sábado, 26 de marzo de 2022

La falla - Carlos Spottorno y Guillermo Abril - Astiberri

 Meses ha que no vengo por estos lares, porque el tiempo no me ha sobrado, básicamente. Por eso y porque es muy fácil hablar de manera visceral y reactiva en medio de todo lo que sucede últimamente, cuando creo que las circunstancias recomiendan justo lo contrario: observar, leer, oír, e intentar formarse una opinión lo más objetiva posible, sin caer en apasionamientos peligrosos. Este y no otro es el motivo de que hoy tampoco vaya a hablar de la invasión rusa de Ucrania ni del devenir del conflicto. Antes bien, quiero intervenir para hacer lo que me gusta: reseñar lecturas y hacer un aporte crítico sobre descubrimientos recientes que hayan iluminado mi camino. 

Tal es el caso de La falla, de Guillermo Abril y Carlos Spottorno, publicado por Astiberri ediciones en febrero de este año 2022. En un momento en el que aún parecía poco probable que viviéramos un conflicto del calado del que se ha desatado de la mano del omnipresente Kremlin y la siempre acechante OTAN, esta novela gráfica ya nos animaba a reflexionar sobre una realidad cuyo análisis me atrae cada vez más: la frontera. El concepto en sí mismo es interesante, puesto que en terminología geográfica se puede definir la frontera bien como border, es decir, como línea de demarcación que divide a las personas y que se ha trazado de manera artificial por la mano humana, respondiendo más o menos a realidades geográficas o culturales; o bien como boundary, que habla mucho más de la frontera como punto de encuentro entre pueblos y como espacio de convivencia compleja, en el que las diferencias culturales y los rencores históricos pugnan con una urgencia mucho más pedestre: la necesidad de convivir en el día a día para salir adelante. 

Eso y no otra cosa es el Alto Adigio, para los italianos, o el Tirol del Sur, para los austriacos. Un territorio de mayoría germana que, sin embargo, fue arrebatado a la perdedora Austria tras la I Guerra Mundial, incorporándose a la República Italiana. Lo que sucede es que, como suele ocurrir en estas circunstancias, siglos de impronta cultural no se pueden borrar con escuadra y cartabón, trazando una torpe línea recta sobre un mapa en el que se olvida algo esencial: la historia individual y colectiva de los individuos que habitan el territorio, únicos protagonistas y últimas víctimas de las decisiones tomadas en un despacho, sin considerar su voluntad. Así nos encontramos con unos pueblos y unas comunidades que han hecho de la convivencia pacífica su modo de vida, sanando las heridas de la guerra sobre la base de la prosperidad que aporta el turismo, así como de la necesidad de convivir a diario para subsistir y atender las necesidades humanas cotidianas y urgentes, como se apuntaba antes. A poco que se escarba en la superficie aparecen viejas rencillas que no acaban de desaparecer, pese a que las celebraciones de la concordia y de la paz intenten colocar un apósito húmedo que ayude a aparentar buena salud y convivencia. Así y todo, el entendimiento predomina desde la asunción mutua de los errores y los aciertos pasados, en un maduro ejercicio de autocrítica que más de un país podría apresurarse a realizar, no vaya a ser que cuando se lo proponga sea demasiado tarde y se vea sacudido por un nuevo conflicto fratricida que recuerde demasiado a aquel otro que nunca se cerró. 

