miércoles, 14 de julio de 2021

Haití como interrogante

En febrero leía la noticia de la crisis institucional abierta en Haití ante la negativa de su presidente, Jovenel Moïse, a abandonar el puesto, como le reclamaba la oposición. Cinco meses después me encontré de golpe con la desgraciada realidad: no hay tregua para el pobre, y el país más pobre de América Latina veía cómo el mismo presidente Moïse moría acribillado a tiros en su residencia de Puerto Príncipe, a manos de un grupo de sicarios de procedencia diversa. Si he titulado esta entrada "Haití como interrogante" se debe a que mi reacción a todos estos acontecimientos es precisamente esa, una pregunta: ¿qué ha pasado?

Subrayo el tiempo verbal, pretérito perfecto de indicativo: sé que los medios de comunicación especializados (al resto le da bastante igual) giran en torno a la incertidumbre futura que se cierne sobre los haitianos. Sin embargo, quizá por mi deformación profesional como historiador, me interesa más intentar entender cómo hemos llegado a este punto. Si busco información proclive al presidente asesinado, es fácil identificar a los buenos y los malos de esta pesadilla: unos oligarcas amenazados con quedar fuera del reparto de beneficios de la electrificación de buena parte del territorio haitiano, además de una oposición que ha condenado en los últimos años la pretensión de Moïse de perpetuarse en el poder, recurriendo al argumento de que su mandato comenzó cuando se le nombró con carácter interino, allá por 2016, y no cuando tuvo lugar su toma efectiva de posesión, un año más tarde, por lo que, según sus críticos, debería haber dejado la presidencia a comienzos de este 2021. Incluso pueden llegar a entenderse las razones del propio Moïse para conservar el sillón un año más, convocando elecciones para el mes de septiembre de 2022, unos comicios que parecían inevitables y a los que él ya no podría presentarse. 

Pero claro, luego está la opinión de los otros, de los opositores, de aquellos a quienes Moïse ha crispado cada vez más desde que asumió su mandato (el interino primero y el oficial después). Piénsese que, con razón o sin ella, el presidente ha legislado por decreto en el último año, despertando suspicacias entre quienes le acusaban de estar planeando su conversión en un segundo Papa Doc. Precisamente los desconfiados hallaron nuevos argumentos a su favor ante su proyecto de reforma parlamentaria, encaminado a fusionar las dos cámaras representativas en una sola cámara, una reforma que amenazaba el estatus de buena parte de sus detractores en el Senado, prestos a acusarle de proyectar una reforma anticonstitucional. Y por si todo fuera poco, la escena exterior, una vez más, vino a jugar en contra de este país: a los años de respaldo estadounidense a Moïse durante la presidencia de Donald Trump, fundados en buena medida en la condena constante de Moïse a Venezuela, sucedió la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, acompañada de tímidas manifestaciones a favor de Moïse que se acompañaban de invitaciones veladas a convocar elecciones en el plazo de un año. Una descafeinada versión del "palo y la zanahoria", que se puede leer en los siguientes términos: "sí, yo te voy a apoyar mientras estés en el poder, pero vete pronto, que quiero ir cortando amarras con todo lo que mi predecesor tejió en el espacio americano". 

Me expreso con total sinceridad cuando admito que desconozco qué versión es más verosímil para explicar el asesinato de Moïse, si es que un asesinato tiene alguna explicación. Lo único que parece claro es que Haití, una vez más, ha sucumbido a los mismos intereses externos que prostituyeron el sentido de la revolución esclava de 1791 que dio a luz a la primera república negra independiente de la Historia trece años después. Unos intereses extraños a los que Haití solo interesa en tanto que tablero en el que medir sus fuerzas con otros países de la región americana, aún a riesgo de que a fuerza de pugnar y porfiar sobre el terreno el tablero se acabe rompiendo. Y la condición de escenario pisado y prostituido por todos es herencia directa de la descolonización, durante la cual el imaginario colectivo de las grandes superpotencias estuvo de acuerdo en algo: aquel país de ex esclavos salvajes solo era bueno para aprovechar sus recursos. Lo demás preocupaba lo justo, o menos que lo justo: o sea, nada. 

Para el otro interrogante, "¿qué va a pasar ahora?", no tengo respuestas. Por dos motivos: primero, porque soy historiador, no politólogo; segundo, porque como digo a mis alumnos, yo respuestas no suelo tener. Estoy lleno de preguntas, eso sí, e intento proyectarlas en los demás, sobre todo en esta era en la que, a pesar de la pandemia, seguimos tan preocupados de nuestro ombligo que preferimos la anestesia inducida a una mínima sensibilidad frente a lo que pasa a nuestro alrededor. 

Tout moun yo menm!!!

