martes, 12 de mayo de 2020

Educación, Memoria e Historia: tres heridas en la España Actual

Señores Académicos, Dignas Autoridades y Apreciado Público Asistente,

He de comenzar declarando cuán honrado me siento al aceptar la invitación de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera, cuyos miembros han decidido aceptarme como uno más de sus integrantes en calidad de Académico Correspondiente, honor que, estén ustedes seguros, no merezco. Acepto, no obstante, su decisión con humildad y con el deseo de corresponder a su atención para con mi persona, pronunciando un discurso de ingreso capaz de estar a la altura de las circunstancias.

Cuando recibí la noticia, hace unas semanas, se presentaba ante mí un reto nada desdeñable: obsequiar al auditorio con una reflexión propia del entorno académico en que nos encontramos. Con rapidez identifiqué los temas centrales que vertebrarían mi exposición ante todos ustedes. Y así como Miguel Hernández escribió sobre las tres heridas, la del amor, la de la muerte y la de la vida, me fue dado señalar, a mi vez, tres tajos en el costado de nuestro país por los que España se desangra. Lejos, pues, de la melancolía del poeta natural de Orihuela, un profundo sentimiento de pesimismo, rayano en el realismo, sin acertar a definir la línea divisoria entre ambos, me incitó a subrayar las tres heridas de la España actual: la Educación, la Memoria y la Historia. Escritas así, con mayúsculas, corresponden a tres temas capitales de nuestra sociedad, muy por encima de la crisis de los mercados y de las fluctuaciones económicas, puesto que cualquier cosa puede arriesgarse a perder el ser humano, salvo aquello que le da su esencia: la Humanidad.

¿Existe Humanidad en nuestros días? Bastará a los presentes dar un rápido vistazo alrededor, para percatarse de que la situación no se presenta nada halagüeña. Al brusco cambio en el sistema de valores, evidente a todas luces, que se ha operado entre las generaciones nacidas en el tránsito del siglo XX al siglo XXI, han de sumarse otros dos males, tanto o más graves que aquel: la imposición de la cultura de la inmediatez y el cortoplacismo, y una apuesta decidida de propios y extraños, de ciudadanos, autoridades y gestores, por la formación técnica, dejando de lado a las Humanidades. Todo ello coloca a cualquier observador ante un panorama gris, de suerte que uno parecería encontrarse ante las puertas del Infierno de Dante, releyendo una y otra vez la inscripción terrible que avisaba a quien se aventuraba en aquellos dominios: quienes entréis, abandonad toda esperanza.

Una vez dibujado el panorama preliminar, en torno al cual girará mi exposición, permítaseme la licencia de seguir el orden inverso al de los términos que conforman el título de este discurso. Así pues, procederé inicialmente a hablar de la Memoria, en sus diferentes acepciones, para reflexionar después sobre la Historia y, por último, hacer un alegato por la Educación. Antes de proseguir, he de reconocer ante ustedes que sí, que probablemente la elección del tema del discurso no haya sido tan trabajosa como pretendo señalar: quizá influyó en el proceso de su maduración mi propia formación como historiador, unida a mi segunda pasión, a la que me dedico desde hace unos años, la Educación.

Historia

Mis padres jugaron en mi formación un valor fundamental proporcionándome, desde mis primeros años de vida, cuantos recursos estaban a su alcance para que nada interfiriese en mi crecimiento personal. En todo momento respetaron las decisiones que fui tomando a lo largo de mi carrera, desde que me fue dada la iniciativa propia en el itinerario académico que habría de seguir. Cuando llegó la primera encrucijada de caminos, a los dieciséis años, mi apuesta fue decidida: mi vida quedaría ligada a las Humanidades. Dos años después, la decisión fue aún más arriesgada, pues me vi en el brete de comentarles el deseo de continuar mi trayectoria académica en la Licenciatura en Historia. Nótese que cuando hablo de riesgos y de decisiones osadas, lo hago siempre desde la perspectiva actual. No en vano, cuando caminé mis primeros pasos en el Aulario Gerald Brenan de la Universidad de Málaga, una mañana gris de octubre de 2001, junto a mí había en el aula algo más de medio centenar de personas que se habían inclinado por aquella misma alternativa.

