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domingo, 31 de enero de 2021

No digas nada - Novela de Patrick Radden Keefe

Whatever you say, say nothing. Una frase que remite a un contexto de opresión y represión, impuesta y auto-infringida, en el que los opresores no son ni las autoridades, ni un enemigo externo contra el que se pueden arrojar piedras para descargar la ira. En este caso, el enemigo está dentro de la propia comunidad y puede ser el vecino de al lado. Ese mismo vecino que hasta anteayer te saludaba con amabilidad, pero que de pronto ha dejado de dirigirte la palabra, porque sabe que pensáis de manera diferente y que, de un modo u otro, vuestro desacuerdo os convierte en enemigos a muerte. Y esta expresión no es una frase hecha, sino que ha de leerse en sentido literal. 

Quien se acerque a las páginas escritas por Patrick Radden Keefe pensando que va a leer una novela ha de saber desde ya que parte de una premisa errónea. El suyo es un ejercicio de periodismo de investigación del de verdad, lo cual se agradece en unos tiempos en los que dicho género parece haber quedado reducido a husmear en la vida de los demás apelando a un supuesto "derecho a la información" que yo, a día de hoy, aún no he visto recogido en la Constitución, cuando se trata de información personal de la gente que a nadie con un mínimo de pudor debe interesar. Pero por no irme del tema, decía que No digas nada es una reconstrucción muy ordenada de "The Troubles", es decir, ese eufemismo con el que la sociedad norirlandesa, y por extensión la sociedad británica, se refirieron a los más de treinta años de enconados enfrentamientos entre leales y republicanos en el complejo escenario de Irlanda del Norte, con epicentro del terremoto en la convulsa ciudad de Belfast. 

Con una mayoría de población católica, Irlanda del Norte se quedó en el Reino Unido a regañadientes, como consecuencia de los intereses de la élite política británica e irlandesa del momento, que poco hizo por entender las motivaciones y las aspiraciones del ciudadano norirlandés de a pie. Décadas de opresión por parte de las autoridades británicas para eliminar una identidad republicana y católica a fuerza de decreto ley, sin darse cuenta de que la fuerza legal no sirve para transformar la conciencia colectiva de una gente, unidas a la experiencia internacional de la Guerra de Argelia, movieron a los católicos de Irlanda del Norte a tomar las armas contra el gobierno de Su Majestad. O mejor dicho, a tomarse en serio eso de tomar las armas, porque la lucha del Irish Republican Army (IRA) se había convertido con el paso de las décadas más en una entelequia que en una realidad. 

Radden Keefe comienza su narración con el traumático episodio del secuestro de Jean McConville, madre viuda de diez niños, una noche de enero de 1972, cuando unos desconocidos entraron en casa y se la llevaron a la fuerza. La mayor de sus hijas tuvo tiempo para asomar la cabeza a la puerta del apartamento y darse cuenta de que los raptores eran en realidad sus propios vecinos. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? En ese momento, el autor, interrumpe el relato para hablar de los motivos que movieron a la población católica del Ulster a retomar la lucha violenta contra el gobierno británico, recurriendo al atentado como seña de identidad. Para ilustrar el contexto de los militantes del Provisional Irish Republican Army (PIRA), conocidos coloquialmente como los provos, se centra en dos heroínas de la causa republicana: Marian y Dolours Price. 

Alistadas en las filas del PIRA desde muy jóvenes, las dos se convirtieron en combatientes convencidas que en ningún momento dudaron en recurrir al atentado para reivindicar la anexión del Ulster a la República de Irlanda, sin escatimar en los daños colaterales de sus acciones, entre los cuales se incluían las víctimas civiles. Algo que ellas justificaban, como el resto de sus correligioniarios, alegando que se encontraban en guerra contra el enemigo y opresor británico. La descripción de las atrocidades cometidas por las autoridades contra los presos republicanos lleva al lector a sentirse identificado con aquellos militantes inspirados por una causa romántica en plena era de lucha anticolonial. Gracias a la fortaleza de sus ideas, fueron capaces de perseverar en la causa y mantenerse firmes, mientras recibían las consignas de Gerry Adams, el cerebro de los provos que estaría llamado a liderar los Acuerdos de Paz del Viernes Santo en 1998. 

Como suele suceder cuando la violencia social cesa, los ejecutores de la voluntad de las cabezas pensantes se acaban convirtiendo en aliados y testigos incómodos, cuya voz hay que silenciar para no estropear ese "camino idílico" hacia la paz. Eso sucedió con las hermanas Price, que se vieron destituidas de la noche a la mañana y sufrieron el olvido impuesto por quienes un día las aclamaron como ejemplo de lucha y sufrimiento. El primero de ellos el propio Gerry Adams, convertido en cabeza del Sinn Fein, que acabaría renegando, en un acto que constituye la sublimación absoluta del absurdo humano, de su pasado como combatiente del PIRA. Esta historia no hace sino mover al lector a sentirse aún más identificado con aquellas mujeres, luchadoras incomprendidas y rebeldes con causa, que habían sufrido el escarnio de ver borrado su papel en una lucha de décadas contra la explotación del gobierno británico. 

Es aquí, en este preciso momento, cuando el autor de la obra imprime un golpe de timón al relato y vuelve a los hijos de Jean McConville, de quien se acaba descubriendo que fue secuestrada por los provos bajo la acusación de haber colaborado con el ejército británico, solo porque una noche prestó una mínima ayuda a un soldado británico herido a la puerta de su casa. En paradero desconocido durante treinta años, en 2004 sus restos se encontraron en una playa. Sus diez hijos, separados los unos de los otros tras haber quedado huérfanos, corrieron suerte muy dispar y la mayoría sufrió traumas a lo largo de su vida, derivados de la pérdida de sus padres en un lapso breve de tiempo, además de las vejaciones y abusos sufridos en las distintas instituciones que se hicieron cargo de ellos hasta que alcanzaron la mayoría de edad. Para ellos, a comienzos del siglo XXI solo dos preguntas importaban: ¿quién lo hizo? ¿Por qué?

