jueves, 23 de abril de 2020

La guerra del profesor Bertenev

Con cierto retraso, me dispongo a hacer un análisis crítico de La guerra del profesor Bertenev, primera obra del autor Alfonso Zapico. Tropecé con la obra de Zapico por casualidad, en el verano de 2014, cuando me dirigí a la biblioteca del barrio donde vivía para sacar varias lecturas para los meses estivales y, sin saber muy bien lo que hacía, me topé con Café Budapest. Había visto recientemente Oh, Jerusalén y también había comenzado a leer el libro en el que se inspira la película, pero la perspectiva que encontré en aquellas páginas era diferente: la de la gente de la calle, que se ve en medio de un conflicto que ni siquiera es suyo, porque vive de prestado en una tierra demasiado famosa, desgraciadamente, por la cantidad de sangre derramada y de historias rotas durante casi ochenta años de convivencia imposible.

Dos años después leí el primer volumen de La balada del norte y seguí explorando la obra de Zapico, en la cual me llamaba especialmente la atención La guerra del profesor Bertenev. Entonces comencé a buscar una copia, en lo que pronto se aventuró como una misión imposible, porque se trataba de su opera prima y había quedado prácticamente fuera del circuito comercial. Fue en octubre de 2019 cuando tuve la suerte de asistir a la presentación del tercer volumen de La balada del norte en la FNAC de Callao, en Madrid, oficiada por el propio Alfonso. En los minutos posteriores a la clausura del acto, mientras amablemente él dedicaba un ejemplar a los asistentes que quisieron acercarse a su sitio, tuve la oportunidad de saludarle y de preguntarle por este cómic. Entonces me trasladó la grata noticia: se iba a reeditar, con motivo del vigésimo aniversario de la Editoral Dolmen. Él mismo me dijo: "Si eres historiador, probablemente te va a gustar". Desde aquel día permanecí atento a las novedades editoriales y, tan pronto como supe de su salida a la calle, me hice con una copia. 

La guerra del profesor Bertenev es una opera prima solo por su cronología en el conjunto de la dilatada obra de Alfonso Zapico, porque sus páginas destilan la madurez de un autor ya consolidado. Escogiendo un episodio histórico tan poco conocido por estas latitudes como la Guerra de Crimea (1853-1856), el autor parece en sus primeras páginas ir a caer en los lugares comunes de cualquier relato bélico: tropas enfrentadas sin saber muy bien por qué, más allá de que sirven banderas distintas y ese es el único mandamiento que importa; batallas sangrientas en las que se gana el honor, pero se pierde la humanidad; y movimientos tácticos de gran interés para los expertos en historia militar. Sin embargo, muy pronto Zapico hace un inteligente quiebro de cintura para abandonar la perspectiva global de la guerra y acercarse a una óptica particular, o más bien particularísima: la del profesor Bertenev. 

Es Bertenev un intelectual ruso opuesto al régimen despótico del zar, que trabaja como maestro al servicio de las familias adineradas rusas, compaginando sus horas de profesión con la colaboración desinteresada para una publicación destinada a minar la imagen pública de aquel soberano que, aún a mediados del siglo XIX, y hasta bien avanzado el siglo XX, seguiría considerándose a sí mismo y siendo considerado por los demás como un monarca absoluto de derecho divino. Las tribulaciones del grupo ilustrado y sedicioso al que pertenece le hacen verse en problemas bien pronto, cuando alguien les denuncia y todos ellos deben sufrir la dureza de la maquinaria represiva rusa; iba a decir que en aquella época, pero mucho me temo que el cuadro no ha cambiado demasiado hoy, a 23 de abril de 2020. Para purgar sus pecados como individuo sedicioso, Bertenev se ve empujado al frente, y ahí empieza su gran contradicción: si desea salvar su vida, ha de hacerlo luchando por el orgullo de ese mismo zar cuya legitimidad ha cuestionado. ¿Dónde está, entonces, la lógica de la fuerza bruta?

