sábado, 9 de mayo de 2020

Trabajando en casa: el escritorio como objeto cultural y como signo de identidad

El objetivo del presente ensayo es reflexionar sobre las implicaciones culturales de un objeto de la vida cotidiana que, desde mi perspectiva personal, tiene gran relevancia en el espacio doméstico: la mesa de escritorio. La elección se debe a que constituye un objeto de gran valor que habla tanto de nuestra vinculación con el trabajo, como del rol de las ocupaciones laborales en nuestro espacio íntimo. Asimismo, la configuración de la mesa de escritorio no es igual a lo largo de nuestra vida, sino que, como defenderé en las próximas líneas, evoluciona a medida que se produce nuestra maduración personal. Ahora bien, con un margen de variación más o menos amplio, siempre se mantiene dentro de unos parámetros que, desde mi punto de vista, también constituyen una imagen bastante acertada de nuestra propia mente y de nuestra forma tanto de abordar los problemas, como de organizar las ocupaciones.

A la hora de emprender este análisis, manejaré varios conceptos antropológicos que conviene introducir aquí. En primer lugar, ha de emplearse el término «cultura», acotándolo en concreto a la «cultura occidental», pues como se verá este objeto del mobiliario doméstico habla de las características esenciales de las sociedades de los países desarrollados, recuperando la idea de habitus de P. Bourdieu (ed. 1997). Seguidamente, sin abandonar aún la noción de cultura, habremos de ponerla en relación con la «cultura urbana», dado que el escritorio es un refugio cotidiano para el trabajo que, en las mismas condiciones, podría desarrollarse bien en el entorno laboral, o bien en otros espacios de uso público ambientados para ello, como las bibliotecas o los workspaces. ¿Por qué, pues, solemos recurrir preferentemente a nuestro escritorio personal? En tercer lugar, ha de relacionarse el escritorio con la «delimitación» de los espacios domésticos, no solo desde el punto de vista arquitectónico, sino también en perspectiva de accesibilidad a otras personas, para determinar su «exclusividad» y el grado de la misma. Finalmente, la «identidad» propia se plasma en el escritorio: su orden o desorden, los elementos que lo pueblan, su disposición… remiten a la manera de ser de su(s) usuario(s). El análisis se llevará a cabo desde la perspectiva teórica del análisis simbólico, representado por Clifford Geertz (ed. 1977) y David Schneider (ed. 1980), entre otros, considerando que el estudio de los elementos concretos o, si se quiere, los tentáculos sueltos de la cultura entendida como un cefalópodo, permite entender una serie de símbolos, reglas y categorías que moldean la conducta, a la par que son moldeados por ella, contribuyendo todos ellos al funcionamiento adecuado del órgano mayor al que pertenecen, que es la cultura en sentido amplio.

Una vez hecha la introducción expondré, para empezar, la relevancia del escritorio como objeto definitorio de una cultura específica, para después extenderme acerca de la medida en que refleja la identidad de sus usuarios.

La mesa-escritorio como símbolo cultural del occidente desarrollado

Comenzaré relacionando el análisis de la mesa de escritorio (o mesa-escritorio, o escritorio, conceptos que emplearé indistintamente) con la cultura a la que la considero ligada de manera necesaria: el mundo occidental desarrollado. Para ello, he de recurrir al término habitus acuñado por Bourdieu, que él definió como la subjetividad socializada, es decir, como la generalización de prácticas limitadas por las condiciones sociales que las sostienen (Bourdieu, 1997: 11-26). Para acotar este concepto a mi objeto de análisis, he de recordar el carácter esencial de la cultura como rasgo distintivo del ser humano, en la medida en que constituye el bagaje de pautas y comportamientos adquiridos por los individuos a través del aprendizaje a lo largo de la vida. De entre las diferentes culturas que podemos identificar en las comunidades humanas, la nuestra corresponde a las sociedades desarrolladas occidentales y, ciñéndolo aún mucho más a nuestro marco geográfica, a la Europa Mediterránea.  Ninguno de estos dos ámbitos geográficos es baladí: el primero define unas características y condiciones económicas y sociales concretas, y el segundo parece condicionar unas pautas relacionales específicas en la sociedad que, aparentemente, colisionarían con las anteriores, aunque en nuestro caso las complementan y las enriquecen; esto es, el confort y la cultura del trabajo de los países occidentales no necesariamente están reñidos con el gusto por las relaciones sociales de los países mediterráneos, sino que pueden servir como vía de escape a las tensiones cotidianas.