La misma Dolours Price con la que uno ha ido empatizando durante más de trescientas páginas acaba confesando en una grabación la autoría. Ella tuvo que dar el tiro de gracia a la mujer porque sus compañeros hombres no se atrevían. Y cada noche reza por ella y por sus hijos para que puedan tener salud y para que Dios les proteja. Cuando el espectador llega a este punto, después de haber pasado centenares de páginas haciendo es esfuerzo de entender y empatizar con el movimiento republicano, se encuentra con la cruda realidad: "Esa misma mujer que tú creías luchadora idealista por una causa fue capaz de hacer esto. Y ahora, ¿qué?". 

Pues ahora, nada: la naturaleza humana es así de contradictoria. Como seres humanos, nacemos, vivimos y morimos, y aunque nuestra función debería ser procurarnos una existencia placentera en el tránsito hacia la muerte inevitable, complicamos los senderos por los que discurrimos, casi siempre provocando también dolor a quienes nos rodean. Dicho esto, ¿cuál es mi valoración como académico de los hechos narrados en esta obra? Soy capaz de entender cómo la gente puede actuar en determinadas circunstancias; de lo que no soy capaz es de adivinar si yo actuaría del mismo modo en circunstancias similares. Porque por muy justa que la causa pueda ser, cuando la vida de los demás se pone sobre la mesa las justificaciones teóricas dejan de tener valor y han de prevalecer los derechos humanos fundamentales. 

Ninguna causa, por justa que pueda parecer, justifica matar o silenciar por la fuerza a quien no piensa como yo. 

martes, 12 de enero de 2021

El castellano, ¿dónde quedó?

Valeria Ros y Héctor de Miguel (Quequé) tienen una frase célebre con la que comienzan su programa de radio La lengua moderna: "hay que hablar y escribir bien, porque es lo único que nos diferencia de los hijos de puta". Yo no llego a su extremo, ni tampoco me considero especialmente patriota, pero me llama mucho la atención que la batalla de banderas que estamos viviendo en los últimos años esté pasando por alto uno de nuestros elementos identitarios más emblemáticos: el castellano. Tengo la sensación, basada en la evidencia empírica, de que cada vez escribimos peor. Y quiero aprovechar este foro para descartar una leyenda urbana: no escribimos peor por culpa de las redes sociales. Cierto es que el uso cada vez más inmediato de estas ha llevado a que relajemos el respeto de la ortografía, bien por intentar condensar un mensaje breve en 280 caracteres, bien por culpa del puñetero teclado intuitivo. No obstante, cuando salimos de la pantalla del teléfono móvil y nos trasladamos al soporte papel, por cierto cada vez menos usado, constato que escribimos peor: que los mismos errores y vicios que detectamos en el entorno de cualquier red social se repiten fuera de ellas. 

Es una tendencia que, desde mi óptica, precede a la generalización de los soportes móviles: por algún extraño motivo que se me escapa, el gusto por escribir bien, respetando las normas ortográficas y las reglas de construcción sintáctica y gramatical, se ha perdido, porque durante unas dos décadas lo hemos ido descuidando. Y si entramos en el ámbito de la comunicación inter-personal por correo electrónico, entonces la guerra, que no la batalla, está totalmente perdida. No acabamos de convencernos de que el correo electrónico es una herramienta de comunicación tanto informal como formal, y por tanto hemos de ser capaces de identificar el registro lingüístico adecuado a la identidad del destinatario. Todo ello, ¿por qué? Esto convencido de que tiene mucho que ver con la pérdida del hábito de lectura, entre adultos, jóvenes y niños. Cuando yo estudiaba leíamos a Jorge Manrique, Lorca, Calderón de la Barca, Cervantes... como lecturas habituales de clase, en la EGB y después en la ESO y Bachillerato. De hecho, La verdad sobre el caso Savolta, mi novela fetiche de Eduardo Mendoza, es un descubrimiento de lectura de bachillerato. 

De ahí pasamos a prescribir en las aulas lecturas juveniles, del tipo Orgullo y prejuicio zombies, que pueden servir para acercar a los adolescentes a la realidad de los libros, pero que al sacrificar el fondo por la forma, acaban desprestigiando el soporte hasta que, irremediablemente, llegamos a prescindir de él porque total, para leer eso, es mejor no leer nada. Y poco a poco, con el paso de los años, nos encontramos con personajes públicos, líderes políticos, redactores de noticias e informadores profesionales que no saben escribir, ni por faltas de ortografía, ni por capacidad para elaborar una construcción coherente. Quizá me haya vuelto demasiado pesimista en esta reflexión, pero creo que sería preciso, en la reivindicación perenne de las esencias patrias, como en todo lo demás, centrarnos en lo que de verdad importa: la cultura. Su color da bastante igual, porque el universo cultural, en sí mismo, es lo único que nos dota de identidad y, lo que es más importante, nos arma frente a la ignorancia, la estupidez y la manipulación externa. 

lunes, 11 de enero de 2021

Crítica de Yo, mentiroso - Antonio Altarriba

Cualquier parecido con la realidad es su reflejo fiel. Esta es la conclusión a la que se llega después de leer Yo, mentiroso, de Antonio Altarriba. Más allá de una trama en la que se repiten los lugares comunes del autor, incluyendo una compleja historia de asesinatos y un criminal obsesionado por reproducir patrones artísticos en sus víctimas, lo que más sorprende de las páginas que componen la novela gráfica es el escaso disimulo con el que Altarriba retrata la clase política española. Quizá pueda argumentarse que, llegado un momento de nuestra vida, da igual ocho que ochenta y lo que interesa es repartir a quien se lo merece, sin ambages. No obstante, animo al lector a hacer una reflexión: ¿verdaderamente estamos ante el retrato despechado de una generación desencantada? En mi opinión no es así: lo que hace Antonio Altarriba es mostrar nuestros propios fantasmas ante el espejo, pero desde la mirada de otro, para que no caigamos en la auto-complacencia de considerarnos mejores que los demás países de nuestro entorno y nos demos cuenta de que nuestras miserias, que son muchas, existen. Y lo que es más importante, no se extinguen porque nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Porque en este país el "aquí no ha pasado nada" se ha convertido en filosofía barata para simular que todo está bien y repetir, uno por uno, los mismos errores del pasado, más o menos reciente, que nos condenan a ser eternamente desgraciados. Por motivos tan simples como la indulgencia perenne hacia los poderosos, rayana (y a veces coincidente al 100%) con el servilismo: estamos dispuestos a tolerar los desmanes y los abusos de quienes nos gobiernan, porque ellos sí tienen derecho a hacer con nosotros lo que quieran. Ahora bien, si uno de los míos llega a gobernar y me traiciona, o siento que lo hace, entonces seré mucho más duro con él que con los otros: porque a mí, si me tienen que robar, que lo hagan los de siempre, no los que están conmigo. Con el señorito seré sumiso; con mi vecino de enfrente seré terrible. Probablemente no nos guste el retrato, pero es lo que ocurre con el arte: refleja el alma del autor y del que mira, y eso no siempre tiene por qué gustar. Lo importante es que sea capaz de despertar conciencias e invitarnos a no seguir siendo tan imbéciles como de costumbre. Desde mi humilde posición, mi más sincera enhorabuena a Antonio Altarriba por haberlo conseguido. Y disfrutad la lectura: merece mucho la pena. 