Ahora bien, visto desde los ojos de un ciudadano actual, quince años después, la decisión a favor de una carrera humanística carece de popularidad y suscita reacciones de incredulidad o, cuando menos, de escepticismo. ¿Humanidades para qué? ¿Historia para qué? Resulta interesante responder ambas preguntas en la España presente, porque la coyuntura que atravesamos hace especialmente sencillo hallar una contestación directa a la cuestión. Cuando nació la Historia, a caballo entre el siglo VI y el siglo V a. C., de la mano de Hecateo de Mileto y de Herodoto de Halicarnaso, lo hizo como una disciplina funcional, encaminada a relatar “la verdad”, es decir, a justificar el predominio de la Atenas clásica sobre el resto de poleis griegas, partiendo de una trayectoria histórica previa fundada sobre la doctrina de la predestinación. No nos engañemos: siempre ha servido el arte de Clío para servir a determinados intereses políticos de diferente signo. Pero, ¿ha sido esta su única función?

Ha de responderse con un no tajante: cuando los seres humanos escriben el relato de su propia historia, no hacen sino explicarse a sí mismos en la actualidad, sobre la base de lo que fueron un día, que en buena medida se conserva en lo que son hoy, ayudando a comprender cuanto acontece a nuestro alrededor. Así pues, centrándonos en la coyuntura actual de España, hemos de preguntarnos: ¿cómo está nuestro país en el día de hoy? En función del signo y el color de la bandera que ondeemos, concluiremos ora que muy bien, saliendo adelante en medio de un vergel de brotes verdes, ora que fatal, asediado por una deuda externa difícilmente saldable en sus condiciones presentes, por lo demás bastante desconocidas para el individuo de a pie. Por los intereses de este relato, vamos a quedarnos con la alternativa pesimista, que suele siempre ir acompañada de una popular sentencia: “nunca hemos estado peor”. ¿Es eso cierto?

Pronunciar una aseveración de tal contundencia no hace sino ilustrar nuestro desconocimiento sobre nuestros propios orígenes. Además de la ignorancia de un principio fundamental: “lo peor” y “lo mejor” solo existen en sentido relativo y dependen de los términos de la comparación. A poco que echásemos la vista atrás, nos percataríamos de que el devenir histórico español en el último siglo no ha distado en exceso de la situación que hoy nos vemos obligados a afrontar. Pensemos, sin ir más lejos, en la España de la Restauración, también a caballo entre dos centurias. En aquel momento, el regeneracionista Joaquín Costa condenó lo que él llamaba un régimen democrático de baja intensidad, importado de Inglaterra sin tener en cuenta un aspecto fundamental: los españoles no somos los ingleses. Esto es, el carácter tan peculiar del conejillo de Indias que había de someterse a aquel experimento hacía prever que los resultados iban a distar bastante de los registrados allende el Canal de la Mancha. Entonces el derecho de voto quedaba muy restringido, del mismo modo que el reconocimiento del sufragio universal masculino, a mediados de la década de 1890, no fue sino un tamiz progresista para conseguir el favor de la Izquierda Dinástica.

Mientras tanto, una red de oligarcas y caciques locales distribuía sus influencias en los diferentes pueblos y regiones de España, operando con habilidad suficiente como para garantizar un amplio número de lealtades en las diferentes circunscripciones leales a uno u otro candidato ministerial. Así puede explicarse que se diese la feliz circunstancia de que, ya desde el reinado de Isabel II, pero sobre todo tras la Restauración Borbónica, siempre ganase las elecciones el partido en el gobierno, encargado a la sazón de convocarlas y “prepararlas”. A nosotros, antequeranos, no ha de resultarnos ajena la práctica, puesto que una de las grandes figuras del sistema caciquil fue nuestro conciudadano, Francisco Romero Robledo, Ministro de la Gobernación durante los gobiernos conservadores de Antonio Cánovas, famoso por su habilidad para tejer voluntades y su falta de escrúpulos para saciar sus ambiciones.

Pensarán los asistentes que el cuadro dibujado corresponde a una época ya superada, dado que tales prácticas son inexistentes en la actualidad. Y ha de dárseles la razón hasta cierto punto: el sufragio universal y la soberanía nacional son, en la actualidad, realidades plenamente implantadas en la sociedad española. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿hemos desterrado nuestro carácter de democracia de baja intensidad? La verdad es que no: la ciudadanía activa implica mucho más que ejercer un derecho puntual al sufragio cada vez que ocurre una convocatoria electoral. Significa hacer un seguimiento continuo de la evolución del país para juzgar a cada partido y a cada prócer del Estado en su justa medida, sin caer en tópicos y razonamientos vacuos, fundamentados sobre la máxima “dicen que…”.

