sábado, 22 de agosto de 2020

Autocrítica

Cuando nos dicen que somos el país de la fiesta, las terrazas, la juerga y la alegría, nos indignamos. Y hasta cierto punto, con razón: hay muchos más elementos que nos definen, no solo nuestra propensión al ocio y la expansión, aunque bien es cierto que estos últimos son quizá los que más destaquen. Sucede entonces que nos molesta vernos ante el espejo, porque media largo trecho entre la vaga conciencia de que se es algo, y la cruda realidad de que quien viene de fuera te lo haga notar. A nadie le gusta hacer autocrítica ni asumir sus errores, pero a veces toca. 

Humildemente, creo que considerando la evolución de los casos de coronavirus desde el final del Estado de alarma, puede adoptarse la postura ideológica que se desee, siempre que esté fundamentada: criticar la falta de previsión del gobierno, atacar la escasa disposición a la colaboración y el diálogo por parte de la oposición, clamar contra la escasa o nula previsión para el próximo curso educativo... Ahora bien, independientemente de cuál sea nuestra postura, hay un paso obligado: asumir que cada uno de nosotros, como individuos soberanos que somos, lo estamos haciendo fatal. 

Apenas la mal llamada "nueva normalidad" daba sus primeros pasos cuando una tarde, paseando por la Glorieta de Bilbao, comprobé con sorpresa que me cruzaba a mucha más gente sin mascarilla y sin guardar distancia social que observando las medidas requeridas ante la situación de emergencia sanitaria; una emergencia sanitaria que, no nos engañemos, ni se ha acabado ni tiene visos de terminar en los próximos meses. Tan llamativa era la coyuntura que dos policías municipales en moto se detuvieron en la entrada de la calle Fuencarral y se dijeron el uno al otro: "¿No estaremos yendo muy rápido?", mientras observaban las terrazas abarrotadas y las sonrisas inmaculadas, visibles ante la ausencia total de mascarillas en el personal. 

El siguiente asalto ha llegado con las vacaciones, que son un derecho laboral, pero que este año debían ser diferentes por responsabilidad social. Desgraciadamente, no ha sido así: muchos han marchado de las grandes ciudades siguiendo la máxima de "fuera de aquí estaremos más seguros", sin darse cuenta de que el virus no vive en el aire, sino que viaja con nosotros, y por tanto marchará allá donde nosotros lo llevemos. No obstante, parece que en este punto, como en muchos otros, es más importante conservar nuestro segmento de ocio particular que velar por la seguridad colectiva. Algo que se ha demostrado de lejos en el sector de la hostelería y el ocio nocturno. 

Porque quizá yo peque de ingenuo, pero: a) ¿Había de verdad algún empresario hostelero que pensara poder recuperar en este verano dinero? ¿En serio creían todos ellos que se iba a poder retomar la actividad normal? b) Puestos en el desgraciado brete de poner en una balanza el beneficio económico y la salud pública, ¿de verdad alguien piensa que es mejor el primero sobre la segunda? De verdad, me parecen argumentos tan débiles como los que hace unos años esgrimían en la televisión los dueños de los pozos de agua ilegales habilitados en Doñana, que han desecado la marisma y han amenazado el paraje con la desertización, pero que se mantenían en sus trece preguntando frente a la cámara, sin pestañear: "¿qué es más importante, el agua para los humanos o para los animales?". 

Definitivamente, el corto-placismo se ha instalado en nuestra mentalidad, y solo nos importa el bienestar presente, aún a costa de la ruina y la catástrofe inmediatas, que no ya futuras. Por todo ello, siento rabia y una profunda pena, no porque la clase política lo haya hecho mejor o peor, sino porque como comunidad humana estamos quedando a la altura del betún. Y en el fondo, cuando se culpa de todo esto al responsable político de turno, lo que se está diciendo es: "como yo no me sé controlar, contrólame tú, que para eso te pagamos el sueldo". Escalofriante argumento de no menos catastróficas consecuencias. 

Únicamente deseo que la situación revierta al final del verano, porque la gente regrese de las vacaciones, deje de moverse de un lugar a otro, y probablemente volvamos a quedarnos encerrados en nuestras provincias respectivas. Y también que las alarmantes cifras de los últimos días valgan para desterrar de una vez las máximas de los colectivos negacionistas: que se den un paseo por los domicilios de los familiares de los fallecidos y les cuenten la misma película, a ver si les hace gracia o no. 

