Al hilo de todo lo que está sucediendo en tierras afganas había pensado escribir una entrada de opinión, pero he preferido incluir una sección de mi recién publicada novela Tiempo antes, tiempo después (Punto Rojo, 2021), en la que reflejo cómo a muchos ya entonces, con los escombros de las Torres Gemelas aún humeantes, nos olía a cuerno quemado aquella invasión repentina que no se acababa de entender si se dejaba lo visceral de lado. Solidaridad absoluta con Afganistán, y no nos olvidemos de Haití.
Salud.
Episodio VI – Tierra Santa
La sensación que tuve en aquel momento fue una mezcla de
sentimientos, no sé si enfrentados o combinados entre sí: por un lado,
consternación por lo que acababa de suceder; por otro lado, incertidumbre y
miedo ante lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Al pensar de esta
forma, no me daba cuenta de que, en realidad, la nueva era había empezado mucho
antes, el 11 de septiembre de 2001, cuando al-Qaeda perpetró el atentado contra
el World Trade Center de Nueva York.
Antequera, septiembre de 2001
Recuerdo aquel día como si fuera hoy, porque entonces sí
que, mientras miraba el telediario de las 15:00 en casa con mis padres,
preparándome para ir a clase de la autoescuela, vi algo que nunca antes nadie
había contemplado: un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas. La
hipótesis inicial era la de un accidente fatal, por su dimensión y por sus
repercusiones, pues al haber chocado contra el tercio superior de la estructura
del edificio era seguro que los habitantes de los pisos superiores tenían su
destino sellado. Aquello podía ser un error humano más, de tantos como se
sucedían a diario, solo que con consecuencias fatales. Entonces, mientras
Matías Prats relataba la sucesión de noticias en torno a aquel supuesto
accidente, vi en directo al segundo avión estrellándose contra la segunda
torre.
-
¡Hostia! – grité desde el comedor, y
mis padres, que estaban en la cocina acabando de recoger, acudieron con la
incógnita pintada en sus rostros ante mi exclamación.
-
Niño, a ver si hablas bien – me dijo mi
madre – Que este año vas a ir ya a la Universidad y está muy feo decir
palabrotas.
Su reprimenda se le ahogó en la garganta, cuando vio las
imágenes que yo era incapaz de seguir contemplando, atraído por lo espectacular
y lo catastrófico de la circunstancia.
-
Esto no es un accidente, ¿eh? –
reflexionó en voz alta mi padre, con la cara desencajada.
No supe qué responder a sus palabras, por lo que me quedé
callado y, viendo la hora y que mi hermano andaba entretenido, fui a la cocina
a ayudarles a acabar de recoger.
Apenas fue un lapso de quince minutos, pero cuando regresé
ante el televisor aparecieron ante mí algunas imágenes que me resultaba difícil
interpretar: gente agolpada en la calle, en alguna ciudad del mundo árabe,
celebrando las noticias que llegaban desde el centro económico de Estados
Unidos, y del Mundo. ¿Por qué reaccionaban de aquella manera? ¿Por qué se
alegraban de lo que estaba sucediendo? Ni que decir tiene que, a mis recién
estrenados 18 años, me era difícil comprender lo que estaba sucediendo, pero al
mismo tiempo quería ponerme al día cuanto antes: en unas semanas comenzaría a
estudiar la licenciatura en Historia y necesitaba encontrar respuesta a
aquellos interrogantes.
Con esas dudas golpeando en mi cabeza fui a la autoescuela a
pasar dos horas haciendo tests: ya había revisado varias veces el contenido del
manual y me estaba preparando para hacer el examen teórico, que tendría lugar
en unos días. El reloj de San Sebastián daba las seis de la tarde, retumbando
en las calles de una ciudad que aún se desperezaba del sopor veraniego, del que
pugnaba por liberarse para ir adentrándose lentamente en el otoño. Cuando
llegué a casa mis padres, que solían salir a pasear y hacer recados un poco más
tarde, estaban aún sentados ante el televisor. Al verme aparecer por la puerta,
mi madre siguió extasiada contemplando las imágenes mientras mi padre me
indicaba con una mano que entrase, señalando con la otra la pantalla como para
explicar el motivo de su atención.
