martes, 8 de septiembre de 2020

Fanon, Frantz, Black skins, White masks, Grove Press, New York, ed. 1967.

La oleada de violencia que vive Estados Unidos desde el pasado mes de mayo hace que nos veamos obligados a preguntarnos: ¿por qué? La respuesta, a mi modo de ver, es bien simple: la sociedad estadounidense no ha conseguido cicatrizar la profunda herida que dejó su pasado esclavista, que ni siquiera la lucha por los derechos civiles durante buena parte del siglo XX logró cauterizar. Lejos de mí justificar el recurso a la violencia en ningún contexto, pero ello no impide entender algo: la población afroamericana reacciona, con el apoyo de una gran mayoría de población blanca, contra una oleada de discriminación y desprecio que dura demasiado. 

El individuo blanco ha construido históricamente la imagen del negro, como señala Fanon en las páginas de la obra que aquí reseño: el negro se ve a sí mismo conforme a esa misma imagen, que asume sin cuestionar, porque le llega desde el discurso de la que ha sido siempre, a su entender, la "raza dominante". Aspira a convertirse en miembro integrante de ese grupo de poder, copiando su lenguaje y su modo de actuar, intentando blanquear si no su piel, al menos su estirpe de la mejor forma posible, para eliminar ese supuesto estigma que representa la negritud. Solo si procede de manera correcta, moviéndose entre los círculos occidentales adecuados, se le acepta entre aquellos que subordinan a sus semejantes. 

Ahora bien, si opta por la subversión, por responder al odio con el odio, y por reivindicar algo tan sencillo como que nada le diferencia en esencia de aquel mismo que le oprime, le discrimina y le menosprecia, solo recibe incomprensión, burla y una descarga redoblada de violencia. Porque el negro es el reflejo en negativo de la imagen del blanco en el espejo, y no se le permite que sea nada diferente; ni siquiera que se atreva a pensarse como algo diferente. No hay tercera vía: si eres blanco eres el bien, si eres negro eres el mal, y solo si aspiras a ser blanco estás en el camino del bien. Reivindicar tu propia identidad es buscar una solución que no es aceptable, porque cuestiona la dialéctica de poder imperante: ¿cómo puede ser bueno aquel a quien yo, ser dominante, he calificado como malo? 

Si lo admito, estoy muy cerca de reconocer que yo mismo no tengo nada de dominante, y que la posición superior que me he atribuido tradicionalmente, construida sobre la base de la subyugación de "el otro", comienza a diluirse. Da miedo, pero es un paso necesario, aunque solo sea por poner fin de una vez por todas a escenas que, más que enfadarme, a mí personalmente me entristecen, porque me cuesta creer que cuando nos disponemos a iniciar la tercera década del siglo XXI sigamos anclados en los mismos principios que nuestros ancestros empleaban siglos atrás para explicar la superioridad de unas razas sobre otras. Si con el tiempo hemos convenido en que prácticas como la esclavitud, actitudes como el machismo o la homofobia... han de ser desechadas, ¿por qué, y aquí retomo la pregunta del principio, seguimos aferrándonos a ellas? 

Será que solo en la nostalgia de lo que fuimos nos sentimos cómodos, porque nos da miedo mirarnos a la cara y darnos cuenta de lo que realmente somos. Ojalá no pase mucho tiempo antes de que aceptemos el reto con valentía y dejemos de lado los argumentos supremacistas, empezando por quien ahora mismo (septiembre de 2020) habita la Casa Blanca, porque ante la discriminación y la violencia no son válidas las medias tintas: toda postura diferente a la condena taxativa equivale a un silencio tácito y cómplice. 

Tony Judt, Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, London - New York, Penguin, 2008.

La obra que procedo a reseñar reviste gran interés en este momento, cuando estamos a punto de adentrarnos en la segunda década del siglo XXI, pero seguimos siendo herederos, en muy buena medida, del legado del siglo anterior. Sucesos como el auge del terrorismo islámico internacional, la crisis global de 2008, las tensiones entre Estados Unidos, Rusia y China, o la reciente COVID-19 han distraído nuestra atención lo suficiente para hacernos olvidar casi la centuria que nos precede, y en la que buena parte de nosotros nacimos. Precisamente por eso cobra especial relevancia la relectura de este libro de Tony Judt, elaborado a partir de la compilación de reseñas y artículos que el autor escribió a lo largo de la primera década del nuevo siglo. 