La pertenencia al mundo occidental civilizado hace que un porcentaje nada despreciable de la población se pueda identificar con la llamada «clase media», dramáticamente erosionada en la reciente crisis financiera global, aunque no extinguida. El simple hecho de que se reconozca la existencia de una clase media denota una estructura socioeconómica no polarizada; esto es, a medio camino entre la reducida proporción de población que dispone de unos ingresos altos o muy altos, y la cifra mucho mayor de la clase trabajadora y personas empobrecidas, existe un grupo de población, mas o menos nutrido en función del país, que goza de una posición socioeconómica «tranquila». Dicha tranquilidad se traduce tanto en unos ingresos mensuales seguros y estables, con la consiguiente posibilidad de satisfacer sus necesidades de manera relativamente sencilla, como en el acceso a determinados servicios, públicos o privados, que denotan su lugar en la jerarquía social: todos ellos constituyen, entre otros, el habitus de la clase media Europea Occidental. Además, en el ámbito geográfico-cultural al que aludimos existe un rasgo añadido que confiere complejidad a la realidad a la que me refiero: la permeabilidad de la clase media, que hace que sus límites, por abajo y por arriba, sean difusos y permitan que se mezcle con la clase trabajadora (incluso con los sectores más marginales de la sociedad, en circunstancias muy específicas como la reciente crisis, ya aludida) y con las clases altas, respectivamente.

De suerte que, en buena parte de las estructuras domésticas del Occidente desarrollado, se reproduce el mismo patrón de hogar, con una distribución de habitaciones-funciones similar, si no idéntica, independientemente del poder adquisitivo de quienes habitan aquellas paredes (Sañudo Vélez, 2013: 214-231). En su interior podemos encontrar algunas variantes: dos o tres habitaciones, salón vs. salita de estar o salón comedor vs. estudio, etc. Sea cual sea la modalidad ante la que nos encontremos, ya en el salón comedor, ya en el estudio, ya en el dormitorio del matrimonio o de los hijos, es frecuente encontrar la mesa-escritorio. Se concibe esta como un mueble asociado bien al trabajo de los adultos fuera de su espacio laboral específico, que requiere cierta concentración (prolongación de la jornada laboral en casa, contabilidad empresarial o doméstica…), o bien a la actividad estudiantil de los hijos. En todos los casos, nos encontramos ante un denominador común: se trata de un enser que existe en las viviendas de las familias porque responde a una necesidad. Dicho de otro modo, si existe un escritorio en buena parte de los hogares de los países desarrollados, se debe a que la coyuntura socioeconómica de dichos países permite a una parte considerable de la población dedicarse a las labores que han de realizarse necesariamente en dicho espacio. El trabajo intelectual fuera de la jornada laboral, la contabilidad de la economía doméstica, el recogimiento para cualquier labor creativa, o el estudio para superar los exámenes finales del trimestre, son actividades todas ellas que hablan de un mundo acomodado, en el que la población dispone de tiempo y de medios para ocuparse de dichas labores, ninguna de ellas indispensable para la subsistencia material del individuo. Y, por consiguiente, ninguna de ellas esperable en sociedades de países subdesarrollados de América Latina, África o Asia, en los que sí existe una polarización social marcada en términos de distribución de los recursos: muy poca población controla la mayor parte de la riqueza, mientras la mayoría de sus semejantes vive en la estrechez, condenada a trabajar desde edad muy temprana a destajo para sobrevivir, sin tiempo alguno para pensar en otra actividad diferente a la que compromete su capacidad de salir adelante. Es en este sentido que sostengo que la mesa-escritorio denota, en un hogar, su ubicación en los países occidentales desarrollados, ayudándonos incluso a adivinar el posible estatus socioeconómico de la unidad familiar que lo habita; por consiguiente, es un símbolo de identidad cultural.