Precisamente porque a él le sobra lógica, pese a su escaso talento militar, Bertenev se percata bien pronto de que los británicos son más fuertes y van a infringir una derrota sin igual al ejército en que él lucha. Entonces hace lo que el sentido común nos movería a hacer a todos nosotros: huir para evitar la muerte, y rendirse cuando cae en manos del enemigo. Desde aquel momento es prisionero británico, como el resto de sus camaradas de armas unas horas más tarde, con una diferencia: ellos irán a parar a los barracones de los presos comunes de guerra, mientras él conseguirá ganarse la simpatía de un oficial británico para poder rehuir aquella zona del campamento, en la que sus compatriotas le esperan afilando sus bayonetas para dar muerte al traidor, que les abandonó cuando el enemigo se cernía sobre ellos. 

Es fácil prever que un individuo de su personalidad, circunspecto, culto y analítico, atraerá pronto la atención del oficial a cuyo cargo está, también dotado de fuerza bruta para la guerra, pero con la agudeza suficiente como para percatarse de que aquel Bertenev no es igual a los demás. Se revela como un individuo sensible, preocupado por la cultura, emocionado con las traducciones de Dostoievski y Tolstoi, que puede ser de utilidad a las tropas británicas: ha de convertirse en su profesor. ¿Es tal vez paradójico ver a los soldados de Su Majestad Imperial aprendiendo a leer y escribir, o representando las obras de Shakespeare? Si nos contagiamos del espíritu agresivo del ejército, la respuesta habrá de ser afirmativa. En cambio, si nos dejamos llevar por el espíritu crítico, ha de concluirse que la profesión que Bertenev desarrolla es la más necesaria: despertar la sensibilidad y el uso de la materia gris en un contexto en el que su utilización carece de valor en absoluto. 

Y él desempeña su trabajo con abnegación y pasión, porque sabe ver en los demás las potencialidades que aguardan ansiosas a desarrollarse, tan pronto como la persona indicada les insufle el aliento de luz necesario para que el ingenio se despierte. Su profunda mirada es también la que le lleva a buscar el perdón de sus compatriotas, visitándolos en un barracón donde nadie entiende su gesto y todos buscan únicamente venganza; una venganza estúpida contra un individuo incapaz de dañar a nadie, pero que ha cometido el gran error de zaherir el honor de los oficiales zaristas, tan poco sensibles en otros terrenos. Afortunadamente, los intentos reiterados por acabar con su vida se frustran y, cuando la campaña acaba, encontramos a Bertenev convertido en un ciudadano del mundo que acude a rehacer su vida en la capital de Europa: el París de Napoleón III. 

En resumen, quien se aproxime a estas páginas encontrará un interesante relato sobre el espíritu humano, así como la invitación a buscar respuestas cuando uno, de pronto, se da cuenta de que se ha convertido en ciudadano de ninguna parte, pero se conjura para definir su propia identidad y su lugar en el mapa, aunque sean el mapa y quienes lo dibujan quienes se obstinen en cambiar permanentemente. 

Feliz Día del Libro. 

martes, 7 de abril de 2020

Ensayo sobre la ceguera - reflexiones

La lectura de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ha sido dura de principio a fin. Ya conocía el estilo del autor, que pude seguir con agilidad en La caverna, e incluso en El evangelio según Jesucristo, lectura que me hizo disfrutar como un enano en el verano de 2005. No puedo decir lo mismo, en cambio, de la obra que acabo de concluir: en calidad literaria, probablemente el Ensayo sobre la ceguera esté por encima de las otras dos; en lo referente a la crítica mordaz a la sociedad actual, se complementa con La caverna a la perfección; pero la dureza de lo relatado, especialmente amarga en los días que estamos viviendo, ha hecho que cada página suponga una ducha de agua fría sobre mi conciencia. Necesaria, sí, pero no por ello menos dura. En mi descargo diré que comencé su lectura hace dos meses, cuando el actual estado de cosas parecía aún imposible. 