Bangla Desh

La pasada semana, en concreto el día 8 de julio, leíamos con cierta indiferencia la noticia sobre el incendio en la fábrica de bebidas Hashem, ubicada a unos 25 kilómetros de Daca, la capital del país. Quiero subrayar el complemento circunstancial "con cierta indiferencia" y aclarar que, por duro que pueda resultar, se queda suave en comparación con lo que realmente pasó por nuestras mentes cuando tuvimos conocimiento de la noticia: nada. Normalmente en el primer mundo ya importa poco la suerte de quienes habitan el segundo, por lo que es mejor ni hablar de lo que puede afectarnos algo que sucede en el tercer mundo. Todo se puede explicar de manera bastante gráfica: uno nace en el país que le toca por suerte, como habita en el piso de sus padres porque así lo quisieron las circunstancias. Si vives en las plantas inferiores, el ruido de los de arriba te molesta y tienes que vivir con ello; por el contrario, si vives en los más altos, bien puedes rociar tu presencia sobre quienes te suceden en altura con total impunidad, porque a ti nadie te incordia en igual grado, y tú acabas fastidiando a todos los demás. 

Lo mismo sucede con este escalafón de países en función de su índice de desarrollo, que no sirve más que para establecer una discriminación bastante clara entre las naciones explotadoras y aquellas que son explotadas. Y la condición de unas y otras es también producto de la suerte, en buena medida, sin denostar el instinto depredador. Lo que sucede es que algunos tienes instinto depredador y lo pueden ejercer, pero otros parecen no tener ni siquiera el derecho a plantearse ser depredadores, porque el lugar que les está reservado en el concierto mundial es de subordinados. Todo ello porque quizá el colonialismo de dominación territorial haya concluido, y la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial dio buena cuenta de ello. Ahora bien, ha quedado otro colonialismo mucho peor: el del dinero. El que no envía ejércitos de dominación, pero arrasa con los recursos del lugar y las vidas humanas igualmente. Ese tipo de colonialismo que practica la dialéctica agresivo-pasiva y que, con buenos modales, sonrisa Profident y traje y corbata, te presta su dinero a cambio de condiciones: que dependas en todo del exterior, y que sumas a tu población en un régimen de semi-esclavitud a cambio de salarios que ni siquiera llegan al límite de la subsistencia. Solo así tu gobierno será respetado por los grandes, recibirá financiación y ayudas al desarrollo, mientras el espectro de sus beneficiarios es cada vez más elitista y reducido, y el resto de la población se muere de hambre. 

Esto sucede en Bangla Desh, el país más pobre del mundo según las últimas estimaciones del Índice de Desarrollo Humano de la Organización de las Naciones Unidas. Un país que se ha convertido en suelo urbanizable para que las grandes multinacionales adquieran terreno a precio de saldo, donde construyen naves industriales que no son más que jaulas humanas en cuyo interior miles de personas trabajan hacinadas, sin disfrutar unas mínimas condiciones de salubridad, por supuesto ajenas a las restricciones impuestas por la pandemia de la COVID-19. Todo ello a mayor gloria de la reducción de los salarios, ese molesto coste de producción del que las grandes corporaciones están siempre dispuestas a prescindir, máxime cuando la contrapartida es un aumento de los dividendos. Para colmo, con la falsa satisfacción que a sus verdugos y ejecutores da la supuesta convicción de que están contribuyendo a permitir que esos trabajadores, por no llamarlos esclavos, lleven al menos una pequeña cantidad de dinero a su familia. "Si total", se dicen entre ellos, cuando nadie les oye, aunque por desgracia cada vez son menos pudorosos y también lo cantan a los cuatro vientos, "a esta gente con un poquito de dinero y una habitación para vivir les hace felices". 

Claro, porque la violencia económica, que esclaviza de hecho al individuo convirtiéndole en un dependiente perpetuo, dispuesto a sacrificar sus derechos y su libertad por un plato de comida, mina la voluntad del esclavizado hasta el punto de anularla y rebajar sus expectativas vitales. Es decir, la población bengalí no aspira a poco por naturaleza, sino porque décadas y siglas de explotación y abusos la han acostumbrado a renunciar a nada que no sea intentar sobrevivir día a día, que para ellos con eso ya basta. Demos unas condiciones laborales dignas, dejemos de ser cómplices de la esclavitud presente renunciando a los productos de las compañías que se benefician de condiciones contrarias a los Derechos Humanos en los países del Tercer Mundo, revaloricemos la integridad de quienes son explotados, y de aquí a no muchos años sus expectativas habrán crecido y no nos avergonzarán hasta el punto de mirar hacia otro lado cuando volvamos a ver otro accidente como este en las noticias; porque seguro que la catástrofe se repetirá, más pronto que tarde. 