miércoles, 6 de enero de 2021

¿Qué defiende Donald Trump?

La respuesta es bastante clara: sus propios intereses. En una entrevista hace tiempo el aún presidente de los Estados Unidos rememoraba el momento en que su padre le regaló su primer millón de dólares. Y digo yo que no serán muchos los ciudadanos estadounidenses que puedan sentirse identificados con él. Sin embargo, una mayoría de votantes le apoyó hace ahora cuatro años, convencida de que ese magnate representaba de verdad los intereses de lo que el llama "América", en lo que constituye primero una imprecisión geográfica importante, y después un engaño no menos llamativo: Trump no representa a América, ni a Estados Unidos en general. Se representa a sí mismo: al capital sin frenos, la especulación y el patriotismo exacerbado, carente de una ideología precisa, capaz de decir una cosa ahora y exactamente lo contrario después, sabedor de que la masa le seguirá haga lo que haga. Nadie lo supo ver entonces y muchos ciudadanos de a pie asumieron su mensaje, repetido una y otra vez a través de los medios, cuyo papel y responsabilidad no es menor en el ascenso del personaje: la amenaza de la invasión latinoamericana, la amenaza del Estado Islámico, la cruzada anticomunista adormecida desde la Era Reagan... se convirtieron en obsesiones de un porcentaje nada despreciable de la población del país. 

Si nadie le hubiera hecho caso entonces no habría pasado de ser un tipo excéntrico con delirios de grandeza, sin más, pero el eco dado a cada intervención y a cada palabra suya le ha convertido en el fenómeno que hoy es. Su periodo presidencial ha servido para que sus seguidores hagan de caja de resonancia de sus principios y sean capaces de todo por él, sin percatarse de que el trumpismo tiene poco que ver con las necesidades de los estratos sociales más desfavorecidos de Estados Unidos. Además, lejos de limitar sus efectos a su propia nación, ha dado pábulo a diferentes mal llamados líderes de opinión que, en diferentes lugares (Polonia, Hungría, Francia, España, Austria, Holanda, Reino Unido...), han hecho del matonismo su forma de expresión, sintiéndose legitimados porque ese mismo discurso se ha impuesto en un país que se sigue considerando primera potencia mundial. Incluso cuando las elecciones del pasado mes de noviembre de 2020 animaban a aventurar el final de una era terrible, hay episodios como el de esta misma tarde que nos devuelven a la realidad con un cruel jarro de agua fría, que trae a nuestros oídos un mensaje nada esperanzador: el daño ya está hecho. Ojalá no sea tarde para repararlo. 

Ojalá la democracia, con sus defectos y sus virtudes, prevalezca siempre, porque seamos nosotros quienes la hagamos prevalecer, desterrando discursos baratos que solo conducen al desenlace de la fuerza bruta. 

jueves, 24 de diciembre de 2020

Crítica de Yo loco - Antonio Altarriba

Antonio Altarriba tiene la extraña capacidad de que, nada más se comienza a leer, se tenga una sensación ambivalente y por ello inquietante: por una parte, la de sentirse en casa, es decir, en el terreno de las mejores novelas de misterio de la tradición victoriana; por otra, la de verse identificado con un mundo que se convierte en la principal denuncia del autor, pues se tiene la impresión de que la historia principal es en realidad el telón de fondo para arrojar la luz cegadora sobre algo que a él le molesta especialmente en cada ocasión. En el caso de Yo asesino más de uno nos vimos en las vidas de aquellos profesionales cegados por la ambición de poder en el entorno de la Universidad, enfrascados en guerras y rivalidades que solo les atañen y les convienen a ellos. Ahora el ojo agudo del autor se cierne sobre la industria farmacéutica y el ansia de beneficio de quienes están dispuestos a lo que sea con tal de convencer al público de que necesita sus medicamentos. Aunque para ello se llegue al extremo de "fabricar" perfiles psicopáticos, como sucede en el caso de la empresa Otrament, para la que trabaja el protagonista. 

Y mientras todo esto sucede, como decía, en realidad toda la historia no sirve más que de pretexto para subrayar los problemas y los fantasmas que todos arrastramos en mayor o menor medida: conflictos familiares, sexualidades reprimidas en un entorno pueblerino, la construcción de una vida profesional para intentar demostrar al mundo que se equivocó al prejuzgarnos... Ese es el encanto de la obra de Altarriba y ahí reside la principal razón de que nadie se sienta extraño al recorrer sus páginas y adentrarse en el universo interior de los personajes que se arremolinan en la narración, en una suerte de colmena de la que no se desea salir. Fundamentalmente, porque conforme el lector se ha convertido en fiel seguidor del narrador, identifica sus obsesiones y se agarra a ellas como asideros y puntos de referencia en un camino oscuro por el que todos transitamos sin saber exactamente a dónde nos dirigimos. Por eso no se puede evitar el tímido esboce de una no menos tímida sonrisa cuando la locura y el arte hacen su aparición en el escenario, vestidos de gala y ocupando el lugar que merecen en la historia de nuestra civilización. 