Desde el principio, la apuesta de Judt es bastante fuerte porque, pese al breve espacio temporal transcurrido, el autor adquiere la perspectiva necesaria para señalar las principales enseñanzas del siglo de las guerras, o el corto siglo XX, como Hobsbawm dio en llamarlo: 

1. La pérdida de memoria del pasado inmediato. 

2. La apuesta cada vez más decidida de Estados Unidos por la solución bélica, en cualquier contexto. 

3. La opinión cada vez más extendida en contra del intervencionismo estatal en materia económica. 

4. La llamativa ausencia de intelectuales. 

5. El proceso de cambio cada vez más acelerado, que genera en la mentalidad colectiva un miedo poco recomendable si se piensa en quienes pueden emplearlo en beneficio propio, con aviesos intereses. 

6. La crisis evidente de las grandes ideologías. 

7. La amenaza global terrorista. 

De entre estos siete elementos, la pérdida de memoria se aventura como el mal más preocupante del nuevo siglo que recorremos. Aunque acontecimientos tales como la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS o la Guerra de Yugoslavia sucedieron hace apenas veinte años, no solo nosotros, sino que por descontado las generaciones que nos suceden hemos relegado tales sucesos y su enseñanza obligada al lugar más recóndito de nuestra memoria. Así pues, nos colocamos a nosotros mismos en una posición de minoría de edad perpetua, que nos mueve a sorprendernos y hacernos de nuevas ante sucesos que guardan demasiada similitud con otros acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, cuya experiencia y enseñanzas deberíamos haber asumido para no cometer los mismos errores. 

Más allá de esta reflexión, ha de hacerse notar el contenido de cada una de las secciones del libro que analizamos: 

Para empezar, en la primera parte subraya la relevancia de determinados intelectuales, entre ellos Arthur Koestler, Hannah Arendt o Primo Levi, destacables por la actitud crítica que adoptaron frente al teatro vital en el que debieron desarrollar su acción, así como por la voluntad constante de cuestionarse a sí mismos sin caer jamás en posiciones doctrinarias. Una actitud que nos parece cada vez más difícil en las circunstancias presentes y que, generando la falsa sensación de hacernos más fuertes, no hace sino debilitarnos, porque prescindimos voluntariamente del acerbo cultural que nos precede y sin el cual, mal que nos pese, no somos sino pobres individuos desarmados frente a la perversidad de los líderes de opinión, mucho más líderes pretendidos que poseedores de una opinión certera. 

La segunda parte constituye un profundo análisis, a través de una potente lente de observación, de la huella del marxismo en figuras de la talla de Eric Hobsbawm y Louis Althusser, todas ellas respetables en lo que a su intelectualidad se refiere, pero criticables en un punto común: la diversa forma en que, con mejores o peores intenciones, han desvirtuado el mensaje marxista y han obviado los crímenes de las dictaduras comunistas para justificar su propia posición ideológica. Algo que, a juicio de Judt, les hace merecedores de una severa crítica desde la perspectiva de la razón objetiva. 

En la tercera parte el autor se asoma a cinco ejemplos claros de cómo la falta de memoria deviene necesariamente en una perversión de la identidad presente. La Gran Bretaña laborista ha olvidado su pasado de lucha obrera para confiarse a Tony Blair, mucho más preocupado en gobernar conforme a los intereses de los poderes económicos que en satisfacer las demandas de sus representados, quienes en el mejor de los casos se desencantan por la extraña deriva del laborismo, llegando en las peores circunstancias a orientarse hacia posiciones ideológicas radicalmente opuestas. En este punto interesa el concepto de "post-política", con el que Judt alude a la nueva era que vivimos: una era en la que no importa la ideología de nuestro representante, puesto que lo que verdaderamente cuenta es su capacidad para hacer que las cosas funcionen. 