Bastaría a todos nosotros conocer nuestra propia historia, es decir, repasar nuestro discurso sobre lo que una vez fuimos y lo que somos hoy en día. Ese simple ejercicio retrospectivo sería suficiente para percatarnos de que, en realidad, el avance en la calidad del sistema no ha sido apenas notable en determinados aspectos que, lejos de ser nimios, contribuyen a perpetuar los vicios heredados del siglo XIX. Asimismo, esa misma búsqueda de nuestros propios orígenes contribuiría a concienciarnos de que, si el avance en los últimos cien años ha sido más bien escaso, redundando ello en la consolidación de una ciudadanía de baja calidad y escaso o nulo contenido real, quizá convendría cambiar determinados elementos para que la rueda deje de rodar o, al menos, no lo siga haciendo en la misma dirección. Aunque solo sea por la salud y la integridad de quienes contribuyen a que se mantenga en movimiento, que no somos sino los ciudadanos españoles. Ahora bien, como alguien dijo alguna vez, nada va a cambiar si no lo cambiamos nosotros, y para conseguir este objetivo, además de voluntad, hace falta memoria.

Memoria

Un pequeño excurso sobre la memoria es la consecuencia directa de las ideas expuestas en las últimas líneas. Memoria e Historia son dos conceptos estrechamente ligados entre sí, que se complementan y señalan por igual con su dedo acusador al pecho del corazón humano, apelando a la responsabilidad de todos nosotros para con lo que somos, en función de lo que fuimos. Desgraciadamente, si por algo se caracteriza nuestra sociedad, es por la falta de memoria en sentido general. Y en este punto cabe señalar dos elementos capitales, que conviene distinguir muy bien: la amnesia propia, voluntaria, y la amnesia inducida.

Cierto novelista contemporáneo, en una obra publicada hace unos diez años, reflexionaba sobre las venturas y desventuras de un combatiente francés de la Resistencia contra la dominación alemana. A lo largo de las páginas de su novela, una misma reflexión se repetía con cierta frecuencia: la amnesia no es necesariamente un síntoma de la enfermedad de la mente, sino que también puede indicar su buena salud. Hasta cierto punto, se puede estar más o menos de acuerdo con la afirmación del autor, pero a la vista de las circunstancias actuales, es preciso responder a dicha máxima con otra sentencia popular: “abusando, hasta la Gracia de Dios hace daño”.

Durante los años en que ejercí como docente de Ciencias Sociales, es decir, como profesor de Geografía e Historia, en las aulas de Educación Secundaria Obligatoria, llamaba poderosamente mi atención el desconocimiento de mis alumnos sobre el pasado más reciente. No hablo ya de obligarles a recordar la Guerra Civil, la pérdida de las colonias o las Cortes de Cádiz. Cualquier acontecimiento de una antigüedad superior al lustro les resultaba tremendamente lejano, de modo que para rescatarlo precisaban de auténticos esfuerzos intelectuales, que en algún momento me hicieron temer por su integridad física y psicológica.

Entonces, aquella circunstancia me conducía a reflexionar sobre mí mismo: en el fondo, me decía, estoy hablando con chicos y chicas adolescentes, nacidos a finales de los años 90 del siglo pasado, para quienes aún no se ha formado la estructura mental precisa para concebir las diferentes etapas temporales en sentido abstracto. O eso, al menos, nos contaba el ilustre pedagogo Jean Piaget, cuando analizaba la evolución del concepto de tiempo en la mente de los niños, a lo largo de su vida educativa. Esta auto-convicción constituía en sí misma un mantra que yo me repetía para tranquilizar mi conciencia y para convencerme de que yo mismo, a mis escasos treinta años, me estaba quedando desfasado para el público adolescente.

En cambio, mi alarma saltó al llegar al aula universitaria. Desde que ejerzo como docente en Educación Superior, con frecuencia he encontrado algunos alumnos que continúan dicha tendencia al olvido de lo reciente. Y lo que es más alarmante, en los diferentes círculos de amistades en que me he movido en los últimos años, he podido constatar esa misma realidad incluso entre personas de mi edad y mayores que yo. Entonces sí que no hay forma de tranquilizar la conciencia propia, porque la situación es bastante grave. ¿Cuál puede ser el motivo de dicha desmemoria? Desde mi punto de vista, hay dos explicaciones, en absoluto disyuntivas entre sí, dado que ambos fenómenos se retroalimentan y reproducen una conciencia social alarmante.

