domingo, 8 de marzo de 2020

De epidemias

Dos días atrás escuchaba "La vida moderna", en la Cadena Ser, cuando el cómico Héctor de Miguel, alias Quequé, hablaba en su sección del tema que se ha convertido en el centro de la atención mediática, de manera bastante grosera: el COVID-19, también conocido como Coronavirus. Su intervención comenzaba con una reflexión que partía de su experiencia cotidiana: "El otro día pedí comida china y tardaron 7 minutos en traerla. Esa gente está aburrida". Lo bueno del humor es que sirve precisamente para eso: para subrayar, en tono de burla, aquello que nos está haciendo comportarnos de forma absurda. Lo que Quequé hizo no fue solo relatar un suceso anecdótico, sino además ponernos ante el espejo. No voy a tratar, ni mucho menos, las medidas de prevención para frenar la ampliación del radio de contagio, ni de los protocolos médicos para atender a los afectados. Respeto sobremanera la labor del personal sanitario y lamento mucho los decesos que se han producido como consecuencia de este brote que, como otros a lo largo de la historia, nos ha sorprendido sin medios suficientes, primero para conocerlo, y luego para contrarrestar sus efectos. Mi deseo es que pronto la situación pueda estar bajo control para retomar la estabilidad, y en condiciones normales estoy seguro de que así sucederá, más pronto que tarde. 

Lo que me molesta es la cultura del pánico, que con mucha frecuencia despierta nuestros instintos más desagradables y nuestros comportamientos más primarios. En concreto, en el programa de radio al que me refería, Quequé hablaba de una broma que comenzó así, pero que acabó resultando bastante pesada: en Totana, Murcia, un señor difundió un mensaje privado de WhatsApp a sus contactos, advirtiéndoles de que no acudiesen al comercio chino del pueblo porque la esposa de su dueño es natural de Wuhan y está contagiada. El señor, insisto, solo pretendía bromear, pero en la atmósfera de paranoia que se respira en los últimos días aquel mensaje circuló entre todos los habitantes del pueblo, hasta el extremo de que el comercio aludido perdió clientes de manera ostensible. La situación llegó a ser tan grave que el autor de la broma se vio obligado a convocar una rueda de prensa para, en directo, desmentir el rumor y disculparse con el dueño de la tienda, compareciente también en aquel acto público. Lo que hay detrás de este acontecimiento es un sentimiento de rechazo al otro, porque es diferente a mí y porque se vincula con todo lo negativo que podamos imaginar: si en ello se puede incluir una enfermedad, bienvenida sea. Nadie se paró a preguntarse: "pero vamos a ver, la esposa de este hombre, ¿ha estado en Wuhan, o ha tenido contacto continuado con algún afectado?". Simplemente se produjo un fenómeno de acción-reacción, que ahora se queda en broma, bien ilustrada y satirizada por Quequé, pero que en otras circunstancias podría haber tenido consecuencias mucho más perniciosas para el afectado, no solo en el ámbito económico. 

Quizá los medios no contribuyan a la tranquilidad general, abriendo cada informativo e inundando cada portada de periódico con noticias sobre la propagación del virus, con titulares que parecen competir entre sí en grado de sensacionalismo. Por eso, mi único deseo es animar a la reflexión sobre la actitud personal que adoptamos en circunstancias críticas: porque la supervivencia implica salir adelante, pero no siempre a costa del otro. 

Crítica de "Parásitos"

Veo Parásitos, aunque de entre las películas que hay en la cartelera no es mi primera opción. Pero la veo porque me dejo llevar por la euforia post-Oscar y porque, además, ese fin de semana estoy en Bilbao con mi pareja y me apetece ver las salas de cine de La Alhóndiga (por cierto, la mar de cómodas). La película me convence desde el principio, aunque el hilo conductor resulta un poco previsible: cuando el amigo guaperas anuncia al protagonista que se va a marchar un tiempo y que le cede la chica a la que imparte clases particulares, uno puede ver venir que su interlocutor, sumido en la inmundicia en su casa familiar, va a intentar aprovechar la ocasión para desplazar al profesor titular y, de paso, integrar a toda su familia en el nuevo universo de los ricos en la sociedad surcoreana. Así y todo, el tren de razonamiento del protagonista conecta con el público, por aquello de que todos tenemos en nuestro corazón un revolucionario en potencia que desea luchar por las causas justas en un mundo dominado por la voracidad del capitalismo neoliberal. 

No obstante, pronto se puede entrever que la historia va a reventar por algún sitio: es fácil inventarse una vida para uno mismo; es más, hasta puede ser fácil inventar una vida paralela para tu hermana, padre y madre, si me apuras. Lo difícil es mantener el equilibrio en un escenario en el que todas las partes en conflicto tienen que interactuar, aparentando no conocerse y luchando con esos pequeños detalles que se escapan al cerebro más calculador, como el olor del detergente que usan para lavar la ropa, que resulta sospechoso al niño de su familia adoptiva. Quizá pueda explicarse esta situación por ese punto de hybris o de soberbia que es inevitable cuando se sale de la nada y de pronto se tiene todo: ¿dónde puede estar el techo? Precisamente en perder la noción de la realidad y creer que la vida que has construido de la nada no es eso, una ficción, sino tu vida verdadera. Entonces aparecen las goteras y pronto el huracán te acaba arrastrando con todos tus sueños. Hasta ahí, compro la historia al cien por cien; lo único que no me convence es el giro tarantiniano de la última hora, ni los cabos sueltos que quedan en el cierre de la historia. 