Para concluir esta sección, es preciso detenerse en otro elemento que reseñaba al comienzo del ensayo: la preferencia por el uso de este tipo de espacio frente a otros de similar función y uso público, como bibliotecas y workspaces, nuevos fenómenos de nuestra «cultura urbana». Diferentes estudios señalan la evolución reciente de las ciudades en la era post-industrial y la proliferación de espacios donde se favorece el encuentro masivo de personas para compartir hábitos similares y, de esta forma, homogeneizar pautas de conducta; verbigracia, los grandes centros comerciales (García Canclini, 2010: 231-270). Desde el punto de vista del consumo por emulación, partiendo de la creencia errónea, no por ello menos extendida, de que el acto de compartir hábitos iguala no solo las costumbre sino también las conciencias, puede resultarnos apetecible acudir a estos grandes espacios comerciales, para cohabitar con otras personas con intereses similares a los nuestros en este campo. Sin embargo, el individuo parece capaz de discriminar entre su tiempo de ocio-consumo y su tiempo de introspección, al que corresponde el terreno doméstico y, dentro de él, la mesa de escritorio como soporte para desarrollar actividades que requieren un encuentro con nosotros mismos (Chávez Giraldo, 2010: 6-17). Esta desviación puede ayudarnos a entender cierta inclinación hacia el trabajo reflexivo y/o estudio sobre ella, en el entorno de nuestra casa, en lugar de la biblioteca o los espacios de trabajo, donde la interacción con otra gente, también con el mismo interés que nosotros en lo que a la necesidad de concentración se refiere, puede representar un elemento de distracción, por pequeño que resulte, al que no todos somos igualmente impermeables. Dado que comienzo a analizar ya matices personales en el empleo de este mueble, sirva esta consideración como tránsito al siguiente epígrafe, centrado en dicha perspectiva subjetiva del escritorio.

La madera de su dueño: el escritorio como fotografía personal

La «delimitación» es esencial para entender la ubicación de este objeto en la casa: por una parte, si consideramos la disposición y organización doméstica sobre el plano, ¿dónde lo situamos? Por otra parte, si nos detenemos a analizar su empleo, ¿quién la puede usar: solo una persona, con carácter exclusivo, o todas las personas de la unidad doméstica que tengan necesidad de ello? Comenzaré respondiendo a esta última pregunta, dado que a través de la respuesta hilaré la argumentación completa de esta nueva sección. El uso de la mesa de escritorio puede ser individual o colegiado, con matices: resulta individual si se emplea con una finalidad específica que solo corresponde a una de las personas que cohabita bajo ese techo; puede ser colegiado si dicha actividad, o familia de actividades derivadas de un tronco común, se identifica con varias personas que puedan tener acceso a ella. En este sentido, hemos de entender que los límites del término de «exclusividad» son relativos: en ningún caso ha de ser necesariamente el espacio exclusivo de trabajo de un único individuo. Hablaríamos, pues, de una «exclusividad abierta» o «exclusividad inclusiva» hasta cierto punto (Adánez Pavón, 2003: 35-53). El límite a dicha inclusión, no obstante, es claro: nadie ajeno a la labor que se lleva a cabo sobre ella ha de acceder a la misma, ni para desarrollar su propia actividad, ni mucho menos para «ordenar» el supuesto desorden.