Continúa el ensayista con un estudio pormenorizado de la construcción de la memoria reciente francesa, tan preocupada por mantener vivo el legado del pasado como por falsear los elementos de esa historia que le resultan especialmente vergonzantes: también así, concluye el historiador, se acaba perdiendo la memoria y, con ella, la identidad. Relevante es la radiografía de dos estados paradójicos dentro de la Europa que conocemos: de un lado, una Bélgica progresivamente descentralizada hasta el extremo de ofrecer escasas garantías de estabilidad; de otro lado, una Rumanía que se erige en el paradigma de la tragedia comunista en la Europa del este, aquejada de los mismos vicios y problemas de la era comunista con un añadido peligroso: la ausencia de un aparato de partido que ampare, bajo una falsa apariencia de legalidad, a unas mafias que, en consecuencia, siguen operando ahora con total libertad, sin necesidad de enmascararse bajo un pretendido halo de respetabilidad. 

El último elemento de cuyo análisis se ocupa es el no menos controvertido caso de Israel, a medio camino entre Europa y el Próximo Oriente, más por necesidad de supervivencia que por su posición geográfica real. De ser un país acosado por el mundo árabe, que encarnaba la lucha del oprimido contra quienes pretenden subyugarlo, Israel ha pasado a ser un estado aniquilador de la heterogeneidad, sobre todo si tal diversidad viste con atuendo palestino y habla cualquier dialecto del árabe. Los mismos individuos que sufrieron la opresión en los campos de exterminio se han convertido en los verdugos de la población palestina, con el beneplácito de unos Estados Unidos cuya limpieza de intención ha de ser puesta, cuando menos, en tela de juicio. De ahí que la simpatía internacional se haya diluido poco a poco, hasta transformarse en prevención, cuando no en animadversión, hacia un estado totalizante inspirado por unespíritu de supervivencia rayano en la violencia animal contra el agresor. 

La cuarta y última parte del ensayo constituye un análisis de América, condicionado en su óptica porque entiende por América solo los Estados Unidos de América. A quienes se dispongan a acusar a Judt de imperialismo y connivencia con el Tío Sam les diremos que no se precipiten, pues si Estados Unidos ocupa sus desvelos en esta parte final del libro es para señalar sus defectos, sus obsesiones y su afán por ocultar su propia decadencia, de la mano de líderes de pantomima como Ronald Reagan, Henry Kissinger, o más recientemente Donald Trump. Cabría preguntarse si el predicamento de la política exterior estadounidense habría alcanzado un calado similar de no contar con apoyos exteriores tan decisivos como el del pontífice Juan Pablo II durante los años de la lucha contra el sandinismo en Latinoamérica. 

El libro concluye con una profunda y premonitoria reflexión: a menos que nos esforcemos en preservar el legado del pasado reciente, y a menos que la izquierda se apresure a recuperar sus ideales originales y a apoyar políticas sociales, adoptando al mismo tiempo una postura crítica para con las instituciones oficiales, corremos el riesgo de la radicalización ultra-conservadora de la clase obrera, inspirada por ese mismo "yo lo que quiero es que esto funcione" que puede arrojarnos en manos del lobo, olvidando que, aunque no queramos, seguimos siendo corderos que hemos de defender la integridad del rebaño frente a hambrientas sonrisas de caninos afilados. 

sábado, 22 de agosto de 2020

Autocrítica

Cuando nos dicen que somos el país de la fiesta, las terrazas, la juerga y la alegría, nos indignamos. Y hasta cierto punto, con razón: hay muchos más elementos que nos definen, no solo nuestra propensión al ocio y la expansión, aunque bien es cierto que estos últimos son quizá los que más destaquen. Sucede entonces que nos molesta vernos ante el espejo, porque media largo trecho entre la vaga conciencia de que se es algo, y la cruda realidad de que quien viene de fuera te lo haga notar. A nadie le gusta hacer autocrítica ni asumir sus errores, pero a veces toca. 