Al final, me marcho con la sensación de haber leído una novela muy buena, en cuyas páginas finales el autor se ha cansado de escribir y, deslumbrado por el disparate de su argumento, ha querido impresionar al lector con un disparate mucho mayor. Así y todo, hay dos mensajes que me dejan reflexionando y, solo por ese regusto, considero que la película es muy recomendable: el instinto de supervivencia absoluta de una familia que, postrada en el subdesarrollo (sería interesante conocer la historia que les llevó a verse así), agudiza el ingenio para castigar sin piedad a la misma clase que les oprime; y esos talentos ocultos que, en circunstancias extremas, se descubren y deslumbran a propios y extraños: me refiero a la hermana del protagonista, para mí la verdadera heroína de toda la historia. La única que, cuando la inundación ha destruido la casa en la que viven, tiene la sangre fría suficiente para sentarse sobre la taza del inodoro, ponerse a fumar y, con la mirada perdida en un horizonte que no existe, sonreír con fatalidad, porque solo ella se da cuenta de que todo se ha acabado. 

Reseña de "The farming of bones" de Edwidge Danticat

En el otoño de 2009 me hallaba cursando una estancia de doctorado en Londres cuando, en una fiesta de no-Navidad, porque mi supervisora, también casera, no era muy de esa festividad, una compañera postdoctoral se me acercó y me regaló un libro de Edwidge Danticat: The Dew Breaker. Marika Preziuso, que así se llamaba la chica, me explicó que la autora de la novela era una de las novelistas haitianas más reconocidas en el panorama literario contemporáneo, y me recomendó la lectura tanto del libro que me acababa de regalar, como de The Farming of Bones. Cuando le pregunté el tema de este último, me habló de la Masacre de Perejil, episodio de la historia dominico-haitiana que yo desconocía por completo. Diez años más tarde, por casualidades y circunstancias del mundo académico, participé en un seminario organizado por mi Universidad sobre el delito de genocidio: deseoso de aparcar la historia de la esclavitud, que siempre ha sido el leitmotiv de mis investigaciones, quería buscar un tema que enlazase con las prácticas genocidas contemporáneas, y decidí retomar la recomendación de Marika para leer The Farming of Bones

Es preciso entender el contexto en el que se ubica la novela: la frontera entre la República Dominicana y Haití, en el otoño de 1937, al final del primer mandato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo (1930-1038). Las relaciones entre los dos pueblos siempre habían sido controvertidas desde el periodo colonial, y con frecuencia Haití, con mayor pujanza militar en el siglo XIX, había intentado aprovechar la situación de debilidad de sus vecinos del este para anexionar aquel territorio, lo que consiguió entre 1822-1844. Sin embargo, el siglo XX hizo que el equilibrio de fuerzas en la isla de La Española se alterase, con una República Dominicana emancipada de la dominación estadounidense antes que el Estado haitiano, y precisada de una causa nacional que permitiese a Trujillo unir a todos los dominicanos bajo su liderazgo. Fue entonces cuando el dictador quiso explotar el miedo atávico a la amenaza del oeste, y lo hizo de manera brillante: aprovechando la creciente migración haitiana a la frontera dominicana para buscar mejores condiciones de vida, agitó la bandera de la invasión silenciosa y, en octubre de 1937, ordenó a sus súbditos que detuviesen y ejecutasen a cuantos haitianos localizaran en los territorios del oeste del país. Como dominicanos y haitianos comparten sus ancestros africanos, sobre todo en la frontera, el Estado necesitaba de un instrumento para distinguir claramente entre ellos. Por ello, los ejecutores de la matanza exigían a los negros de las poblaciones fronterizas que pronunciaran la palabra "perejil": si eran dominicanos, la pronunciarían sin problemas. En cambio, si eran haitianos, no podría pronunciar ni la erre ni la jota, de modo que quedarían expuestos y se les podría fusilar. 

La perspectiva que utiliza Danticat es la de Annabelle, una haitiana empleada en una hacienda azucarera dominicana, donde ha servido desde pequeña, cuando sus padres murieron en una crecida dramática del río Masacre. Los dueños de la hacienda siempre le trataron bien, pero de pronto ella y los demás haitianos que trabajan en la zona perciben un cambio de actitud entre los patrones dominicanos, hasta que el médico que atiende a la dueña de la hacienda en el parto busca un aparte con ella y le recomienda que se marche a Haití antes de que sea demasiado tarde. Annabelle se resiste, impulsada por un sentimiento de lealtad y gratitud hacia la familia que le acogió, pero pronto se percata de que la violencia contra los haitianos va muy en serio y se decide a cruzar a Haití a pie. Por el camino deberá superar numerosas penurias y estará a punto de caer en manos de las fuerzas encargadas de la eliminación de sus compatriotas, quienes la maltratan pero la dejan escapar con vida. Una vez en Haití, verá pasar los años sumida en la depresión más absoluta, incapaz de encontrar fuerza para vivir día a día, puesto que no comprende los motivos de los dominicanos para haberse ensañado de esa forma con la población haitiana, y además porque perdió a su prometido durante la huida. El testimonio de Annabelle, pues, es el de la incomprensión hacia la barbarie, que llega al extremo de no encontrar consuelo ni siquiera en la compensación económica prometida por el Estado a los damnificados por la Masacre de Perejil, procedente de la sanción económica impuesta al Estado trujillista dominicano. 

Una lectura, pues, más que recomendable, en la medida en que constituye una exaltación de la condena a la intolerancia y a la violencia desmesurada, que resultan difíciles de asimilar en la razón humana.