Como uno de los personajes de la novela confiesa en las páginas finales, somos ciegos, de la peor clase imaginable: creemos que vemos, que entendemos el mundo en que vivimos, que controlamos la naturaleza y los elementos... en definitiva, que somos indestructibles. Desafortunadamente, en circunstancias críticas tomamos conciencia de que no es así: no nos percatamos de lo que de verdad importa en nuestra vida cotidiana; del valor del contacto con los demás, de la sonrisa de la gente en la calle y de los gestos de solidaridad que se perciben a diario, que apenas destacan, pero que son los que nos constituyen como seres humanos. Y cuando todo lo que parece sólido se tambalea, o simplemente desaparece bajo nuestros pies, enfrentándonos al abismo, se esfuman también los últimos resquicios de humanidad que nos restan. 

En lugar de unirnos, como los ciegos que protagonizan el Ensayo, aquejados todos de idéntico mal, marginados por igual por quienes deciden quiénes son los apestados y quiénes no, somos incapaces de reconocer que nos hallamos del mismo lado de la trinchera, y que más nos vale unir nuestros esfuerzos para poder sobrevivir juntos. El cainismo aparece cuando menos necesario es, arrojándonos contra nuestros semejantes, a quienes queremos anular para poder subsistir a costa del otro; nunca con el otro. Pero eso jamás puede ser bueno, porque un organismo dividido es un organismo débil, que se devora a sí mismo hasta que, cuando remite la tempestad, regresa maltrecho y mutilado a las calles que un día creyó suyas, para ver la destrucción adueñarse de aquel espacio que se llamaba, erróneamente, humanizado. 

Por todos estos motivos, mientras esta sociedad, a la que Saramago criticaba en fecha tan temprana como 1995, no asuma la necesidad de la unión para alcanzar objetivos comunes; mientras el individualismo siga sobreponiéndose al sentimiento de comunidad, continuaremos siendo, como el maestro nos retrató, los mismos ciegos que reinciden en el error de creer que ven, cuando nunca han estado tan lejos de poder hacerlo. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Episodio III - Ojos huecos


Madrid, octubre de 2013

Lucía trabaja desde hace un año como profesora de Física y Química en un colegio concertado de Alcalá de Henares. El año pasado vivió una mala racha, cuando acababa de dejarlo con su novio y se había quedado en el paro. Sus padres le insistían desde Asturias en que volviera a casa: no tenía sentido seguir viviendo en Madrid, una vez acabada su tesis en el Instituto Rocasolano del CSIC, si no había perspectivas laborales en el horizonte. La Navidad pasada había sido dura, porque aquel había sido el tema dominante de todas las conversaciones; incluso en las cenas familiares, su padre había intentado ganar el apoyo de tíos y primos para convencerla de que lo mejor era regresar a casa de sus padres. La empresa no era difícil, porque su entorno familiar y su círculo de amistades era más conservador: prácticamente nadie se había marchado y a todos les parecía que la vuelta era la solución lógica.

Ella tenía un argumento infalible para oponerse a la batalla dialéctica: ¿dónde había más oportunidades laborales, en Oviedo o en Madrid? Si quería trabajar en la Educación, bien en la Superior o bien en la Media, necesitaba quedarse en una ciudad abierta al mundo. Además, pesaba otro elemento a su favor: había conocido a alguien. Al principio, los dos se lo habían tomado con mucha calma, porque él tampoco se encontraba en su mejor momento personal, pero poco a poco habían ido compartiendo más tiempo, hasta que casi se podía hablar de noviazgo. Esta parte Lucía jamás la revelaría a su familia, porque entonces sabía que tenía la batalla perdida: “Claro, como tienes lío en Madrid, prefieres quedarte allí a volver con tu familia”. Podía leer la frase en los labios de sus progenitores, mientras su hermana pequeña lo observaba todo y se limitaba a callar: ella quería mucho a Lucía y la echaba de menos, pero aunque le doliese, aceptaba que la decisión de su hermana mayor era hacer carrera en la capital.

