domingo, 26 de septiembre de 2021

Somos pobres

Esta es una entrada escrita desde el pesimismo, inspirado a su vez por la resignación. España es pobre. No me refiero a nuestra cultura, nuestra nula capacidad de entendimiento, los vaivenes en política educativa... Hablo de lo puramente crematístico: económicamente, España es pobre, y mucho me temo que así seguirá en los años que vengan. La raíz del problema hay que buscarla en el precio para salir de la crisis financiera de 2008: el rescate bancario y las condiciones impuestas para demostrar la rentabilidad el bono español obligan a una política de austeridad que pudo extinguirse en lo macroeconómico allá por 2013, pero que en la vida cotidiana de los ciudadanos no ha hecho sino morder cada vez con mayor virulencia. A cambio de ser un país rentable, los salarios han crecido muy por debajo del nivel de vida, igual que las pensiones, y no digamos ya en comparación con el nivel del resto de países de la eurozona. Eso sí, como los indicadores macroeconómicos indican que el capital extranjero invierte y que las empresas crecen, los precios siguen escalando, junto con los alquileres, y el resultado no es otro que, por mucho que suban los salarios, si es que lo hacen, la capacidad de ahorro es cada vez más reducida. Resignados, pues, aceptamos que somos una generación más pobre que aquella que nos precede, y así seguiremos. Las subidas del salario mínimo, necesarias y pertinentes, no conseguirán paliar el efecto prolongado de una cultura del servilismo europeo, mientras el ministro socialista de Seguridad Social declara sin pudor que la edad de jubilación deberá retrasarse hasta una década, para que nos vayamos haciendo una idea. 

Y esto conduce a lo siguiente: todos nos llevamos las manos a la cabeza ante las imágenes de los macrobotellones organizados en pleno proceso de normalización post COVID-19. Hablamos de irresponsabilidad, de falta de conciencia de la juventud... pero tenemos que pensar en todo lo anterior para entender a esos jóvenes a quienes censuramos, y cuya falta de responsabilidad no se pretende excusar en estas líneas, sino ayudar a entender. Estamos ante una generación adolescente y/o veinteañera hija de otra generación que se ha visto engullida por la oleada de pauperización de la clase trabajadora española. Si ellos no trabajan y dependen de "la paga" de sus padres, se encuentran con que dicha paga es mínima; y si trabajan y se quieren emancipar, solo pueden intentarlo alrededor de los treinta años, para compartir piso y gastos, trabajando a cambio de un sueldo de miseria y con apenas capacidad de ahorro. Mientras el ocio del sector servicios no les ofrezca alternativas viables, su única salida es comer algo barato la noche del jueves, viernes y/o sábado (hamburguesa de alguna cadena de comida rápida, kebab de sucedáneo de carne, etc.), por apenas 5 euros, y comprar bebida en grupo para consumirla en la calle haciendo frente a las prohibiciones y a las inclemencias climáticas, porque algo hay que hacer, porque de algo hay que morir, y porque nos gusta la fiesta más que a un tonto un lápiz. 

De todo lo expuesto, me preocupa lo segundo, porque habla de generaciones sin esperanza de mejorar la condición de sus progenitores. Y me preocupa lo primero, porque remite al sometimiento al neoliberalismo rapaz por un afán incomprensible de mantener la bicicleta marchando. Quizá llegue pronto el momento de plantearse si merece la pena seguir pedaleando, o bajarse y seguir a pie. Es más costoso, es más barato, es más penoso... pero al menos corresponderá a una decisión propia, y no impuesta desde las limusinas de quienes miden nuestras posibilidades económicas de existencia. 

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Notas al pie de Gaza - Joe Sacco

Sé que llego a comentar esta publicación con mucho retraso, pero el ritmo de lectura no siempre es el que uno quisiera. Para empezar, ha de señalarse que la lectura de la obra Notas al pie de Gaza ha de complementarse necesariamente con Palestina. Las dos dan una imagen bastante acertada de la situación cotidiana vivida en territorio palestino: acoso, violencia, asesinatos, violaciones de los Derechos Humanos... y sobre todo caos. Mucho caos provocado por un Occidente que llegó allí como salvador, que mientras estaba en el lugar se dio cuenta de que difícilmente podía salvarlo de nada (si es que había que salvarlo de algo), y que se marchó cuando la espiral de violencia superaba con mucho sus expectativas. 

Probablemente no nos resulte ajena la experiencia de intervención en un territorio del Medio Oriente que no cumple ninguno de los objetivos iniciales y que, además, deja un reguero de muertos por el camino cuando las tropas "civilizadas" se retiran cabizbajas, admitiendo su incompetencia y masticando su petulancia. Ahora bien, no por repetida debe volvernos insensibles estas situaciones ante el drama de la población que se ve sometida a la "oleada civilizadora y pacificadora" de nuestro mundo occidental, ni tampoco debe invitarnos al silencio. Porque cuesta mucho, en este caso concreto, comprender los motivos que llevan al sionismo, que padeció las consecuencias de una grave persecución y un terrible etnocidio, a ejecutar los mismos abusos con total impunidad sobre la población que habita el suelo palestino. 

