lunes, 12 de octubre de 2020

Crítica de "Miércoles" - Juan Berrio

Cuando ojeaba un catálogo de novela gráfica llamó mi atención Miércoles, de Juan Berrio, porque está entre esas obras cuya portada anuncia lo que se va a encontrar en su interior. Miércoles es un relato costumbrista dibujado e impreso en los colores ocres del otoño que ambienta la historia, que no es otra que la de un miércoles cualquiera en la vida de un grupo de personas cualquiera. En una época en la que las nuevas generaciones buscan la excepcionalidad, la novedad, lo especial y la repercusión, obras como Miércoles nos recuerdan que lo inusual no es en absoluto necesario, porque cada existencia individual es singular en sí misma. Ahí reside el encanto de esta oda al costumbrismo, en la que se suceden las historias de los personajes a lo largo de un día miércoles. Todos ellos parecen recobrar la reflexión del difunto Marcos Mundstock en No sos vos, soy yo: la mayor parte de los días son normales, y hay que aprender a vivir en la normalidad. 

Sin abandonar el tono amable, los individuos que se suceden en las páginas de esta novela gráfica contienen en sí mismos la nobleza y las miserias humanas: el matrimonio maduro que aparentemente ha perdido ilusión por la vida, pero que se mantiene gracias a la confianza de lo cotidiano; el señor soltero que lamenta su soledad, mientras disfruta cada aspecto de su existencia con un optimismo lejos del alcance de muchos jóvenes actuales; la pareja joven que no tiene que hablar de nada trascendente, por el simple hecho de que ha descubierto el secreto de la convivencia: hacerse compañía, que no necesariamente quiere decir hacer siempre juntos todo; la portera viuda del vecindario, orgullosa de su hijo y consciente de sus propias manías, que es el primer paso hacia la salvación de uno por sí mismo; el hijo de esta última, policía de profesión, deseoso de compartir los avatares de su trabajo con ella para aliviar su soledad (la de ambos); la turista obsesionada con fotografiar cuanto contempla, sin darse cuenta de que mientras lo hace a su alrededor suceden acontecimientos importantes que le pasan desapercibidos; el eterno enamorado, no por rechazado sucesivo menos persistente; la mujer indecisa, tortura de propios y extraños; el amigo de esta, bonachón y acompañado de su eterno perrito chihuahua; y la chica ilusionada, que recupera a su mascota perdida porque confía en que así habrá de suceder. 

Mientras estas historias discurren con la lenta cadencia de la vida diaria, aquí y allá aparecen elementos que constituyen guiños e invitaciones a la reflexión del autor, como una viñeta capicúa que habrá de identificar por sí mismo quien se deleite con la lectura de la obra, o la estatua ecuestre de una joven leyendo un libro, en lo que constituye un canto a la cultura que no puede menos que celebrarse en los tiempos que corren. Por todos los elementos reseñados, concluyo la lectura con una sonrisa de satisfacción, mientras el otoño también se cierne sobre la ciudad y tomo certeza de que mi primera intuición fue la buena: esta novela gráfica es una obra maestra. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Crítica de Jonas Fink: una vida interrumpida, de Vittorio Giardino

Esta misma mañana he concluido la lectura de la edición integral de Jonas Fink. Una vida interrumpida a cargo de la editorial Norma, obra de Vittorio Giardino. Conocí al autor hace unos años, cuando leí No pasarán y, posteriormente, me interesó su aproximación a la novela negra a través de las vivencias de Sam Pezzo. Este verano decidí completar la serie de aventuras de Max Fridman, leyendo Rapsodia Húngara y La Puerta de Oriente, antes de adentrarme en las vivencias del infortunado librero de Praga. En general todas las obras de Giardino que siguen la senda de la historia europea durante el siglo XX comparten un denominador común: la lucha contra quienes representan el terror, sea de signo nacionalsocialista, sea de símbolo comunista. Aquí reside una de las virtudes del autor, consistente en no casarse con nadie y en identificar el mal con ojo crítico y un implacable dedo acusador, independientemente de la ideología que ese mal decida enarbolar en cada ocasión. 

El título de la obra que me ocupa, correspondiente a la edición integral, no podría ir mejor a la biografía del personaje ficticio: una vida interrumpida. Porque el protagonista de estas páginas vive tres interrupciones vitales esenciales, que marcarán su carácter: la pérdida de su padre, que le convierte en proscrito a ojos de la sociedad comunista del otro lado del Telón de Acero, debiendo renunciar a su talento para trabajar como librero mientras su madre se consume en una lucha tantálica contra el rodillo del sistema comunista; la pérdida de sus amigos y de su amor de juventud, a la postre el gran amor de su vida, la joven Tatjana, que abandona Praga camino de Moscú tan pronto como sus padres sospechan de las relaciones de su hija con el vástago judío de un médico depurado; y la segunda pérdida de Tatjana, que es a la vez la de su pareja, la vietnamita Fuong, al calor de los sucesos de la primavera de Praga. 