Ya sé que voy con retraso en la lectura, pero me da igual: quería compartir el disfrute que ha supuesto esta novela en los días finales de un semestre bastante atípico, mientras comienzo ya a abrir y hojear las primeras páginas de la reciente novedad de Antonio, Yo mentiroso. Cuando acabe con ella volveré por aquí, aunque solo sea por seguir compartiendo y construyendo comunidad. 

Salud y felices fiestas a todos. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Huyendo del comunismo

Es un clásico cuando eres niño y haces alguna travesura, esconder la mano tras la espalda y señalar al que tienes enfrente para acusarle de lo mismo que te imputan a ti. Y en los últimos años hemos visto muchas ocasiones en las que desde Estados Unidos se ha hablado de varias amenazas externas, siempre desde su propia óptica: China, Rusia, el mundo islámico en general, y el fantasma recurrente, el fantasma del comunismo. Este último resulta interesante porque el país, como bastión del bloque capitalista durante la Guerra Fría y cuna del Macarthismo, ha sido el abanderado por excelencia de la cruzada anticomunista en el mundo. Solo el tímido deshielo iniciado en el tramo final de la segunda legislatura de Obama en las relaciones bilaterales con Cuba parecía poner fin a un largo camino de desencuentros, bloqueo y obstinación por ambas partes. 

Como no podía ser de otra forma, Donald Trump se ha hecho eco tradicionalmente también de la amenaza comunista mundial. La realidad, la auténtica paradoja, reside en que huyendo del comunismo, ha venido a incurrir en las mismas prácticas totalitarias de los peores años de la Europa del este, si es que el Telón de Acero vio años de prosperidad en algún momento. En Checoslovaquia, como en Polonia, Hungría, Rumanía y otros escenarios similares, la estrategia seguida por Moscú fue la de constituir partidos comunistas fuertes que entrasen en gobiernos de coalición en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial para, una vez en el poder, impulsar un golpe de Estado desde dentro y tomar el poder por la fuerza. Si además se producía una convocatoria electoral democrática que marginaba a las candidaturas comunistas, el golpe estaba más que justificado ante la amenaza del fantasma capitalista. 

Pues bien, el ya presidente saliente, o presidente en funciones, o como queramos llamarlo, no ha hecho sino reproducir la estrategia punto por punto: primero, cuando los sondeos le daban como perdedor, alegando que el voto por correo, claramente inclinado del lado demócrata (por aquello de que cuando sube la participación electoral, los conservadores siempre tiemblan), iba a estar manchado por el fraude; después, hablando de injerencias externas en la campaña para provocar su derrota; y finalmente, contra viento y marea, contra las voces de su propio partido y el criterio de varios tribunales y cortes supremas de diferentes estados, que han rechazado sus recursos para exigir un recuento y desacreditar el resultado desfavorable, pugnando por mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Solo resta ver hasta dónde le alcanzan las fuerzas y cuánto tarda alguien con más sensatez que él, que no será difícil de encontrar en las filas republicanas, que se acerque a su despacho y le diga, con mucha educación: "Dear Mr. President, this is over". 

Ojalá quienes han acudido a la calle empuñando las armas ante el llamado de quien llaman "su presidente" se den cuenta de que su postura es insensata y acepten que la democracia es esto: a veces se gana y a veces se pierde. Y consiste precisamente en convivir con todos, incluso cuando te gobierna quien tú consideras que no representa tu ideología, pero aceptas las reglas porque lo que no puede quebrantarse, bajo ningún pretexto, es la convivencia pacífica de la comunidad política ni la integridad de la sociedad civil. 

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ese país no tan lejano

Escribo estas líneas sin ventajismo, cuando el escrutinio en Estados Unidos está bastante avanzado pero todo parece indicar que aún debemos esperar unos días para conocer el resultado definitivo, mientras el candidato Donald Trump anuncia su nula disposición a aceptar la derrota. Lo que estamos viviendo en estas últimas horas no es sino la manifestación más clara de lo que en el año 2016 llegó a la política internacional de la mano de este personaje: la agresividad en política por encima del sentido común, la diplomacia y el soft power. Un discurso violento, de ataque al contrario y reafirmación de la masculinidad en su máxima expresión, que hasta entonces se había visto como una actitud extraña, exótica, reprobable, y poco más. Hasta que el proceso electoral de noviembre de 2016 convirtió aquella actitud en una opción política, para más inri al frente de una de las primeras potencias mundiales. 

Viendo cómo ha evolucionado la sociedad política global desde entonces, cada vez estoy más convencido de que la victoria de Donald Trump hace cuatro años dio carta de naturaleza al populismo de extrema derecha en otros escenarios bastante inverosímiles, como Brasil, de la mano de Jair Bolsonaro, el Reino Unido liderado por Boris Johnson, Andrzej Duda en Polonia, o Viktor Orbán en Hungría. Con ellos ha llegado a las instituciones un discurso que era frecuente oír en tertulias de bar, en boca de individuos desesperados con su situación económica personal, dispuestos a buscar una solución a su desesperación basada en la política por la tremenda. Cuando oíamos hace años este tipo de explicaciones para el contexto global, teñidas de una ración nada despreciable de "cuñadismo", nos quedaba el consuelo de pensar: menos mal que esto son exabruptos de gente desesperada que, afortunadamente, jamás llegarán a tener presencia en el gobierno. 

Donald Trump y la sociedad estadounidense demostraron que sí se podía, que reaccionando a la crisis con lenguaje soez, grandes mensajes grandilocuentes huecos de contenido ideológico y muchas redes sociales, era posible reunir el apoyo de suficiente gente como para alcanzar el poder. Y una vez alcanzado, hacer cuanto fuera posible para conservarlo. Esta mañana me disponía a coger el autobús para ir a trabajar cuando oí las primeras declaraciones del candidato republicano que, una vez más, me hicieron sentir que estaba viviendo un mal sueño, cuando Trump anunciaba que estaba dispuesto a impugnar los resultados de los estados clave cuyo apoyo esperaba obtener, si el escrutinio no le favorece. Dicho de otro modo: "he llegado aquí por las bravas, buscando el apoyo de los desharrapados, y no me voy a marchar fácilmente". En el mejor de los casos, será el episodio final de un esperpento que se acabará extinguiendo en sus propias cenizas. 

