Podría parecer que mis lecturas de cuarentena han sido oportunistas, pero os puedo garantizar que no: de hecho, me ha llevado años aproximarme a Philip Roth porque siempre me ha parecido que su prosa es demasiado densa, y me animé hace un mes a leer La conjura contra América como preludio para ver la serie después. Sigo pensando que el estilo de Roth es recargado y que no anima a la lectura si lo que se quiere es conocer los hechos de manera clara y sucinta; pese a ello, la historia merece la pena. Es preciso diferenciar entre la ficción de la novela y lo que estamos viendo en las calles de Estados Unidos en las últimas dos semanas, de modo que empezaré por la ficción, si no os parece mal.
La historia que se cuenta en La conjura contra América es ficticia, pero verosímil en un país en el cual, como una compañera de trabajo me dijo una vez, la fiesta siempre puede acabar mal. En este caso, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano (no es casualidad) acaba alzándose con la victoria frente a Franklin Delano Roosevelt, en cuyo haber se cuenta tanto la recuperación económica tras el Crack del 29 como una intensa campaña por participar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al nazismo. Charles Lindbergh se convierte así en presidente con una fórmula muy sencilla: la bandera de la paz y del aislacionismo estadounidense, tan presente en la política exterior de aquella nación hasta inicios del siglo XX. Solo hay un detalle que convierte a su presidencia en algo inquietante: es un declarado antisemita.
Los mecanismos que posibilitan el ascenso de Lindbergh son los mismos que hemos visto siempre en cualquier campaña electoral: una extraña y explosiva mezcla de mensajes grandilocuentes que todo el mundo quiere oír, un tema central repetido de manera machacona, y una simpatía capaz de cautivar a propios y extraños. El drama en el caso que nos relata Roth es que esa simpatía consigue que al candidato republicano le voten incluso quienes se adivinan como sus víctimas inmediatas: la comunidad judía, arengada por algún que otro rabino que se siente investido de una voz de mucha mayor autoridad de la que le correspondería en un mundo en el que la justicia existiera. Así llega el presidente a controlar los destinos del país, mientras alcanza acuerdos secretos con Alemania para mantener a Estados Unidos en su posición de neutralidad, que no es sino una colaboración encubierta con las fuerzas del III Reich mediante el envío de armas.
Como no podía ser de otra forma, un contexto tan poco propicio provocará un auténtico seísmo en una familia judía modelo: los Roth, que ven tambalearse sus cimientos cuando su sobrino adoptado, Alvin, pierde una pierna combatiendo en las filas británicas, y su hijo mayor Sandy se declara admirador del presidente, renegando de la propia comunidad a la que pertenece, a la que se refiere despectivamente como "you people". En más de una ocasión su padre tendrá que reconvenirle para recordarle que ese "you" que se empeña en usar destilando bilis en cada palabra le incluye también a él, aunque no quiera. La combinación es tan desazonadora que en un momento concreto de la novela todo parece a punto de estallar por los aires: la familia Roth, la comunidad judía de Newark, el país y, con él, el mundo en su conjunto. Algo sucede que provoca un desenlace inverosímil: la desaparición del presidente, por unas razones y en unas circunstancias que no revelaré para no hacer más spoilers a posibles lectores, pero que hacen que el final del relato resulte trepidante.
Si en algo resulta profético el relato de Roth es, especialmente, en el acierto para demostrar que cuando un colectivo desfavorecido y minoritario se extraña de sí mismos, votando a quien representa unos intereses radicalmente opuestos a los suyos, simplemente porque siempre ha deseado ser otra cosa, corre un riesgo muy grave de perder su propia esencial, de olvidar su camino, y lo que es peor: de arrojarse en manos de la tiranía. Hago esta reflexión mientras observo las imágenes desoladoras de la población afroamericana en Estados Unidos, indignada contra el presidente Trump y su silencio cómplice frente al supremacismo blanco: un mal endémico en aquel país, que nunca desaparecerá mientras no se adopten medidas claras que impliquen el reconocimiento tácito y evidente de la igualdad de todas las personas, con independencia de su condición étnica. Y pienso esto mientras recuerdo cómo en las elecciones de 2016 una proporción nada desdeñable de población latina y afroamericana declaró con orgullo su voto favorable al hoy presidente de los Estados Unidos, amparándose en una máxima simple y efectiva: "America first".
Lo que entonces todos olvidamos es que la "America" que entonces tenía Donald Trump en mente tenía poco que ver con esa tierra que se proclama a sí misma cuna de la democracia y de la libertad. Era una América que él concibe en términos de su propio grupo: la élite adinerada, el mundo de los negocios... en definitiva, aquellos que se creen demasiado buenos como para juntarse con el pueblo, por un miedo despreciable a que sus caros trajes se manchen con el olor de los problemas de la gente. Ahora, cuando han transcurrido cuatro años y se celebrarán nuevas elecciones, es importante que seamos todos conscientes de lo que está sucediendo; que no nos dejemos engañar más por promesas y discursos vacuos; y que seamos capaces de actuar en las urnas con la responsabilidad suficiente como para no pasar otros cuatro años lamentando el error. Porque la simpatía y la buena presencia no son motivos para optar por el individuo que ha de dirigir los destinos de un país: pueden ser razones para invitar a alguien a unas copas y pasar un rato de risas, pero asumir el gobierno de una nación con la voluntad firme de todos los colectivos que la integran, y que tienen igual derecho a ver sus voces reflejadas en las medidas del gobierno, no es cosa de risa.
En absoluto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si te ha gustado esta entrada, ¡comenta y comparte!