Quien por azar o por deseo expreso decida visionar Dracula, miniserie emitida en la BBC en enero de 2020, ha de tener claro: si va buscando una reproducción fiel del texto de Stoker, y una correspondencia entre personajes literarios y actores cinematográficos, es mejor que abandone la empresa. Porque el éxito o fracaso de la cultura que consumismos depende en muy buena medida de nuestra expectativa, y de la adecuación del producto que tenemos delante a nuestro gusto. Y a los amantes de lo clásico debo advertir que Dracula es... otra cosa.
Para empezar, el protagonista, interpretado magistralmente por Claes Bang, es capaz de combinar malignidad y dramatismo con un cáustico sentido del humor, propio del mejor sketch de los Monty Python. Así, frases tan míticas del malvado conde como "he dirigido ejércitos y pueblos enteros antes de que ellos nacieran" se mezclan con otras observaciones tan tremendas y propias del humor negro como "soy un no muerto, pero no soy irrazonable", mientras un grupo de monjas huye despavorido ante la carnicería perpetrada por la manada de lobos al servicio del villano. Y sí, el famoso: "los hijos de la noche, ¡qué música la que entonan!" también aparece.
El segundo elemento que añade atractivo a la saga es que la némesis del conde, el doctor Van Helsing, es en realidad una mujer: la hermana Agatha Van Helsing, que intenta emplear la ciencia y la racionalidad en un mundo en que la superstición sigue pesando demasiado. Así se explica que, pese a todas sus artimañas para evitar el contagio de su comunidad por el vampiro, acabe siendo víctima de él. Así se puede comprobar en el segundo capítulo, en el que la expedición del Demeter sufre la extraña maldición que provoca la muerte de todos sus tripulantes, a excepción, por supuesto, del que ya está muerto y no puede volver a morir. Eso sí, cuando el barco se vaya a pique, el ambicioso conde permanecerá más de cien años bajo el mar, para regresar a un Londres en pleno siglo XXI que, lejos de asombrarle, le ofrece estímulos y desafíos constantes.
Aquí acaba la saga, con un tercer capítulo a mi juicio un poco más débil en lo que a su hilo argumental se refiere, salvo por el excelente toque final: la muerte del vampiro. Una escena de apenas cinco minutos, en las que la descendiente de la hermana Agatha, la inspectora Zoe Van Helsing, revela el secreto del mal que encarna su antagonista: Dracula no teme la luz porque su piel se abrase bajo su efecto, ni rechaza la cruz porque ha renegado de dios (un dios, el que sea); como tampoco permanece en estado de no muerte para vengarse de la humanidad por las afrentas que ha padecido de su mano.
Si atesora todos esos miedos, que en el fondo no son sino supersticiones que él mismo se ha creído, es por un motivo mucho más pedestre: a diferencia de sus antepasados, él no ha muerto en batalla, porque teme a la muerte. Le falta valor y entrega por una causa justa, y su cobardía le ha condenado a vagar durante seis siglos entre los vivos, proyectando su violencia contra sí mismo hacia los demás. Cuando la inspectora consigue abrirle los ojos, mientras contempla su primer amanecer, decide inmolarse porque por fin ha encontrado una finalidad a su vida.
En definitiva, os recomiendo encarecidamente que os toméis un tiempo para verla.
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