El escritorio carece de finalidad hasta que es adquirido, instalado y ubicado dentro del espacio doméstico. Una vez se ubica, adquiere una finalidad y una identidad propia en función de aquel(los) que lo va(n) a usar. La menor alteración en su lógica interna, compartida con sus usuarios, rompe la armonía y perjudica el ritmo de trabajo que se desarrolla sobre él. Sin adquirir tintes dramáticos, la violación del espacio del escritorio constituiría pues una violación de dicha lógica interna, que no es sino una violación de la intimidad entre el usuario y el mueble. Si la ruptura del orden es cometida por alguien para desempeñar una acción diferente a la habitual, constituye un acto de intrusismo. Si este, en cambio, corresponde a una voluntad externa de «ordenar» o «limpiar» lo que hay sobre él, ajena a la voluntad propia de sus usuarios, también viola la intimidad entre el enser y el dueño, fracturando una compleja armonía en aras de un supuesto principio universal de «orden» o «limpieza», hasta hoy no constatado empíricamente. Valgan como ejemplo las sonadas diferencias entre el detective Sherlock Holmes y su casera, la Señora Hudson, cada vez que esta aprovechaba las ausencias de aquel para ordenar sus cosas, eliminando así la capa de polvo y ácaros que, a juicio de Holmes, era esencial para determinar, en función de su grosor, la antigüedad de los casos recogidos en sus legajos. Yo mismo he llegado a protagonizar enfrentamientos similares con mis padres en mis años estudiantiles, porque ante su desesperación por el desorden de mi mesa yo intentaba rebatir, una y otra vez, que dicho aparente desorden contenía un orden interno, que solo a mí correspondía interpretar y desentrañar, cuya disrupción exógena era perjudicial.

El excurso sobre la inviolabilidad de la intimidad entre la mesa de escritorio y su usuario es necesario porque conduce a la proposición final del presente ensayo: el escritorio es la imagen en negativo de su dueño. Por eso, solo él ha de decidir dónde se tiene que ubicar, qué orientación ha de tener, e incluso qué tipo de mueble conviene más a sus intereses. Y lo que es más importante: nunca será igual a lo largo de tiempo, porque su estructura y disposición cambiará conforme madure aquel que lo emplea; algunos elementos y esquemas organizativos (o desorganizativos) permanecerán, pero en cada etapa vital se añadirán matices que no serán sino el reflejo del lento tránsito del lector, escritor, estudioso o individuo, sin más, hacia la vida adulta. Para apoyar esta aseveración partiré de mi subjetividad, porque ilustra las circunstancias que acabo de enumerar:

Primeramente, una mesa-escritorio no tiene porqué ser de manera necesaria un mueble concebido para dicha función: puede ser cualquier mesa o elemento de mobiliario que sirva a las necesidades del interesado. En el momento actual, mi escritorio es una mesa de cocina rectangular, con tableros desplegables que permiten obtener una superficie cuadrada más amplia. Inicialmente, en tanto que mesa de cocina, se compró para servir a dicho fin, pero diferentes circunstancias de ordenación interna del espacio doméstico llevaron a considerar que quizá no resultaba muy conveniente para aquel menester. Necesitado como estaba de un lugar en el que poder desarrollar mi trabajo en casa, consideré que reunía las condiciones óptimas de altura, superficie y simplicidad de formas como para servir al fin principal que yo le iba a dar: apilar libros y apuntes para preparar clases o escribir algún artículo.

En segundo lugar, lo dicho en las páginas previas llevaría al lector a concluir que la mesa se encuentra en el dormitorio o en el estudio, pero en realidad se ubica en el salón-comedor. La razón primera no emana de mi voluntad: inicialmente iba a quedar allí, porque estaba destinada a comer sobre ella. Sí me fue dado, sin embargo, elegir su orientación: contra la pared, para evitar que los libros caigan al suelo; de espaldas a la ventana de la terraza, porque así dispongo de buenas condiciones de iluminación sin estar sujeto a distracciones de la calle. Por último, si hablo de su «orden interno», partiendo de la base de lo que la mayor parte de la gente de mi sociedad entendería por «orden», carece de él. Ahora bien, desde mi propia óptica, lo tiene: libros, cuadernos y apuntes se van acumulando en función de mis necesidades de redacción en cada momento, procediendo a su limpieza solo cuando el cambio de proyecto impone, asimismo, una modificación de los instrumentos dispuestos sobre ella. En este sentido, es un fiel reflejo de mi propia manera de trabajar, que se puede constatar en otras herramientas de mi uso cotidiano, tales como mi agenda. Y lo que es más importante: con pequeñas variaciones, mi escritorio siempre fue así.

