Tras unos meses de retiro forzoso, vuelvo por estos lares para comentar una novela gráfica que, como tantas otras, me recomendó mi buen amigo, y este año compañero en nuestro podcast "Dibujando la Historia", Gerardo Vilches. Se trata de Mi vida en Cuba, la autobiografía de un Juan Padrón que quedó inconclusa por caprichos de esta COVID-19 que algunos aún se empeñan en negar, porque hay ignorantes que disfrutan con la teoría de la conspiración pese a que el desfile de cadáveres intente abrirles los ojos. He de confesar que este ha sido mi primer contacto con la obra de Juan Padrón de manera directa y voluntaria, pues conocía las tribulaciones de Elpidio Valdés y había visto de pasada clips de Vampiros en La Habana a lo largo de mi vida, pero sin prestarles más atención que la curiosidad del lector indiscriminado.
Las páginas de Mi vida en Cuba dejan muchas enseñanzas, que intentaré sintetizar brevemente:
Es posible vivir en una dictadura, e incluso se puede vivir bajo dos dictaduras consecutivas. Lo que sucede es que el bueno de Juan Padrón quiso rizar el rizo y vivir sometido a una tercera, pasando unos años en la Unión Soviética de la era Brezhnev, muy lejos ya de la "fortaleza asediada" que había sido, y más cerca de su final de lo que estaba dispuesta a reconocer. ¿Cómo puede uno rehacerse en medio de tanta adversidad? Y lo que es más importante, ¿se puede crear como lo hizo él sorteando la censura? Padrón viene a demostrarnos que sí, por un motivo muy sencillo: cuando todo lo que te rodea es absurdo, la única salida posible es responder con un sentido del absurdo aún mayor. Y jugar con la ignorancia de los pretendidos "iluminados" para hacerles creer que uno se está plegando a sus intereses, cuando en realidad lo que está haciendo es jugar con su falta absoluta de criterio para realizar la crítica igualmente, sin que ellos lleguen jamás a darse cuenta (y eso es lo que verdaderamente les duele).
Porque la segunda enseñanza es una que he tenido la fortuna de recibir de mi padre desde bien pequeño: el humor, por inapropiado que pueda parecer en determinados momentos, jamás debe abandonarnos. Es un chaleco salvavidas que permite recordarnos a nosotros mismos que lo trascendental no lo es tanto que supere a la propia vacuidad de la existencia humana. Por eso hay que ser capaz, y perdón por la expresión, de mearse en la hoguera. Y eso es algo que Juan Padrón ha sabido hacer, teniendo muy claras cuáles son sus ideas y, precisamente por eso, obviando cualquier posible temblor de pulso para censurar a quienes, en nombre de supuestas causas justas que acaban bastardeando, no hacen más que inflar su bolsillo mientras los pobres seguimos siendo los mismos de siempre. La conciencia tranquila de la lealtad a uno mismo, una vez más inculcada por mis padres, es aquí el garante de que uno pueda mirarse al espejo cada noche, o cada mañana (va por gustos), sin sentir vergüenza de la imagen que se refleja al otro lado.
La última enseñanza de un trabajador compulsivo en el que más de uno nos vemos identificados es clara: no hay trabajo duro si a uno le apasiona lo que hace. La actitud gustosa ante la profesión es lo que convierte a esta en una empresa placentera y evita que la vuelta al tajo suponga un suplicio diario. Claro que también se puede argüir que no todo el mundo tiene la suerte de elegir el trabajo que quiere desempeñar y de que además le paguen por él. Admito la crítica, pero respondo con otro principio que me repito a mí mismo con mucha frecuencia: tampoco se elige estar en este mundo ni vivir, pero una vez aquí, hay que intentar vivir con intensidad cada segundo. Si no, puesto que nadie nos dice claramente de dónde venimos ni sabemos a dónde vamos, ¿qué coño estamos haciendo? Y para alcanzar esa suerte de nirvana personal hay algo que ayuda: la familia, la pareja, los hijos. Ese cable a tierra que te recuerda que la idea que te ronda la cabeza será muy brillante, pero un pañal aguarda a ser cambiado y un biberón a ser esterilizado.
En definitiva, merece la pena tomarse un tiempo para leer y disfrutar esta historia, que él no pudo concluir, pero que su esposa concluye con la alegría y la nostalgia que da saber que se ha disfrutado de la compañía de un ser excepcional.
Abrazos a todos.
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