La matanza de Khan Younis en noviembre de 1956, en el contexto de la Crisis de Suez, en plena Guerra Fría, constituye una perfecta ilustración de lo que es abusar de un pueblo cuando se sabe que se tiene la superioridad del lado de uno mismo, revestida de banderas con barras y estrellas. Sin embargo, aquel no es sino un hito más en el largo camino de ataques y excesos israelíes sobre los territorios palestinos, en los que reclama su soberanía por medio de las armas apelando a su derecho atávico como pueblo elegido por dios. Probablemente, si pudiéramos hacer un conteo de todas las ocasiones en las que la sangre se ha derramado por la misma causa, agotaríamos todo un bloc de la infamia, a cuyo término no nos cabría más que guardar un minuto de silencio por la miseria humana. 

Mientras pensamos si queremos dar ese paso, los ataques se siguen produciendo, las bombas siguen cayendo y los colonos continúan usurpando territorio a Palestina. Todo ello en una perspectiva ennegrecida por la proclamación del Estado nacional de Israel de la mano de Benjamin Netanyahu, que prefirió dejar de lado cualquier alusión a la democracia en el nombre del país para dejar claro su objetivo: defender a su pueblo por encima de todo y de todos. Y agravado por un Donald Trump que, en el culmen de su delirio de matón de instituto convertido en presidente de Estados Unidos, no tuvo mejor idea que trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén, reconociendo a esta última como capital de Israel. 

Lo dicho, todos azuzamos el fuego y todos guardamos silencio cómplice mientras Israel sigue sorteando los Derechos Humanos a mayor gloria de la mal llamada tierra prometida. Quizá habría que preguntarse: ¿qué fuimos a hacer allí? Y ya que no se puede dar marcha atrás, quizá sea un primer paso para no volver a cometer el mismo error en el futuro, ahora que la sombra del fracaso de Afganistán nos avergüenza jornada tras jornada. 

miércoles, 25 de agosto de 2021

Afganistán

Al hilo de todo lo que está sucediendo en tierras afganas había pensado escribir una entrada de opinión, pero he preferido incluir una sección de mi recién publicada novela Tiempo antes, tiempo después (Punto Rojo, 2021), en la que reflejo cómo a muchos ya entonces, con los escombros de las Torres Gemelas aún humeantes, nos olía a cuerno quemado aquella invasión repentina que no se acababa de entender si se dejaba lo visceral de lado. Solidaridad absoluta con Afganistán, y no nos olvidemos de Haití. 

Salud.




Episodio VI – Tierra Santa

 

 

La sensación que tuve en aquel momento fue una mezcla de sentimientos, no sé si enfrentados o combinados entre sí: por un lado, consternación por lo que acababa de suceder; por otro lado, incertidumbre y miedo ante lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Al pensar de esta forma, no me daba cuenta de que, en realidad, la nueva era había empezado mucho antes, el 11 de septiembre de 2001, cuando al-Qaeda perpetró el atentado contra el World Trade Center de Nueva York.

 

Antequera, septiembre de 2001

 

Recuerdo aquel día como si fuera hoy, porque entonces sí que, mientras miraba el telediario de las 15:00 en casa con mis padres, preparándome para ir a clase de la autoescuela, vi algo que nunca antes nadie había contemplado: un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas. La hipótesis inicial era la de un accidente fatal, por su dimensión y por sus repercusiones, pues al haber chocado contra el tercio superior de la estructura del edificio era seguro que los habitantes de los pisos superiores tenían su destino sellado. Aquello podía ser un error humano más, de tantos como se sucedían a diario, solo que con consecuencias fatales. Entonces, mientras Matías Prats relataba la sucesión de noticias en torno a aquel supuesto accidente, vi en directo al segundo avión estrellándose contra la segunda torre.

 

-        ¡Hostia! – grité desde el comedor, y mis padres, que estaban en la cocina acabando de recoger, acudieron con la incógnita pintada en sus rostros ante mi exclamación.

 

-        Niño, a ver si hablas bien – me dijo mi madre – Que este año vas a ir ya a la Universidad y está muy feo decir palabrotas.

 

Su reprimenda se le ahogó en la garganta, cuando vio las imágenes que yo era incapaz de seguir contemplando, atraído por lo espectacular y lo catastrófico de la circunstancia.

 

-        Esto no es un accidente, ¿eh? – reflexionó en voz alta mi padre, con la cara desencajada.

 

No supe qué responder a sus palabras, por lo que me quedé callado y, viendo la hora y que mi hermano andaba entretenido, fui a la cocina a ayudarles a acabar de recoger.