Humildemente, creo que considerando la evolución de los casos de coronavirus desde el final del Estado de alarma, puede adoptarse la postura ideológica que se desee, siempre que esté fundamentada: criticar la falta de previsión del gobierno, atacar la escasa disposición a la colaboración y el diálogo por parte de la oposición, clamar contra la escasa o nula previsión para el próximo curso educativo... Ahora bien, independientemente de cuál sea nuestra postura, hay un paso obligado: asumir que cada uno de nosotros, como individuos soberanos que somos, lo estamos haciendo fatal. 

Apenas la mal llamada "nueva normalidad" daba sus primeros pasos cuando una tarde, paseando por la Glorieta de Bilbao, comprobé con sorpresa que me cruzaba a mucha más gente sin mascarilla y sin guardar distancia social que observando las medidas requeridas ante la situación de emergencia sanitaria; una emergencia sanitaria que, no nos engañemos, ni se ha acabado ni tiene visos de terminar en los próximos meses. Tan llamativa era la coyuntura que dos policías municipales en moto se detuvieron en la entrada de la calle Fuencarral y se dijeron el uno al otro: "¿No estaremos yendo muy rápido?", mientras observaban las terrazas abarrotadas y las sonrisas inmaculadas, visibles ante la ausencia total de mascarillas en el personal. 

El siguiente asalto ha llegado con las vacaciones, que son un derecho laboral, pero que este año debían ser diferentes por responsabilidad social. Desgraciadamente, no ha sido así: muchos han marchado de las grandes ciudades siguiendo la máxima de "fuera de aquí estaremos más seguros", sin darse cuenta de que el virus no vive en el aire, sino que viaja con nosotros, y por tanto marchará allá donde nosotros lo llevemos. No obstante, parece que en este punto, como en muchos otros, es más importante conservar nuestro segmento de ocio particular que velar por la seguridad colectiva. Algo que se ha demostrado de lejos en el sector de la hostelería y el ocio nocturno. 

Porque quizá yo peque de ingenuo, pero: a) ¿Había de verdad algún empresario hostelero que pensara poder recuperar en este verano dinero? ¿En serio creían todos ellos que se iba a poder retomar la actividad normal? b) Puestos en el desgraciado brete de poner en una balanza el beneficio económico y la salud pública, ¿de verdad alguien piensa que es mejor el primero sobre la segunda? De verdad, me parecen argumentos tan débiles como los que hace unos años esgrimían en la televisión los dueños de los pozos de agua ilegales habilitados en Doñana, que han desecado la marisma y han amenazado el paraje con la desertización, pero que se mantenían en sus trece preguntando frente a la cámara, sin pestañear: "¿qué es más importante, el agua para los humanos o para los animales?". 

Definitivamente, el corto-placismo se ha instalado en nuestra mentalidad, y solo nos importa el bienestar presente, aún a costa de la ruina y la catástrofe inmediatas, que no ya futuras. Por todo ello, siento rabia y una profunda pena, no porque la clase política lo haya hecho mejor o peor, sino porque como comunidad humana estamos quedando a la altura del betún. Y en el fondo, cuando se culpa de todo esto al responsable político de turno, lo que se está diciendo es: "como yo no me sé controlar, contrólame tú, que para eso te pagamos el sueldo". Escalofriante argumento de no menos catastróficas consecuencias. 

Únicamente deseo que la situación revierta al final del verano, porque la gente regrese de las vacaciones, deje de moverse de un lugar a otro, y probablemente volvamos a quedarnos encerrados en nuestras provincias respectivas. Y también que las alarmantes cifras de los últimos días valgan para desterrar de una vez las máximas de los colectivos negacionistas: que se den un paseo por los domicilios de los familiares de los fallecidos y les cuenten la misma película, a ver si les hace gracia o no. 

Y para concluir: la mascarilla, bien puesta. Ni en la boca, ni en el codo, ni en la frente, ni en la mano. No por protegerse uno, sino porque no llevarla bien nos pone en riesgo a todos los demás, que ya está bien de estupideces. A ver si recordamos de dónde partimos y dónde estábamos hace solo cinco meses, por favor. Porque de lo que pase en adelante, somos responsables y culpables todos por igual. No "ellos", sino nosotros, todos. Que quede claro.