sábado, 21 de marzo de 2020

Voces de Chernóbil - Svetlana Alexievich

Lo peculiar no es que haya leído este libro en plena cuarentena, sino que lo comencé mucho antes de sospechar lo que iba a suceder, y para acabar de hacer redondo el círculo, lo estaba compaginando con Ensayo de la ceguera, de Saramago, cuya crítica espero poder hacer en pocos días. 

El testimonio de Alexievich es desgarrador, en la medida en que la catástrofe le golpeó directamente, como autora nacida en Bielorrusia. No obstante, lo verdaderamente llamativo en este punto no es su perspectiva personal, sino el hecho de que cuando ella realiza este reportaje coral han transcurrido once años desde el 26 de abril de 1986, pero el miedo y la sombra de Chernóbil siguen inundando a dos generaciones del antiguo territorio soviético: la generación que lo padeció directamente, y la que vino después. Porque hay dos elementos que han de destacarse de entre las voces que inundan sus páginas: 

El primero es la irresponsabilidad de un Estado Soviético que, consciente de su debilidad y de su desmoronamiento, como un gigante con pies de barro, intuía que reconocer el terrible error cometido en la Central Nuclear de Chernóbil equivalía a firmar, de su propio puño y letra, su sentencia de muerte. Aunque el número de vidas humanas que provocó el accidente lo convirtiese en una tragedia humana sin precedentes, era mucho más importante mantener el silencio en torno a los sucesos, hasta que la verdad fue imposible de silenciar, que admitir la existencia de un sistema económico decadente que había obligado a ahorrar costes incluso allí donde la seguridad de los individuos se podía ver arriesgada. 

El segundo es el desconocimiento, que conduce al miedo: desconocimiento primero de los habitantes de Prypiat, que paseaban por la calle y consumían alimentos y agua de la ciudad mientras las partículas de grafito inundaban el aire, y ellos mismos estaban siendo sometidos a una radiación diaria más letal que la provocada por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. A ese desconocimiento inconsciente, se sumó después el desconocimiento consciente, inducido: ese silencio cómplice de quienes sabían lo que había sucedido, pero se limitaban a poner cara de circunstancia mientras el resto de la población intercambiaba miradas que parecen decir "algo ha pasado, y no nos quieren decir qué". 

Cuando finalmente se autorizó a ordenar la evacuación de la población, se asistió al alumbramiento de un segundo tipo de ignorancia, que dio paso al pánico, al miedo irracional a todo lo que estaba relacionado con Chernóbil. Este pánico lastró a dos generaciones de personas víctimas de la dictadura soviética, que se convierten en apestados dentro de sus propias comunidades, en una sucesión de reacciones humanas que viene a demostrar que tan peligrosa es la ignorancia, como la sobreabundancia de información mal administrada, que da lugar a la circulación de rumores de dudosa veracidad científica, pero que la gente está dispuesta a creer simplemente porque necesita una explicación, cualquier explicación, para encontrar orden dentro del caos. 

En definitiva, en situaciones de crisis lo fácil, pero al mismo tiempo lo más desaconsejable, es reaccionar de manera pendular, pasando de un extremo anímico a otro. Podrá argumentarse que el equilibrio es difícil de alcanzar, máxime cuando el bombardeo diario de información dificulta la capacidad individual de alejarse de los hechos para valorarlos en perspectiva: quizá sea recomendable, en ese caso, administrar la información de manera racional, protegerse frente a su bombardeo e intentar valorar las circunstancias siempre con mesura. 

sábado, 14 de marzo de 2020

Los años de Allende - Carlos Reyes y Rodrigo Elgueta

Gerardo, cuya amistad valoro mucho y cuya sabiduría sobre el mundo de la novela gráfica valoro todavía más (espero que me acepte la broma), estuvo hace un año en un congreso en Chile y cuando vino me comentó: se está trabajando mucho sobre la dictadura de Pinochet por los autores de novela gráfica en Chile. Puesto que es un tema que siempre me ha interesado, como en general toda la historia reciente de América Latina, decidí tomar al pie de la letra sus palabras y chantajear un poco a mi pareja para que esta pasada Navidad me regalara Los años de Allende, que acabo de terminar. 

Si hasta ahora había albergado alguna duda sobre la necesidad de trabajar los contenidos de Historia del Mundo Actual e Historia de las Relaciones Internacionales recurriendo a la novela gráfica, ahora cualquier duda se ha disipado decididamente. El material gráfico de Los años de Allende es de calidad casi fotográfica, tanto en la veracidad de reproducción de las escenas, como en la lealtad a los acontecimientos tal y como sucedieron. En ocasiones solo basta eso: documentarse ejemplarmente, como los autores de esta obra, y plasmar los hechos crudos sobre el papel, para denunciar la tremenda injusticia que se cometió en América Latina entre los años 70 y los años 80, cuando la democracia sucumbió a manos del imperialismo en varios escenarios, muchos de ellos todavía hoy anhelantes de regresar a la era pre-golpista. Seguramente quienes se ofenden con la realidad consideren que existe en estas páginas una crítica injustificada, y acusen a Reyes y Elgueta de hacerle la propaganda al marxismo, o mejor, al populismo, por emplear ese concepto que está tan de moda últimamente, y que todo el mundo usa sin saber qué significa exactamente. 