 

Apenas fue un lapso de quince minutos, pero cuando regresé ante el televisor aparecieron ante mí algunas imágenes que me resultaba difícil interpretar: gente agolpada en la calle, en alguna ciudad del mundo árabe, celebrando las noticias que llegaban desde el centro económico de Estados Unidos, y del Mundo. ¿Por qué reaccionaban de aquella manera? ¿Por qué se alegraban de lo que estaba sucediendo? Ni que decir tiene que, a mis recién estrenados 18 años, me era difícil comprender lo que estaba sucediendo, pero al mismo tiempo quería ponerme al día cuanto antes: en unas semanas comenzaría a estudiar la licenciatura en Historia y necesitaba encontrar respuesta a aquellos interrogantes.

 

Con esas dudas golpeando en mi cabeza fui a la autoescuela a pasar dos horas haciendo tests: ya había revisado varias veces el contenido del manual y me estaba preparando para hacer el examen teórico, que tendría lugar en unos días. El reloj de San Sebastián daba las seis de la tarde, retumbando en las calles de una ciudad que aún se desperezaba del sopor veraniego, del que pugnaba por liberarse para ir adentrándose lentamente en el otoño. Cuando llegué a casa mis padres, que solían salir a pasear y hacer recados un poco más tarde, estaban aún sentados ante el televisor. Al verme aparecer por la puerta, mi madre siguió extasiada contemplando las imágenes mientras mi padre me indicaba con una mano que entrase, señalando con la otra la pantalla como para explicar el motivo de su atención.

 

Entonces, para mí aquella era la foto de un señor desconocido, de facciones enjutas, penetrantes ojos negros y larga barba canosa. Junto a la fotografía, de manera intermitente se iban sucediendo vídeos que había circulado por diversos medios, subtitulados. Lo que leí era aún más incomprensible: aquel individuo, Osama bin Laden de nombre, era el caudillo de una organización terrorista fundamentalista islámica, al-Qaeda, que acababa de reivindicar el atentado de las Torres Gemelas, que al parecer había sido sucedido por un tercer vuelo estrellado contra el Pentágono. Mencionaba las injerencias de Estados Unidos en el mundo islámico, explotando los recursos del entorno del Golfo Pérsico y mediatizando los gobiernos de la zona para salvaguardar sus intereses económicos. Le acusaba de apoyar a Israel en su guerra lenta y onerosa contra el pueblo palestino. Y exhortaba al a las autoridades estadounidenses a mantenerse al margen, a menos que desearan sufrir nuevas represalias de aquellas características.

 

El Presidente George W. Bush, elegido recientemente en un controvertido procedimiento electoral, debía verse, pensaba yo, en una indeseable posición, pues había de reflotar la moral del país después de un golpe de tamañas dimensiones. Lejos de arredrarse, eso sí, como corresponde a alguien de cortas entendederas, explotó aquella ocasión para inflamar el patriotismo estadounidense, ya bastante complacido consigo mismo. Tanto él como, sobre todo, sus asesores, tejieron una inteligente campaña que culpabilizó al gobierno talibán de Afganistán de haber dado apoyo logístico e intelectual al atentado, cobijando, además, al temido Bin Laden, quien acabaría convirtiéndose en «Enemigo Público Número 1». Así pues, la consecuencia directa de la caída de las Torres Gemelas no fue otra que el inicio de la llamada «Guerra contra el Eje del Mal», representado entonces por el citado régimen afgano y, seguidamente, por Sadam Hussein en Iraq.

 

Aquellos mismos líderes talibán de las montañas, que veinte años atrás habían recibido el respaldo de Estados Unidos para forzar a una agonizante Unión Soviética a abandonar el Oriente Próximo, ahora veían cómo su antiguo aliado se tornaba en su principal enemigo. Un enemigo que desplegó toda su fuerza contra el país, invadiendo un territorio hostil que le plantó cara como solo él sabía hacerlo: con la estrategia de la guerrilla, tremendamente efectiva para hacer frente a un enemigo superior, al que es impensable poder combatir en campo abierto. Solo de esta forma todos podíamos entender que a diario las noticias hablaran de los avances de las tropas norteamericanas en Afganistán, de la caída del régimen encabezado por el Mulá Omar, de los talibán subyugados por las fuerzas de la democracia, mientras las víctimas occidentales seguían sucediéndose.

 

-        Pero, ¿esta gente no va ganando? – se me ocurrió preguntar un día a mis padres, ya después de cenar, viendo la sucesión de imágenes en la pantalla de la televisión – Si es así, ¿cómo es posible que el ejército de sufra atentados todos los días y que el ejército de Estados Unidos no deje de registrar bajas?

 

Entonces no supieron responderme, pero poco después la respuesta tampoco sería necesaria: supuestamente conquistado Afganistán, el siguiente objetivo era Iraq y ese mismo Sadam Hussein que antes era amigo de Occidente, y ahora enemigo público también, porque según los expertos del momento estaba fabricando armas de destrucción masiva. El siguiente capítulo estaba a punto de escribirse, con letras aún más manchadas de sangre.