Puesto que soy partidario de comenzar siempre analizando los problemas a partir de la responsabilidad propia, hablemos de la amnesia voluntaria. El individuo, entendido como sujeto adulto y en pleno dominio de sus facultades mentales, cada vez se interesa menos por recordar aquello que fue. En él se ha instalado la convicción de que el medio plazo y el largo plazo no existen en absoluto, puesto que solo le interesa aquello que se consigue de manera inmediata. El imperio de la inmediatez o, si se quiere, del cortoplacismo, como lo llamaba al comienzo de mi discurso, provoca un fenómeno aterrador en el ser humano: obligado por imperativo racional a mirar permanentemente al futuro inmediato, al después, al luego y al mañana, y movido por la ansiedad de un resultado también inmediato, olvida el acto reflejo de mirar hacia atrás.

Así, con el paso del tiempo, su cuello queda atrofiado y, aunque puntualmente sintiese cierta nostalgia de todo lo que ha dejado tras de sí, ya no le es posible volver la vista. Su mente se ha hecho al vicio de caminar hacia delante sin detenerse, sus piernas ya no le obedecen y su cuerpo marcha solo, sin que sea capaz de retomar el control de sus propios reflejos. De este modo, con una ausencia total de reflexión y meditación sobre sus actos, lejos de dar pasos seguros sobre tierra firme, se ve obligado constantemente a tropezar y levantarse. Hemos pasado, pues, de un mundo de certezas y seguridades a un terreno de incertidumbre permanente, prisa y aceleración que acabará agotando a la especie humana, condenada, de este modo, a sucumbir a su propio éxito, como la actriz Natalie Portman en El Cisne Negro, o como la Familia Buendía en Cien Años de Soledad. Porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra”.

Ahora bien, ¿corresponde solo a nosotros la responsabilidad de renunciar a nuestra memoria, a nuestra conciencia sobre nuestro pasado? En parte sí, y en parte compartimos la autoría de este hecho con las verdaderas mentes pensantes del mundo actual: dueños de medios de comunicación, clase política y dispensadores de diferentes productos de ocio. Son ellos, y no otros, quienes han comprendido perfectamente las ventajas de fomentar la desmemoria del individuo: si los seres humanos, como colectivo, nos dejamos apresar por la amnesia y perdemos conciencia sobre nuestra propia identidad, nos iremos convirtiendo paulatinamente en carne de propaganda. De este modo, nuestros intereses serán aquellos que ellos nos señalen, y nuestros enemigos aquellos sobre quienes ellos llamen nuestra atención.

Porque borrando la memoria de la sociedad, en su conjunto, y aprovechando la voluntad propia del ser humano de perder de vista la mochila de su propio pasado, se contribuye a borrar su identidad. Así, nuestra identidad acabará siendo la que nos indiquen otros, porque nos dejamos aconsejar sin apenas rechistar. Solo de esta forma se explica la rapidez con que cunden las modas; hagan la prueba en casa: siéntense ante el televisor y contemplen un programa cualquiera, o un noticiario indeterminado. Bastará que una tendencia concreta aparezca en los medios de comunicación, para que en pocos días el fenómeno se extienda al conjunto de la sociedad, que en ese momento sí demostrará una unidad de acción de la que carece en cualquier otro ámbito. Valga como ejemplo el fenómeno de Pokemon Go, tan reciente en nuestro imaginario colectivo. Y, acto seguido, pregunten quién fue el último Premio Goya.

¿Quiere esto decir que la batalla está perdida? En absoluto. El camino de recuperación de nuestra memoria, que es el camino de lucha por nuestra identidad, solo nosotros podemos recorrerlo. Para ello precisamos de un instrumento fundamental, que ha de revalorizarse sin mayor dilación en la España actual: la educación.

Educación

Cuando comienzo mis clases de Didáctica de las Ciencias Sociales, siempre utilizo el mismo recurso ante los alumnos, independientemente de su perfil: reflexionamos sobre los orígenes de la Educación y su razón de ser. En el recorrido por la historia de la Educación, desde la Antigüedad hasta nuestros días, constatamos tres realidades: en primer lugar, que en sus orígenes la Educación y la figura de los educadores aparecieron para formar a los futuros reyes y príncipes, quedando fuera del alcance de las clases populares; seguidamente, que en diferentes momentos, la Educación siempre ha acabado sirviendo a determinados intereses políticos, sociales y económicos, que no querían dejar escapar la ocasión de controlar cómo se iba a educar, tanto a las futuras élites dirigentes, como al conjunto de la población; por último, que siempre, a lo largo de la Historia, han surgido intentos de construir una Educación independiente, centrada no en intereses elevados y espurios, sino en la dignidad del ser humano como tal, los cuales desafortunadamente nunca alcanzaron la popularidad deseada.

