Hace exactamente diez años me hallaba viviendo en Hoboken, frente al skyline de Nueva York, donde me dirigía todas las mañanas para trabajar en la biblioteca de la New York University, en la desembocadura de la Quinta Avenida, donde cursaba una de mis estancias de investigación de doctorado. Mi llegada a la ciudad había sido cálida: primero por el día, un soleado 6 de septiembre de 2010 en el que el otoño aún parecía lejano; después por el contexto, porque gracias a los contactos de mi directora de tesis me podría alojar en el apartamento de Luz, una encantadora colombiana que desde entonces se convirtió en mi tía adoptiva, hasta el día de hoy, cuando ha pasado más de un año desde su última visita a España, en la que me reuní con ella para corroborar que los años pasan por su lado y no se atreven a tocarla: tan bien se sigue conservando.
Fue una etapa hermosa de mi vida, dado que aún me restaba más de un año para acabar la tesis y me encontraba en esa fase dulce en la que la escritura parece fluir sola, y uno aprovecha los ratos libres, que no son muchos, para pasear por la ciudad, disfrutar el paisaje y reflexionar. Las primeras semanas, como suele suceder, transcurrieron de manera acelerada, entre trámites para hacerme con la tarjeta de investigador visitante de la Universidad, gestiones sobre el seguro médico y un viaje de algo más de una semana a los archivos nacionales en Albany. Gracias a todo ello conseguí verme a mediados de noviembre con el trabajo más o menos concluido y quince días por delante antes de regresar a España, en los que podría dedicarme a lo que hasta entonces no había hecho: conocer la ciudad.
Como soy celoso de mis momentos de soledad, me tomé un par de días para recorrer todos sus recovecos yo solo y tomar fotografías. Y así, un 15 de noviembre de 2010, me bajé del metro en la intersección entre la calle 14 y la Quinta Avenida para, desde allí, recorrer esta última en línea recta, camino de Central Park. Lo sé: una turistada sin precedentes, pero cateto y pueblerino como soy, a mucha honra, no podía dejar de admirar en directo la angostura del Flattiron Building, el vértigo del Empire State o la bizarría del Chrysler Building. Casi dos horas pasé caminando y caminando, mientras tomaba fotografías de los patinadores y el árbol de Navidad, aún en proyecto, en Rockefeller Center, hasta que por fin desemboqué en la entrada del parque.
Entre los defectos que olvidé mencionar hay que incluir un último: la mitomanía. Esa misma obsesión que encaminó mis pasos, sin que yo pudiera evitarlo, a una zona concreta del parque: Strawberry Fields. La gente se agolpaba en torno al mosaico blanco y gris que enmarca la palabra mágica: "Imagine". Contagiado del entusiasmo popular, no podía evitar sonreír como un imbécil por encontrarme ante uno de los lugares de peregrinación obligada de cualquier Beatle maníaco que se precie. Y entonces sucedió la magia: unos acordes sonaron y un joven, sentado en el contorno exterior de ese mismo mosaico sagrado, entonó la única canción del cuarteto de Liverpool que consigue hacer que se erice el vello de mi piel, con independencia del contexto, "In my life".
Mientras el chico nos hablaba de los lugares que habitan su recuerdo, sobre su inmutabilidad en su mente y sobre el peso de la memoria personal en la pervivencia de esos mismos lugares, me acordé de mis padres, de mi hermano y de mis amigos. De cuánto los había extrañado durante aquellas semanas, y de lo poco que faltaba para regresar a tierra española. Quizá por eso, consciente de que el tiempo se agotaba y de que debía emborracharme de experiencia vital, regresé a Hoboken corriendo y me preparé para recorrer otros muchos rincones de la mano de mi tía Luz, que hizo, junto a Joseph y a la familia de ambos, que las últimas jornadas que pasé en aquella ciudad se hayan quedado conmigo para siempre.