En definitiva, las páginas de La Falla ayudan a entender, a través del testimonio y de los ojos de Guillermo Abril y de Carlos Spottorno, que la vida cotidiana de la gente está muy lejos de las preocupaciones institucionales de los altos ejecutivos y de los grandes dirigentes. De ahí que, independientemente de la voluntad geopolítica expresada sobre un mapa, las comunidades humanas acaben haciendo de la convivencia y de la normalidad su bandera, empeñándose por encima de todo en encontrar los vínculos que las unen, priorizándolos sobre los elementos que las separan. Sería bueno no olvidar nunca este principio, máxime en un momento histórico en el que voces anhelantes de un pasado glorioso que nunca existió pretenden apelar a sentimientos nacionalistas absurdos para enfatizar nuevamente lo que nos separa, que es muy poco, sobre lo que nos une, que es mucho más. No puedo más, para concluir, que recomendar muy mucho la lectura de la obra con la mente abierta, libre de prejuicios y más predispuesta al consenso que al disenso, desde la conciencia más absoluta de que la batalla será dura, pero merece mucho la pena librarla. Así lo hace ver ya en el prólogo Elena Masarah, en lo que no es sino un excelente abrir de boca para unas páginas cargadas de emoción, historias y reflexión. 

domingo, 26 de septiembre de 2021

Somos pobres

Esta es una entrada escrita desde el pesimismo, inspirado a su vez por la resignación. España es pobre. No me refiero a nuestra cultura, nuestra nula capacidad de entendimiento, los vaivenes en política educativa... Hablo de lo puramente crematístico: económicamente, España es pobre, y mucho me temo que así seguirá en los años que vengan. La raíz del problema hay que buscarla en el precio para salir de la crisis financiera de 2008: el rescate bancario y las condiciones impuestas para demostrar la rentabilidad el bono español obligan a una política de austeridad que pudo extinguirse en lo macroeconómico allá por 2013, pero que en la vida cotidiana de los ciudadanos no ha hecho sino morder cada vez con mayor virulencia. A cambio de ser un país rentable, los salarios han crecido muy por debajo del nivel de vida, igual que las pensiones, y no digamos ya en comparación con el nivel del resto de países de la eurozona. Eso sí, como los indicadores macroeconómicos indican que el capital extranjero invierte y que las empresas crecen, los precios siguen escalando, junto con los alquileres, y el resultado no es otro que, por mucho que suban los salarios, si es que lo hacen, la capacidad de ahorro es cada vez más reducida. Resignados, pues, aceptamos que somos una generación más pobre que aquella que nos precede, y así seguiremos. Las subidas del salario mínimo, necesarias y pertinentes, no conseguirán paliar el efecto prolongado de una cultura del servilismo europeo, mientras el ministro socialista de Seguridad Social declara sin pudor que la edad de jubilación deberá retrasarse hasta una década, para que nos vayamos haciendo una idea. 

Y esto conduce a lo siguiente: todos nos llevamos las manos a la cabeza ante las imágenes de los macrobotellones organizados en pleno proceso de normalización post COVID-19. Hablamos de irresponsabilidad, de falta de conciencia de la juventud... pero tenemos que pensar en todo lo anterior para entender a esos jóvenes a quienes censuramos, y cuya falta de responsabilidad no se pretende excusar en estas líneas, sino ayudar a entender. Estamos ante una generación adolescente y/o veinteañera hija de otra generación que se ha visto engullida por la oleada de pauperización de la clase trabajadora española. Si ellos no trabajan y dependen de "la paga" de sus padres, se encuentran con que dicha paga es mínima; y si trabajan y se quieren emancipar, solo pueden intentarlo alrededor de los treinta años, para compartir piso y gastos, trabajando a cambio de un sueldo de miseria y con apenas capacidad de ahorro. Mientras el ocio del sector servicios no les ofrezca alternativas viables, su única salida es comer algo barato la noche del jueves, viernes y/o sábado (hamburguesa de alguna cadena de comida rápida, kebab de sucedáneo de carne, etc.), por apenas 5 euros, y comprar bebida en grupo para consumirla en la calle haciendo frente a las prohibiciones y a las inclemencias climáticas, porque algo hay que hacer, porque de algo hay que morir, y porque nos gusta la fiesta más que a un tonto un lápiz. 