Ha de reconocerse que el carácter elitista de la Educación, a día de hoy, queda lejos de nuestra sociedad, aunque algunos vientos de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la tan denostada LOMCE del ministro Wert, parecen traer consigo nubarrones de una borrasca que creíamos superada. En cambio, los otros dos elementos que señalamos en el párrafo anterior siguen vigentes en la realidad educativa. Habrá quien alegue que es un auténtico dislate hablar de una Educación al servicio de determinados intereses políticos, en pleno año 2016, pero a quienes propongan esta objeción les animo, al hilo de mi discurso, a hacer un fácil ejercicio de memoria: ¿se han parado a pensar en el número de leyes y reformas educativas existentes en España desde 1975? Espero y deseo que la respuesta a esta cuestión baste por sí sola para acallar las voces de protesta y darme una oportunidad para defender mi argumento.

La sociedad española que he ido dibujando en las páginas precedentes no surge como una creatura nacida de la nada, por generación espontánea, para sorpresa de los asistentes a tan extraordinario suceso. Lo que los españoles somos hoy, para mal y para bien, es la consecuencia directa de un sistema educativo que ha ido degenerando en las últimas dos décadas, sin que nadie tome conciencia de la gravedad de la situación, pese a que la evidencia comience a ser alarmante. Los legisladores que concibieron la LOGSE, tenían en su horizonte teórico dos objetivos bastante bien definidos: conseguir que todos los chicos y chicas de 16 años alcanzasen un nivel de estudios medio y reducir el fracaso escolar. Lo que no quedó claro entonces, pero se comenzó a vislumbrar con el paso del tiempo, fue que ambos objetivos se conseguirían con una fórmula muy sencilla: por una parte, bajar el nivel de exigencia; por otra parte, extender la obligatoriedad de la educación dos años. De resultas de ello, no solo los educadores habían de encontrarse con un alumnado insatisfecho en las aulas, deseoso de estar en cualquier otro sitio y abocado a boicotear la dinámica de clase, sino que además vieron cómo la extensión de la escolaridad obligatoria no implicaba que la formación final de los alumnos egresados fuese mejor.

Desde aquel momento, no obstante, se produjo un fenómeno, a mi entender, mucho más grave: el desprestigio de la cultura del esfuerzo. Durante mi experiencia educativa he tenido la oportunidad de trabajar con alumnado de muy diverso perfil, con diferentes ritmos de aprendizaje y necesidades educativas de diversa consideración. En todo momento he intentado empatizar y comprender las circunstancias de todos ellos, llevando la atención a la diversidad a su máxima expresión, desde la convicción de que cada alumno representa un caso individual que, como tal, merece de nuestra atención y auxilio. Ahora bien, del mismo modo que nadie me ha movido de mi convicción sobre la utilidad del principio de diversidad en el aula, tampoco nadie ha conseguido desterrar de mí una idea: media mucha distancia entre ayudar a quien tiene dificultades, y recurrir a dichas dificultades como excusa para suplir uno mismo el trabajo que corresponde al alumnado.

Por un motivo fundamental: cuando educamos, nos enfrentamos ante una población de entre 6 y 16 años, en pleno proceso de formación de la personalidad. Los valores y hábitos que esos alumnos aprendan a lo largo de su trayectoria educativa, serán los que asimilen y perpetúen a lo largo de su existencia. Y en este proceso, nos cabe una gran responsabilidad: la de construir poco a poco la identidad de nuestros chicos y nuestras chicas, que les conduzca a convertirse en ciudadanos responsables y de pleno derecho en un futuro no muy lejano. Aquellos retos que les ayudemos a superar, señalándoles el camino, pero dejando que sean ellos quienes lo recorran, serán una reproducción a escala de las dificultades que encontrarán a lo largo de su vida. Y seguro que, cuando sean capaces de salir adelante por sus propios medios, recordarán con afecto los consejos de aquellos profesores que les enseñaron, antes que nada, a ser personas íntegras.