En el peor de los casos, su reacción abrirá la puerta a una reelección que abre un periodo de incertidumbre sin igual y aventura otros cuatro años, como mínimo, de fuego y furia. Pero en realidad da igual, porque gane o pierda las elecciones el Partido Republicano, el discurso ha calado hondo y el daño ya está hecho en toda la sociedad. Esperemos que no sea demasiado tarde para subsanarlo y recordarnos lo que éramos antes de que la retórica marrullera se impusiera a las buenas formas. 

domingo, 1 de noviembre de 2020

La noche de los cristales rotos

El relato histórico requiere perspectiva para construirse, es decir, alejamiento, distancia: extrañamiento, en definitiva. Y sobre todo, que quien lo vaya a escribir tenga la menor vinculación posible con aquellos acontecimientos, personal y generacionalmente, para evitar en lo posible el sesgo de la subjetividad que, por otra parte, es inherente a cualquier relato construido por el ser humano. Por eso, imagino que hasta que no transcurran unas décadas no existirá un relato oficial de lo que estamos viviendo en los últimos meses; como ciudadano, espero vivir lo suficiente para poder leer dicho relato y contrastarlo con mi memoria personal, con mi propia experiencia. Como historiador, hay algo que me preocupa profundamente: ¿qué imagen tendrán las próximas generaciones de nosotros?

Hace exactamente ochenta y dos años, en Alemania los comercios y establecimientos judíos sufrieron ataques por parte de aquellos desalmados que marchaban a paso de ganso y veneraban una bandera con la esvástica. Aquella fue su noche de los cristales rotos, de la que en nuestro país, y en otras partes del mundo occidental y avanzado, hemos tenido varios episodios lamentables en la pasada madrugada de Todos los Santos, conocida en la última década como Noche de Halloween, gracias a una cultura norteamericana que se empeña en dejarnos solo su lado comercial y superficial, que por otra parte es el mismo que nosotros nos empeñamos en comprar reiteradamente. 

Me resulta difícil explicar el móvil de los jóvenes que han protagonizado disturbios y ataques, no solo a la autoridad, sino también a establecimientos comerciales de varias ciudades españolas, de manera indiscriminada, para robar unos productos que luego, como buenos descerebrados, han procedido a vender en varios portales online con sus datos personales, convirtiéndose en muchos casos en presa fácil de las fuerzas del orden. No puede ser casual que tales energúmenos hayan elegido la madrugada del 1 de noviembre para perpetrar su acción, en medio de un clima enrarecido por el estado de alarma, el toque de queda, las protestas de las comunidades y la inconformidad de quienes, de manera poca solidaria, han clamado a los cuatro vientos su derecho a unas vacaciones en este puente. 

La manía en pensar mal del género humano al que pertenezco, y que me ha dado sobrados motivos últimamente para tener tal valoración de él, me lleva a plantearme: ¿qué intereses hay detrás de los disturbios? Algunos medios de prensa han comenzado a difundir mensajes en varias redes sociales alentando a la insurrección violenta desde las filas de la extrema derecha, que han aplaudido las acciones y las han calificado como una forma de protestar contra el gobierno. Eso sí, atacando la actividad comercial de gente inocente que ya lo tiene bastante difícil para salir adelante en el contexto de la pandemia. De este modo se cumple la maravillosa paradoja de que, pretendiendo defender los intereses de España, no hacen sino perjudicar a los españoles de a pie que peor lo están pasando desde comienzos de este año 2020. 

Y es que la figura de "el Madrileño" es más vieja que el hambre en la historia de los movimientos sociales contemporáneos. Quien lea La bodega, de Vicente Blasco Ibáñez, encontrará a aquel instigador de la rebelión campesina de Jerez de 1892 que, después de enardecer el ánimo de los jornaleros sin tierra, deseosos de vengar los abusos de los señoritos, acudieron a la capital para encontrarse abandonados a su suerte, mientras aquel mismo instigador se esfumaba como por arte de magia justo en el momento en que la policía se cobró en ellos el precio de haber intentado subvertir el orden vigente. La diferencia es una y fundamental: en aquel entonces, quienes luchaban lo hacían por una causa justa, pero tuvieron el infortunio de que la llamada a la insurrección decisiva vino de boca de alguien mucho más vinculado a la policía de lo que entonces ellos pudieron adivinar. 

Ahora, esa causa justa no existe; mejor dicho, no hay causas justas parciales, porque el frente común es aminorar el impacto de la pandemia. Porque, para quien no se haya dado cuenta, estamos en medio de una pandemia global. Lo que sucede aquí no obedece a ningún espurio interés ni a ninguna conspiración global para dominar el mundo: se trata de un fenómeno biológico natural, que ha venido a golpearnos cuando más fuertes nos creíamos y que ha evidenciado que la tecnología no nos mantiene a salvo de nuestra propia naturaleza como seres vulnerables y mortales. Pero esa conciencia da miedo, y es mucho mejor extender una cortina de humo sobre ella para desviar la atención del personal y provocar que los ánimos de la gente se centren contra el vecino de enfrente, simplemente porque piensa de manera distinta, sin pararnos a meditar ni por un segundo que quizá, si vienen mal dadas, podemos compartir urgencias hospitalarias con él y entonces las ideologías no importarán. 

Cuánta razón tenía aquel que afirmaba que el mayor enemigo de los españoles somos nosotros mismos. Van ya siete meses y cada vez es más doloroso ver nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo, nuestro machismo ibérico exacerbado que debe expresarse en cualquier forma de violencia, sea cual sea, porque merece ser liberado como la pulsión tantas veces aludida por Freud. La alternativa es cuestionarnos a nosotros mismos mediante el super-yo, pero parecemos poco inclinados a hacerlo, porque hemos dejado que nuestra naturaleza animal nos desborde y se adueñe de nuestro raciocinio, que ya era escaso desde hacía unos años. Eso sí, queda esperanza: la Educación. Solo con una educación de progreso y nuevos horizontes podremos salvarnos de nosotros mismos; de lo contrario, pereceremos como esclavos de nuestras pasiones y nuestros anhelos, como Ícaro contemplando sus alas derretirse en el crisol del sol. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Crítica de Jonas Fink: una vida interrumpida, de Vittorio Giardino

