domingo, 8 de noviembre de 2020

Huyendo del comunismo

Es un clásico cuando eres niño y haces alguna travesura, esconder la mano tras la espalda y señalar al que tienes enfrente para acusarle de lo mismo que te imputan a ti. Y en los últimos años hemos visto muchas ocasiones en las que desde Estados Unidos se ha hablado de varias amenazas externas, siempre desde su propia óptica: China, Rusia, el mundo islámico en general, y el fantasma recurrente, el fantasma del comunismo. Este último resulta interesante porque el país, como bastión del bloque capitalista durante la Guerra Fría y cuna del Macarthismo, ha sido el abanderado por excelencia de la cruzada anticomunista en el mundo. Solo el tímido deshielo iniciado en el tramo final de la segunda legislatura de Obama en las relaciones bilaterales con Cuba parecía poner fin a un largo camino de desencuentros, bloqueo y obstinación por ambas partes. 

Como no podía ser de otra forma, Donald Trump se ha hecho eco tradicionalmente también de la amenaza comunista mundial. La realidad, la auténtica paradoja, reside en que huyendo del comunismo, ha venido a incurrir en las mismas prácticas totalitarias de los peores años de la Europa del este, si es que el Telón de Acero vio años de prosperidad en algún momento. En Checoslovaquia, como en Polonia, Hungría, Rumanía y otros escenarios similares, la estrategia seguida por Moscú fue la de constituir partidos comunistas fuertes que entrasen en gobiernos de coalición en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial para, una vez en el poder, impulsar un golpe de Estado desde dentro y tomar el poder por la fuerza. Si además se producía una convocatoria electoral democrática que marginaba a las candidaturas comunistas, el golpe estaba más que justificado ante la amenaza del fantasma capitalista. 

Pues bien, el ya presidente saliente, o presidente en funciones, o como queramos llamarlo, no ha hecho sino reproducir la estrategia punto por punto: primero, cuando los sondeos le daban como perdedor, alegando que el voto por correo, claramente inclinado del lado demócrata (por aquello de que cuando sube la participación electoral, los conservadores siempre tiemblan), iba a estar manchado por el fraude; después, hablando de injerencias externas en la campaña para provocar su derrota; y finalmente, contra viento y marea, contra las voces de su propio partido y el criterio de varios tribunales y cortes supremas de diferentes estados, que han rechazado sus recursos para exigir un recuento y desacreditar el resultado desfavorable, pugnando por mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Solo resta ver hasta dónde le alcanzan las fuerzas y cuánto tarda alguien con más sensatez que él, que no será difícil de encontrar en las filas republicanas, que se acerque a su despacho y le diga, con mucha educación: "Dear Mr. President, this is over". 

Ojalá quienes han acudido a la calle empuñando las armas ante el llamado de quien llaman "su presidente" se den cuenta de que su postura es insensata y acepten que la democracia es esto: a veces se gana y a veces se pierde. Y consiste precisamente en convivir con todos, incluso cuando te gobierna quien tú consideras que no representa tu ideología, pero aceptas las reglas porque lo que no puede quebrantarse, bajo ningún pretexto, es la convivencia pacífica de la comunidad política ni la integridad de la sociedad civil. 

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ese país no tan lejano

Escribo estas líneas sin ventajismo, cuando el escrutinio en Estados Unidos está bastante avanzado pero todo parece indicar que aún debemos esperar unos días para conocer el resultado definitivo, mientras el candidato Donald Trump anuncia su nula disposición a aceptar la derrota. Lo que estamos viviendo en estas últimas horas no es sino la manifestación más clara de lo que en el año 2016 llegó a la política internacional de la mano de este personaje: la agresividad en política por encima del sentido común, la diplomacia y el soft power. Un discurso violento, de ataque al contrario y reafirmación de la masculinidad en su máxima expresión, que hasta entonces se había visto como una actitud extraña, exótica, reprobable, y poco más. Hasta que el proceso electoral de noviembre de 2016 convirtió aquella actitud en una opción política, para más inri al frente de una de las primeras potencias mundiales. 

Viendo cómo ha evolucionado la sociedad política global desde entonces, cada vez estoy más convencido de que la victoria de Donald Trump hace cuatro años dio carta de naturaleza al populismo de extrema derecha en otros escenarios bastante inverosímiles, como Brasil, de la mano de Jair Bolsonaro, el Reino Unido liderado por Boris Johnson, Andrzej Duda en Polonia, o Viktor Orbán en Hungría. Con ellos ha llegado a las instituciones un discurso que era frecuente oír en tertulias de bar, en boca de individuos desesperados con su situación económica personal, dispuestos a buscar una solución a su desesperación basada en la política por la tremenda. Cuando oíamos hace años este tipo de explicaciones para el contexto global, teñidas de una ración nada despreciable de "cuñadismo", nos quedaba el consuelo de pensar: menos mal que esto son exabruptos de gente desesperada que, afortunadamente, jamás llegarán a tener presencia en el gobierno. 

Donald Trump y la sociedad estadounidense demostraron que sí se podía, que reaccionando a la crisis con lenguaje soez, grandes mensajes grandilocuentes huecos de contenido ideológico y muchas redes sociales, era posible reunir el apoyo de suficiente gente como para alcanzar el poder. Y una vez alcanzado, hacer cuanto fuera posible para conservarlo. Esta mañana me disponía a coger el autobús para ir a trabajar cuando oí las primeras declaraciones del candidato republicano que, una vez más, me hicieron sentir que estaba viviendo un mal sueño, cuando Trump anunciaba que estaba dispuesto a impugnar los resultados de los estados clave cuyo apoyo esperaba obtener, si el escrutinio no le favorece. Dicho de otro modo: "he llegado aquí por las bravas, buscando el apoyo de los desharrapados, y no me voy a marchar fácilmente". En el mejor de los casos, será el episodio final de un esperpento que se acabará extinguiendo en sus propias cenizas. 

En el peor de los casos, su reacción abrirá la puerta a una reelección que abre un periodo de incertidumbre sin igual y aventura otros cuatro años, como mínimo, de fuego y furia. Pero en realidad da igual, porque gane o pierda las elecciones el Partido Republicano, el discurso ha calado hondo y el daño ya está hecho en toda la sociedad. Esperemos que no sea demasiado tarde para subsanarlo y recordarnos lo que éramos antes de que la retórica marrullera se impusiera a las buenas formas.