Apuesto, pues, por un modelo educativo diferente, que no prime el escaso esfuerzo; desterremos de una vez el mensaje de la facilidad: “aprende a hablar inglés fácil”, “consigue el carné de conducir fácil”. La vida, con sus avatares, no es fácil, y si educamos a generaciones enteras en la convicción de que sí lo es, no solo les estaremos engañando, sino que les convertiremos en víctimas propiciatorias de la propaganda, que les manejará a su merced, aprovechando la carencia de criterio de aquellos a quienes nosotros no supimos educar. Y sobre todo, apuesto por una Educación que sea precisamente eso: Educación. Al margen de signos políticos y totalmente despreocupada por las siglas de una ley o por la denominación de una materia o una competencia básica. Porque la Educación, aunque aún no hayamos tomado conciencia de ello, no es un pilar más: es el pilar fundamental sobre el cual se construye una sociedad. Y ha de sobrevivir los avatares políticos porque ha de ser más fuerte que ellos, dado que será la fuente común de donde habrán bebido quienes en el futuro, si lo hacemos bien, sepan gobernar al país por la senda justa, con independencia de su signo y sus ideas.

Por este motivo, uno no puede evitar sentir rabia y dolor cuando observa, atónito, cómo la clase dirigente la convierte en primera moneda de cambio cuando llega el momento de operar recortes presupuestarios para hacer frente a una crisis. Como mucho, nuestros dirigentes salvan a las enseñanzas técnicas, únicas que parecen dotadas de valor en un mundo donde constantemente se piden resultados rápidos, como decía antes, sin reflexionar y sin pensar. Así pues, mi última reivindicación en pro de la Educación, es por una puesta en valor de las Humanidades: porque una sociedad donde los seres humanos no estudian ni comprenden aquello que constituye su esencia como tales, ¿a dónde camina? Prefiero dejar que sean ustedes mismos quienes lleguen a sus propias conclusiones, para refrenar así mi excurso realista y concluir las que no han sido sino reflexiones que deseaba, desde hace tiempo, compartir con un amplio auditorio como el que ustedes componen, y cuya paciencia, de antemano, agradezco.

Conclusión

“Después de esto, ¿qué nos queda?”, se preguntarán. Lamentaré mucho que abandonen la sala pensando que todo está perdido. Es más, por paradójico que pueda parecer, pretendo que este discurso concluya precisamente con el tono contrario al que le ha caracterizado, realizando un canto de esperanza. Por el mismo motivo por el que el reconocimiento de un problema y su aceptación son el primer paso para hallar una solución, tomar conciencia de la situación de nuestra sociedad constituye también el primer peldaño hacia un duro ascenso, que no puede sino conducir a nuestra mejora como colectividad.

Si algo ha caracterizado a la sociedad española tradicionalmente ha sido su abnegación y su capacidad para salir adelante en los momentos más críticos. La novela picaresca no es en realidad el retrato de un país corrupto, entregado al vicio y al crimen, sino el espejo de una sociedad que aprendió a sobrevivir a la penuria con cuantos medios tenía a su alcance, que no eran muchos. Ahora bien, las posibilidades de salir adelante pasan, de manera ineludible, por dos premisas: en primer lugar, es preciso que retomemos las riendas de nuestra conciencia y nuestra identidad, alejándonos de los clichés sociales que desean imponer quienes luchan por el imperio de la globalización, escudados únicamente en el principio de que un pensamiento único es mucho más fácil de gobernar que una pluralidad de pensamientos divergentes. En segundo lugar, hemos de asumir la responsabilidad de nuestro propio futuro y apostar por un sistema educativo que sea capaz de eliminar, en nuestros hijos y nuestros nietos, los vicios que haya podido generar en nosotros mismos. Una Educación que devuelva al ser humano su dignidad y no le haga pensar solo en la necesidad de obtener un buen resultado en los exámenes, sino de aprender, formarse y crecer como persona. Ello requiere esfuerzo, capacidad de superación y, sobre todo, el amargor de luchar día a día sin que se vea necesariamente un resultado inmediato. No obstante, el fruto del trabajo bien hecho, cuando se ha invertido en él tiempo, esfuerzo y cariño, es mucho más satisfactorio que las migajas transitorias que, desde otros frentes, nos ofrecen con la única promesa de una felicidad efímera, que desaparece cuando cae el telón y la realidad nos inunda.

Luchemos, pues, por una sociedad mejor; seamos optimistas: pidamos lo imposible.

Muchas gracias.

Dr. Antonio Jesús Pinto Tortosa.


