En el otoño de 2009 me hallaba cursando una estancia de doctorado en Londres cuando, en una fiesta de no-Navidad, porque mi supervisora, también casera, no era muy de esa festividad, una compañera postdoctoral se me acercó y me regaló un libro de Edwidge Danticat: The Dew Breaker. Marika Preziuso, que así se llamaba la chica, me explicó que la autora de la novela era una de las novelistas haitianas más reconocidas en el panorama literario contemporáneo, y me recomendó la lectura tanto del libro que me acababa de regalar, como de The Farming of Bones. Cuando le pregunté el tema de este último, me habló de la Masacre de Perejil, episodio de la historia dominico-haitiana que yo desconocía por completo. Diez años más tarde, por casualidades y circunstancias del mundo académico, participé en un seminario organizado por mi Universidad sobre el delito de genocidio: deseoso de aparcar la historia de la esclavitud, que siempre ha sido el leitmotiv de mis investigaciones, quería buscar un tema que enlazase con las prácticas genocidas contemporáneas, y decidí retomar la recomendación de Marika para leer The Farming of Bones.
Es preciso entender el contexto en el que se ubica la novela: la frontera entre la República Dominicana y Haití, en el otoño de 1937, al final del primer mandato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo (1930-1038). Las relaciones entre los dos pueblos siempre habían sido controvertidas desde el periodo colonial, y con frecuencia Haití, con mayor pujanza militar en el siglo XIX, había intentado aprovechar la situación de debilidad de sus vecinos del este para anexionar aquel territorio, lo que consiguió entre 1822-1844. Sin embargo, el siglo XX hizo que el equilibrio de fuerzas en la isla de La Española se alterase, con una República Dominicana emancipada de la dominación estadounidense antes que el Estado haitiano, y precisada de una causa nacional que permitiese a Trujillo unir a todos los dominicanos bajo su liderazgo. Fue entonces cuando el dictador quiso explotar el miedo atávico a la amenaza del oeste, y lo hizo de manera brillante: aprovechando la creciente migración haitiana a la frontera dominicana para buscar mejores condiciones de vida, agitó la bandera de la invasión silenciosa y, en octubre de 1937, ordenó a sus súbditos que detuviesen y ejecutasen a cuantos haitianos localizaran en los territorios del oeste del país. Como dominicanos y haitianos comparten sus ancestros africanos, sobre todo en la frontera, el Estado necesitaba de un instrumento para distinguir claramente entre ellos. Por ello, los ejecutores de la matanza exigían a los negros de las poblaciones fronterizas que pronunciaran la palabra "perejil": si eran dominicanos, la pronunciarían sin problemas. En cambio, si eran haitianos, no podría pronunciar ni la erre ni la jota, de modo que quedarían expuestos y se les podría fusilar.
La perspectiva que utiliza Danticat es la de Annabelle, una haitiana empleada en una hacienda azucarera dominicana, donde ha servido desde pequeña, cuando sus padres murieron en una crecida dramática del río Masacre. Los dueños de la hacienda siempre le trataron bien, pero de pronto ella y los demás haitianos que trabajan en la zona perciben un cambio de actitud entre los patrones dominicanos, hasta que el médico que atiende a la dueña de la hacienda en el parto busca un aparte con ella y le recomienda que se marche a Haití antes de que sea demasiado tarde. Annabelle se resiste, impulsada por un sentimiento de lealtad y gratitud hacia la familia que le acogió, pero pronto se percata de que la violencia contra los haitianos va muy en serio y se decide a cruzar a Haití a pie. Por el camino deberá superar numerosas penurias y estará a punto de caer en manos de las fuerzas encargadas de la eliminación de sus compatriotas, quienes la maltratan pero la dejan escapar con vida. Una vez en Haití, verá pasar los años sumida en la depresión más absoluta, incapaz de encontrar fuerza para vivir día a día, puesto que no comprende los motivos de los dominicanos para haberse ensañado de esa forma con la población haitiana, y además porque perdió a su prometido durante la huida. El testimonio de Annabelle, pues, es el de la incomprensión hacia la barbarie, que llega al extremo de no encontrar consuelo ni siquiera en la compensación económica prometida por el Estado a los damnificados por la Masacre de Perejil, procedente de la sanción económica impuesta al Estado trujillista dominicano.
Una lectura, pues, más que recomendable, en la medida en que constituye una exaltación de la condena a la intolerancia y a la violencia desmesurada, que resultan difíciles de asimilar en la razón humana.
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