El joven, que ha experimentado el exilio interior desde que tiene uso de razón, ha de someterse ahora al exilio exterior, tomando el camino de París mientras el comunismo, ya entonces agonizante, pugnaba por demostrar que su brazo represor seguía siendo duro. Aquella misma joven que había encarnado para él el sentimiento del amor desapareció en medio del humo de los tanques para regresar de nuevo a Moscú, ahora como sospechosa y ella misma objeto de la represión del bárbaro Leonidas Brezhnev. De ello toma conciencia veinte años más tarde, cuando regresa de la mano de su familia francesa a una Praga tomada por el capitalismo y la fiebre turística, que ha dado en comercializar hasta las medallas soviéticas de quienes un día fueron represores, y ahora no son sino monos de circo expuestos para deleite del público, en el mejor de los casos. 

La última escena deja una puerta abierta a la reflexión: el ya maduro Jonas Fink, egoísta e inconformista porque la vida le ha forjado así, se encuentra en un antro praguense con el mismo jefe de la policía secreta que hizo posible la ruina de su familia. Caído el comunismo, el inspector Muda había pasado de ser una pieza esencial en el mecanismo represor a convertirse en un pordiosero, detestado por todos y objeto, él mismo, de un proceso judicial por los abusos cometidos durante los años duros de la Guerra Fría. Es una figura que inspira lástima al pobre Jonas quien, enfrentado al causante de su sufrimiento, no sabe más que ignorarlo y abandonar el local, deseoso de dejar atrás todo recuerdo de una época pasada. He aquí la reflexión: ¿de qué sirven la represión y la violencia al servicio del totalitarismo? ¿Qué bien hacen a las sociedades que las padecen?

Desde luego, no aportan más que dolor a sus víctimas, equivalente al vacío: es decir, no aportan absolutamente nada. ¿Y a sus autores? Visto el desenlace de la historia, resultan igualmente inútiles. Constituyen, en conclusión, la sublimación máxima de la sofisticación de la Humanidad que, en su afán por destruirse a sí misma, no hace sino idear herramientas inútiles en torno a las cuales se hace el vacío. Extraño logro este del siglo XX, que acaba de dejarnos no hace tanto. 

martes, 8 de septiembre de 2020

Fanon, Frantz, Black skins, White masks, Grove Press, New York, ed. 1967.

La oleada de violencia que vive Estados Unidos desde el pasado mes de mayo hace que nos veamos obligados a preguntarnos: ¿por qué? La respuesta, a mi modo de ver, es bien simple: la sociedad estadounidense no ha conseguido cicatrizar la profunda herida que dejó su pasado esclavista, que ni siquiera la lucha por los derechos civiles durante buena parte del siglo XX logró cauterizar. Lejos de mí justificar el recurso a la violencia en ningún contexto, pero ello no impide entender algo: la población afroamericana reacciona, con el apoyo de una gran mayoría de población blanca, contra una oleada de discriminación y desprecio que dura demasiado. 

El individuo blanco ha construido históricamente la imagen del negro, como señala Fanon en las páginas de la obra que aquí reseño: el negro se ve a sí mismo conforme a esa misma imagen, que asume sin cuestionar, porque le llega desde el discurso de la que ha sido siempre, a su entender, la "raza dominante". Aspira a convertirse en miembro integrante de ese grupo de poder, copiando su lenguaje y su modo de actuar, intentando blanquear si no su piel, al menos su estirpe de la mejor forma posible, para eliminar ese supuesto estigma que representa la negritud. Solo si procede de manera correcta, moviéndose entre los círculos occidentales adecuados, se le acepta entre aquellos que subordinan a sus semejantes. 

Ahora bien, si opta por la subversión, por responder al odio con el odio, y por reivindicar algo tan sencillo como que nada le diferencia en esencia de aquel mismo que le oprime, le discrimina y le menosprecia, solo recibe incomprensión, burla y una descarga redoblada de violencia. Porque el negro es el reflejo en negativo de la imagen del blanco en el espejo, y no se le permite que sea nada diferente; ni siquiera que se atreva a pensarse como algo diferente. No hay tercera vía: si eres blanco eres el bien, si eres negro eres el mal, y solo si aspiras a ser blanco estás en el camino del bien. Reivindicar tu propia identidad es buscar una solución que no es aceptable, porque cuestiona la dialéctica de poder imperante: ¿cómo puede ser bueno aquel a quien yo, ser dominante, he calificado como malo? 

Si lo admito, estoy muy cerca de reconocer que yo mismo no tengo nada de dominante, y que la posición superior que me he atribuido tradicionalmente, construida sobre la base de la subyugación de "el otro", comienza a diluirse. Da miedo, pero es un paso necesario, aunque solo sea por poner fin de una vez por todas a escenas que, más que enfadarme, a mí personalmente me entristecen, porque me cuesta creer que cuando nos disponemos a iniciar la tercera década del siglo XXI sigamos anclados en los mismos principios que nuestros ancestros empleaban siglos atrás para explicar la superioridad de unas razas sobre otras. Si con el tiempo hemos convenido en que prácticas como la esclavitud, actitudes como el machismo o la homofobia... han de ser desechadas, ¿por qué, y aquí retomo la pregunta del principio, seguimos aferrándonos a ellas? 

Será que solo en la nostalgia de lo que fuimos nos sentimos cómodos, porque nos da miedo mirarnos a la cara y darnos cuenta de lo que realmente somos. Ojalá no pase mucho tiempo antes de que aceptemos el reto con valentía y dejemos de lado los argumentos supremacistas, empezando por quien ahora mismo (septiembre de 2020) habita la Casa Blanca, porque ante la discriminación y la violencia no son válidas las medias tintas: toda postura diferente a la condena taxativa equivale a un silencio tácito y cómplice.