Antequera, 7 de octubre de 2016

sábado, 9 de mayo de 2020

Dracula (miniserie de la BBC)

Quien por azar o por deseo expreso decida visionar Dracula, miniserie emitida en la BBC en enero de 2020, ha de tener claro: si va buscando una reproducción fiel del texto de Stoker, y una correspondencia entre personajes literarios y actores cinematográficos, es mejor que abandone la empresa. Porque el éxito o fracaso de la cultura que consumismos depende en muy buena medida de nuestra expectativa, y de la adecuación del producto que tenemos delante a nuestro gusto. Y a los amantes de lo clásico debo advertir que Dracula es... otra cosa. 

Para empezar, el protagonista, interpretado magistralmente por Claes Bang, es capaz de combinar malignidad y dramatismo con un cáustico sentido del humor, propio del mejor sketch de los Monty Python. Así, frases tan míticas del malvado conde como "he dirigido ejércitos y pueblos enteros antes de que ellos nacieran" se mezclan con otras observaciones tan tremendas y propias del humor negro como "soy un no muerto, pero no soy irrazonable", mientras un grupo de monjas huye despavorido ante la carnicería perpetrada por la manada de lobos al servicio del villano. Y sí, el famoso: "los hijos de la noche, ¡qué música la que entonan!" también aparece. 

El segundo elemento que añade atractivo a la saga es que la némesis del conde, el doctor Van Helsing, es en realidad una mujer: la hermana Agatha Van Helsing, que intenta emplear la ciencia y la racionalidad en un mundo en que la superstición sigue pesando demasiado. Así se explica que, pese a todas sus artimañas para evitar el contagio de su comunidad por el vampiro, acabe siendo víctima de él. Así se puede comprobar en el segundo capítulo, en el que la expedición del Demeter sufre la extraña maldición que provoca la muerte de todos sus tripulantes, a excepción, por supuesto, del que ya está muerto y no puede volver a morir. Eso sí, cuando el barco se vaya a pique, el ambicioso conde permanecerá más de cien años bajo el mar, para regresar a un Londres en pleno siglo XXI que, lejos de asombrarle, le ofrece estímulos y desafíos constantes. 

Aquí acaba la saga, con un tercer capítulo a mi juicio un poco más débil en lo que a su hilo argumental se refiere, salvo por el excelente toque final: la muerte del vampiro. Una escena de apenas cinco minutos, en las que la descendiente de la hermana Agatha, la inspectora Zoe Van Helsing, revela el secreto del mal que encarna su antagonista: Dracula no teme la luz porque su piel se abrase bajo su efecto, ni rechaza la cruz porque ha renegado de dios (un dios, el que sea); como tampoco permanece en estado de no muerte para vengarse de la humanidad por las afrentas que ha padecido de su mano. 

Si atesora todos esos miedos, que en el fondo no son sino supersticiones que él mismo se ha creído, es por un motivo mucho más pedestre: a diferencia de sus antepasados, él no ha muerto en batalla, porque teme a la muerte. Le falta valor y entrega por una causa justa, y su cobardía le ha condenado a vagar durante seis siglos entre los vivos, proyectando su violencia contra sí mismo hacia los demás. Cuando la inspectora consigue abrirle los ojos, mientras contempla su primer amanecer, decide inmolarse porque por fin ha encontrado una finalidad a su vida. 

En definitiva, os recomiendo encarecidamente que os toméis un tiempo para verla. 

Comentario a propósito de un fragmento de "El malestar en la cultura", de Sigmund Freud

¿Qué le ha sucedido [al hombre] para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.