Solo una persona de la familia parecía estar a su favor: su primo Arturo, que también había cursado el doctorado en Madrid, como ella, pero que cuando acabó regresó a tierras asturianas. Allí había construido una familia, con su novia de toda la vida, una chica simpática y animosa, pero que jamás se había planteado la posibilidad de abandonar Asturias. Tenían dos hijos, una casa, un coche… y todo lo que una familia convencional podía desear. No obstante, para construir aquel sueño familiar su primo había renunciado al suyo propio: marchar a Alemania con una beca posdoctoral Marie Curie, para estudiar Filosofía y acabar trabajando en alguna Universidad del continente. Normalmente no hablaban de aquello, pero aquella Navidad, sin previo aviso, su primo le había mandado un mensaje de WhatsApp: “Luci, ¿te tomas un café esta tarde conmigo?”. No dudó en aceptar la invitación, porque sentía que Arturo era el único que le conocía de verdad, y porque acababa de discutir en casa y deseaba pasar unas horas fuera, esperando a que los ánimos se templasen.

-        No vuelvas, nena – le dijo Arturo apenas se sentaron. Ni siquiera le dio tiempo a pedir – Por mucho que te insistan, no regreses. Te vas a arrepentir toda tu vida.

Tuvo que pugnar contra el estupor durante unos segundos de interminable silencio, hasta que finalmente dio forma a la frase que quería devolver a Arturo:

-        ¿Por qué volviste tú?

Antes de responderle, su primo sonrió con tristeza y, cuando un extraño brillo comenzaba a formarse en sus ojos, se giró para dirigirse a sus dos hijas:

-        Ana, Beatriz, – las llamó, cariñosamente – ¿por qué no vais a la plaza a ver si están vuestros amigos y jugáis un rato con ellos? La prima Luci y yo tenemos que hablar de un asunto.

Las niñas marcharon a la carrera, ante la perspectiva de un rato de diversión, en contraste con una conversación de adultos que las obligaría a mantenerse sentadas y fingiendo no entender lo que oían.

-        Yo volví porque soy un cobarde – comenzó a decir entonces – Beatriz era mi novia de toda la vida y la familia esperaba que nos acabásemos casando. Todo el mundo había depositado las esperanzas en nosotros. Pero sus esperanzas, ¿sabes lo que quiero decir? Aquellos sueños que ellos nunca consiguieron realizar, pero que esperaban ver colmados en nosotros. Nadie nos preguntó qué queríamos, o por lo menos no me lo preguntaron a mí. Y Beatriz me esperó durante cuatro largos años. Cuando acabé la tesis, le propuse que viviéramos juntos en Madrid y no quiso ni oír mencionar la idea. Siempre me ha dolido que no se pusiera en mi lugar, que me pidiera renunciar a todo por su sueño, que es más bien el de sus padres y los míos. Entonces pensé en dejarla, y de hecho me cogí un autobús exprés para venir y hablar con ella, pero me fallaron las fuerzas.

Lucía no pudo resistir la tentación de preguntar:

-        ¿Eres feliz, Artu?

De nuevo aquel brillo extraño y apagado:

-        No lo sé. Y ya me temo que con tu mente de científica perfecta me dirás: “si no lo sabes es que no lo eres”. Quizá por eso no me doy tiempo a preguntármelo. Veo a las niñas y me siento orgulloso de ellas, de las personas que son y de lo que estoy construyendo con ellas. Cuando miro a mi mujer, siento aún dolor y reproche. Tengo la sensación de que nunca seré capaz de perdonárselo, ni a ella, ni a mis padres.

-        El precio es muy alto – se aventuró a decir Lucía, cogiendo la mano de su primo para confortarlo. Arturo se la apretó:


-        Lo peor no es el precio, sino que lo pagas por un error de otro. Por haber tomado una decisión que no deseabas, pero que todos esperaban. No se puede vivir de cara a lo que piensan los demás, Luci. Tú nunca has sido así, de modo que no empieces a defraudarme ahora.


-        Si no fuera por mi primo el metafísico – le dijo ella, acariciándole la cara.


-        Y si tú no tuvieras la mente tan cartesiana, aunque no lo sepas, a mí no me quedaría ningún salvavidas en esta puta familia. Así que vámonos, anda, y no me saques esta conversación en el futuro o te doy una colleja.