Entonces, para mí aquella era la foto de un señor
desconocido, de facciones enjutas, penetrantes ojos negros y larga barba
canosa. Junto a la fotografía, de manera intermitente se iban sucediendo vídeos
que había circulado por diversos medios, subtitulados. Lo que leí era aún más
incomprensible: aquel individuo, Osama bin Laden de nombre, era el caudillo de
una organización terrorista fundamentalista islámica, al-Qaeda, que acababa de
reivindicar el atentado de las Torres Gemelas, que al parecer había sido
sucedido por un tercer vuelo estrellado contra el Pentágono. Mencionaba las
injerencias de Estados Unidos en el mundo islámico, explotando los recursos del
entorno del Golfo Pérsico y mediatizando los gobiernos de la zona para
salvaguardar sus intereses económicos. Le acusaba de apoyar a Israel en su
guerra lenta y onerosa contra el pueblo palestino. Y exhortaba al a las
autoridades estadounidenses a mantenerse al margen, a menos que desearan sufrir
nuevas represalias de aquellas características.
El Presidente George W. Bush, elegido recientemente en un
controvertido procedimiento electoral, debía verse, pensaba yo, en una
indeseable posición, pues había de reflotar la moral del país después de un
golpe de tamañas dimensiones. Lejos de arredrarse, eso sí, como corresponde a
alguien de cortas entendederas, explotó aquella ocasión para inflamar el
patriotismo estadounidense, ya bastante complacido consigo mismo. Tanto él
como, sobre todo, sus asesores, tejieron una inteligente campaña que culpabilizó
al gobierno talibán de Afganistán de haber dado apoyo logístico e intelectual
al atentado, cobijando, además, al temido Bin Laden, quien acabaría
convirtiéndose en «Enemigo Público Número 1». Así
pues, la consecuencia directa de la caída de las Torres Gemelas no fue otra que
el inicio de la llamada «Guerra contra el Eje del Mal»,
representado entonces por el citado régimen afgano y, seguidamente, por Sadam
Hussein en Iraq.
Aquellos mismos líderes talibán de las montañas, que veinte
años atrás habían recibido el respaldo de Estados Unidos para forzar a una
agonizante Unión Soviética a abandonar el Oriente Próximo, ahora veían cómo su
antiguo aliado se tornaba en su principal enemigo. Un enemigo que desplegó toda
su fuerza contra el país, invadiendo un territorio hostil que le plantó cara
como solo él sabía hacerlo: con la estrategia de la guerrilla, tremendamente
efectiva para hacer frente a un enemigo superior, al que es impensable poder
combatir en campo abierto. Solo de esta forma todos podíamos entender que a
diario las noticias hablaran de los avances de las tropas norteamericanas en
Afganistán, de la caída del régimen encabezado por el Mulá Omar, de los talibán
subyugados por las fuerzas de la democracia, mientras las víctimas occidentales
seguían sucediéndose.
-
Pero, ¿esta gente no va ganando? – se
me ocurrió preguntar un día a mis padres, ya después de cenar, viendo la
sucesión de imágenes en la pantalla de la televisión – Si es así, ¿cómo es
posible que el ejército de sufra atentados todos los días y que el ejército de
Estados Unidos no deje de registrar bajas?
Entonces
no supieron responderme, pero poco después la respuesta tampoco sería
necesaria: supuestamente conquistado Afganistán, el siguiente objetivo era Iraq
y ese mismo Sadam Hussein que antes era amigo de Occidente, y ahora enemigo
público también, porque según los expertos del momento estaba fabricando armas
de destrucción masiva. El siguiente capítulo estaba a punto de escribirse, con
letras aún más manchadas de sangre.