S. Freud, El malestar en la cultura

El texto que nos atañe es un fragmento de la obra El malestar en la cultura de Sigmund Freud (1930), concretamente al capítulo séptimo. El ensayo en su conjunto constituye un análisis profundo de las circunstancias del ser humano, cuya identidad es contradictoria en doble sentido: por una parte, aspira a organizarse en comunidades cada vez más globales, en las que se integra como sujeto individual y, a la par, como miembro de una colectividad. Por otra parte, para alcanzar dicha organización ha de someterse a instituciones y elementos coercitivos, entre los cuales la cultura juega un papel fundamental, que restringen sus instintos animales y limitan su capacidad de acción. El autor desarrolla esta idea a lo largo de toda la obra, pero en el capítulo en el que se inscribe este fragmento detalla el proceso que convierte a la cultura en un instrumento de control del individuo.
El texto puede articularse en tres partes; la primera se ciñe a la línea inicial, en la que Freud formula la pregunta: “¿Qué le ha sucedido [al hombre] para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos?”. La cuestión ha de ser relacionada con el comienzo del capítulo, cuando preguntaba: “¿Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural?”. Con “lucha cultural” se refería a la tensión entre el instinto de agresión del ser humano, en tanto que ente de origen animal, y la necesidad de reprimirse para posibilitar una vida en comunidad. Así pues, al comienzo del fragmento de cuyo comentario nos ocupamos conecta con aquella misma idea, y problematiza el tema central que va a abordar en las siguientes líneas, a saber: ¿por qué el sujeto se ve sometido a una lucha entre su instinto y las convenciones culturales?
La segunda parte abarca desde la línea segunda hasta la novena, ambas inclusive, y se subdivide en dos secciones. Para empezar, entre la segunda y la séptima línea el autor desgrana el secreto del enigma que nos presenta. Considera que la razón por la cual el ser humano deja de lado su instinto agresivo para vivir en comunidad pacíficamente, sometiéndose a las normas que la propia comunidad y la cultura le marcan, es curiosa, pero no por ello menos esperable de la propia naturaleza humana, en tanto que racional. En efecto, la única manera de que el individuo renuncie a su agresividad natural para convivir con sus semejantes no consiste en la supresión de tal agresividad, sino en su conversión en algo distinto, o en su sublimación hacia una forma diferente de violencia. En este caso, torna la agresividad hacia los demás en agresividad hacia sí mismo, y es aquí donde Freud saca a relucir un concepto fundamental de su pensamiento: el súper-yo. Dicho súper-yo es la conciencia que, como reflejo de nuestro instinto adversario hacia quienes nos rodean, pasa a serlo hacia uno mismo. Por miedo a perder el amor de quienes nos rodean, y también al castigo en caso de incumplimiento de las normas de convivencia, prefijadas por nuestro código cultural, nos auto-censuramos y nos convertimos en nuestro principal y peor enemigo, pues tendemos a ser muy exigentes para con nosotros en el cumplimiento de las normas.
Seguidamente, entre las líneas séptima y novena, procede a conceptualizar el sentimiento característico del súper-yo: el sentimiento de culpabilidad. Entre las dos formas de auto-coerción que el ser humano se impone, citadas previamente, la culpabilidad responde al miedo a la punición por el incumplimiento de las normas y convenciones culturales. Ese miedo, como decíamos, llega a ser tan fuerte que nos convierte en nuestro principal opresor; de suerte que, como consecuencia de la culpa nacida de la internalización de la agresividad que deriva en el súper-yo, llegamos a establecer sobre nuestra persona un criterio moral mucho más estricto que aquel que aplicaríamos sobre los otros. La situación llega hasta el extremo de que, en palabras de Freud en otras secciones de este capítulo, ni siquiera el individuo virtuoso se encuentra a salvo del sentimiento de culpabilidad. Antes bien, su sentido del deber hacia el ejercicio de la virtud le hará mantenerse siempre alerta ante una posible relajación de sus costumbres. De esta forma el súper-yo, que se transforma en sentimiento de culpa, impide que nadie esté exento de cumplir las normas, no tanto por su fiel observancia, cuanto por miedo a las repercusiones negativas de su incumplimiento.
Para concluir, entre las líneas novena y duodécima se recoge de nuevo la máxima fundamental del texto analizado: a la par que garantiza una vida pacífica en comunidad, sublimando la agresividad hacia los otros y convirtiéndola en agresividad hacia mí mismo, la cultura anula buena parte de la naturaleza individual. No solo porque lima las asperezas de nuestra herencia salvaje, sino porque al convertirnos en custodios de nuestra moralidad, constriñe nuestra espontaneidad y nuestra capacidad de acción en pro del bien de la comunidad, que prima siempre sobre el beneficio individual. La reflexión final, como la obra en su conjunto, nos permiten establecer la oposición de Freud hacia otros teóricos de la Ética, concretamente hacia Kant y su sentido de la ética del deber o deontológica, que para Freud no es sino otra representación del súper-yo.
Bibliografía:
Freud, Sigmund (ed. 2010). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza.
Gómez, Carlos (ed. 2010). Ética y Psicología. En Carlos Gómez y Javier Muguerza, eds. La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética). Madrid: Alianza, pp. 131-162.

Kant, Immanuel (ed. 2018). Fundamentación para una metafísica de las costumbres, ed. Roberto R. Aramayo. Madrid: Alianza.