Desde aquella conversación, cada vez que la familia le presionaba en alguna comida, cena o encuentro de cualquier tipo, ella buscaba la mirada de Arturo, que le guiñaba, cómplice. Entonces se sentía reconfortada y callaba, aguantando cual jabata la batalla que le planteaban sus mayores.

Precisamente porque su guerra era dura, y porque aquella guerra reflejaba los defectos de una sociedad democrática a veces solo en el nombre, quería emplear todos los elementos a su favor para que los adolescentes que tenía en clase pudiesen constituir los mimbres de una sociedad más fuerte, más independiente y, sobre todo, más moderna de verdad. Aquel curso era su ocasión, pensaba ella: el año anterior se había incorporado cuando ya hacía un mes que las clases habían comenzado, pero en esta ocasión iniciaba el año académico desde el principio. Había diseñado ella misma la programación de aula, desde el principio, y era tutora del curso de 4º de ESO. Como tutora, además de Física y Química y Matemáticas, debía impartir Cultura Clásica. Aquello era un chanchullo, pero como había comenzado a estudiar Antropología por la UNED, le habían habilitado en la inspección para suplir aquella vacante que el centro no podía cubrir de otra forma, por aquello de equilibrar el presupuesto aún a riesgo de perjudicar la formación de los alumnos.

El comienzo del año había sido prometedor: había presentado a los chavales su programación, las actividades que quería hacer, y todo les había entusiasmado. Hasta que llegó la hora de trabajar: cuando comenzó a explicar materia el primer día de curso, las caras de ilusión comenzaron a dar paso a miradas un tanto hoscas. Todos consideraban que Física y Química y Matemáticas eran materias duras, y entendían que Luci fuera exigente en esas clases. Pero Cultura Clásica… era una maría. Y como tal, tenían que poder aprobarla fácil. “Mándanos trabajos, Luci”, le decían, y ella se ponía enferma:

-        Claro – les respondía, cercana ya al hastío – Os mando trabajos que copiáis directamente de Internet, sin ni siquiera cambiar el tipo de letra de Wikipedia en la mayoría de las veces, y así vais aprobando. ¿Pero aprendéis?

Ellos guardaban silencio, porque les faltaban argumentos en su cerebro adolescente para rebatir el discurso de la profesora, a la que por lo demás adoraban. Pero poco a poco la resistencia la fue minando: cada día tenía que combatir con las protestas de los chicos, y a ello se sumaba que su pareja no atravesaba por su mejor momento. Empleado en una consultora de las de renombre, tenía que sacar adelante un proyecto que había intentado evitar, pero que le consumía por dentro: llegaba tarde a casa, a veces no podía quedar con ella, se mostraba huraño y a veces Lucía le visitaba por sorpresa, hallando restos de lágrimas en su rostro.

-        Mira, Javier, – le dijo una tarde – si lo que sucede es que ves que la relación no funciona, dímelo. Siempre hemos sido muy honestos el uno con el otro y no tenemos edad para andar mareando la perdiz: ponemos punto y final a la historia y el tiempo dirá si seguimos siendo amigos o no. Ahora bien, si estás así solo por trabajo, te lo aviso desde ya: no merece la pena. Agarra el toro por los cuernos, demuestra a tus compañeros y a tus jefes tu valía, y cuando todo pase pide una reunión y rinde cuentas a quien tengas que rendirlas, para advertirles que te has ganado el comodín de pasar una temporada larga sin comerte más marrones que los demás no quieren asumir.

Él la besó y le aseguró que no había nada malo en la relación. A ella le bastó su palabra, por esa extraña sensación que produce saber que estás ante una buena persona. Pero las semanas pasaban y la situación no mejoraba, hasta que un día él le mandó un mensaje: “Luci, no te he dicho nada para no preocuparte. He pedido hora con el psicólogo para que me ayude. Hoy no te veré porque es mi primer día de terapia, pero te llamo esta noche y te cuento”. Aquello la intranquilizó y esperó como agua de mayo su llamada, que llegó alrededor de las once de la noche. Le vio bien, con gana y con fuerza, resuelto a echar el resto en el trabajo, acabar el proyecto y poder superar aquel escollo que le estaba dejando sin apenas energía.