Y para concluir: la mascarilla, bien puesta. Ni en la boca, ni en el codo, ni en la frente, ni en la mano. No por protegerse uno, sino porque no llevarla bien nos pone en riesgo a todos los demás, que ya está bien de estupideces. A ver si recordamos de dónde partimos y dónde estábamos hace solo cinco meses, por favor. Porque de lo que pase en adelante, somos responsables y culpables todos por igual. No "ellos", sino nosotros, todos. Que quede claro. 

domingo, 5 de julio de 2020

The English Game

Probablemente quienes no sean amantes, o al menos aficionados, al fútbol decidan descartar la serie The English Game, de Netflix. Mediante esta breve reseña solo me atrevo a pedirles que le den una oportunidad, porque es más que una miniserie sobre los orígenes del fútbol en la Inglaterra obrera de la década de 1880: es la historia de la lucha de clases. De hecho, en sus seis capítulos apenas hay secuencias de tres partidos, porque el telón de fondo es el de la formación de la clase obrera inglesa. En efecto, el mismísimo E.P. Thompson habría firmado, siguiendo la estela de Friedrich Engels y Karl Marx antes que él, un guion impecable que relata el enfrentamiento entre dos visiones antagónicas del mundo: de un lado, una clase adinerada que ha creado un juego cuyas reglas ha escrito para divertirse, porque gana suficiente dinero para no preocuparse por su sustento diario; de otro lado, una clase trabajadora que desempeña jornadas de 16 horas diarias con un solo día de descanso, para la cual el fútbol es una vía de escape y que necesita ser pagada para poder dedicarse a él... porque los creadores de ese noble deporte han decidido que solo se juegue de manera amateur. 

En este contexto aparece Fergus Suter, natural de Glasgow, con su inseparable Jimmy Love, ambos contratados por el dueño de la fábrica de hilados de Darwen para jugar por el equipo local, aparentemente en calidad de empleados de la factoría, para cubrir un fichaje remunerado que estaba prohibido por las leyes del momento. Una vez las piezas están sobre el tablero, encontramos un elenco clásico de personajes: Arthur Kinnaird, estrella de los Old Etonians, perennes triunfadores de la FA Cup, básicamente porque los fundadores del fútbol y el presidente de la Federación juegan en su equipo. Para ellos la irrupción de los jugadores de clase obrera pagados por jugar supone un atropello: porque viola las reglas de su juego, y porque implica la entrada en escena de un actor que les resulta desagradable e incómodo. Pero la corriente de la historia comienza a correr y nada parece capaz de detenerla. Mientras las tensiones entre ambos bandos se desarrollan a lo largo de los capítulos, otros problemas aparecen y mueven a la reflexión del espectador: la migración forzada por motivos económicos, la condición de las mujeres de clase trabajadora, la violencia de género, el alto riesgo de exclusión de las madres solteras (algunas de ellas madres de vástagos engendrados por miembros de la misma clase burguesa que ahora les da la espalda)...

Y ante todo, dos elementos que convierten el argumento en emocionante, pero que hacen que la historia pierda credibilidad: el primero es evidente, porque por muy humano que Arthur Kinnaird quiera mostrarse, es poco creíble que acabe empatizando con aquella misma clase a la que debe explotar como banquero e hijo de banqueros; el segundo es triste, dado que al final de la trama los trabajadores prefieren unir sus esfuerzos para conseguir la victoria de Blackburn en la final de la FA Cup frente a los Old Etonians, conscientes de que sean o no hinchas de Blackburn, será una victoria global de la clase trabajadora del condado de Lancashire. Digo triste no por este hecho en sí, sino porque los trabajadores, desafortunadamente, rara vez nos hemos sabido poner de acuerdo para unirnos y enfrentarnos al enemigo real. Aún así, la emoción ahogada en la garganta cuando se visionan las últimas imágenes es suficiente para mantener esperanza en un futuro mejor para todos. 

domingo, 7 de junio de 2020

La conjura contra América

Podría parecer que mis lecturas de cuarentena han sido oportunistas, pero os puedo garantizar que no: de hecho, me ha llevado años aproximarme a Philip Roth porque siempre me ha parecido que su prosa es demasiado densa, y me animé hace un mes a leer La conjura contra América como preludio para ver la serie después. Sigo pensando que el estilo de Roth es recargado y que no anima a la lectura si lo que se quiere es conocer los hechos de manera clara y sucinta; pese a ello, la historia merece la pena. Es preciso diferenciar entre la ficción de la novela y lo que estamos viendo en las calles de Estados Unidos en las últimas dos semanas, de modo que empezaré por la ficción, si no os parece mal. 