Esta misma mañana he concluido la lectura de la edición integral de Jonas Fink. Una vida interrumpida a cargo de la editorial Norma, obra de Vittorio Giardino. Conocí al autor hace unos años, cuando leí No pasarán y, posteriormente, me interesó su aproximación a la novela negra a través de las vivencias de Sam Pezzo. Este verano decidí completar la serie de aventuras de Max Fridman, leyendo Rapsodia Húngara y La Puerta de Oriente, antes de adentrarme en las vivencias del infortunado librero de Praga. En general todas las obras de Giardino que siguen la senda de la historia europea durante el siglo XX comparten un denominador común: la lucha contra quienes representan el terror, sea de signo nacionalsocialista, sea de símbolo comunista. Aquí reside una de las virtudes del autor, consistente en no casarse con nadie y en identificar el mal con ojo crítico y un implacable dedo acusador, independientemente de la ideología que ese mal decida enarbolar en cada ocasión. 

El título de la obra que me ocupa, correspondiente a la edición integral, no podría ir mejor a la biografía del personaje ficticio: una vida interrumpida. Porque el protagonista de estas páginas vive tres interrupciones vitales esenciales, que marcarán su carácter: la pérdida de su padre, que le convierte en proscrito a ojos de la sociedad comunista del otro lado del Telón de Acero, debiendo renunciar a su talento para trabajar como librero mientras su madre se consume en una lucha tantálica contra el rodillo del sistema comunista; la pérdida de sus amigos y de su amor de juventud, a la postre el gran amor de su vida, la joven Tatjana, que abandona Praga camino de Moscú tan pronto como sus padres sospechan de las relaciones de su hija con el vástago judío de un médico depurado; y la segunda pérdida de Tatjana, que es a la vez la de su pareja, la vietnamita Fuong, al calor de los sucesos de la primavera de Praga. 

El joven, que ha experimentado el exilio interior desde que tiene uso de razón, ha de someterse ahora al exilio exterior, tomando el camino de París mientras el comunismo, ya entonces agonizante, pugnaba por demostrar que su brazo represor seguía siendo duro. Aquella misma joven que había encarnado para él el sentimiento del amor desapareció en medio del humo de los tanques para regresar de nuevo a Moscú, ahora como sospechosa y ella misma objeto de la represión del bárbaro Leonidas Brezhnev. De ello toma conciencia veinte años más tarde, cuando regresa de la mano de su familia francesa a una Praga tomada por el capitalismo y la fiebre turística, que ha dado en comercializar hasta las medallas soviéticas de quienes un día fueron represores, y ahora no son sino monos de circo expuestos para deleite del público, en el mejor de los casos. 

La última escena deja una puerta abierta a la reflexión: el ya maduro Jonas Fink, egoísta e inconformista porque la vida le ha forjado así, se encuentra en un antro praguense con el mismo jefe de la policía secreta que hizo posible la ruina de su familia. Caído el comunismo, el inspector Muda había pasado de ser una pieza esencial en el mecanismo represor a convertirse en un pordiosero, detestado por todos y objeto, él mismo, de un proceso judicial por los abusos cometidos durante los años duros de la Guerra Fría. Es una figura que inspira lástima al pobre Jonas quien, enfrentado al causante de su sufrimiento, no sabe más que ignorarlo y abandonar el local, deseoso de dejar atrás todo recuerdo de una época pasada. He aquí la reflexión: ¿de qué sirven la represión y la violencia al servicio del totalitarismo? ¿Qué bien hacen a las sociedades que las padecen?

Desde luego, no aportan más que dolor a sus víctimas, equivalente al vacío: es decir, no aportan absolutamente nada. ¿Y a sus autores? Visto el desenlace de la historia, resultan igualmente inútiles. Constituyen, en conclusión, la sublimación máxima de la sofisticación de la Humanidad que, en su afán por destruirse a sí misma, no hace sino idear herramientas inútiles en torno a las cuales se hace el vacío. Extraño logro este del siglo XX, que acaba de dejarnos no hace tanto. 

sábado, 22 de agosto de 2020

Autocrítica

Cuando nos dicen que somos el país de la fiesta, las terrazas, la juerga y la alegría, nos indignamos. Y hasta cierto punto, con razón: hay muchos más elementos que nos definen, no solo nuestra propensión al ocio y la expansión, aunque bien es cierto que estos últimos son quizá los que más destaquen. Sucede entonces que nos molesta vernos ante el espejo, porque media largo trecho entre la vaga conciencia de que se es algo, y la cruda realidad de que quien viene de fuera te lo haga notar. A nadie le gusta hacer autocrítica ni asumir sus errores, pero a veces toca. 

Humildemente, creo que considerando la evolución de los casos de coronavirus desde el final del Estado de alarma, puede adoptarse la postura ideológica que se desee, siempre que esté fundamentada: criticar la falta de previsión del gobierno, atacar la escasa disposición a la colaboración y el diálogo por parte de la oposición, clamar contra la escasa o nula previsión para el próximo curso educativo... Ahora bien, independientemente de cuál sea nuestra postura, hay un paso obligado: asumir que cada uno de nosotros, como individuos soberanos que somos, lo estamos haciendo fatal. 

Apenas la mal llamada "nueva normalidad" daba sus primeros pasos cuando una tarde, paseando por la Glorieta de Bilbao, comprobé con sorpresa que me cruzaba a mucha más gente sin mascarilla y sin guardar distancia social que observando las medidas requeridas ante la situación de emergencia sanitaria; una emergencia sanitaria que, no nos engañemos, ni se ha acabado ni tiene visos de terminar en los próximos meses. Tan llamativa era la coyuntura que dos policías municipales en moto se detuvieron en la entrada de la calle Fuencarral y se dijeron el uno al otro: "¿No estaremos yendo muy rápido?", mientras observaban las terrazas abarrotadas y las sonrisas inmaculadas, visibles ante la ausencia total de mascarillas en el personal. 