Lucía hizo todo lo posible por mantenerse fuerte, pero su carácter también se vio perjudicado por la circunstancia. Pronto, comenzó a perder la paciencia en el aula, hasta que un día uno de los alumnos percibió su desgaste y, lejos de compadecerse de ella, intentó aprovechar el tirón y ganar terreno en nombre de sus compañeros:

-        ¿Ves, Luci? – comenzó – Hasta tú estás cansada de este ritmo de trabajo. Imagínate nosotros, que solo con lo que tenemos que hacer para ti ya tenemos toda la tarde ocupada. ¿No te das cuenta?

El chico era sensato y, además, era uno de los que más derecho tenía a quejarse: diagnosticado con TDAH, encontraba más dificultad que sus compañeros en organizar el trabajo y poder superar las actividades y pruebas que ella mandaba.

-        Vale, Adrián, lo hablamos entre todos al final de la clase, ¿os parece?

Los rostros que respondieron a su sugerencia fueron de desaliento, porque ellos, como adolescentes, querían la solución aquí y ahora:

-        ¿Por qué no recortamos un poco de temario? – insistió Adrián – O nos pones una peli de mitología y nos pides que hagamos alguna actividad de grupo…

-        Me conozco vuestras actividades de grupo – le interrumpió ella – Os ponéis a trabajar tranquilos, os vais alterando conforme pasa el tiempo, el aula se acaba convirtiendo en una jaula de grillos y yo acabo desquiciada.


-        Desquiciada ya estás – oyó a su espalda. Se giró con violencia para identificar al dueño de aquella voz, pero todos se callaron: unos, conscientes de que venía la tormenta. Otros, encubriendo al cobarde denunciante.


-        ¿Por qué no nos dejas trabajar en las actividades que tenemos para mañana?


-        Adrián – suspiró ella, contando hasta diez antes de responder – Os mandé las actividades hace una semana. Tenían que estar ya más que hechas, pero las habéis dejado para última hora. Ya me pedisteis que retrasara la fecha y accedí: ¿es necesario que insistáis?


-        Pero ha habido un puente, y hemos estado fuera: ¡también tenemos derecho a descansar, joder!


Aquello la sacó de quicio, y se fue arrepintiendo conforme empezó a formular las frases que siguieron a su estallido de ira:

-        ¡Descansar! ¡Derecho a descansar! – comenzó – ¿Sabéis cuántas asignaturas tenía yo en la EGB? ¿Sabéis cuántos exámenes nos ponían los profesores justo después del Puente de la Constitución, porque querían corregir días antes de Navidad e irse pronto de vacaciones? Y yo no me quejaba: apechugaba, bajaba la cabeza y lo hacía. Primero, porque ningún profesor dialogaba con los alumnos como lo hago yo, y a ninguno de nosotros se nos ocurría dar ese paso. ¿Sabéis que a mí todavía las monjas me zurraban cuando hablaba en clase? ¡No tenéis ni idea de la suerte que tenéis por haber nacido cuando habéis nacido! ¿Me oís? ¡Ni idea! Vuestra obligación ahora es estudiar y trabajar para ser gente con cabeza el día de mañana. Por eso no os puedo quitar carga lectiva: por vuestro bien. ¿Y sabéis qué? Que si no entendéis esta razón, os doy otra que sí que vais a entender: ¡no os quito ninguna actividad porque no me sale del coño!

Ya estaba hecha. El arrepentimiento le vino de manera inmediata, pero su orgullo le impidió pedir perdón. Los chicos la miraron ojipláticos, espantados por aquella versión de Lucía que desconocían en absoluto. La clase acabó en un clima raro, de silencio tenso y cabezas gachas. Ella bajó a la sala de profesores y encontró a Celia y Orestes, sus compañeros de confianzas: el Lado Oscuro, como acostumbraba a llamarlos.

-        Chica, ¿qué te pasa?

Era día de desayuno fuera, así que los tres bajaron a la cafetería junto al colegio y Lucía les confesó lo ocurrido.

-        Te has equivocado, Lu – le dijo Orestes – No hace falta que te lo digamos: te queremos y comprendemos la situación por la que pasas, pero ya sabes que no hay que pagarlo nunca con los chavales.

