domingo, 8 de noviembre de 2020

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ese país no tan lejano

Escribo estas líneas sin ventajismo, cuando el escrutinio en Estados Unidos está bastante avanzado pero todo parece indicar que aún debemos esperar unos días para conocer el resultado definitivo, mientras el candidato Donald Trump anuncia su nula disposición a aceptar la derrota. Lo que estamos viviendo en estas últimas horas no es sino la manifestación más clara de lo que en el año 2016 llegó a la política internacional de la mano de este personaje: la agresividad en política por encima del sentido común, la diplomacia y el soft power. Un discurso violento, de ataque al contrario y reafirmación de la masculinidad en su máxima expresión, que hasta entonces se había visto como una actitud extraña, exótica, reprobable, y poco más. Hasta que el proceso electoral de noviembre de 2016 convirtió aquella actitud en una opción política, para más inri al frente de una de las primeras potencias mundiales. 

Viendo cómo ha evolucionado la sociedad política global desde entonces, cada vez estoy más convencido de que la victoria de Donald Trump hace cuatro años dio carta de naturaleza al populismo de extrema derecha en otros escenarios bastante inverosímiles, como Brasil, de la mano de Jair Bolsonaro, el Reino Unido liderado por Boris Johnson, Andrzej Duda en Polonia, o Viktor Orbán en Hungría. Con ellos ha llegado a las instituciones un discurso que era frecuente oír en tertulias de bar, en boca de individuos desesperados con su situación económica personal, dispuestos a buscar una solución a su desesperación basada en la política por la tremenda. Cuando oíamos hace años este tipo de explicaciones para el contexto global, teñidas de una ración nada despreciable de "cuñadismo", nos quedaba el consuelo de pensar: menos mal que esto son exabruptos de gente desesperada que, afortunadamente, jamás llegarán a tener presencia en el gobierno. 

Donald Trump y la sociedad estadounidense demostraron que sí se podía, que reaccionando a la crisis con lenguaje soez, grandes mensajes grandilocuentes huecos de contenido ideológico y muchas redes sociales, era posible reunir el apoyo de suficiente gente como para alcanzar el poder. Y una vez alcanzado, hacer cuanto fuera posible para conservarlo. Esta mañana me disponía a coger el autobús para ir a trabajar cuando oí las primeras declaraciones del candidato republicano que, una vez más, me hicieron sentir que estaba viviendo un mal sueño, cuando Trump anunciaba que estaba dispuesto a impugnar los resultados de los estados clave cuyo apoyo esperaba obtener, si el escrutinio no le favorece. Dicho de otro modo: "he llegado aquí por las bravas, buscando el apoyo de los desharrapados, y no me voy a marchar fácilmente". En el mejor de los casos, será el episodio final de un esperpento que se acabará extinguiendo en sus propias cenizas. 

En el peor de los casos, su reacción abrirá la puerta a una reelección que abre un periodo de incertidumbre sin igual y aventura otros cuatro años, como mínimo, de fuego y furia. Pero en realidad da igual, porque gane o pierda las elecciones el Partido Republicano, el discurso ha calado hondo y el daño ya está hecho en toda la sociedad. Esperemos que no sea demasiado tarde para subsanarlo y recordarnos lo que éramos antes de que la retórica marrullera se impusiera a las buenas formas. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

El embrujo de Shangai - Juan Marsé

Conocí la existencia de la novela después de visionar un documental sobre la vida de Fernando Fernán Gómez, en el que se mostraban cortes de varias películas protagonizadas por él, entre ellas la adaptación cinematográfica de esta obra. Y cometí el error de querer ver la película antes que leer el libro; la película nunca me acabó de entusiasmar, y el libro me ha atrapado durante varios días hasta que, finalmente, he conseguido acabarlo. Ahora mi objetivo es volver al film con ojos limpios para recrearme en los detalles de aquella constelación de personajes de la Barcelona de la posguerra que tan bien retrató Marsé. 

Porque algo me dice que Shangai, esa ciudad oriental y exótica que reúne en sí todos los vicios y todos los encantos del mundo desconocido, es el trasunto de una Barcelona cosmopolita que empezaba a ser antes de la Guerra Civil, pero que después de 1939 se quedó en una mera sombra de lo que pudo haber sido. Por eso Daniel y Susana prefieren oír las aventuras del Kim, relatadas por Forcat, en lugar de contemplar la realidad que se desenvuelve más allá de la ventana de la pobre niña tísica, demasiado dura para la inocencia de dos criaturas que empiezan a caminar por la adolescencia en el peor de los contextos posibles. 

Solo el capitán Blay ofrece algún consuelo al pobre protagonista, porque es la última memoria viva de una época que se fue y porque, aparentemente loco, es el más cuerdo de todos los personajes del relato: consciente de que el mundo que se ha instaurado después de la guerra es un teatro de apariencias, mentiras e hipocresía, concluye que lo mejor es no tomárselo en serio y tratar a los actores de la escena como comparsas de una obra surrealista, que se toman demasiado en serio sin darse cuenta de que no son sino una caricatura de ciudadanos de otra caricatura de país. Por eso cuando muere Blay el relato se acelera hacia un final triste e inesperado, que hace que Daniel se dé de bruces contra la realidad. 

La única salvación es la memoria de Shangai en labios de Forcat, que es la memoria de aquella Barcelona que fue, y que volvería a renacer a finales del siglo XX para convertirse en un marco urbano que encierra encanto en cada uno de sus rincones. De lectura fácil y amena, es una obra más que recomendable para pasar unos días navegando a medio camino entre la realidad y el ensueño.