El siguiente asalto ha llegado con las vacaciones, que son un derecho laboral, pero que este año debían ser diferentes por responsabilidad social. Desgraciadamente, no ha sido así: muchos han marchado de las grandes ciudades siguiendo la máxima de "fuera de aquí estaremos más seguros", sin darse cuenta de que el virus no vive en el aire, sino que viaja con nosotros, y por tanto marchará allá donde nosotros lo llevemos. No obstante, parece que en este punto, como en muchos otros, es más importante conservar nuestro segmento de ocio particular que velar por la seguridad colectiva. Algo que se ha demostrado de lejos en el sector de la hostelería y el ocio nocturno. 

Porque quizá yo peque de ingenuo, pero: a) ¿Había de verdad algún empresario hostelero que pensara poder recuperar en este verano dinero? ¿En serio creían todos ellos que se iba a poder retomar la actividad normal? b) Puestos en el desgraciado brete de poner en una balanza el beneficio económico y la salud pública, ¿de verdad alguien piensa que es mejor el primero sobre la segunda? De verdad, me parecen argumentos tan débiles como los que hace unos años esgrimían en la televisión los dueños de los pozos de agua ilegales habilitados en Doñana, que han desecado la marisma y han amenazado el paraje con la desertización, pero que se mantenían en sus trece preguntando frente a la cámara, sin pestañear: "¿qué es más importante, el agua para los humanos o para los animales?". 

Definitivamente, el corto-placismo se ha instalado en nuestra mentalidad, y solo nos importa el bienestar presente, aún a costa de la ruina y la catástrofe inmediatas, que no ya futuras. Por todo ello, siento rabia y una profunda pena, no porque la clase política lo haya hecho mejor o peor, sino porque como comunidad humana estamos quedando a la altura del betún. Y en el fondo, cuando se culpa de todo esto al responsable político de turno, lo que se está diciendo es: "como yo no me sé controlar, contrólame tú, que para eso te pagamos el sueldo". Escalofriante argumento de no menos catastróficas consecuencias. 

Únicamente deseo que la situación revierta al final del verano, porque la gente regrese de las vacaciones, deje de moverse de un lugar a otro, y probablemente volvamos a quedarnos encerrados en nuestras provincias respectivas. Y también que las alarmantes cifras de los últimos días valgan para desterrar de una vez las máximas de los colectivos negacionistas: que se den un paseo por los domicilios de los familiares de los fallecidos y les cuenten la misma película, a ver si les hace gracia o no. 

Y para concluir: la mascarilla, bien puesta. Ni en la boca, ni en el codo, ni en la frente, ni en la mano. No por protegerse uno, sino porque no llevarla bien nos pone en riesgo a todos los demás, que ya está bien de estupideces. A ver si recordamos de dónde partimos y dónde estábamos hace solo cinco meses, por favor. Porque de lo que pase en adelante, somos responsables y culpables todos por igual. No "ellos", sino nosotros, todos. Que quede claro. 

domingo, 5 de julio de 2020

The English Game

Probablemente quienes no sean amantes, o al menos aficionados, al fútbol decidan descartar la serie The English Game, de Netflix. Mediante esta breve reseña solo me atrevo a pedirles que le den una oportunidad, porque es más que una miniserie sobre los orígenes del fútbol en la Inglaterra obrera de la década de 1880: es la historia de la lucha de clases. De hecho, en sus seis capítulos apenas hay secuencias de tres partidos, porque el telón de fondo es el de la formación de la clase obrera inglesa. En efecto, el mismísimo E.P. Thompson habría firmado, siguiendo la estela de Friedrich Engels y Karl Marx antes que él, un guion impecable que relata el enfrentamiento entre dos visiones antagónicas del mundo: de un lado, una clase adinerada que ha creado un juego cuyas reglas ha escrito para divertirse, porque gana suficiente dinero para no preocuparse por su sustento diario; de otro lado, una clase trabajadora que desempeña jornadas de 16 horas diarias con un solo día de descanso, para la cual el fútbol es una vía de escape y que necesita ser pagada para poder dedicarse a él... porque los creadores de ese noble deporte han decidido que solo se juegue de manera amateur. 

En este contexto aparece Fergus Suter, natural de Glasgow, con su inseparable Jimmy Love, ambos contratados por el dueño de la fábrica de hilados de Darwen para jugar por el equipo local, aparentemente en calidad de empleados de la factoría, para cubrir un fichaje remunerado que estaba prohibido por las leyes del momento. Una vez las piezas están sobre el tablero, encontramos un elenco clásico de personajes: Arthur Kinnaird, estrella de los Old Etonians, perennes triunfadores de la FA Cup, básicamente porque los fundadores del fútbol y el presidente de la Federación juegan en su equipo. Para ellos la irrupción de los jugadores de clase obrera pagados por jugar supone un atropello: porque viola las reglas de su juego, y porque implica la entrada en escena de un actor que les resulta desagradable e incómodo. Pero la corriente de la historia comienza a correr y nada parece capaz de detenerla. Mientras las tensiones entre ambos bandos se desarrollan a lo largo de los capítulos, otros problemas aparecen y mueven a la reflexión del espectador: la migración forzada por motivos económicos, la condición de las mujeres de clase trabajadora, la violencia de género, el alto riesgo de exclusión de las madres solteras (algunas de ellas madres de vástagos engendrados por miembros de la misma clase burguesa que ahora les da la espalda)...

Y ante todo, dos elementos que convierten el argumento en emocionante, pero que hacen que la historia pierda credibilidad: el primero es evidente, porque por muy humano que Arthur Kinnaird quiera mostrarse, es poco creíble que acabe empatizando con aquella misma clase a la que debe explotar como banquero e hijo de banqueros; el segundo es triste, dado que al final de la trama los trabajadores prefieren unir sus esfuerzos para conseguir la victoria de Blackburn en la final de la FA Cup frente a los Old Etonians, conscientes de que sean o no hinchas de Blackburn, será una victoria global de la clase trabajadora del condado de Lancashire. Digo triste no por este hecho en sí, sino porque los trabajadores, desafortunadamente, rara vez nos hemos sabido poner de acuerdo para unirnos y enfrentarnos al enemigo real. Aún así, la emoción ahogada en la garganta cuando se visionan las últimas imágenes es suficiente para mantener esperanza en un futuro mejor para todos. 

martes, 7 de abril de 2020

Ensayo sobre la ceguera - reflexiones

La lectura de Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, ha sido dura de principio a fin. Ya conocía el estilo del autor, que pude seguir con agilidad en La caverna, e incluso en El evangelio según Jesucristo, lectura que me hizo disfrutar como un enano en el verano de 2005. No puedo decir lo mismo, en cambio, de la obra que acabo de concluir: en calidad literaria, probablemente el Ensayo sobre la ceguera esté por encima de las otras dos; en lo referente a la crítica mordaz a la sociedad actual, se complementa con La caverna a la perfección; pero la dureza de lo relatado, especialmente amarga en los días que estamos viviendo, ha hecho que cada página suponga una ducha de agua fría sobre mi conciencia. Necesaria, sí, pero no por ello menos dura. En mi descargo diré que comencé su lectura hace dos meses, cuando el actual estado de cosas parecía aún imposible. 