Conclusión

El cometido de este ejercicio ha sido reflexionar sobre lo que existe de cultural en un objeto tan cotidiano para mí como la mesa-escritorio. De lo dicho en las páginas anteriores, las principales conclusiones extraídas son: constituye un distintivo de habitus de la sociedad occidental desarrollada, demostrando además la tendencia de algunas personas a refugiarse en la intimidad de su hogar para realizar ciertos trabajos y reflexiones; su utilización exclusiva se refiere a la persona o personas que la emplean para una función concreta, que establecen con ella una relación de intimidad inviolable por otros usuarios; por este preciso motivo, solo ellos han de decidir sus características y ubicación en el ámbito doméstico. Finalmente, esta conjunción de circunstancias lleva a que el escritorio se convierta en una «foto de carné» de quienes la usan, por sus características externas y por su «orden interno».

Bibliografía

ADÁNEZ PAVÓN, Jesús, «Una conceptualización de la organización espacial domestica: morfología y dinámica», Revista Española de Antropología Americana, vol. extraordinario, 2003, pp. 35-53.

BOURDIEU, Pierre, Razones prácticas, Barcelona, Anagrama, 1997.

CHÁVEZ GIRALDO, Juan David, «El espacio doméstico tras el soporte arquitectónico: claves para entender el sentido multidimensional de lo íntimo en el dominio del hogar», Dearq 7, 2010, pp. 6-17.

GARCÍA CANCLINI, Néstor, «Las cuatro ciudades de México», en Francisco Cruces Villalobos y Beatriz Pérez Galán (comps.), Textos de Antropología Contemporánea, Madrid, UNED, 2010, pp. 231-270.

GEERTZ, Clifford, The interpretation of cultures, New York, Basic Books, ed. 1977.

SAÑUDO VÉLEZ, Luis Guillermo, «La casa como territorio. Una nueva epistemología sobre el hábitat humano y su lugar doméstico», Iconofacto 9/XII, pp. 214-231.

SCHNEIDER, David, American kinship: a cultural account, Chicago, University of Chicago Press, ed. 1980.

jueves, 23 de abril de 2020

La guerra del profesor Bertenev

Con cierto retraso, me dispongo a hacer un análisis crítico de La guerra del profesor Bertenev, primera obra del autor Alfonso Zapico. Tropecé con la obra de Zapico por casualidad, en el verano de 2014, cuando me dirigí a la biblioteca del barrio donde vivía para sacar varias lecturas para los meses estivales y, sin saber muy bien lo que hacía, me topé con Café Budapest. Había visto recientemente Oh, Jerusalén y también había comenzado a leer el libro en el que se inspira la película, pero la perspectiva que encontré en aquellas páginas era diferente: la de la gente de la calle, que se ve en medio de un conflicto que ni siquiera es suyo, porque vive de prestado en una tierra demasiado famosa, desgraciadamente, por la cantidad de sangre derramada y de historias rotas durante casi ochenta años de convivencia imposible.

Dos años después leí el primer volumen de La balada del norte y seguí explorando la obra de Zapico, en la cual me llamaba especialmente la atención La guerra del profesor Bertenev. Entonces comencé a buscar una copia, en lo que pronto se aventuró como una misión imposible, porque se trataba de su opera prima y había quedado prácticamente fuera del circuito comercial. Fue en octubre de 2019 cuando tuve la suerte de asistir a la presentación del tercer volumen de La balada del norte en la FNAC de Callao, en Madrid, oficiada por el propio Alfonso. En los minutos posteriores a la clausura del acto, mientras amablemente él dedicaba un ejemplar a los asistentes que quisieron acercarse a su sitio, tuve la oportunidad de saludarle y de preguntarle por este cómic. Entonces me trasladó la grata noticia: se iba a reeditar, con motivo del vigésimo aniversario de la Editoral Dolmen. Él mismo me dijo: "Si eres historiador, probablemente te va a gustar". Desde aquel día permanecí atento a las novedades editoriales y, tan pronto como supe de su salida a la calle, me hice con una copia. 