 A los ofendidos solo queda decirles: a cada cual lo suyo, y que cada palo aguante su vela. La violación constante de los Derechos Humanos durante la dictadura de Augusto Pinochet fue suficientemente flagrante como para suscitar la condena internacional, que aplaudió su extradición y juicio a comienzos de la década del 2000. Solo habría sido deseable que esa misma opinión internacional se hubiese dejado cautivar menos por el pánico a rojos fantasmas para frenar lo que fue el preámbulo de una catástrofe. Como no se puede volver atrás, aunque paradójicamente siempre se pueden repetir los errores del pasado, baste la lectura detenida de Los años de Allende para mirarnos ante el espejo y, cuando nos percatemos de que nos vamos a vestir igual que ayer, con pésimo gusto por cierto, intentemos mirar el fondo de armario para buscar otra alternativa, o para cambiar de modista, que tampoco está mal de vez en cuando. 

domingo, 8 de marzo de 2020

De epidemias

Dos días atrás escuchaba "La vida moderna", en la Cadena Ser, cuando el cómico Héctor de Miguel, alias Quequé, hablaba en su sección del tema que se ha convertido en el centro de la atención mediática, de manera bastante grosera: el COVID-19, también conocido como Coronavirus. Su intervención comenzaba con una reflexión que partía de su experiencia cotidiana: "El otro día pedí comida china y tardaron 7 minutos en traerla. Esa gente está aburrida". Lo bueno del humor es que sirve precisamente para eso: para subrayar, en tono de burla, aquello que nos está haciendo comportarnos de forma absurda. Lo que Quequé hizo no fue solo relatar un suceso anecdótico, sino además ponernos ante el espejo. No voy a tratar, ni mucho menos, las medidas de prevención para frenar la ampliación del radio de contagio, ni de los protocolos médicos para atender a los afectados. Respeto sobremanera la labor del personal sanitario y lamento mucho los decesos que se han producido como consecuencia de este brote que, como otros a lo largo de la historia, nos ha sorprendido sin medios suficientes, primero para conocerlo, y luego para contrarrestar sus efectos. Mi deseo es que pronto la situación pueda estar bajo control para retomar la estabilidad, y en condiciones normales estoy seguro de que así sucederá, más pronto que tarde. 

Lo que me molesta es la cultura del pánico, que con mucha frecuencia despierta nuestros instintos más desagradables y nuestros comportamientos más primarios. En concreto, en el programa de radio al que me refería, Quequé hablaba de una broma que comenzó así, pero que acabó resultando bastante pesada: en Totana, Murcia, un señor difundió un mensaje privado de WhatsApp a sus contactos, advirtiéndoles de que no acudiesen al comercio chino del pueblo porque la esposa de su dueño es natural de Wuhan y está contagiada. El señor, insisto, solo pretendía bromear, pero en la atmósfera de paranoia que se respira en los últimos días aquel mensaje circuló entre todos los habitantes del pueblo, hasta el extremo de que el comercio aludido perdió clientes de manera ostensible. La situación llegó a ser tan grave que el autor de la broma se vio obligado a convocar una rueda de prensa para, en directo, desmentir el rumor y disculparse con el dueño de la tienda, compareciente también en aquel acto público. Lo que hay detrás de este acontecimiento es un sentimiento de rechazo al otro, porque es diferente a mí y porque se vincula con todo lo negativo que podamos imaginar: si en ello se puede incluir una enfermedad, bienvenida sea. Nadie se paró a preguntarse: "pero vamos a ver, la esposa de este hombre, ¿ha estado en Wuhan, o ha tenido contacto continuado con algún afectado?". Simplemente se produjo un fenómeno de acción-reacción, que ahora se queda en broma, bien ilustrada y satirizada por Quequé, pero que en otras circunstancias podría haber tenido consecuencias mucho más perniciosas para el afectado, no solo en el ámbito económico. 

Quizá los medios no contribuyan a la tranquilidad general, abriendo cada informativo e inundando cada portada de periódico con noticias sobre la propagación del virus, con titulares que parecen competir entre sí en grado de sensacionalismo. Por eso, mi único deseo es animar a la reflexión sobre la actitud personal que adoptamos en circunstancias críticas: porque la supervivencia implica salir adelante, pero no siempre a costa del otro.