La historia que se cuenta en La conjura contra América es ficticia, pero verosímil en un país en el cual, como una compañera de trabajo me dijo una vez, la fiesta siempre puede acabar mal. En este caso, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano (no es casualidad) acaba alzándose con la victoria frente a Franklin Delano Roosevelt, en cuyo haber se cuenta tanto la recuperación económica tras el Crack del 29 como una intensa campaña por participar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al nazismo. Charles Lindbergh se convierte así en presidente con una fórmula muy sencilla: la bandera de la paz y del aislacionismo estadounidense, tan presente en la política exterior de aquella nación hasta inicios del siglo XX. Solo hay un detalle que convierte a su presidencia en algo inquietante: es un declarado antisemita. 

Los mecanismos que posibilitan el ascenso de Lindbergh son los mismos que hemos visto siempre en cualquier campaña electoral: una extraña y explosiva mezcla de mensajes grandilocuentes que todo el mundo quiere oír, un tema central repetido de manera machacona, y una simpatía capaz de cautivar a propios y extraños. El drama en el caso que nos relata Roth es que esa simpatía consigue que al candidato republicano le voten incluso quienes se adivinan como sus víctimas inmediatas: la comunidad judía, arengada por algún que otro rabino que se siente investido de una voz de mucha mayor autoridad de la que le correspondería en un mundo en el que la justicia existiera. Así llega el presidente a controlar los destinos del país, mientras alcanza acuerdos secretos con Alemania para mantener a Estados Unidos en su posición de neutralidad, que no es sino una colaboración encubierta con las fuerzas del III Reich mediante el envío de armas. 

Como no podía ser de otra forma, un contexto tan poco propicio provocará un auténtico seísmo en una familia judía modelo: los Roth, que ven tambalearse sus cimientos cuando su sobrino adoptado, Alvin, pierde una pierna combatiendo en las filas británicas, y su hijo mayor Sandy se declara admirador del presidente, renegando de la propia comunidad a la que pertenece, a la que se refiere despectivamente como "you people". En más de una ocasión su padre tendrá que reconvenirle para recordarle que ese "you" que se empeña en usar destilando bilis en cada palabra le incluye también a él, aunque no quiera. La combinación es tan desazonadora que en un momento concreto de la novela todo parece a punto de estallar por los aires: la familia Roth, la comunidad judía de Newark, el país y, con él, el mundo en su conjunto. Algo sucede que provoca un desenlace inverosímil: la desaparición del presidente, por unas razones y en unas circunstancias que no revelaré para no hacer más spoilers a posibles lectores, pero que hacen que el final del relato resulte trepidante. 

Si en algo resulta profético el relato de Roth es, especialmente, en el acierto para demostrar que cuando un colectivo desfavorecido y minoritario se extraña de sí mismos, votando a quien representa unos intereses radicalmente opuestos a los suyos, simplemente porque siempre ha deseado ser otra cosa, corre un riesgo muy grave de perder su propia esencial, de olvidar su camino, y lo que es peor: de arrojarse en manos de la tiranía. Hago esta reflexión mientras observo las imágenes desoladoras de la población afroamericana en Estados Unidos, indignada contra el presidente Trump y su silencio cómplice frente al supremacismo blanco: un mal endémico en aquel país, que nunca desaparecerá mientras no se adopten medidas claras que impliquen el reconocimiento tácito y evidente de la igualdad de todas las personas, con independencia de su condición étnica. Y pienso esto mientras recuerdo cómo en las elecciones de 2016 una proporción nada desdeñable de población latina y afroamericana declaró con orgullo su voto favorable al hoy presidente de los Estados Unidos, amparándose en una máxima simple y efectiva: "America first". 

Lo que entonces todos olvidamos es que la "America" que entonces tenía Donald Trump en mente tenía poco que ver con esa tierra que se proclama a sí misma cuna de la democracia y de la libertad. Era una América que él concibe en términos de su propio grupo: la élite adinerada, el mundo de los negocios... en definitiva, aquellos que se creen demasiado buenos como para juntarse con el pueblo, por un miedo despreciable a que sus caros trajes se manchen con el olor de los problemas de la gente. Ahora, cuando han transcurrido cuatro años y se celebrarán nuevas elecciones, es importante que seamos todos conscientes de lo que está sucediendo; que no nos dejemos engañar más por promesas y discursos vacuos; y que seamos capaces de actuar en las urnas con la responsabilidad suficiente como para no pasar otros cuatro años lamentando el error. Porque la simpatía y la buena presencia no son motivos para optar por el individuo que ha de dirigir los destinos de un país: pueden ser razones para invitar a alguien a unas copas y pasar un rato de risas, pero asumir el gobierno de una nación con la voluntad firme de todos los colectivos que la integran, y que tienen igual derecho a ver sus voces reflejadas en las medidas del gobierno, no es cosa de risa. 

En absoluto.