La guerra del profesor Bertenev es una opera prima solo por su cronología en el conjunto de la dilatada obra de Alfonso Zapico, porque sus páginas destilan la madurez de un autor ya consolidado. Escogiendo un episodio histórico tan poco conocido por estas latitudes como la Guerra de Crimea (1853-1856), el autor parece en sus primeras páginas ir a caer en los lugares comunes de cualquier relato bélico: tropas enfrentadas sin saber muy bien por qué, más allá de que sirven banderas distintas y ese es el único mandamiento que importa; batallas sangrientas en las que se gana el honor, pero se pierde la humanidad; y movimientos tácticos de gran interés para los expertos en historia militar. Sin embargo, muy pronto Zapico hace un inteligente quiebro de cintura para abandonar la perspectiva global de la guerra y acercarse a una óptica particular, o más bien particularísima: la del profesor Bertenev. 

Es Bertenev un intelectual ruso opuesto al régimen despótico del zar, que trabaja como maestro al servicio de las familias adineradas rusas, compaginando sus horas de profesión con la colaboración desinteresada para una publicación destinada a minar la imagen pública de aquel soberano que, aún a mediados del siglo XIX, y hasta bien avanzado el siglo XX, seguiría considerándose a sí mismo y siendo considerado por los demás como un monarca absoluto de derecho divino. Las tribulaciones del grupo ilustrado y sedicioso al que pertenece le hacen verse en problemas bien pronto, cuando alguien les denuncia y todos ellos deben sufrir la dureza de la maquinaria represiva rusa; iba a decir que en aquella época, pero mucho me temo que el cuadro no ha cambiado demasiado hoy, a 23 de abril de 2020. Para purgar sus pecados como individuo sedicioso, Bertenev se ve empujado al frente, y ahí empieza su gran contradicción: si desea salvar su vida, ha de hacerlo luchando por el orgullo de ese mismo zar cuya legitimidad ha cuestionado. ¿Dónde está, entonces, la lógica de la fuerza bruta?

Precisamente porque a él le sobra lógica, pese a su escaso talento militar, Bertenev se percata bien pronto de que los británicos son más fuertes y van a infringir una derrota sin igual al ejército en que él lucha. Entonces hace lo que el sentido común nos movería a hacer a todos nosotros: huir para evitar la muerte, y rendirse cuando cae en manos del enemigo. Desde aquel momento es prisionero británico, como el resto de sus camaradas de armas unas horas más tarde, con una diferencia: ellos irán a parar a los barracones de los presos comunes de guerra, mientras él conseguirá ganarse la simpatía de un oficial británico para poder rehuir aquella zona del campamento, en la que sus compatriotas le esperan afilando sus bayonetas para dar muerte al traidor, que les abandonó cuando el enemigo se cernía sobre ellos. 

Es fácil prever que un individuo de su personalidad, circunspecto, culto y analítico, atraerá pronto la atención del oficial a cuyo cargo está, también dotado de fuerza bruta para la guerra, pero con la agudeza suficiente como para percatarse de que aquel Bertenev no es igual a los demás. Se revela como un individuo sensible, preocupado por la cultura, emocionado con las traducciones de Dostoievski y Tolstoi, que puede ser de utilidad a las tropas británicas: ha de convertirse en su profesor. ¿Es tal vez paradójico ver a los soldados de Su Majestad Imperial aprendiendo a leer y escribir, o representando las obras de Shakespeare? Si nos contagiamos del espíritu agresivo del ejército, la respuesta habrá de ser afirmativa. En cambio, si nos dejamos llevar por el espíritu crítico, ha de concluirse que la profesión que Bertenev desarrolla es la más necesaria: despertar la sensibilidad y el uso de la materia gris en un contexto en el que su utilización carece de valor en absoluto. 