-        Además – dijo Celia, que llevaba en el colegio tantos años como Orestes, desde la fundación – la orientadora del grupo es Alba, que ya sabes que es de la cuerda de la directora. Seguro que los chavales le cuentan lo que ha pasado, porque ella siempre va de guay y de enrollada con ellos, e informará a Felisa para que te llame la atención.


Y así fue. Por algún extraño motivo, quizá porque Lucía pasaba de guerras de bandos y se esforzaba en llevarse bien con todo el mundo, Alba tuvo la delicadeza de llevársela fuera del colegio para hablar de lo sucedido.

-        Felisa no sabe nada, no te preocupes – le dijo – Ni lo va a saber: los chavales te adoran y, aunque parece que estamos en trincheras diferentes, creo que eres una buena profesional. Pero procura que no vuelva a pasar.

Lucía le agradeció el tacto y la delicadeza, y justo después, cuando entró a clase, pensó que era el momento de asumir el error. Era la hora de tutoría y los chavales tenían que actualizar el formulario con sus datos personales, domicilio incluido, para que la base del colegio estuviese al día.

-        Recordad que solo tenéis que incluir vuestros datos personales si vuestro domicilio o teléfono de casa han cambiado – explicó ella, cautelosa.

Cuando todos habían bajado la cabeza para revisar los datos, vio que no habían entendido las instrucciones, aunque era la tercera vez que las explicaba:

-        A ver, chicos – mantuvo un tono pausado – ¿Quién ha cambiado de teléfono y/o domicilio?

Solo cinco alumnos levantaron la mano.

-        Bien, pues como os he explicado, solo vosotros tenéis que rellenar el formulario.

-        ¿Y los demás? – preguntó Adrián, temeroso de otra tormenta.


-        Haced los deberes, que tenéis que entregar mañana.


Sin dar crédito a las palabras de su profesora, preguntó:

-        Pero… ¿no tenemos que empezar un tema nuevo hoy?

Lucía los miró a todos sonriendo, y se dispusieron a sacar sus cuadernos, entendiendo el mensaje. Ella necesitaba que todos estuvieran trabajando en silencio, con la mirada fija en los folios en blanco, para poder hablarles con franqueza. Sabía que iba a llorar, y no podía permitirse que 30 personas fueran testigos de su confidencia y, sobre todo, de su hundimiento:

-        Chicos, ayer estuve hablando con Alba – comenzó, pisando con cautela aquel terreno – Siento mucho haber sido tan ruda con vosotros. Solo quiero contaros un poco la situación y mis motivos.

Ellos oían atentos, pero nadie se giraba a mirarla, mientras ella se sentaba en una mesa libre al fondo de la clase:

-        Pensáis que os exijo porque os quiero amargar la vida, pero no es así – prosiguió – ¿Sabéis? Yo vengo de Asturias y estoy muy contenta de estar trabajando aquí con todos vosotros. Os tengo verdadero cariño y quiero que lo pasemos bien en clase. Sobre todo, porque cada vez que regreso allí y veo a mis amigos de toda la vida, que tuvieron la misma educación imperfecta que yo recibí, tengo la sensación de haber viajado atrás en el pasado 30 años. Sus ojos están huecos, porque no ven más allá de su vida cotidiana. Han heredado los miedos de sus padres y por eso mi pueblo no ha evolucionado. No quiero que os pase lo mismo a vosotros: si no aprendéis, si no reflexionáis, jamás seréis libres. Y eso es algo que nunca me podré perdonar.

Entonces calló, dejando que siguieran trabajando, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas como un torrente largo tiempo contenido. En aquel momento sintió que le vibraba el móvil en el bolsillo y, disimuladamente, sin que los chicos la vieran, leyó el mensaje de Javier: “Acabamos de presentar el proyecto y todos nos han felicitado. Gracias por todo, Luci. ¿Te invito a cenar esta noche y lo celebramos?”

Ella sabía que no era lo convencional, pero aquella noche le pediría a él que se fueran a vivir juntos.