De todo lo expuesto, me preocupa lo segundo, porque habla de generaciones sin esperanza de mejorar la condición de sus progenitores. Y me preocupa lo primero, porque remite al sometimiento al neoliberalismo rapaz por un afán incomprensible de mantener la bicicleta marchando. Quizá llegue pronto el momento de plantearse si merece la pena seguir pedaleando, o bajarse y seguir a pie. Es más costoso, es más barato, es más penoso... pero al menos corresponderá a una decisión propia, y no impuesta desde las limusinas de quienes miden nuestras posibilidades económicas de existencia. 

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Notas al pie de Gaza - Joe Sacco

Sé que llego a comentar esta publicación con mucho retraso, pero el ritmo de lectura no siempre es el que uno quisiera. Para empezar, ha de señalarse que la lectura de la obra Notas al pie de Gaza ha de complementarse necesariamente con Palestina. Las dos dan una imagen bastante acertada de la situación cotidiana vivida en territorio palestino: acoso, violencia, asesinatos, violaciones de los Derechos Humanos... y sobre todo caos. Mucho caos provocado por un Occidente que llegó allí como salvador, que mientras estaba en el lugar se dio cuenta de que difícilmente podía salvarlo de nada (si es que había que salvarlo de algo), y que se marchó cuando la espiral de violencia superaba con mucho sus expectativas. 

Probablemente no nos resulte ajena la experiencia de intervención en un territorio del Medio Oriente que no cumple ninguno de los objetivos iniciales y que, además, deja un reguero de muertos por el camino cuando las tropas "civilizadas" se retiran cabizbajas, admitiendo su incompetencia y masticando su petulancia. Ahora bien, no por repetida debe volvernos insensibles estas situaciones ante el drama de la población que se ve sometida a la "oleada civilizadora y pacificadora" de nuestro mundo occidental, ni tampoco debe invitarnos al silencio. Porque cuesta mucho, en este caso concreto, comprender los motivos que llevan al sionismo, que padeció las consecuencias de una grave persecución y un terrible etnocidio, a ejecutar los mismos abusos con total impunidad sobre la población que habita el suelo palestino. 

La matanza de Khan Younis en noviembre de 1956, en el contexto de la Crisis de Suez, en plena Guerra Fría, constituye una perfecta ilustración de lo que es abusar de un pueblo cuando se sabe que se tiene la superioridad del lado de uno mismo, revestida de banderas con barras y estrellas. Sin embargo, aquel no es sino un hito más en el largo camino de ataques y excesos israelíes sobre los territorios palestinos, en los que reclama su soberanía por medio de las armas apelando a su derecho atávico como pueblo elegido por dios. Probablemente, si pudiéramos hacer un conteo de todas las ocasiones en las que la sangre se ha derramado por la misma causa, agotaríamos todo un bloc de la infamia, a cuyo término no nos cabría más que guardar un minuto de silencio por la miseria humana. 

Mientras pensamos si queremos dar ese paso, los ataques se siguen produciendo, las bombas siguen cayendo y los colonos continúan usurpando territorio a Palestina. Todo ello en una perspectiva ennegrecida por la proclamación del Estado nacional de Israel de la mano de Benjamin Netanyahu, que prefirió dejar de lado cualquier alusión a la democracia en el nombre del país para dejar claro su objetivo: defender a su pueblo por encima de todo y de todos. Y agravado por un Donald Trump que, en el culmen de su delirio de matón de instituto convertido en presidente de Estados Unidos, no tuvo mejor idea que trasladar la embajada estadounidense a Jerusalén, reconociendo a esta última como capital de Israel. 

Lo dicho, todos azuzamos el fuego y todos guardamos silencio cómplice mientras Israel sigue sorteando los Derechos Humanos a mayor gloria de la mal llamada tierra prometida. Quizá habría que preguntarse: ¿qué fuimos a hacer allí? Y ya que no se puede dar marcha atrás, quizá sea un primer paso para no volver a cometer el mismo error en el futuro, ahora que la sombra del fracaso de Afganistán nos avergüenza jornada tras jornada.