Y él desempeña su trabajo con abnegación y pasión, porque sabe ver en los demás las potencialidades que aguardan ansiosas a desarrollarse, tan pronto como la persona indicada les insufle el aliento de luz necesario para que el ingenio se despierte. Su profunda mirada es también la que le lleva a buscar el perdón de sus compatriotas, visitándolos en un barracón donde nadie entiende su gesto y todos buscan únicamente venganza; una venganza estúpida contra un individuo incapaz de dañar a nadie, pero que ha cometido el gran error de zaherir el honor de los oficiales zaristas, tan poco sensibles en otros terrenos. Afortunadamente, los intentos reiterados por acabar con su vida se frustran y, cuando la campaña acaba, encontramos a Bertenev convertido en un ciudadano del mundo que acude a rehacer su vida en la capital de Europa: el París de Napoleón III. 

En resumen, quien se aproxime a estas páginas encontrará un interesante relato sobre el espíritu humano, así como la invitación a buscar respuestas cuando uno, de pronto, se da cuenta de que se ha convertido en ciudadano de ninguna parte, pero se conjura para definir su propia identidad y su lugar en el mapa, aunque sean el mapa y quienes lo dibujan quienes se obstinen en cambiar permanentemente. 

Feliz Día del Libro. 

martes, 7 de abril de 2020

Ensayo sobre la ceguera - reflexiones

La lectura de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ha sido dura de principio a fin. Ya conocía el estilo del autor, que pude seguir con agilidad en La caverna, e incluso en El evangelio según Jesucristo, lectura que me hizo disfrutar como un enano en el verano de 2005. No puedo decir lo mismo, en cambio, de la obra que acabo de concluir: en calidad literaria, probablemente el Ensayo sobre la ceguera esté por encima de las otras dos; en lo referente a la crítica mordaz a la sociedad actual, se complementa con La caverna a la perfección; pero la dureza de lo relatado, especialmente amarga en los días que estamos viviendo, ha hecho que cada página suponga una ducha de agua fría sobre mi conciencia. Necesaria, sí, pero no por ello menos dura. En mi descargo diré que comencé su lectura hace dos meses, cuando el actual estado de cosas parecía aún imposible. 

Como uno de los personajes de la novela confiesa en las páginas finales, somos ciegos, de la peor clase imaginable: creemos que vemos, que entendemos el mundo en que vivimos, que controlamos la naturaleza y los elementos... en definitiva, que somos indestructibles. Desafortunadamente, en circunstancias críticas tomamos conciencia de que no es así: no nos percatamos de lo que de verdad importa en nuestra vida cotidiana; del valor del contacto con los demás, de la sonrisa de la gente en la calle y de los gestos de solidaridad que se perciben a diario, que apenas destacan, pero que son los que nos constituyen como seres humanos. Y cuando todo lo que parece sólido se tambalea, o simplemente desaparece bajo nuestros pies, enfrentándonos al abismo, se esfuman también los últimos resquicios de humanidad que nos restan. 

En lugar de unirnos, como los ciegos que protagonizan el Ensayo, aquejados todos de idéntico mal, marginados por igual por quienes deciden quiénes son los apestados y quiénes no, somos incapaces de reconocer que nos hallamos del mismo lado de la trinchera, y que más nos vale unir nuestros esfuerzos para poder sobrevivir juntos. El cainismo aparece cuando menos necesario es, arrojándonos contra nuestros semejantes, a quienes queremos anular para poder subsistir a costa del otro; nunca con el otro. Pero eso jamás puede ser bueno, porque un organismo dividido es un organismo débil, que se devora a sí mismo hasta que, cuando remite la tempestad, regresa maltrecho y mutilado a las calles que un día creyó suyas, para ver la destrucción adueñarse de aquel espacio que se llamaba, erróneamente, humanizado. 

Por todos estos motivos, mientras esta sociedad, a la que Saramago criticaba en fecha tan temprana como 1995, no asuma la necesidad de la unión para alcanzar objetivos comunes; mientras el individualismo siga sobreponiéndose al sentimiento de comunidad, continuaremos siendo, como el maestro nos retrató, los mismos ciegos que reinciden en el error de creer que ven, cuando nunca han estado tan lejos de poder hacerlo.