Como uno de los personajes de la novela confiesa en las páginas finales, somos ciegos, de la peor clase imaginable: creemos que vemos, que entendemos el mundo en que vivimos, que controlamos la naturaleza y los elementos... en definitiva, que somos indestructibles. Desafortunadamente, en circunstancias críticas tomamos conciencia de que no es así: no nos percatamos de lo que de verdad importa en nuestra vida cotidiana; del valor del contacto con los demás, de la sonrisa de la gente en la calle y de los gestos de solidaridad que se perciben a diario, que apenas destacan, pero que son los que nos constituyen como seres humanos. Y cuando todo lo que parece sólido se tambalea, o simplemente desaparece bajo nuestros pies, enfrentándonos al abismo, se esfuman también los últimos resquicios de humanidad que nos restan. 

En lugar de unirnos, como los ciegos que protagonizan el Ensayo, aquejados todos de idéntico mal, marginados por igual por quienes deciden quiénes son los apestados y quiénes no, somos incapaces de reconocer que nos hallamos del mismo lado de la trinchera, y que más nos vale unir nuestros esfuerzos para poder sobrevivir juntos. El cainismo aparece cuando menos necesario es, arrojándonos contra nuestros semejantes, a quienes queremos anular para poder subsistir a costa del otro; nunca con el otro. Pero eso jamás puede ser bueno, porque un organismo dividido es un organismo débil, que se devora a sí mismo hasta que, cuando remite la tempestad, regresa maltrecho y mutilado a las calles que un día creyó suyas, para ver la destrucción adueñarse de aquel espacio que se llamaba, erróneamente, humanizado. 

Por todos estos motivos, mientras esta sociedad, a la que Saramago criticaba en fecha tan temprana como 1995, no asuma la necesidad de la unión para alcanzar objetivos comunes; mientras el individualismo siga sobreponiéndose al sentimiento de comunidad, continuaremos siendo, como el maestro nos retrató, los mismos ciegos que reinciden en el error de creer que ven, cuando nunca han estado tan lejos de poder hacerlo. 

domingo, 8 de marzo de 2020

De epidemias

Dos días atrás escuchaba "La vida moderna", en la Cadena Ser, cuando el cómico Héctor de Miguel, alias Quequé, hablaba en su sección del tema que se ha convertido en el centro de la atención mediática, de manera bastante grosera: el COVID-19, también conocido como Coronavirus. Su intervención comenzaba con una reflexión que partía de su experiencia cotidiana: "El otro día pedí comida china y tardaron 7 minutos en traerla. Esa gente está aburrida". Lo bueno del humor es que sirve precisamente para eso: para subrayar, en tono de burla, aquello que nos está haciendo comportarnos de forma absurda. Lo que Quequé hizo no fue solo relatar un suceso anecdótico, sino además ponernos ante el espejo. No voy a tratar, ni mucho menos, las medidas de prevención para frenar la ampliación del radio de contagio, ni de los protocolos médicos para atender a los afectados. Respeto sobremanera la labor del personal sanitario y lamento mucho los decesos que se han producido como consecuencia de este brote que, como otros a lo largo de la historia, nos ha sorprendido sin medios suficientes, primero para conocerlo, y luego para contrarrestar sus efectos. Mi deseo es que pronto la situación pueda estar bajo control para retomar la estabilidad, y en condiciones normales estoy seguro de que así sucederá, más pronto que tarde. 

Lo que me molesta es la cultura del pánico, que con mucha frecuencia despierta nuestros instintos más desagradables y nuestros comportamientos más primarios. En concreto, en el programa de radio al que me refería, Quequé hablaba de una broma que comenzó así, pero que acabó resultando bastante pesada: en Totana, Murcia, un señor difundió un mensaje privado de WhatsApp a sus contactos, advirtiéndoles de que no acudiesen al comercio chino del pueblo porque la esposa de su dueño es natural de Wuhan y está contagiada. El señor, insisto, solo pretendía bromear, pero en la atmósfera de paranoia que se respira en los últimos días aquel mensaje circuló entre todos los habitantes del pueblo, hasta el extremo de que el comercio aludido perdió clientes de manera ostensible. La situación llegó a ser tan grave que el autor de la broma se vio obligado a convocar una rueda de prensa para, en directo, desmentir el rumor y disculparse con el dueño de la tienda, compareciente también en aquel acto público. Lo que hay detrás de este acontecimiento es un sentimiento de rechazo al otro, porque es diferente a mí y porque se vincula con todo lo negativo que podamos imaginar: si en ello se puede incluir una enfermedad, bienvenida sea. Nadie se paró a preguntarse: "pero vamos a ver, la esposa de este hombre, ¿ha estado en Wuhan, o ha tenido contacto continuado con algún afectado?". Simplemente se produjo un fenómeno de acción-reacción, que ahora se queda en broma, bien ilustrada y satirizada por Quequé, pero que en otras circunstancias podría haber tenido consecuencias mucho más perniciosas para el afectado, no solo en el ámbito económico. 

Quizá los medios no contribuyan a la tranquilidad general, abriendo cada informativo e inundando cada portada de periódico con noticias sobre la propagación del virus, con titulares que parecen competir entre sí en grado de sensacionalismo. Por eso, mi único deseo es animar a la reflexión sobre la actitud personal que adoptamos en circunstancias críticas: porque la supervivencia implica salir adelante, pero no siempre a costa del otro.