Meses ha que no vengo por estos lares, porque el tiempo no me ha sobrado, básicamente. Por eso y porque es muy fácil hablar de manera visceral y reactiva en medio de todo lo que sucede últimamente, cuando creo que las circunstancias recomiendan justo lo contrario: observar, leer, oír, e intentar formarse una opinión lo más objetiva posible, sin caer en apasionamientos peligrosos. Este y no otro es el motivo de que hoy tampoco vaya a hablar de la invasión rusa de Ucrania ni del devenir del conflicto. Antes bien, quiero intervenir para hacer lo que me gusta: reseñar lecturas y hacer un aporte crítico sobre descubrimientos recientes que hayan iluminado mi camino.
Tal es el caso de La falla, de Guillermo Abril y Carlos Spottorno, publicado por Astiberri ediciones en febrero de este año 2022. En un momento en el que aún parecía poco probable que viviéramos un conflicto del calado del que se ha desatado de la mano del omnipresente Kremlin y la siempre acechante OTAN, esta novela gráfica ya nos animaba a reflexionar sobre una realidad cuyo análisis me atrae cada vez más: la frontera. El concepto en sí mismo es interesante, puesto que en terminología geográfica se puede definir la frontera bien como border, es decir, como línea de demarcación que divide a las personas y que se ha trazado de manera artificial por la mano humana, respondiendo más o menos a realidades geográficas o culturales; o bien como boundary, que habla mucho más de la frontera como punto de encuentro entre pueblos y como espacio de convivencia compleja, en el que las diferencias culturales y los rencores históricos pugnan con una urgencia mucho más pedestre: la necesidad de convivir en el día a día para salir adelante.
Eso y no otra cosa es el Alto Adigio, para los italianos, o el Tirol del Sur, para los austriacos. Un territorio de mayoría germana que, sin embargo, fue arrebatado a la perdedora Austria tras la I Guerra Mundial, incorporándose a la República Italiana. Lo que sucede es que, como suele ocurrir en estas circunstancias, siglos de impronta cultural no se pueden borrar con escuadra y cartabón, trazando una torpe línea recta sobre un mapa en el que se olvida algo esencial: la historia individual y colectiva de los individuos que habitan el territorio, únicos protagonistas y últimas víctimas de las decisiones tomadas en un despacho, sin considerar su voluntad. Así nos encontramos con unos pueblos y unas comunidades que han hecho de la convivencia pacífica su modo de vida, sanando las heridas de la guerra sobre la base de la prosperidad que aporta el turismo, así como de la necesidad de convivir a diario para subsistir y atender las necesidades humanas cotidianas y urgentes, como se apuntaba antes. A poco que se escarba en la superficie aparecen viejas rencillas que no acaban de desaparecer, pese a que las celebraciones de la concordia y de la paz intenten colocar un apósito húmedo que ayude a aparentar buena salud y convivencia. Así y todo, el entendimiento predomina desde la asunción mutua de los errores y los aciertos pasados, en un maduro ejercicio de autocrítica que más de un país podría apresurarse a realizar, no vaya a ser que cuando se lo proponga sea demasiado tarde y se vea sacudido por un nuevo conflicto fratricida que recuerde demasiado a aquel otro que nunca se cerró.
En definitiva, las páginas de La Falla ayudan a entender, a través del testimonio y de los ojos de Guillermo Abril y de Carlos Spottorno, que la vida cotidiana de la gente está muy lejos de las preocupaciones institucionales de los altos ejecutivos y de los grandes dirigentes. De ahí que, independientemente de la voluntad geopolítica expresada sobre un mapa, las comunidades humanas acaben haciendo de la convivencia y de la normalidad su bandera, empeñándose por encima de todo en encontrar los vínculos que las unen, priorizándolos sobre los elementos que las separan. Sería bueno no olvidar nunca este principio, máxime en un momento histórico en el que voces anhelantes de un pasado glorioso que nunca existió pretenden apelar a sentimientos nacionalistas absurdos para enfatizar nuevamente lo que nos separa, que es muy poco, sobre lo que nos une, que es mucho más. No puedo más, para concluir, que recomendar muy mucho la lectura de la obra con la mente abierta, libre de prejuicios y más predispuesta al consenso que al disenso, desde la conciencia más absoluta de que la batalla será dura, pero merece mucho la pena librarla. Así lo hace ver ya en el prólogo Elena Masarah, en lo que no es sino un excelente abrir de boca para unas páginas cargadas de emoción, historias y reflexión.