desde aquí, donde la Educación sigue siendo libre (de momento), contamos con herramientas suficientes para convencernos a nosotros y enseñar a los demás que no debemos dejarnos engañar. 

miércoles, 14 de julio de 2021

Haití como interrogante

En febrero leía la noticia de la crisis institucional abierta en Haití ante la negativa de su presidente, Jovenel Moïse, a abandonar el puesto, como le reclamaba la oposición. Cinco meses después me encontré de golpe con la desgraciada realidad: no hay tregua para el pobre, y el país más pobre de América Latina veía cómo el mismo presidente Moïse moría acribillado a tiros en su residencia de Puerto Príncipe, a manos de un grupo de sicarios de procedencia diversa. Si he titulado esta entrada "Haití como interrogante" se debe a que mi reacción a todos estos acontecimientos es precisamente esa, una pregunta: ¿qué ha pasado?

Subrayo el tiempo verbal, pretérito perfecto de indicativo: sé que los medios de comunicación especializados (al resto le da bastante igual) giran en torno a la incertidumbre futura que se cierne sobre los haitianos. Sin embargo, quizá por mi deformación profesional como historiador, me interesa más intentar entender cómo hemos llegado a este punto. Si busco información proclive al presidente asesinado, es fácil identificar a los buenos y los malos de esta pesadilla: unos oligarcas amenazados con quedar fuera del reparto de beneficios de la electrificación de buena parte del territorio haitiano, además de una oposición que ha condenado en los últimos años la pretensión de Moïse de perpetuarse en el poder, recurriendo al argumento de que su mandato comenzó cuando se le nombró con carácter interino, allá por 2016, y no cuando tuvo lugar su toma efectiva de posesión, un año más tarde, por lo que, según sus críticos, debería haber dejado la presidencia a comienzos de este 2021. Incluso pueden llegar a entenderse las razones del propio Moïse para conservar el sillón un año más, convocando elecciones para el mes de septiembre de 2022, unos comicios que parecían inevitables y a los que él ya no podría presentarse. 

Pero claro, luego está la opinión de los otros, de los opositores, de aquellos a quienes Moïse ha crispado cada vez más desde que asumió su mandato (el interino primero y el oficial después). Piénsese que, con razón o sin ella, el presidente ha legislado por decreto en el último año, despertando suspicacias entre quienes le acusaban de estar planeando su conversión en un segundo Papa Doc. Precisamente los desconfiados hallaron nuevos argumentos a su favor ante su proyecto de reforma parlamentaria, encaminado a fusionar las dos cámaras representativas en una sola cámara, una reforma que amenazaba el estatus de buena parte de sus detractores en el Senado, prestos a acusarle de proyectar una reforma anticonstitucional. Y por si todo fuera poco, la escena exterior, una vez más, vino a jugar en contra de este país: a los años de respaldo estadounidense a Moïse durante la presidencia de Donald Trump, fundados en buena medida en la condena constante de Moïse a Venezuela, sucedió la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, acompañada de tímidas manifestaciones a favor de Moïse que se acompañaban de invitaciones veladas a convocar elecciones en el plazo de un año. Una descafeinada versión del "palo y la zanahoria", que se puede leer en los siguientes términos: "sí, yo te voy a apoyar mientras estés en el poder, pero vete pronto, que quiero ir cortando amarras con todo lo que mi predecesor tejió en el espacio americano". 

Me expreso con total sinceridad cuando admito que desconozco qué versión es más verosímil para explicar el asesinato de Moïse, si es que un asesinato tiene alguna explicación. Lo único que parece claro es que Haití, una vez más, ha sucumbido a los mismos intereses externos que prostituyeron el sentido de la revolución esclava de 1791 que dio a luz a la primera república negra independiente de la Historia trece años después. Unos intereses extraños a los que Haití solo interesa en tanto que tablero en el que medir sus fuerzas con otros países de la región americana, aún a riesgo de que a fuerza de pugnar y porfiar sobre el terreno el tablero se acabe rompiendo. Y la condición de escenario pisado y prostituido por todos es herencia directa de la descolonización, durante la cual el imaginario colectivo de las grandes superpotencias estuvo de acuerdo en algo: aquel país de ex esclavos salvajes solo era bueno para aprovechar sus recursos. Lo demás preocupaba lo justo, o menos que lo justo: o sea, nada. 

Para el otro interrogante, "¿qué va a pasar ahora?", no tengo respuestas. Por dos motivos: primero, porque soy historiador, no politólogo; segundo, porque como digo a mis alumnos, yo respuestas no suelo tener. Estoy lleno de preguntas, eso sí, e intento proyectarlas en los demás, sobre todo en esta era en la que, a pesar de la pandemia, seguimos tan preocupados de nuestro ombligo que preferimos la anestesia inducida a una mínima sensibilidad frente a lo que pasa a nuestro alrededor. 

Tout moun yo menm!!!