Dos días atrás escuchaba "La vida moderna", en la Cadena Ser, cuando el cómico Héctor de Miguel, alias Quequé, hablaba en su sección del tema que se ha convertido en el centro de la atención mediática, de manera bastante grosera: el COVID-19, también conocido como Coronavirus. Su intervención comenzaba con una reflexión que partía de su experiencia cotidiana: "El otro día pedí comida china y tardaron 7 minutos en traerla. Esa gente está aburrida". Lo bueno del humor es que sirve precisamente para eso: para subrayar, en tono de burla, aquello que nos está haciendo comportarnos de forma absurda. Lo que Quequé hizo no fue solo relatar un suceso anecdótico, sino además ponernos ante el espejo. No voy a tratar, ni mucho menos, las medidas de prevención para frenar la ampliación del radio de contagio, ni de los protocolos médicos para atender a los afectados. Respeto sobremanera la labor del personal sanitario y lamento mucho los decesos que se han producido como consecuencia de este brote que, como otros a lo largo de la historia, nos ha sorprendido sin medios suficientes, primero para conocerlo, y luego para contrarrestar sus efectos. Mi deseo es que pronto la situación pueda estar bajo control para retomar la estabilidad, y en condiciones normales estoy seguro de que así sucederá, más pronto que tarde.
Lo que me molesta es la cultura del pánico, que con mucha frecuencia despierta nuestros instintos más desagradables y nuestros comportamientos más primarios. En concreto, en el programa de radio al que me refería, Quequé hablaba de una broma que comenzó así, pero que acabó resultando bastante pesada: en Totana, Murcia, un señor difundió un mensaje privado de WhatsApp a sus contactos, advirtiéndoles de que no acudiesen al comercio chino del pueblo porque la esposa de su dueño es natural de Wuhan y está contagiada. El señor, insisto, solo pretendía bromear, pero en la atmósfera de paranoia que se respira en los últimos días aquel mensaje circuló entre todos los habitantes del pueblo, hasta el extremo de que el comercio aludido perdió clientes de manera ostensible. La situación llegó a ser tan grave que el autor de la broma se vio obligado a convocar una rueda de prensa para, en directo, desmentir el rumor y disculparse con el dueño de la tienda, compareciente también en aquel acto público. Lo que hay detrás de este acontecimiento es un sentimiento de rechazo al otro, porque es diferente a mí y porque se vincula con todo lo negativo que podamos imaginar: si en ello se puede incluir una enfermedad, bienvenida sea. Nadie se paró a preguntarse: "pero vamos a ver, la esposa de este hombre, ¿ha estado en Wuhan, o ha tenido contacto continuado con algún afectado?". Simplemente se produjo un fenómeno de acción-reacción, que ahora se queda en broma, bien ilustrada y satirizada por Quequé, pero que en otras circunstancias podría haber tenido consecuencias mucho más perniciosas para el afectado, no solo en el ámbito económico.
Quizá los medios no contribuyan a la tranquilidad general, abriendo cada informativo e inundando cada portada de periódico con noticias sobre la propagación del virus, con titulares que parecen competir entre sí en grado de sensacionalismo. Por eso, mi único deseo es animar a la reflexión sobre la actitud personal que adoptamos en circunstancias críticas: porque la supervivencia implica salir adelante, pero no siempre a costa del otro.