Para despejar toda duda, ¡SOS Cuba! Por supuesto, defensa de la libertad de expresión y condena de la tiranía dictatorial que tiene sometido al pueblo cubano desde 1959. Y también SOS Bangla Desh, SOS Haití (al que dedicaré la siguiente entrada), y SOS a los oprimidos del mundo en general. Porque si no defendemos los derechos de los oprimidos y solo nos aturde el penalti fallado de Morata ante Italia, ¿en qué demonios nos estamos convirtiendo, ciudadanos?

domingo, 30 de mayo de 2021

Mi vida en Cuba - Juan Padrón

Tras unos meses de retiro forzoso, vuelvo por estos lares para comentar una novela gráfica que, como tantas otras, me recomendó mi buen amigo, y este año compañero en nuestro podcast "Dibujando la Historia", Gerardo Vilches. Se trata de Mi vida en Cuba, la autobiografía de un Juan Padrón que quedó inconclusa por caprichos de esta COVID-19 que algunos aún se empeñan en negar, porque hay ignorantes que disfrutan con la teoría de la conspiración pese a que el desfile de cadáveres intente abrirles los ojos. He de confesar que este ha sido mi primer contacto con la obra de Juan Padrón de manera directa y voluntaria, pues conocía las tribulaciones de Elpidio Valdés y había visto de pasada clips de Vampiros en La Habana a lo largo de mi vida, pero sin prestarles más atención que la curiosidad del lector indiscriminado. 

Las páginas de Mi vida en Cuba dejan muchas enseñanzas, que intentaré sintetizar brevemente: 

Es posible vivir en una dictadura, e incluso se puede vivir bajo dos dictaduras consecutivas. Lo que sucede es que el bueno de Juan Padrón quiso rizar el rizo y vivir sometido a una tercera, pasando unos años en la Unión Soviética de la era Brezhnev, muy lejos ya de la "fortaleza asediada" que había sido, y más cerca de su final de lo que estaba dispuesta a reconocer. ¿Cómo puede uno rehacerse en medio de tanta adversidad? Y lo que es más importante, ¿se puede crear como lo hizo él sorteando la censura? Padrón viene a demostrarnos que sí, por un motivo muy sencillo: cuando todo lo que te rodea es absurdo, la única salida posible es responder con un sentido del absurdo aún mayor. Y jugar con la ignorancia de los pretendidos "iluminados" para hacerles creer que uno se está plegando a sus intereses, cuando en realidad lo que está haciendo es jugar con su falta absoluta de criterio para realizar la crítica igualmente, sin que ellos lleguen jamás a darse cuenta (y eso es lo que verdaderamente les duele). 

Porque la segunda enseñanza es una que he tenido la fortuna de recibir de mi padre desde bien pequeño: el humor, por inapropiado que pueda parecer en determinados momentos, jamás debe abandonarnos. Es un chaleco salvavidas que permite recordarnos a nosotros mismos que lo trascendental no lo es tanto que supere a la propia vacuidad de la existencia humana. Por eso hay que ser capaz, y perdón por la expresión, de mearse en la hoguera. Y eso es algo que Juan Padrón ha sabido hacer, teniendo muy claras cuáles son sus ideas y, precisamente por eso, obviando cualquier posible temblor de pulso para censurar a quienes, en nombre de supuestas causas justas que acaban bastardeando, no hacen más que inflar su bolsillo mientras los pobres seguimos siendo los mismos de siempre. La conciencia tranquila de la lealtad a uno mismo, una vez más inculcada por mis padres, es aquí el garante de que uno pueda mirarse al espejo cada noche, o cada mañana (va por gustos), sin sentir vergüenza de la imagen que se refleja al otro lado. 

La última enseñanza de un trabajador compulsivo en el que más de uno nos vemos identificados es clara: no hay trabajo duro si a uno le apasiona lo que hace. La actitud gustosa ante la profesión es lo que convierte a esta en una empresa placentera y evita que la vuelta al tajo suponga un suplicio diario. Claro que también se puede argüir que no todo el mundo tiene la suerte de elegir el trabajo que quiere desempeñar y de que además le paguen por él. Admito la crítica, pero respondo con otro principio que me repito a mí mismo con mucha frecuencia: tampoco se elige estar en este mundo ni vivir, pero una vez aquí, hay que intentar vivir con intensidad cada segundo. Si no, puesto que nadie nos dice claramente de dónde venimos ni sabemos a dónde vamos, ¿qué coño estamos haciendo? Y para alcanzar esa suerte de nirvana personal hay algo que ayuda: la familia, la pareja, los hijos. Ese cable a tierra que te recuerda que la idea que te ronda la cabeza será muy brillante, pero un pañal aguarda a ser cambiado y un biberón a ser esterilizado. 

En definitiva, merece la pena tomarse un tiempo para leer y disfrutar esta historia, que él no pudo concluir, pero que su esposa concluye con la alegría y la nostalgia que da saber que se ha disfrutado de la compañía de un ser excepcional. 

Abrazos a todos.